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Publicación bimestral. ISSN Nº1851-4855. Año 8 Número 42.

Los niños terribles también crecen. Los padres terribles (Les Parents terribles). Dirección: Jean Cocteau. Francia, 1948. Basada en su obra teatral homónima. Guión: Jean Cocteau. Elenco: Josette Day, Jean Marais, Yvonne de Bray, Marcel André, Gabrielle Dorziat. Por Laura Valeria Cozzo: Licenciada y profesora en Letras (UBA) y estudiante del Traductorado en francés (IES en Lenguas Vivas J.R. Fernández).



  
André Fraigneau afirma: Jean Cocteau ocupa un lugar único en la cinematografía de su tiempo. Es el primer poeta en interesarse en el cine como medio de expresión, lo reinventa para su uso personal: así da nacimiento a su poesía cinematográfica. Si tanto amaba el cine era porque sentía que éste le permitía lograr aquello que consideraba un prodigio: que la historia no se narrase meramente sino que se la viviese, que se volviese visible lo invisible y se objetivasen las abstracciones más subjetivas (por eso es que toda película es realista para él, a partir de que muestra las cosas y no se limita a sugerirlas como lo hace un texto.)
Tanto como guionista como director, abordó textos propios o ajenos para llevarlos a la pantalla grande. Ya habíamos referido a Los niños terribles, el film que Jean-Pierre Melville dirigió en 1950 a partir del guión que el poeta escribió sobre su novela homónima. Ellos nos conducen a su correlato, Los padres terribles, film basado en su obra teatral y que Cocteau considera su mejor logro como realizador. Cuenta la historia de una familia muy especial en la que no podía estar ausente un mito que obsesionaba al poeta, el de Edipo: un matrimonio, el hijo único, mimado obsesivamente por su madre, y la hermana solterona de esta, resentida por no haberse podido casar ella con quien se convirtiera luego en su cuñado. Todo parece estallar cuando el hijo anuncia que quiere casarse con una joven, que resulta ser la amante de su padre. ¿Y cómo se resuelve el conflicto? Si Los niños terribles retrataba a dos niños que se niegan a crecer pese a sus envoltorios carnales adultos, el terrible desenlace de esta historia nos demuestra que estos padres no han madurado mucho más y que el final trágico es inevitable para quienes se niegan a hacer las concesiones de rigor para ingresar al mundo adulto.




El director devenido cineasta consigue llevar lo teatral al cine, sin perderse la esencia de ninguna de las dos disciplinas artísticas. Tras los tres golpes de rigor que anuncian el comienzo de la función, se descorre el telón y comienza a representarse ante nosotros este melodrama burgués del siglo pasado en el que se percibe el eco de las tragedias griegas que tanto fascinaban al poeta. A continuación, empieza la película y el despliegue de los recursos propios del séptimo arte. Dirigiendo su film con maestría plenamente cinematográfica, este artista total logra fijar el genial juego escénico de sus actores, paseándose entre sus protagonistas para registrar con primerísimos planos todos sus gestos y no perder esos detalles que desde la platea a la distancia que impone el espacio teatral se vuelven imperceptibles. La pantalla recobra así esa fuerza de lo escrito que el escenario diluye: en Los padres terribles, el movimiento de los personajes (y las cámaras) que van de una habitación a otra transmite mejor la sensación de encierro que debe desprenderse del texto teatral, ese encierro que se respiraba en esos pasillos de las casas que lo obsesionaban en su infancia, aquellas de las que nunca se salía. Algunas secuencias resultan impecables, como aquella en la que el joven le cuenta a su madre que está enamorado. La cámara muestra alternativamente la boca sonriente del hijo, tan feliz que no para de hablar, y los ojos tristes de ella, celosa al sentir que su niño ya no le pertenece como antes.
Los años pasaron y las obras a veces parecen envejecer. ¿Cómo se ve la obra cinematográfica de Cocteau a la distancia? Si bien las técnicas han evolucionado, hay en la mirada del artista cierta destreza para hacer surgir en aquellos planos algo que los hace eternos: la poesía. Pues, como diría la tía Leónie, “No sé si es un drama o un vodevil pero es una obra maestra”.


Las dos caras de la moneda. Aniceto. Dirección: Leonardo Favio. Argentina, 2008. Basada en el cuento El cenizo de Jorge Zuhair Jury. Guión: Leonardo Favio, Rodolfo Mórtola y Verónica Muriel. Elenco: Hernán Piquín, Natalia Pelayo y Alejandra Baldoni. Por Natacha Beatriz Estevez: Profesora en Lengua Castellana (UNVM), Diplomada Superior en Educación de Adultos (INESCER), Tesista de la Maestría en Culturas y Literaturas Comparadas (UNC).




