A
kind of Magic. Barry Lyndon.
Dirección: Stanley Kubrick. Basada en la novela Memorias de Barry Lyndon de
William Thackeray. Reino Unido, 1975. Guión: Stanley Kubrick. Elenco
Ryan O´Neal, Marisa Berenson, Patrick Magee, Hardy Krüger, Gay
Hamilton, Philip Stone, Mary Kean, Leon Vitali, André Morell. Por Rosalía Baltar: Dra. en Letras y
docente de la UNMdP.
Prefacio. Una novela picaresca. La historia cuenta que Redmond
Barry, de Irlanda, siendo un joven niño, reta a duelo a un inglés a raíz de un
amor desgraciado (y gracioso) y, a partir de allí, va haciendo su camino en el
ejército, con las mujeres, en la sociedad inglesa, hasta llegar a “la cima de
su buena fortuna”, esto es, convertido en Redmond Barry Lyndon, merced a un
matrimonio conveniente, cima desde la cual cae vertiginosamente porque, como él
mismo dice, está hecho para conseguir fortunas y en un abrir y cerrar de ojos,
dilapidarlas. En medio de todo esto se suceden las críticas (y autocríticas) a
la cobardía inglesa, a la parafernalia prusiana, a la envidia entre franceses e
ingleses, a la nobleza degradada, a los pueblos envilecidos por el hambre, el
vicio y las guerras. Una novela realista, satírica, de juegos mixtos entre
mixtas morales románticas y dieciochescas.
Capítulo
I. De cómo se desplazan los narradores. Entre el moreno Barry y el blondo Ryan O´Neal,
entre la gordiflona novia y la estilizada Nora, entre tantas otras cosas en las
que libro y película difieren (estoy simplemente describiendo un hecho) no es
la menor el paso de la autobiografía a las aventuras, de la primera persona a
la tercera. En el libro, Barry y el narrador son uno; en el film, dos. En esta
diferencia vemos la elección de un autor romántico, como Thackeray, que centra
el relato en las vicisitudes de un yo, retrospectivamente, en el que asistimos
al diálogo y al duelo entre la voz de un viejo carcomido por el reuma y aquel
joven bello y fuerte, aquel patán irlandés bravucón, torpe e ingenioso que
sabía vivir. Un narrador y un personaje que son uno y son dos y que, finalmente,
se han reconciliado a lo largo de la historia. Ahora, Kubrick separa a Barry de
su función narrativa, impone una voz de afuera que cuenta la historia en la
cual los personajes son simples piezas de este memorable escenario del siglo
XVIII. Ahora, visto desde los ojos de un genio, todo está lejos, todo es
contemplación: la música, la pintura, la increíble luz, la palabra. Barry es un
dispositivo más entre los elementos que componen este cuadro. Se ha dicho que
Kubrick quiso imaginar un documental del siglo XVIII pensado desde el siglo
XVIII mientras que el escritor satiriza y reflexiona sobre el acaecer en el
centro de su propio torbellino.
Capítulo II. De cómo la música
cuenta la novela. La
banda sonora es uno de sus aspectos más mentados: composiciones del siglo
XVIII, música tradicional de la verde Irlanda y la intervención de un romántico
como Schubert no ya como elemento anacrónico sino como expresión de la
emergencia de una sensibilidad nueva, todavía acallada en el racionalismo
dieciochesco. Este detalle permite recordar que si bien la ambientación es en
el XVIII (en la película, con espacios naturales, castillos de época, filmada a
la luz de las velas, etc.) el autor de la novela en la que la película está
basada (con muchas licencias en lo anecdótico) es un periodista, caricaturista,
corresponsal de guerra y brillante novelista del siglo XIX que está
describiendo un siglo vetusto, gastado, objeto de parodia permanente y, al
mismo tiempo, de inconmensurable añoranza. Thackeray hace notar de qué manera
la rueda del acaso torna un ascenso en una caída porque su mirada ha desmontado
el edificio de la racionalidad que imponían ciertas certezas del XVIII. De
alguna manera, nos dice, en la fortuna (buena) adviene, subrepticiamente, el
fracaso. Ese concepto crucial del texto –en el que hay aceptación e ironía del
destino de los hombres- aparece en la película de Kubrick a través de la
música, una música que anuncia, en cada momento, la condición humana. Toda la
banda sonora contribuye a pensar en la excepcionalidad de Kubrick porque un
personaje satírico, caricaturesco, como Redmond Barry se convierte finalmente
en un dios sucio, al decir de Galeano, y este final es sintetizado y anunciado
por la rueda y el tránsito de Händel a Händel en el compás de una sarabanda:
dos pasos (negra –negra), un pie que describe un círculo y se arrastra (una
blanca).
