La película comienza en el escenario predilecto de esta historia: la cocina. Inicialmente observamos, en primer plano, unas manos cortando cebollas, mientras una voz nos confiesa un secreto culinario: Una joven, con los ojos desbordados en lágrimas, comienza a contar la historia de su tía abuela, Tita De la Garza, nuestra protagonista.
Siendo la menor de tres hermanas, desde niña recibe una educación distinta, enfocada al servicio y cuidado de su severa e inquebrantable madre, Elena. Su hermana mayor, Rosaura, encarna la mesura, el buen comportamiento y el respeto por las tradiciones familiares. Gertrudis, la hija secretamente ilegítima, es distinta en lo físico y en lo emocional: ella encauza toda la pasión contenida y se rebela contra los mandatos familiares, es la primera en tomar la determinación y el control de su vida y prefiere exponerse a la hostilidad del mundo exterior en un contexto de revueltas sociales y políticas (la historia se enmarca en plena Revolución mexicana) antes que seguir en un hogar donde el deber principal era reprimir cualquier emoción.
Tita, en cambio, se encuentra entre la obediencia y la rebeldía. Durante los primeros años de su juventud se muestra sumisa y respetuosa ante la opresión de su madre a quien ha de respetar y cuidar toda su vida. La protagonista encuentra en la cocina un refugio de la mano de Nacha, la criada que la alimentó y educó como si fuera su propia hija. Es el vínculo con la cocinera lo que da cauce a la magia, porque es a través de la elaboración de recetas ancestrales que Tita logra explorar y expresar sus sentimientos.
Es evidente, desde el comienzo, la impronta femenina en esta película. Sin embargo, hay un hombre que se involucra en la vida de Tita y esto incrementa la tensión en la familia De la Garza. La figura de Pedro, el enamorado de nuestra protagonista, al no poder casarse con su amada, consumará su matrimonio con su hermana Rosaura. Esta decisión resulta ser la única forma viable para estar cerca de Tita. Este enredo amoroso despierta en ella una suma de sensaciones difíciles de contener y, frente a la imposibilidad de estar juntos, Tita descubre una forma de comunicarse con Pedro.
La cocina es un espacio fundamental desde el principio, pero es a partir de la convivencia con su amor no correspondido que Tita comienza a hablar través de sus platos y a transmitir, de forma peculiar, sus propias emociones. La comida es un código secreto y, aun involuntariamente, cada alimento despierta en los comensales aquello que la protagonista siente en el momento que lo cocinó. Por ejemplo, el pastel de la boda de Rosaura y Pedro es creado con tal nostalgia y angustia, que quienes lo prueban sufren de una sensación agobiante que deviene en una atroz y masiva intoxicación.
La estética de la película, impregnada por los olores y ruidos de la cocina, presenta elementos decididamente mágicos que se fusionan con el vestuario de época: abundan los vestidos voluminosos, los chales, las enaguas, el encaje, los sombreros, los chalecos, etc. Otro detalle que prevalece es el juego de miradas ante la necesidad de reprimir las intensas pasiones. Alfonso Arau (director y pareja de Esquivel) logra captar el lenguaje corporal entre personajes sin dejar de lado las tomas sutilmente sugestivas.
Una vez me dijeron que Como agua para chocolate era una historia de amor más entre el montón. Esta frase resuena en mi memoria hace rato: es que, si bien por momentos me siento en conflicto ante una relación amorosa un tanto egoísta y posesiva, no deja de conmoverme el hecho de cómo el amor de Tita se despliega en cada comida, en cada mirada, en cada centímetro cúbico de la manta que empieza a tejer al principio de la novela a partir del frío que siente en su corazón. Finalmente, se trata de un amor colmado de obstáculos y mandatos externos, un amor que desborda y supera cualquier imposición.
– En el cine sería el montaje…
– O sea, una combinación que crea algo que no existía y de pronto existe.