De mil historias que rondan mis insomnios
hoy quise rescatar la de Aniceto.
No sé muy bien por qué pero algo tiene
que más que historia se asemeja a un cuento.
(Aniceto. Leonardo Favio)


El Cenizo y Aniceto son dos obras para una misma historia: la de Aniceto, su gallo, Francisca y Lucía. Ambas ficciones surgieron de instancias creativas basadas en las posibilidades expresivas del lenguaje literario y el cinematográfico. Puntualmente, Aniceto es la segunda transposición al cine de El Cenizo, lo cual supone una amalgama con los elementos de la producción audiovisual. En este sentido, Leonardo Favio no omitió momentos esenciales, como la muerte de Aniceto junto a su gallo para lograr un final apoteótico al estilo de Moreira o Gatica. Así, el pasaje de la obra literaria de Jorge Zuhair Jury consiguió una recepción efectiva en el público que se acercó al cuento desde el film.

Una cara de la moneda, la literatura
En El cenizo, la utilización de descripciones, comparaciones y aspectos visuales configura un tipo de narración mixturada con elementos poéticos. A través de estos recursos, el autor transmite con pinceladas de palabras la belleza del paisaje que, en muchos casos, se conserva sólo en la memoria de quienes conocen los pequeños pueblos del interior. 
La idea del destino recorre el texto atravesando al protagonista desde la inmersión contextual y el deseo; dichos factores tensan los rasgos trágicos que dirigen la trama hacia el final fatal. Asimismo, El cenizo refiere una historia telúrica basada en el conflicto amoroso entre un hombre y dos mujeres. Por otra parte, el relato problematiza un aspecto social construido mediante diálogos escuetos; ellos permiten caracterizar el lenguaje de cierta idiosincrasia popular argentina de las primeras décadas del siglo XX. Dicha cuestión se ilustra como reflejo de un imaginario cargado de prejuicios sobre los inmigrantes llegados al país para “hacerse la América”. En efecto, las escasas alusiones a los tipos sociales implican una crítica hacia los estereotipos negativos que se generalizaron en Argentina tras el aluvión inmigratorio europeo (particularmente, Aniceto, el personaje principal, define a los extranjeros de su poblado utilizando expresiones peyorativas).
Aun así, el aspecto instintivo adquiere una función medular en la obra de Jury cuyo argumento se organiza en torno a un gallo de riña configurado como testigo y partícipe activo de la historia. Por consiguiente, la bestia cumple un rol central que, desde el título del cuento, concentra la tensión sobre las cualidades emparentadas con la braveza. La importante presencia animal aglutina las cualidades determinantes de Aniceto: lujuria, virilidad y fortaleza. Durante la narración, estos sentidos se asocian para producir la identificación entre el protagonista y su gallo. Concretamente, la lucha y la conquista inciden en el hombre disputado por dos mujeres antagónicas y su ídolo emplumado con el que establece una unidad simbiótica. Así, la caracterización complementaria entre ambos se realiza mediante paralelismos que conducen progresivamente a la muerte sincrética de Aniceto y el cenizo.