Capítulo III. De cómo se construye
el suspense. Bajo
la inquietante sonoridad del trío op. 100 de Franz Schubert, la pintura del jeu y la seducción extreman el arte de la tensión dramática.
Todo transcurre en un silencio verdaderamente mordaz, un silencio en el que
todos los personajes se ven a sí mismos llegando a la cúspide del drama. Al
piano, violín y cello del trío se le agrega el taconeo de los zapatos de Barry
acercándose a la señora Lyndon y las respiraciones de los dos, por las que se
reconocen. Este es uno de los ejemplos en los que se puede admirar de qué
manera la peripecia del libro es sustituida en la película por los cambios de
ritmo de las escenas, el uso del zoom y los movimientos de cámara que amparan
el ademán hierático de Marisa Berenson, el hermetismo gestual de Ryan O´Neal y
la estricta dieta de grandilocuencia de cada personaje. Ellos danzan al compás
de un dios bufo, como máscaras falsas, en un teatro veneciano de locura
interior. Así, se construye el suspense, escena por escena, imagen por imagen.
Posfacio. Quién tuviera buena pluma para
persuadir con maestría a los lectores de Letraceluloide
de cuánto mejor y más bella es la vida después de haber visto/leído Las aventuras de Barry Lyndon. Como no
es el caso, me limité a la modesta redacción de unas notas acerca de esta obra
maestra que ha enardecido mi corazón; invito a los queridos amigos y a los
enemigos a provocarse en este licor sagrado.
Escape
y exilio. XXY. Dirección: Lucía
Puenzo. Basada en el cuento “Cinismo” de Sergio Bizzio. Argentina, 2007. Guión:
Lucía Puenzo. Elenco: Ricardo Darín, Valeria Bertuccelli, Germán Palacios, Inés
Efron, Martín Piroyansky, Carolina Perelitti. Por Carolyn Levine, estudiante
del último año de la
Universidad de Kenyon (EE. UU.).
La
directora argentina Lucía Puenzo empuja las fronteras del concepto de
adaptación con XXY (2007), su
película basada en el cuento “Cinismo” de Sergio Bizzio. La película es una transposición
en clave melodramática que explora las experiencias extremas y trágicas de una
persona intersexual. Puenzo cambia el orden del relato y la esencia del cuento
para que puedan enfatizarse más las consecuencias de la existencia de la
intersexualidad. Mientras el cuento se enfoca en los dos chicos, Alex y Álvaro,
Puenzo decide crear una película que pone más énfasis en el impacto que tiene
una persona “intersexual” en una familia y qué revela su rechazo sobre la
sociedad. El foco que la directora pone en el aspecto social muestra los modos
en que una mirada social construye al otro como extraño, y cómo esa mirada es
interpretada por las figuras “anormales,” los monstruos de la sociedad. La
opción por el melodrama en la transposición aumenta el sentido del exilio que
define la vida de la chica intersexual, Alex, y su familia aislada.