Mientras Mercedes Halfon y Laura Citarella reflexionan sobre esta virtud que comparten la poesía y el cine, las imágenes de archivo eternizan a Bignozzi en su biblioteca. La poeta desnuda ante la cámara sus tesoros, la mayoría libros de poesía llenos de marcas, anotaciones y flores secas, algunos ubicados en los estantes de abajo son los que ella considera “prescindibles”, pero no se anima a tirarlos: “hay que guardarlos”. Las cineastas continúan en off conversando sobre la mujer que se percibe todavía tan viva. “Pienso que esta obra aunque me haya sido heredada no me pertenece”, sostiene Halfon. “Es del mundo entero, quizás no es ni de la propia Juana”, sentencia. A esta altura del film, casi en el ecuador de toda una vida, el espectador ya es un detective más tratando de descifrar a una autora tan cautivante como enigmática. Hasta sin haber leído o escuchado ninguno de sus versos con anterioridad, Juana se vuelve una escritora imprescindible con sus poemas hechos película. Esa combinación que crea algo que no existía y de pronto existe.
Aunque para llegar a este punto del film hay que evitar ciertos prejuicios ante una mirada muy personal de quien recibe el legado de Bignozzi, una perspectiva que algunos lectores de la poeta consideran un tanto “ególatra y autorreferencial” de la realizadora. El registro del departamento despojado de los objetos huérfanos puede resultar “chocante” para unos y “revelador” para otros, más profanos. El tono y el lenguaje también se tornan discordantes para las almas más añosas que se enfrentan a las conversaciones de los jóvenes con los que Juana adoraba juntarse.
Cruza de documental y ficción, lo que comienza como el registro de la enorme tarea de Halfon, periodista, poeta y albacea de Bignozzi, para desarmar su casa y clasificar su obra, se transforma en un film inusitado que no descarta ni los primeros ensayos. En un departamento del centro ya casi vacío, la directora pide a la heredera de la obra literaria que sostenga las postales un rato más, que no mire a cámara, que no hable sola porque queda raro… Una decisión que nos coloca dentro de ese proceso que va creciendo y tomando forma al ritmo de la poesía insurgente en boca de sus discípulos. A medida que las cajas llenas de cosas, vinilos y valijas con extravagantes ropas van desapareciendo de escena, Bignozzi revive con su espíritu rebelde, feminista, anarquista, militante o quizás, inclasificable.
Junto a otros jóvenes, los poetas a los que Juana confió sus bienes terrenales, Halfon asume su legado sin imposturas para unos, con un tono burlesco para otros: “A uno le dejó la casa, a otro los muebles y a vos te dejó un perno”. La escritora entabló amistad con Bignozzi después de una entrevista que le realizó cuando todavía vivía su marido Hugo. De ese primer encuentro recuerda que la atendieron con mucha amabilidad, y que días después recibió su llamado para felicitarla por su nota. Así, como en un montaje, se enlazan dos destinos que continuarán un periplo en común.
El recorrido sigue en esta película con paradas en los lugares favoritos de la poeta y traductora que formó parte del grupo poético El pan duro, creado por Juan Gelman en 1955. Desde su bar favorito, transitando las calles de su último barrio y el de su infancia, con entrevistas a la gente cercana de su juventud y a los compañeros en su estación final, los que se convirtieron en los hijos que nunca tuvo, auténticos descendientes de un corazón siempre en llamas. Esos a los que encargó que su cuerpo abonara la tierra, sin símbolos religiosos, con el ataúd más simple y flores amarillas.
Desde su obsesión por coleccionar figuras de elefantes, hasta su fama de “belicosa” para tratar a amigos y no tan amigos, los poetas retratan a Bignozzi con todas sus aristas. Lejos de mitificarla, la leen como a ese personaje lleno de aciertos y contradicciones que hacía notar su voz en los círculos literarios de los sesenta y después de los noventa, antes de regresar definitivamente a Argentina. Juana y su marido emigraron en el ´74 a Barcelona y vivieron allí durante treinta años. Todo un misterio esa etapa que se deja descubrir en una colección de postales y fotografías que Halfon analiza con la minuciosidad de un forense.