La otra cara de la moneda, el cine
Tras una primera adaptación cinematográfica (1967) de El cenizo, Favio reinterpretó el relato para producir la segunda versión de la obra, Aniceto. En esta ocasión, la historia es representada por bailarines que la enriquecen con sus cualidades artísticas al mismo tiempo que intensifican el sentido teatral del film.
El realce de los efectos de iluminación y la calidad escenográfica conceden valor pictórico a las escenas, añadiendo plasticidad a los cuadros y reconfigurando la estética de Aniceto. Específicamente, la luz y el color contribuyen a la creación de la atmósfera psicología de los personajes y suman dramatismo a la obra.
Además, la capacidad expresiva del baile pone énfasis sobre los sentimientos de los personajes. Asimismo, la cuestión afectiva excede el nivel melodramático y resulta enfatizada por las coreografías estilizadas, la música en equilibrada armonía con el ritmo poético del film y el paisaje de calidad fotográfica. Ante estos aspectos, las características patéticas se optimizan y fusionan en la construcción de ambientes cargados de significados por el uso de los matices y componentes plásticos de la danza, el cine y el teatro. Ellos le permitieron al director reformular y reinventar la historia cargada de sentimientos dispares y trágicos.
Como ya se anticipó, el ballet es uno de los lenguajes principales para narrar cinematográficamente los hechos y atender a la presencia de ciertos elementos populares afines a las masivas concurrencias del cine. El baile está presente en el enamoramiento inicial de Aniceto y Francisca, en el abandono y la espera, en la relación erótica entre Aniceto y Lucía, o en las fugas nocturnas del protagonista.  En la película, el ballet no es privativo de las personas sino que también está presente en los gallos que luchan enloquecidamente durante una danza sangrienta que atraviesa la proyección. Sus imágenes cruentas aparecen como metáforas que ilustran y refuerzan la trama significativamente.
Asimismo, Aniceto reúne armónicamente dos prácticas culturales que décadas atrás reflejaron claras distinciones sociales, se trata del ballet y el tango; éste último encarnado en las figuras de Aniceto (un compadrito) y su gallo, ambos representantes del arrabal.
Por otro lado, es destacable que todas las tomas se realizaron dentro de un único set de filmación (sin locaciones exteriores). Esta particularidad procura evidenciar la artificialidad y la situación constructiva de la película para acentuar el efecto poético del hecho actoral-narrativo; aquel se realza al mostrar, por ejemplo, las luces que penden del techo en medio de una situación nocturna en la calle. Por su parte, las transiciones entre escenas y cuadros presentan un delicado equilibrio espacial, sonoro, visual y coreográfico que genera en el espectador la sensación de transcurrir fluido y orgánico.
Finalmente, la presencia de metáforas en el film (concretamente: el gallo, los bailes, las luchas sangrientas entre animales) adquiere sentido como lugar de pasaje junto a la música, los matices, los cuadros poéticos y el baile. En esta versión cinematográfica las alusiones son fundamentales ya que marcan el punto de comparación entre la masculinidad de Aniceto y la bestialidad del gallo, la batalla feroz y las relaciones humanas, el baile y el amor, la vida y la muerte trágica, sangrienta. Al fin y al cabo, ambos lados de una misma moneda.


El tiempo, el vacío y la denuncia en el idioma Clarice. La hora de la estrella (A hora da estrela). Dirección: Suzana Amaral. Basada en la novela homónima de Clarice Lispector. Brasil, 1985. Guión: Suzana Amaral y Alfredo Oroz. Elenco: Fernanda Montenegro, Tamara Taxman, Marcelia Cartaxo, José Dumont. Por Inés Fioriti: Profesora en Letras por la Universidad Nacional de Mar del Plata.




Macabéa orina en una bacinica en el cuarto compartido mientras come una pata de pollo, la cámara se detiene y propone un primer plano. La imagen no le resulta indiferente al espectador. La imagen condensa al film.
Susana Amaral parece seguir al pie de la letra la idea  de Rodrigo S.M., el autor – narrador de Clarice: “Ella es un medio para que ustedes se actualicen y se ubiquen en la hora presente. […] Hay pocos hechos para narrar  y yo mismo no sé todavía qué es lo que estoy denunciando”. Esta es, al menos, una de las tantas frases que abren el juego para pensar la adaptación cinematográfica de la directora de A hora da estrela (1985) basado en la novela homónima de Lispector.
Si bien en los dos textos se observa un mismo hilo conductor, cada uno se vale de sus propios procedimientos para presentar el argumento de manera diversa. El cuestionamiento político, la referencia a la situación económica de un sector, las problemáticas sociales se escabullen en la novela cuya linealidad se ve interrumpida por la presencia de un narrador escritor, Rodrigo S.M., que problematiza la referencialidad del lenguaje. Dos historias que se entrecruzan, la historia de la protagonista y la historia de su escritura, de manera que el hilo narrativo queda interrumpido. El texto fílmico prescinde de ese narrador y se centra en las problemáticas socio-culturales, políticas y económicas. El primer plano es uno de los recursos más utilizados para focalizar en aspectos que dan cuenta de dicha realidad: las manos sucias de la protagonista, las cuatro mujeres sobre la ventana  esperando que el vecino encienda el televisor, Macabéa frente a las vidrieras viendo aquello a lo que no puede acceder, Macabéa comiendo desaforadamente en la casa de Gloria.