XXY trata sobre una chica, Alex, que
tiene ambos genitales, y enfrenta una inocultable dificultad para integrarse a
la sociedad y aceptarse sí misma. Sus padres y ella se fueron de Buenos Aires a
un pueblo aislado de Uruguay donde viven una vida discreta. Su madre invita a
un cirujano y su familia (su esposa e hijo, Álvaro) para conocer a Alex y
explica la posibilidad de una operación de cambio de sexo para decidir finalmente
el género de Alex. Sin embargo, la estadía de los visitantes se pone tensa a
partir de dos hechos: cuando Alex tiene sexo con Álvaro y cuando los chicos de
la comunidad descubren su secreta intersexualidad. Hacia el final de la película, ella decide vivir
con ambos genitales y sin tratamiento hormonal suplementario. Esta ambigüedad
es el tema principal en el argumento y el estilo de la transposición de la
película.
La
película empieza en el bosque, espacio de la naturaleza donde la familia escapa
para evitar los perjuicios de la sociedad y vivir de forma aislada. La
audiencia, en este contexto, ya siente el exilio antes de entender la razón por
la cual se llevó a cabo, y esta arbitrariedad relata la amenaza de la
representación negativa de la sociedad respecto a Alex. Además, la causa del
exilio nunca es muy explícita en el cuento (no hay imágenes claras en la
película tampoco). Los motivos del aislamiento presentados de manera vaga
permiten que Puenzo asuste a la audiencia con el mínimo recurso de mantenerla
bajo el poder de la ignorancia. Naturalmente, cuando no entiende, el espectador
tiene miedo, pues tiene perjuicio sin razón. La única señal de la oculta naturaleza de Alex es cuando, al
término, Álvaro dice “mostrame,” pero no hay explicación ni imágenes. El
director y el autor se aprovechan del poder ilimitado de la imaginación del
espectador con la falta de claridad y entendimiento.
A
diferencia del cuento de Bizzio, más oscuro y minimalista, Puenzo crea una
transposición melodramática a través de establecer un villano (los chicos del
barco) y un modelo ideal de otro u otredad en la figura de la joven
intersexual, Alex. Para enfatizar el enemigo exterior y la reacción extrema del
mundo frente a la intersexualidad, Puenzo nos brinda un ejemplo de violencia
que no existe en el cuento original. Los chicos casi violan a Alex cuando la
ven en la playa y quieren “verlo.” Aunque esta escena es muy poderosa, es un
agregado creativo de la directora. La escena demuestra la crueldad de la
juventud, pero también es una reflexión acerca de la mentalidad social respecto
a la otredad. Por el contrario, el enfoque del cuento es muy restringido,
solamente observa a los padres y a Alex y Álvaro; en este sentido no es un
tratamiento de una representación social general sino que es más íntimo. No
obstante, esta nueva escena de violencia agregada por la directora extiende el
impacto de la intersexualidad porque da una oportunidad para analizar no
solamente la institución de la familia, sino también la institución de la comunidad
y el poder de aislar que tiene la sociedad. La necesidad de mezclarse con el
resto de la sociedad se manifiesta en el “ideal” proyectado de ese personaje al
que el padre de Alex visita una noche que fue en su pasado intersexual y que
optó finalmente por ser hombre “real”
luego de someterse a bastantes operaciones y tratamientos para poder así
normalizar su vida. Este personaje representa un futuro posible, como si
pudiera haber un buen final para Alex.
Lejos
de la civilización, la familia de Alex vive una vida como resultado del poder
de la mirada de la sociedad. La construcción del ‘otro,’ a través de la mirada
de aislamiento, existe afuera y dentro de la conciencia de Alex. No hay mucho
diálogo ni explicación de los pensamientos de Alex porque ella no puede
expresar este poder social que influye las vidas de todos, pero existe como una
fuerza invisible e incomprensible. Aún la madre de Alex está afectada por este
concepto de lo ‘normal’ en la sociedad, cuando ella invita el cirujano como si
Alex necesitara ‘escoger’ cuál sexo debe tener para vivir una vida feliz. Está
invasión de la familia y el concepto del ‘amor incondicional’ sugiere que la mirada social es un
instrumento muy poderoso no sólo en la conducta, sino también en la mente de
las personas.