La música es otra protagonista importante en la vida de la poeta y en el film. Entre una pila de discos de música clásica aparece Juanita Reina y Barbra Streisand. La banda sonora de Bignozzi se cuela entre las imágenes proyectadas como un sueño. Hasta un sonidista del equipo de rodaje se atreve a leer versos de Juana para la cámara. Esa frescura inocula la fuerza de la poesía “que no pertenece a nadie y que es de todo el mundo”. También en las voces de quienes la conocieron bien, durante sus últimos años, resurgen sus palabras recitadas como una promesa de inmortalidad. Y el fin es el comienzo de la búsqueda del espectador que querrá seguir descubriendo y leyendo a Bignozzi más allá de esta película. Esa combinación que crea algo que no existía y de pronto existe.
cuando yo esté muerta un libro va a llevar mi nombre
podré agregar una línea
"It’s to late to try." Un adiós peligroso (The Long Goodbye). Dirección: Robert Altman. Estados Unidos, 1973. Guión: Leight Brackett, basado en la novela homónima de Raymond Chandler. Fotografía: Vilmos Zsigmond. Música: John Williams. Elenco: Elliott Gould, Sterling Hayden, Nina Van Pallandt, Mark Rydell, Henry Gibson, David Arkin, Warren Berlinger, Jim Bouton, Arnold Schwarzenegger.
La historia se centra en la figura de Marlowe, un detective privado de mediana edad que vive solo con su gato en un departamento en Hollywood. La escena que da comienzo a la película sienta un poco el tono que va a tener la obra de Altman: un Marlowe de entrecasa, que despliega sus artes del engaño para lograr que el gato coma. Solucionado este asunto, llegan los problemas: Terry Lennox, quien aquí se nos presenta como un “viejo amigo” de Marlowe, llega al departamento con la cara manchada de sangre y nuestro detective acepta, sin hacer muchas preguntas, llevarlo hasta México.
Por un tiempo, Lennox desaparece de la película, mas no de la trama; al volver de ese viaje, Marlowe se encuentra con la policía esperándolo en su casa: lo acusan de haber ayudado a escapar a Terry, envuelto en el asesinato de su esposa, Sylvia. Como dijimos, Marlowe no hizo muchas preguntas, pero aún así su amistad con Lennox no está en juego, por lo que decide que lo mejor es no hablar: se muestra irónico y provocador, pero no dice nada acerca de Terry. Después de un interrogatorio y de pasar algunos días en la cárcel, es liberado.
La noticia del suicidio de Lennox lo ha puesto a salvo, pero eso no le evita nuevos conflictos vinculados a esa relación. Por un lado, lo busca Marty Augustine, un mafioso que lo acusa de quedarse con el dinero que Lennox llevaba cuando huyó. Por otro lado, es contratado por EIleen Wade, vecina de los Lennox, para que busque y traiga de regreso a casa a su esposo, Roger Wade, un escritor que está perdido (en el alcohol). Aquí comienza, si se quiere, el trabajo –que no es mucho- del Marlowe detective. A lo que se enfrenta, en realidad, es a un juego de escondidas, de apariencias y de engaños hasta que, sobre el final, logra dar con el resultado que une las dos historias.
En principio, podemos decir que la película, situada en el Hollywood de la década del 70, se desprende de algunos personajes, de algunos giros de la trama, pero también de algo del color y del trasfondo que podemos leer en la obra de Chandler.
En la novela, lo que da comienzo a la trama es, si se quiere, cierto sentimiento humano por parte de Marlowe: encuentra, afuera de un bar, a un Terry Lennox pasado de alcohol y, aunque no lo conoce, decide llevarlo a su casa para cuidarlo algunas horas. Este hecho es fundamental no sólo para entender la personalidad de Marlowe, sino también para establecer la unión del detective de poca monta con un mundo de riqueza al cual no pertenece. La película, en cambio, lo reemplaza con nada: Terry Lennox y él son “viejos amigos”, y ese escalón social que en la novela diferencia el tipo de hombre que es Marlowe de la gente con la que comienza a rodearse más adelante, desaparece. De igual modo pasa con la contratación que hace de sus servicios Eileen Wade. Esa trama paralela en la cual Chandler introduce la figura del editor, como apertura para hablar de la historia, las motivaciones y las características de la Sra. Wade, también desaparece. La conexión del detective con el mundo de la riqueza queda aplanada, alisada, sin un puntapié inicial, y se presenta como si fuese una relación orgánica y posible.