Si bien el film presenta un corte realista y denunciatorio, el final impone un giro que lo interrumpe, al igual que lo hace la presencia de Rodrigo S.M. en la novela. Una vez muerta, la protagonista parece cumplir su deseo: se ve a Macabéa corriendo en un bosque hacia  un hombre  extranjero y, por ende, como dice Madama Carlota, rico y rubio. La música no pasa desapercibida, un vals suena a todo volumen y la cámara se detiene en la sonriente Macabéa. El final – absurdo, irónico-  rompe con la linealidad de la representación.
Otra de las imágenes recurrentes es la presencia del gato que, como dice, Clarice despedaza al sucio ratón. El encuentro de Olímpo y Gloria, Macabéa y el felino con su presa son tres imágenes sucesivas que adelantan lo inevitable: el engaño de su novio con la compañera de trabajo. La música acompaña la escena y se sobreimprime el sonido del tecleo de la protagonista de modo que el receptor no se olvide de su presencia. Lo visual y lo auditivo se complementan.
Se torna ineludible mencionar la transmisión de Radio Reloj con la que se abre la película y acompaña a la protagonista en el transcurrir de la historia. La repetición del comentario sobre la rapidez del vuelo de la mosca al comienzo y sobre el final recrea una idea de circularidad. Si bien se encarga de dar la hora exacta, el tiempo parece detenerse y la vida se vuelve monótona. Macabéa, pobre, fea y prácticamente analfabeta,  escucha y aprende de la emisión radial. La radio conecta  a la protagonista con el afuera y como no puede hablar de sí misma repite lo que escucha, como dice Ricardo Piglia en “Roberto Arlt, una crítica de la economía literaria” respecto a Astier: su experiencia es la repetición de un texto que a cada momento es necesario tener presente”.
“Los hechos son sonoros, pero entre ellos hay un susurro” dice Rodrigo S. M. El susurro, ineludible, es Macabéa.



El autosaboteo como tópico. ¿Quién teme a Virginia Woolf? (Who's Afraid of Virginia Woolf?). Dirección: Mike Nichols. EEUU, 1966. Basada en la obra teatral de Edward Albee. Guión: Ernest Lehman. Elenco: Elizabeth Taylor, Richard Burton, Sandy Dennis, George Segal. Por Giancarlos Areiza Salazar: Especialista de Audiovisuales de la Escuela de Cine y Televisión de Caracas, Venezuela.




Hay, se dice, dos tipos de libros: uno, el que necesita de un pacto de confianza con el lector (que van a la par); y el otro, el que no. Es decir, el primer tipo de libro requiere de lectores cómplices, con sapiencia, que sepan leer metáforas, abstracciones, anáforas, metonimias y los demás códigos semánticos que suelen darse entre un lector y el autor; para hacerse entender. El segundo libro: es el desasistido; se dice así porque no requiere de mayor esfuerzo por parte del interlocutor; ya que todo se le habrá de dar masticado. Generalmente estos ejemplares tomarán de la mano –al lector florero, así lo llamo– para llevarlo por el caminito de los lugares comunes, explicándole todo, todito, todo. Este último, sobra decir, prescinde y sojuzga la capacidad de sus lectores, a veces con razón.
Todo lo antes dicho, estimado lector, aplica para el Séptimo Arte.
Y también, he de decir, aplica para ésta O B R A M A E S T R A.
¿Quién teme a Virginia Woolf? de 1966 es una película de target, sesuda –y una refinada obra maestra– que está hecha a ultranza para no complacer a nadie. Pero que a la vez, necesitará de espectadores cómplices que lean las abstracciones que se dan en el mundo de la ficción. Y que además, me temo, clama de un denodado esfuerzo intelectual para hacerse entender. Éste film se valdrá de miradas, chistes, metáforas, sarcasmos, ironías y de diálogos sobradamente inteligentes, para poder completarse o entenderse. De allí que ésta sea una película de confianza en el que el espectador no se sentirá domeñado o guiado (de alguna forma) para entender lo que está viendo. Entre otras cosas porque éste, se regirá por sus propias apetencias, sin importarle que el interlocutor lo siga.
Pero he aquí otro hecho sui géneris que suscita ésta obra. Si, por el contrario el espectador no supiese leer códigos semánticos; de igual modo sus cuerpos sentirían trémula en todas esas desconcertantes histerias que se sirvieron aquella noche turbia.
Eso se sabe, el éxito de una película está donde arrecien las emociones y prime lo real, lo honesto y, todo aquello que se de en buena lid. De esa forma nos comprarán, o bien, así si me regalo con gusto. No con la estética, ya que para éste servidor, ésta es solo un complemento cinematográfico que debe utilizarse cuando alguna situación no pueda ser explicada con palabras, y en ningún caso es una forma que deba endilgarse al éxito para trascender en nuestros placeres. Veo, sé, intuyo que hay mucho director con aires de grandilocuencia queriéndonos hacer ver que lo importante es la estética y el pavoneo técnico en sus películas, y quizás sea cierto; porque siempre en el cine se necesita de la estética, pero no es lo fundamental a la hora de transmitir estados del alma. Basta traer a colación la reciente película del “The Grand Budapest Hotel” (2014) para confirmar esas certezas: la fachada, la forma de ver, lo bonito y la epidermis, no nos dan plenitud.