Derrapar con estilo. El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street). Dirección: Martin Scorsese. Basada
en la autobiografía de Jordan Belfort. Guión:
Terence Winter. Elenco: Leonardo Di Caprio, Jonah Hill, Margot Robbie, Matthew McConaughey, Kyle Chandler, Rob Reiner, Jon Favreau, Jean Dujardin, Katarina Cas, Spike Jonze. Por Nuria Silva: Crítica cinematográfica, actriz, bailarina, cantante, poeta, clown y fotógrafa. Esta reseña fue publicada previamente en http://hacerselacritica.blogspot.com.ar/
Hay
que escribir sobre El lobo de
Wall Street en caliente, o
caliente a secas. Hedonismo, euforia, sexo, drogas, rock and roll y una acabada de jamón en la cara
de Di Caprio que compite con la felatio de pollo frito instrumentada por un
gran Matthew McConaughey en (la imperdonablemente no estrenada) Killer Joe de William Friedkin, otro animal
setentoso que no perdió las mañas pero sí lugar en la industria. En esta
también está Matthew, pero en las antípodas de Joe: chupado de éxito, forrado
en merca y guita. Di Caprio, en cambio, es totémico. Esa espalda se está
haciendo cada vez más inabarcable, su cara se está volviendo interesante y dura
y, al mismo tiempo, una sonrisa picarona hace que sea inevitable pensar en la
del De Niro de Scorsese. Aunque, salvando algunas distancias, el descontrol que
Scorsese logra sacar del otrora niño bonito está más cerca del que podía
alcanzar un tipo como Brando. De Niro, incluso fuera de eje, mantiene cierta
compostura, pero cuando Di Caprio lo hace excede los límites de la pantalla, se
vuelve literalmente un lobo cuyo lomo se inflama hasta cubrirlo todo.
En
esta jungla donde Leonardo es lobo y Marty león hay otros animales, como los
osunos Manny Riskin y Max Belfort (Jon Favreau y Rob Reiner) creando un marco
de contención patriarcal que contrasta con el exultante -aunque pelotudo- mundo
de Jordan; el chancho cada vez más rosado de Donnie Azoff (Jonah Hill) que, en
sus instantes de oscuridad, tiene un aire al pingüino de Danny De Vito en Batman vuelve; un Mark
Hanna (Matthew McConaughey) que mira desde lo alto de su cuello de jirafa con
apacible confianza; una serpiente gélida y calculadora en el cuerpo de Naomi
Lapaglia (Margot Robbie) que condena la, de por sí, improbable historia de amor
aprisionando al marido entre sus piernas mientras serpentea alrededor de su
cuerpo rogándole que acabe; un domesticado perro de pelea en Brad (Jon
Bernthal), que ladra más de lo que muerde, y otros tantos contra los que
arremete Patrick Denham (Kyle Chandler), cazador con chapa del FBI, pero lo más
importante y terrible es que no hay ni habrá ningún cordero.
Contrapuesta
a la aniñada sonrisa del protagonista, una de siniestra caricatura se impone en
la cara de Jonah Hill, que revive en cierta forma al mono con navaja de Joe
Pesci en Buenos muchachos,
un referente mucho más claro por su desafuero que Casino. Naomi, la indiferente y
frígida muñeca de porcelana que puede confundirse como partenaire femenina pero nada
tiene que ver con las bravías Sharon Stone y Lorraine Bracco, cede ese lugar a
Donnie, primera dama en cuestión que comparte con sus predecesoras la
característica de venir de abajo. Tal vez Teresa, la primera esposa de Jordan,
pueda tener el potencial para ser en una de las usuales compañeras aguerridas
de los antihéroes scorsesianos, pero dura poco en la vorágine ascendente de su
marido. En cambio, la rubia ya está arriba cuando él llega a la cima. Lo de la
“duquesa” es anecdótico, un objeto más de colección, otro capricho de
adolescente arrebatado, una muñeca perfecta e irreal que no puede ni debe ser
persona.