En este punto también hay otro giro importante: el Terry Lennox que conocimos no existe, no es él. Ese sesgo “inglés” del personaje, ese pasado militar, ese manto de misterio alrededor de su figura es abandonado, como si el distintivo social del sujeto que encontramos en la novela desapareciera, dando lugar a otro personaje: un nuevo rico, más cómodo con su posición, más arrogante, más insolente. Este cambio es importante porque, al alterar la figura de Lennox, se altera también la relación que Marlowe tiene con él. Más que en la carta o en algún momento del final, no está presente ese mundo de amistad “masculina” que los une: no van al bar siendo prácticamente desconocidos, no pasan su amistad por el filtro de algunas preguntas y de algunos silencios, no se construye, alrededor de esa amistad, el halo melancólico bien propio de la ciudad que une a los personajes. Por esa extraña relación es que el adiós de Marlowe, en la novela, tiene sentido. Ese punto ético en el trato es algo que la película modifica. Esto constituye, a su vez, que la traición sea otra, que tenga otro tono, y otra resolución.
Hay algo más sobre esto: todo el peso sensible, si se quiere, recae en algunas pocas escenas: la carta, la persecución del auto, la caminata final. El mundo de la novela, la ciudad, el silencio, la soledad, la investigación, las golpizas, las búsquedas y los rechazos, quedan un poco fuera del radar de la película. La música, con un increíble tema de John Williams y varias interpretaciones, logra retomar ese color y saldar algo de esa deuda.
Este cambio de sustancia, esta modificación significativa en el carácter urbano y nocturno de las cosas, es, de igual modo, algo que mantienen todos los personajes de la película. Puede verse, por ejemplo, en el matrimonio Wade, en sus personalidades, en sus vestimentas. Un detalle lo confirma: la fiesta, en convite que organizan los Wade, sucede, en la novela, por la noche. En la película, en cambio, sucede de día y en la playa.
El mundo, entonces, es otro. Ahora, bien ¿cómo reacciona Marlowe frente a todo esto? Podemos pensar esta pregunta a usando el ejemplo de la desnudez, que también juega un papel importante a lo largo de la película. Recordemos: el mundo en el cual solíamos encontrar a Marlowe ya no existe. Ahora, por ejemplo, frente a su casa viven un grupo de hippies, que parecen estar ahí para mostrar con sus gestos, sus voces y sus cuerpos desnudos, que Marlowe se ha quedado atrás, inmerso en otro sistema de vestimenta, de pensamiento, de acción. Marlowe es el único que no se saca la ropa cuando Marty obliga a todos sus matones –en una gran escena, con un jovencísimo Schwarzenegger- a desnudarse, con el fin de demostrar que nada tienen para ocultar. Lo mismo sucede cuando Roger Wade lo invita a tomar algo al sol, y le pide que se saque la corbata, cosa que Marlowe rechaza. Frente a los demás que explican sus motivaciones, como Marty, que expresan sus enfáticos sentimientos, como Wade, Marlowe decide seguir con su impostura de hombre clásico. Juega a su juego con el mayor grado de silencio posible, sigue siendo un tipo “duro” que no está dispuesto a abrirse, a mostrarse, a dejarse conocer: ante la desnudez, el sarcasmo. El detective, entonces, pasa a ser un objeto extraño en el mundo, como un clavo distinto al resto de los clavos.
Hay un afán, en este caso, por reducir o reorganizar la trama. Altman logra que los poderes, los grandes poderes, se diluyan, y hace de la historia un proyecto menos ambicioso, más personal si se quiere, más centrado en las relaciones directas entre los personajes. Quita a discreción elementos que son fundamentales para el género y no busca reemplazarlos; más bien corre de lugar la trama, eliminando algunos actores que cumplen determinada función en la vieja estructura del policial negro; la investigación misma se desarrolla como una suerte de encontronazos repentinos de Marlowe con la verdad, o con ciertos bordes del asunto. Salvo los viajes a México, la premisa de que “lo único que hace falta es hacer preguntas”, mucho no aparece.