Sin excederse Elizabeth Taylor y Richard Burton realizaron unas de las mejores interpretaciones que se pueden dar en un mismo redil cinematográfico. Ella ganó, con justa razón el Oscar de 1966. Él, injustamente lo perdió. Pero igual, a cuenta de ellos, corrió un iracundo realismo dramático que trascendió toda pantalla, apoyado -como siempre digo- en las emociones y las miserias de nuestra siempre inquietante naturaleza (y claro, de unos atinadísimos primeros planos que me hacen recordar un principio cinematográfico: «(…) la cámara no puede verlo todo a la vez, pero de aquello que elige ver se esfuerza al menos por no perderse nada…» André Bazin). En este mismo párrafo, pero no en la misma idea, hay que señalar que lo más resaltante fue cuando asistimos a esa verdadera batalla dialéctica, dada por unos diálogos axiomáticos, cínicos, lacerantes, exquisitos,
sin ambages, tan existencialistas como transgresores, frente a un incauto matrimonio, que lo único que deseaba era cerrar con broche de oro esa noche.
No quiero, debo confesar, hablar en esta ocasión de lo qué pasó o porqué pasó lo que pasó, porque las pasiones y miserias que se dieron en esa película son muy jodidas y bueno, también al final lo honesto y real no se explican; y mucho menos algo tan complejo como el tema del autosaboteo y porque en muchas ocasiones debemos temer más a nosotros, que a los demás Eso lo temía la propia Virginia Woolf. Total, no hay de que inquietarse, porque en esta obra maestra no hay pretensiones de grandeza. No hay víctimas, ni verdugos; porque son todos héroes al mismo tiempo (los cuatro únicos personajes que se dieron cita). En suma, en esta película no hubo lugar para entramadas y consabidas estructuras como las de: “Los 12 pasos del héroe” de Campbell u otro largo sin fin de artilugios narrativos que hay por allí. Aquí no hay, sépanlo, a dios gracia, vellocinos de oro que buscar.
Antes de culminar ténganlo si, sabido; que en la geometría de esta película, transitaran por casi todos los registros emocionales, porque irán desde la risa (en la escena del paraguas, mi favorita) a una relación orgánica con la rabia, el dolor, la confusión, la amargura, la fragilidad, el odio, la agonía, el cólera, la desesperación, el desamor, las mentiras y el desgaste, hasta llegar al coto de la reflexión, y que en esta desgarradora película, se dieron sobre la inmolación y el compromiso que deben labrarse los matrimonios. Bueno ojo, también va un poco inspirada, en los propios demonios de la vitalicia Virginia Woolf.



Famas, ¡a cenar! El discreto encanto de la burguesía (Le charme discret de la bourgeoisie). Dirección: Luis Buñuel. Francia-Italia-España, 1972. Guión: Luis Buñuel y Jean-Claude Carrière. Elenco: Fernando Rey, Paul Frankeur, Delphine Seyrig, Jean-Pierre Cassel, Stéphane Audran, Michel Piccoli, Bulle Ogier, Julien Bertheau, Milena Vukotic, Maria Gabriella Maione, Claude Pieplu, MuniFrançois Maistre, Pierre Maguelon, Maxence Mailfort. Por Magalí Mariano: Estudiante avanzada de Realización Integral en Artes Audiovisuales en Fac. de Arte, UNCPBA, Tandil. Ayudante alumna en cátedras de Dirección de Actores y Teoría de la Comunicación de Masas.