La mujer que hay en Donnie se expresa libremente en su mano que sostiene cigarrillos cual “señora gorda” mientras mira a Jordan con enamorada admiración. Gestos del guión y de la puesta en escena lo van construyendo como la gran mujer detrás del gran hombre, peligrosa por incondicional, que se consagra con un despechado gesto final. El primer secreto a voces que se descubre sobre el personaje no nos sorprende por su naturaleza, sino por contradecir lo que la puesta afirma cada vez que lo muestra. Pero es, además, la criatura fallida del demiurgo magnate, cuyo accionar resulta ser un irónico desplazamiento de la charla que mantienen en el bar al conocerse a propósito del endogámico matrimonio de Donnie y su teoría sobre los hijos con retraso.
El
efecto de la película es equivalente al de la merca. El lobo de Wall Street es eufórica y festiva, aunque nos hace
sentir al borde de la tragedia o de la oscuridad absoluta, y sus efectos
perduran en el organismo por algunos días. Un desmadre construido con la
sutileza propia del viejo, que deja de culo (ojo con la presentación del
protagonista) a tanto boludo que quiere hacerse el loquito con la cámara y el
montaje. Ningún plano está sólo para lucirse -y eso que todos lucen del carajo-
sino que están plagados de sentidos que hacen de lo más explícito visualmente
lo más implícito en otros órdenes, exigiendo más de una mirada. El frenético
montaje de Thelma Schoonmaker que, como es usual en su sociedad con Scorsese,
fusiona los mejores rasgos de la narrativa clásica estadounidense con el
rupturismo de las vanguardias cinematográficas de los 60, vuelve imperceptible
la duración de la película y, como la cocaína, pone todos nuestros sentidos en
alerta por la simultaneidad de los recursos que utiliza. Maestros de la
subjetividad visual y sonora.
Después
de la cinéfila, melancólica y sentimental La
invención de Hugo Cabret, Scorsese se calza la poronga de Di Caprio (porque
sí, esta es una película sobre porongas que se muestran) y se los coge a todos,
incluso a “el artista” que hace un par de años le compitió con el pibito.
Después de la guapeada con el nene, Scorsese diagrama una suerte de riña de
gallos poniendo a Di Caprio y Dujardin en un plano/contraplano donde Di Caprio,
sin haber ganado nunca un Oscar, se vuelve dueño absoluto de la escena. Detrás
de la espalda del francés una pequeña pecera, detrás de Di Caprio el océano.
Pero ojo que el franchute y su sonrisa verdaderamente se lucen en las manos de
Scorsese. Acá el palo va para otros lados.
Llegados
al clímax del derrotero habitual de ascenso trepidante y la dramática caída,
Scorsese nos engaña con un juego de subjetivas que nos llevan de la mirada de
la ley triunfante que, aún con las pelotas hinchadas y transpiradas, vela por
el laburante y su dignidad, a la de Jordan que nos devuelve el patético reflejo
de nosotros mismos, fascinados ante semejante monstruosidad y soñando con
calzar esos zapatos (los de Jordan o los de Di Caprio), aunque sea por cinco
minutos.
Juan Bustillo Oro y sus
adaptaciones literarias a obras de Ben Jonson, Galdós, Arniches, Alarcón y
otros. Por Guillermo Schmidhuber de la
Mora , crítico y dramaturgo de la Universidad de
Guadalajara, México. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores de su país.
En
el corpus cinematográfico del mexicano Juan Bustillo Oro sobresale su ojo
creativo para adaptar múltiples obras de la literatura universal, no sólo por
su calidad sino especialmente por su número, ya que de sus 66 filmes en que
colaboró como director o guionista, son adaptaciones 23 de textos literarios.
Fue además escritor y apreciado dramaturgo. Nació en la Ciudad de México, el 2
junio de 1904 y murió el 10 de junio de 1989; obtuvo el grado de Licenciado en
Derecho, en la
Universidad Nacional Autónoma de México.