A mí, particularmente, me sucedió que llegué a la película con cierta expectativa, y lo que vi no me gustó. Busqué elementos que creía necesarios, busqué algunas relaciones y algunos giros y no los encontré. Tardé dos semanas en volver a ver la película, ya con otra expectativa, ya con otros ojos, y puedo decir que hay sustento en la apuesta de Altman. Este sustento es, creo, la necesidad del director de trabajar sobre un material nuevo o, mejor dicho, hacer algo nuevo con un material usado: Bogart, en el mundo de Bogart, ya fue Marlowe; hay que hacer otra cosa.
Todo apunta hacia un lugar: la recreación un poco absurda, como una especie de espejo paródico del género. Hay una renovación o rearticulación de la historia a partir del cambio de época, una disolución de los lugares comunes, una búsqueda de la gracia en el contraste. Altman parece decirse: necesito encontrar la forma de que Marlowe abandone su lugar, el polvo de su despacho, las cartas sin abrir, los bares, los gimlets tristes. Entonces, apunta a quitarle seriedad al asunto, a quitarle peso haciendo de Marlowe un hombre que no termina de encajar en el mundo que vive, porque mantiene convicciones, lealtades y comportamientos de otra época. Es ahí donde se modifica todo: el dinero, las relaciones amorosas, los engaños y las actuaciones siguen estando, aunque modificadas. Marlowe, podemos decir, no cambia tanto como cambia el ambiente, como cambian el resto de los personajes. Marlowe es más Marlowe de lo que Terry Lennox es Terry Lennox, y por eso el desengaño del final lo golpea tanto.
La intensión de la película es alterar la esencia de la novela a partir de ese movimiento temporal: algunos personajes no figuran porque su lugar histórico desapareció, o más bien fue cubierto por otros personajes, con otros comportamientos y otras proyecciones. Marlowe también cambió, pero no lo suficiente, y por eso no encaja; no es ese su mundo, no es ese su tiempo. Como dice la canción de Williams: it´s to late to try.
PD: si les gusta Marlowe, lean a Soriano.
Quiero recuperar la lectura que hace Renzo Messina [1] del documental Jeffrey Epstein: filthy rich a través de la apelación al discurso del collage, lo que le permite “el plegado de un texto sobre otro, constitutivo de raíces múltiples y hasta adventicias”, implicando “una dimensión suplementaria a la de los textos considerados” (Deleuze, 1980; a propósito del 'cut up' en Burroughs). Es decir, un montaje que no sólo recorta imágenes, sino que superpone múltiples citas culturales de distintas textualidades. El entrecruzamiento le permite refundir operativamente imaginarios fílmicos, periodísticos y literarios, dando una vuelta de rosca al procedimiento de la rescritura, que termina deviniendo basamento de su operación.
Es conocido el movimiento crítico que hace Pasolini a partir de Las 120 jornadas de Sodoma (1785), de Sade. El francés comienza el texto encuadrando tema, contexto y situación:
"Las guerras considerables que Luis XIV tuvo que sostener durante su reinado, agotando el Tesoro de Estado y las facultades del pueblo, encontraron sin embargo el secreto de enriquecer a una enorme cantidad de sanguijuelas al acecho de las calamidades públicas que provocan en vez de apaciguar. El final de ese reinado es acaso una de las épocas del imperio francés en que se vieron más de estas fortunas oscuras que sólo brillan por un lujo y unas orgías tan secretas como ellas."