           
En Esculpir en el tiempo, Andrei Tarkovski afirma que “el cine nació para reflejar una parte concreta de la vida, una dimensión del mundo aún no comprendida, que ninguna de las otras artes había podido expresar”. Sin duda alguna esta cita resume de manera significativa lo característico del cine de Luis Buñuel. Buñuel solía decir que su cine era el resultado de las dos cosas que más lo habían influido desde que era muy chico: la religión y el surrealismo. Podría afirmarse en este sentido, que el surrealismo nació para reflejar una parte concreta de la vida, - el sueño- una dimensión del mundo aún no comprendida que ninguno de los otros estilos había podido expresar.
El discreto encanto de la burguesía (1972) es una película cargada de símbolos, de referencias, de ironía. La película desborda sobremanera los parámetros de lo conocido, incluso en lo referido a la filmografía del propio Buñuel. El relato es de tipo realista, o por lo pronto, tiene tanto de realista como de surrealista. Mezclando lo real y lo onírico logra expresarnos una ácida y profunda crítica a la clase burguesa que peregrina hacia la nada y que “vive” en una insipidez existencial desopilante, sin dejar de apelar ni por un instante al humor que generan todas las situaciones que se desprenden de este magnífico relato. Argumentalmente la película es simple: un grupo de amigos burgueses intentan a lo largo de toda la película reunirse para cenar entre ellos, siempre juntos y para cenar con otros, pero siempre juntos.  Este tan sencillo evento se ve continuamente impedido por una cosa o por otra. La intención de cenar es siempre explicitada y pronunciada como algo importante, protocolar y hasta ceremonial. Pareciera que todo lo que tiene que ver con lo sencillo y lo simple dado por la cotidianeidad brilla por su ausencia. Vienen a mi encuentro los cuentos de Historias de Cronopios y de Famas de Julio Cortázar, especialmente en Viajes, cuando veo a los personajes de El discreto encanto de la burguesía, más aún cuando tienen la intención de reunirse.
                                                Cuando los famas salen de viaje, sus costumbres al pernoctar en una ciudad son las siguientes: Un fama va al hotel y averigua cautelosamente los precios, la calidad de las sábanas y el color de las alfombras. El segundo se traslada a la comisaría y labra un acta declarando los muebles e inmuebles de los tres, así como el inventario del contenido de sus valijas. El tercer fama va al hospital y copia las listas de los médicos de guardia y sus especialidades.
                                               Terminadas estas diligencias, los viajeros se reúnen en la plaza mayor de la ciudad, se comunican sus observaciones, y entran en el café a beber un aperitivo (…)"




Buñuel toma fundamentalmente uno de los múltiples aspectos que la realidad inmediata (la cena y también el sexo), que significan (como para Cortázar) una vía de acceso a otros registros de lo real, donde la plenitud de la vida alcanza múltiples formulaciones. Buñuel pareciera inicialmente mostrar con sutileza la liviandad, la inconsistencia, la mediocridad, la superficialidad. Pero más adentrada la obra los personajes comienzan a mostrar sus versiones más horrendas. Hay un pasaje en Historias de Cronopios y de Famas, que más descarnadamente da cuenta de lo que Cortázar ve como horrendo y hasta inhumano en el comportamiento de los actores de esta clase social.
                                    Un fama anda por el bosque y aunque no necesita leña mira codiciosamente los árboles. Los árboles tienen un miedo terrible porque conocen las costumbres de los famas y temen lo peor…”

Los juicios de valor se hacen constantemente, siempre respecto a lo culinario. En la escena del restaurant donde se está velando a un hombre en la cocina, uno de los personajes dice: “yo tomaría caviar, pero temo que no sea de buena calidad y que además sea muy poco", al mismo tiempo en que una de las mujeres subestima el lugar porque lo que se ofrece es barato y porque hay poca gente. Nadie registra el dolor que están atravesando en ese restaurant ante la muerte de un ser querido. La elegancia podría conjugar de alguna manera todo este talante, este modo de andar la vida. Sin duda los famas de Cortázar son elegantes:
Siempre me ha parecido que el rasgo distintivo de nuestra familia es el recato. Llevamos el pudor a extremos increíbles, tanto en nuestra manera de vestirnos y de comer como en la forma de expresarnos y de subir a los tranvías (…) Quisiera aclarar que estas cosas no las hacemos por diferenciarnos del resto del barrio. Tan sólo desearíamos modificar, gradualmente y sin vejar los sentimientos de nadie, las rutinas y las tradiciones. No nos gusta la vulgaridad en ninguna de sus formas (…)”
Además de elegantes, los personajes-famas de El discreto encanto de la burguesía son miserables. Gustan de lo caro pero gustan aún más de guardar su dinero. Desconfían de lo barato, calculan y especulan siempre y no son en absoluto  desprendidos con el dinero. Son sustantivamente materialistas siempre.
                                              “Un fama es muy rico y tiene sirvienta. Este fama usa un pañuelo y lo tira al cesto de los papeles. Usa otro, y lo tira al cesto. Va tirando al cesto todos los pañuelos usados. Cuando se le acaban, compra otra caja. La sirvienta recoge los pañuelos y los guarda para ella. Como está muy sorprendida por la conducta del fama, un día no puede contenerse y le pregunta si verdaderamente los pañuelos son para tirar.
-Gran idiota- dice el fama, no había que preguntar. Desde ahora lavarás mis pañuelos y yo ahorraré dinero.”