La
entrada de Bustillo Oro al cine sonoro empieza en 1933 con la obra Tiburón,
bajo la dirección de Ramón Peón, con un guión inspirado en la pieza Volpone, del isabelino Ben Jonson, con
guión compartido de Bustillo Oro y Mauricio Magdaleno. Ese mismo año adaptó la
novela El compadre Mendoza, de Magdaleno para el filme de Fernando de
Fuentes, con diálogos de Bustillo Oro y del mismo director. Paralelamente fundó
el Teatro de Ahora ―teatro social
pionero en su país en 1932―, con el apoyo de su gran amigo Magdaleno y escribió
varias piezas que la crítica ha apuntado como las mejores de los años treinta: Masas, Los que vuelven ―la primera obra teatral sobre temática
migratoria―y Justicia, S.A.
De
la narrativa española parten los guiones de varios de sus filmes: en 1935 llevó
a la pantalla la novela de Vicente Riva Palacio, Monja, casada, virgen y mártir, adaptando la geografía española al
espacio novohispano; Malditas sean las
mujeres (1936) siguió la trama de la novela homónima de Manuel
Ibo Alfaro; dos adaptaciones a novelas de Benito Pérez Galdós: La loca de la casa (1950) y La mujer ajena (1954) ―ésta última
basada en Realidad―; y del prolífico
novelista español Augusto Martínez Olmedilla adaptó Las engañadas (1954).
La
literatura francesa le inspira dos guiones: Nostradamus
(1937), de la novela homónima de Miguel Zevaco; y la pieza La
Sorciere de Victorien Sardou, que la dirige bajo el
título En tiempos de la inquisición
(1946). La creatividad cinemática de Bustillo Oro queda patente en uno de los
filmes más exitosos y que irónicamente es considerado “muy mexicano”: Al son
de la marimba (1940), que sigue la pieza “muy aragonesa” Los
Mollares de Aragón, de Augusto Martínez Olmedilla. Sin embargo,
en otra adaptación de una novela española no llega a convencer por su geografía
falsamente mexicana, El sombrero de tres picos (1943),
original de Pedro Antonio de Alarcón.
El
teatro español le inspiró la trama de varios filmes: de Pedro Muñoz Seca su
juguete cómico El colmillo de Buda
(1949) y dos sainetes de Carlos Arniches, La
sobrina del cura (1954) y Padre
contra Hijo (1954); y de la famosa colaboración española de Adolfo Torrado
y Leandro Navarro, sale la trama de Siete
mujeres (1953).
Varios
escritores latinoamericanos inspiraron filmes a Bustillo: la famosa novela del
venezolano Rómulo Gallegos es llevada al cine con gran éxito, Canaima / El dios del mal (1945); la
pieza Un bebé de París, del argentino
Camilo Darthes se transformó en Esos de Pénjamo
(1952); la novela Honor y vida, del
colombiano Alfredo del Diestro fue bautizada de El asesino X
(1955); y la exitosa pieza teatral del chileno Armando Mook conservó su título,
Del
brazo y por la calle (1955).
Dos de los filmes más taquilleros
de Bustillo Oro son la cinta Las aventuras de Pito Pérez (1956) que fue adaptada de la novela realista La vida
inútil de Pito Pérez, y Allí
está el detalle ―1949, con la mejor actuación de la carrera de Cantinflas y
con guión original―.
La
literatura angla también fue tentación para este director: La
huella de unos labios (1951), basada en el cuento El
cuello de la camisa, del norteamericano William Irish (también
autor del cuento que inspiró a Alfred Hitchcock su Rear Window). Su último filme llevó por título El
último mexicano (1959), aunque seguía la novela The
Headless Horseman, del escritor angloirladés Thomas Mayne Reid.