La debacle de un gobierno cruel y absolutista, las vinculaciones entre las perversiones y el poder económico, los entes que actúan acechando en las sombras del caos sociopolítico, son todos temas que el italiano reconoce en las postrimerías del fascismo, por eso coloca el relato a modo de prólogo para la R.S.I. [2]: la ejecución de los jóvenes, conservando de ellos sólo un grupo selecto, hacia el final de la película se produce como preámbulo al éxodo hacia Saló [3]. Y es que esta suerte de provincia autónoma libertina -primero los castillos; segundo Saló- funciona como una extrapolación donde, a escala en tamaño y con una mayor explicitud en los actos, se reproduce la crueldad y represión del sistema de gobierno en el contexto de producción -la monarquía absolutista primero, el fascismo después-.
El documental, dirigido por Lisa Bryant, fue lanzado el 27 de mayo de 2020 en la plataforma Netflix, en formato miniserie. Basado en el libro homónimo (2016) de James Patterson, consta de cuatro capítulos que parecen trazar el recorrido del proceso de destape (cap. 1), investigación (caps. 2 y 3), judicialización (cap. 4) y condena (cap. 4) de Epstein. En el último (cap. 4: “Finding Their Voice”) se hace hincapié en la emergencia del testimonio de las víctimas sobrevivientes, cerrando en cierta medida el círculo de una producción que se apoya, en gran medida, en la cantidad de estos testimonios que recopila.
"La elegía de la juventud". El fuego fatuo (Le Feu follet). Dirección: Louis Malle. Francia, 1963. Fotografía: Ghislain Cloquet. Guion: Louis Malle, basado en la novela homónima de Pierre Drieu la Rochelle. Música: Erik Satie. Elenco: Maurice Ronet, Léna Skerla, Jeanne Moreau, Yvonne Clech, Hubert Deschamps, Jean-Paul Moulinot, Mona Dol, Pierre Moncorbier, René Dupuy, Bernard Tiphaine, Bernard Noël, Ursula Kubler, Alexandra Stewart, Jacques Sereys, Tony Taffin.
Louis Malle fue un cineasta francés cuya carrera empezó como asistente de dirección y cámara en el documental de Jacques Cousteau: El mundo del silencio (1955), el cual obtuvo la Palma de oro 1956 del Festival de Cannes (siendo el único largometraje documental en recibir este premio hasta ese momento), así como un Oscar en 1957 por el mejor largometraje documental.
"El arte de Bresson tiene esa fuerza ingenua, ese candor astuto, esa certeza inquieta e inquietante de los grandes artistas de la tradición cristiana. Como en las grandes obras de los artistas creyentes, la forma se identifica con el fondo o, dicho de otro modo, el artista sustituye temporalmente a Dios. Durante el tiempo que dura la proyección, Bresson es Dios" [1].
La primera etapa de la obra de Malle abarca desde 1956 hasta el rodaje en México de Viva María (1965) y comprende, además de El mundo del silencio, otras cinco películas: Ascensor para el cadalso (1957), Los Amantes (1958), Zazie en el metro (1959), Vida privada (1961) y El Fuego fatuo (1963).
Pese a coincidir cronológicamente con sus pares de la Nouvelle vague, él nunca formó parte de esta tan aclamada corriente. Malle realizó películas de varios géneros como comedias, cine negro y dramas, siendo este último la mecha de su explosión como realizador catártico.
La primera película que corresponde sólo temporalmente a la corriente es Zazie en el metro, una comedia atípica que nos muestra las aventuras que una niña atraviesa en una ruidosa París, donde la lógica del adulto parece desaparecer al ser cuestionada insistentemente por ella.
Cabe destacar que anteriormente filma Ascensor para el cadalso en 1957, una pieza de cine negro donde dos amantes planean el crimen del marido de ella, protagonizada por los grandísimos Jeanne Moreau y Maurice Ronet, cuya banda sonora es ejecutada por el excelso Miles Davis. Una película elegante, noctámbula y atrapante que muestra los dotes como director de un joven Malle.
Lo cierto es que Malle nunca supo o quiso formar parte de la corriente que atravesaba su vida artística, se veía perdido y sin rumbo, con grandes películas hechas pero sin un nexo lógico entre ellas como para ser catalogadas como un corpus homogéneo de grandes obras.