En ese afán de ser elegantes no pueden hacer realmente nada: no pueden comer, ni solos ni con otros; no pueden ser empáticos; no pueden afrontar la muerte; no pueden vivenciar el sexo; no pueden descansar cuando duermen porque tienen sueños tortuosos, que hasta a veces parecieran ser más reales que la realidad misma. Pareciera que los sueños contienen más acción que la vigilia. Pero la elegancia no se pierde nunca. Por ejemplo, en la escena en que el canciller comete un homicidio en medio de una reunión de personas (todas ellas elegantemente vestidas y comportadas), el asesinato es cometido como respuesta a una discreta cachetada que también es recibida con elegante discreción. La discusión previa a este acontecimiento no es profunda porque el canciller se niega a profundizar e intenta abortar toda crítica que lo involucre a él como responsable de su país. De todos modos, la discusión también es discreta. Hay una represión permanente de todo lo que refiera a pensamientos y sentimientos. El desenlace de esta escena es rematado también de modo elegante: dos tiros, ni una gota de sangre, ni un grito, sin desbordes. Incluso desde lo gestual, el canciller mata como si quitarle la vida a otra persona no significara absolutamente nada, como quien se comporta de manera correcta y convida con algo a alguien con buenos modales y haciendo lo que corresponde, sin despersonalizarse, ni disociarse, ni desbordarse en absoluto. Mata con la misma parsimonia con la que elige un menú en una carta. Que este acto haya sido soñado acentúa aún más esta búsqueda de elegancia que hasta atraviesa lo más inconsciente, que es el mundo de los sueños.




A los Famas (a los de Cortázar, y a los de Buñuel) les gustan los caminos rectos para ahorrar tiempo y llegar lo más rápido posible. Se sienten seguros controlando el tiempo cronológico y eludiendo todo aquello que no haya sido programado con antelación. Necesitan anticiparse, siempre llegan puntuales, aunque nunca lleguen a ninguna parte adonde nunca pasa nada. No soportan lo incierto, lo sinuoso, lo inesperado. Son meticulosos y obsesivos siempre en cuestiones inconsistentes y superficiales. Todo es apariencia pura. Esconder sus emociones y todo tipo de sentimientos, sensaciones y pasiones es un factor común a todos los personajes. Sólo puede -a penas- desprenderse de este hilo conductor el personaje femenino más joven. Es por eso que ella es la más expresiva de todos los personajes y es la que se desborda y rompe con las normas de elegancia y discreción: se emborracha, vomita, alza la voz, se malhumora y manifiesta una actitud de desparpajo, de impertinencia, de rebeldía. Más allá de lo actitudinal, siempre es ubicada discriminadamente en el plano. Sin duda la escena que sintetiza esto es aquella en la que los seis personajes protagónicos caminan en medio de una ruta, de una carretera y no llegan a ninguna parte. Acá también el personaje “menos fama” está diferenciado. Siempre está más atrasada en la caminata (y en todos los lugares). Da la impresión que quisiera salirse de su lugar, correrse de donde se encuentra. ¿Habrá que suponer que Buñuel la elige por su edad, (es la más joven) como una representante de la esperanza, de que esta misma clase se haga finalmente agua o se resquebraje, o se vulnere por la rebeldía de sus más jóvenes? ¿Será que se propone que el germen de la “destrucción” de la burguesía está en el seno de la misma? ¿Y será que son (como siempre) los más jóvenes los llamados a subvertir el orden de cosas? Esta escena, además, se alterna en diferentes momentos del relato y siempre expresa lo mismo: un camino incesante hacia ningún lugar. Es la gran metáfora de la película y es la materialización en imágenes de lo que se pretende criticar. Si bien todas las situaciones en las que son puestos los personajes ridiculizan los intereses, los problemas, las inquietudes y las preocupaciones de la burguesía, es esta escena la que sintetiza todo ese arsenal de absurdos, apariencias y sinsentidos: un desfile (literal) hacia ningún lugar. La nada como punto de llegada.


Drácula for dummies. Drácula 3D. Dirección: Dario Argento. Italia-Francia-España, 2012. Basada en la novela homónima de Bram Stoker. Guión: Dario Argento, Enrique Cerezo, Stefano Piani, Antonio Tentori. Elenco: Thomas Kretschmann, Marta Gastini, Asia Argento, Unax Ugalde, Rutger Hauer, Miriam Giovanelli, Maria Cristina Heller, Giuseppe Lo Console. Por Nuria Silva: Crítica Cinematográfica, actriz, bailarina, cantante, poeta, clown y fotógrafa. La reseña fue publicada por primera vez en HACERSE LA CRÍTICA (http://hacerselacritica.blogspot.com.ar/)




Qué sé yo. Hay directores a los que uno tiene ganas (o siente que debe) defender. Resulta que sí, que Drácula, de Argento, es pésima, pero algo tiene y es estrictamente necesario verla como corresponde para poder apreciarlo. Al principio hice trampa, lo confieso. Como iban y venían incansablemente con las privadas y el estreno, la terminé viendo online. En realidad, la terminé viendo después de tres intentos. La primera vez me pareció divertido el inicio, pero pasados unos pocos minutos no pude contra el estado soporífero que me generaba. La segunda vez llegué un poco más lejos, pero sin aproximarme a la mitad todavía. La tercera fue la vencida, más por las circunstancias dadas que por voluntad propia. Llovía a cántaros y sin internet ni cable no tenía mucho por hacer, así que me decidí a darle esa última oportunidad. Justamente, me pareció una película para ver cuando no hay nada que hacer, ideal como relleno televisivo de fin de semana o para estos benditos cortes, o cualquier situación semejante. Eso me entristeció, claro que sí, porque quiero muchísimo a Dario Argento, que desde hace años me enloquece con sus festines de sangre y colores y depravaciones varias. He defendido a capa y espada todos sus trabajos, porque su cine me invitaba a jugar y eso me fascinaba. Con Drácula, sin embargo, triunfó el desgano. Obviando alguna que otra escena en la que ese espíritu juguetón se asoma –con el estilo Argento, nunca tan sofisticado como Bava ni tan retorcido como Fulci-, todo lo demás me resultó chato.
Pese a todo, cuando finalmente anunciaron la función privada a razón de su inminente estreno, decidí verla por cuarta vez, pero en pantalla grande y con el bendito 3D (que de por sí no es de mi agrado). No voy a mentir, no es que la película milagrosamente se haya transformado en una obra maestra. Es uno de los peores trabajos del tano, si no el peor, pero ciertamente el artificio digital y la magnitud de la pantalla de cine le juegan muy a favor. El plano secuencia inicial, bastante burtoniano, crece notablemente en impacto. Por otro lado, la espuria peculiaridad de la puesta en escena pareciera ostentar una extraña mezcolanza entre el estilo de las viejas producciones de la Hammer y el de las porno italianas argumentales de Mario Salieri, característica que, en cierta forma, se ve afectada negativamente por el uso del 3D en muchos planos, especialmente los de establecimiento (me refiero a los planos que nos muestran, por ejemplo, el frente del castillo o paisajes), que se ven baratos, irrisorios, y chocan con las escenas en interiores que tienen un mejor nivel, sobre todo en términos fotográficos.




Drácula no está mal filmada, su rasgo más desfavorable radica en la elección y dirección de actores. La forma en que son presentados los personajes principales está tan remarcada que a uno le da la sensación de estar frente a un Drácula for dummies. La aparición de Jonathan Harker (Unax Ugalde) ralentiza el ritmo del relato, y la posterior entrada de Mina (Marta Gastini) termina por socavar todo lo construido hasta el momento. Que Harker se vea desdibujado por las fuertes personalidades de los demás protagonistas masculinos de la historia -el propio Drácula (un no tan potente Thomas Kretschmann) y Abraham Van Helsing (el viejo y querido Rutger Hauer)- es de esperar, pero que Mina prácticamente ‘desaparezca’ aun estando presente en pantalla, es un desacierto inaceptable. La interpretación de Gastini es insípida y se pierde ante la innata perversión de Asia Argento como Lucy, y la lascivia exacerbada de Tania, la víctima/amante/vampiresa del Conde, interpretada por Miriam Giovanelli, una pésima actriz con notables dotes físicos que lo perdonan todo. Fue un hecho ineluctable: cada vez que Mina aparecía en pantalla, esta servidora se veía abatida por una profunda modorra. Por esto mismo la relación entre ella y el Conde carece de atractivo, casi que no hay relación en absoluto. No hay nada en ni entre esos cuerpos.

Voy a evitar caer en un análisis comparativo entre esta versión, la novela original y otras adaptaciones cinematográficas, simplemente porque si no fuera por el estancamiento que la película sufre en su parte media (¿Argento ensayando algún tipo de solemnidad?), bien podríamos estar frente a una parodia más que a una adaptación, sensación que termina por ratificarse en una de las metamorfosis más estrafalarias de Drácula sobre el final de la película. Es en esta última parte que Argento reemprende su impronta sanguinaria extravagante y absurda, pero sin lograr contentar del todo las expectativas de aquellos que supimos reverenciarlo.

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