Tras rodar un cortometraje del Tour de Francia y hacer un inacabado rodaje en Argelia, regresa a sus pagos con la intención de realizar una obra sobre un joven que se suicida. Un tema que el propio cineasta vivió casi en carne propia al haberse suicidado un amigo suyo, un periodista. En medio de su proceso de escritura, Malle no se sentía conforme con lo escrito, hasta que le comentó su idea a un amigo y éste le recomendó la novela El fuego fatuo, de Pierre Drieu La Rochelle publicada en 1931 e inspirada en el suicidio del poeta surrealista Jacques Rigaut, adicto al opio y amigo cercano del autor, y cuya muerte le provocó un gran sentimiento de culpa.
Sin dejar de serle fiel, la adaptación cinematográfica de la novela se diferencia de ella en dos cosas: el tipo de adicción del protagonista y la contemporización contextual.
El fuego fatuo se basa en la historia de Alain Leroy, un francés alcohólico de 28 años, casado con una americana, que está a punto de terminar un tratamiento de desintoxicación en una clínica privada. Antes de enfrentarse de nuevo a la vida cotidiana, Alain decide visitar a las personas con las que estuvo vinculado en el pasado.
Alain no se siente recuperado y, en este recorrido en busca de sus amistades, se descubre al espectador como un hombre que ya no tiene sueños ni anhelos, está desesperanzado y siente que el paso del tiempo ha hecho estragos con él. Observa cómo sus amigos progresan, o no, pero no sienten la permanente angustia que él sí. Lo cierto es que se da cuenta de que ya no es un jovencito, que los buenos momentos de la juventud no son más que recuerdos, que se pasó su vida esperando que algo suceda mientras fue la vida lo que le pasó por delante. Es latente el sentimiento profundo de haber desperdiciado los mejores años de su vida, los que le podrían haber dado un lugar en el mundo adulto, el cual él cataloga como chato, mediocre, aburrido y vacío. Claro, Alain nunca ha crecido y por eso emite esas opiniones adolescentes. El tiempo sólo se detuvo para él y no para los demás. El problema consiste en que tampoco quiere volver a su vida anterior, se rehúsa a adaptarse a la mediocridad de la existencia que ofrecen las dos formas que conoce, entonces: ¿dónde está el lugar de Alain Leroy? En la muerte, sólo ahí podrá obtener la liberación.
En palabras de Malle: “De alguna forma estaba tratando de esconderme detrás de Drieu La Rochelle y de Jacques Rigaut, y de esta historia que no era la mía. Pero realmente lo era, me sentí muy involucrado. Ocurría que había llegado a los treinta años y eso siempre es un momento difícil. Pensaba que ya no era joven, como Alain Leroy, el personaje del libro y del guion. Yo era Alain Leroy” [2].
Pese a que al mismo director le hubiese encantado encarnar al protagonista de la película, por el grado de identificación que sentía, optó por un viejo conocido suyo: Maurice Ronet, al cual hizo perder veinte kilos para poder encarnar el drama de un alcohólico próximo al suicidio.
Alain Leroy es el alter ego de Malle y Ronet. Los tres comparten el gusto por la fiesta, el alcohol y las mujeres. De hecho, la ropa que se ve en la película y hasta la misma pistola era propiedad del director.
Es difícil reconocer cuándo se da la anagnórisis del personaje, ya que la película en sí es una oda al autodescubrimiento y accionar a partir de éste. Aunque el verdadero cambio se da cuando Alain consume alcohol en la puerta del bar, en esa desgarradora escena donde ve a las personas felices, a los jóvenes siendo jóvenes, a las madres siendo madres, en fin, a la gente siendo sí misma y cumpliendo un rol. En ese momento, Alain se dio cuenta de que no había lugar para él y no tenía ningún rol que interpretar en la vida. El disparo a su corazón se lo dio la realidad antes que él a sí mismo.
[1] (Revista Arts. 30- 12- 1959).
[2] Philip French (Ed.), Malle on Malle, Londres, Faber and Faber, 1996, p. 39.
[3] Documental Malle’s Fire Within - Abbey Lustgarten (2008).
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