La
aportación de Bustillo Oro al cine mexicano es mayúscula. Su interés en
presentar guiones con estructura eficaz y personajes con fundamentación
sicológica lo guió a buscar inspiración en la narrativa y el teatro. Sus
personajes tenían más palabras en sus diálogos que los de otros directores
mexicanos, pero era por la disposición de precisar la sicología del personaje y
su predilección por la prolijidad de detalle en la trama. Muchos de los
guionistas, productores y directores mexicanos posteriores tuvieron una mayor
libertad creativa al contar el cine mexicano con un sólido puente hacia lo
literario. Entre éstos habría que citar las adaptaciones literarias filmadas
por Luis Buñuel en los años de su exilio mexicano: Gran Casino (1947) con argumento de Magdaleno; Abismos de pasión adaptada de la novela de Emily Bronté (1950); Ensayo de un crimen (1955) de la novela
de Rodolfo Usigli y Nazarín (1959)
sobre la novela de Galdós. Indudablemente el cine mexicano se enriqueció con la
fusión de la literatura y el celuloide.
El
fuego de la cultura. Sip‘ohi—El lugar del
Manduré. Dirección: Sebastián Lingiardi. Basada en los cuentos de la
cultura wichí. Argentina, 2011. Guión: María Paz Bustamante.
Elenco: Gustavo Salvatierra, Félix Segundo, Andrés Segundo, Leticia
Gonzales, Wilson Méndez, Hugo Reinoso: Por Molly Zweig: Estudiante de tercer
año de la Universidad
de Indiana (EE. UU.).
La
película empieza y termina con un mismo proceso: la preparación del fuego para
cocinar, dar calor, y sobrellevar mejor la existencia. En un principio del film
–¿y de la humanidad?–, uno de los narradores, un anciano de una cultura
indígena, describe las raíces de su comunidad y su gente mientras prepara el
fuego. Es casi imposible ver algo en la pantalla, y solo podemos oír la
narración de un relato. Poco a poco, empezamos
a ver las brasas del fuego y podemos comprender la relación entre el relato
sobre un tigre y el fuego, y las imágenes que vemos. Tanto el relato oral como
el fuego son elementos principales de su cultura: la cultura wichí, objeto de
análisis y reflexión del film. Esta película termina con el proceso opuesto,
con un fuego brillante, iluminando el futuro del protagonista y su objetivo de
compartir su propia cultura.
En Sip‘ohi—El lugar del Manduré, dirigida por Sebastián Lingiardi,
encontramos a Gustavo, un miembro del grupo indígena wichí que vive en el
Impenetrable chaqueño, quien regresa especialmente a su pueblo nativo, Sip‘ohi,
para documentar su cultura. Usando un estilo cuasi-documental que registra
todas las interacciones en lengua wichí y entrevistando a los ancianos y a otra
gente, Lingiardi fusiona el lenguaje wichí y su cultura con el uso narrativo de
la tecnología para mostrar los relatos y su relación e importancia en la
cultura wichí. Su decisión de incluir a los miembros de la comunidad funciona
como un testamento de la fuerza de esa cultura y la consistencia de los wichís.
Con las narraciones orales, Lingiardi representará la fuerte tensión entre
preservar la memoria colectiva de los wichís y también actuar frente a la
desaparición de esta cultura.
Al
igual que Inés de Oliveira Cézar en Cassandra
–un film estrenado en Argentina con solo un mes de diferencia–, Lingiardi se
propone mostrar una cultura que no es la suya. En la película de Oliveira
Cézar, la protagonista es una periodista que viaja a la misma zona de Argentina
en donde viven los wichís. Ella, como Sebastián Lingiardi, se enfrenta al
problema de cómo representar una cultura oral con un medio escrito.
En
Sip‘ohi—El lugar del Manduré, tanto
Lingiardi como su protagonista, Gustavo, enfrentan el mismo problema, porque
ellos quieren iluminar relatos que son solo orales. No hay libros, escritura o
imágenes para Lingiardi que pueda usar en su película, hecho que lo fuerza a
trabajar con otras imágenes distintas o no convencionales para los relatos del
pueblo. En este sentido, el director no usa técnicas típicas de otros
documentales, como recreaciones o imágenes de archivo, para representar a la
cultura indígena en épocas pasadas.
Lingiardi,
con la ayuda de Gustavo, eligió otro camino: muestra escenas de la naturaleza y
situaciones cotidianas mientras escuchamos la narración en off de los ancianos.
Aunque en una película larga pueda ser “aburrido” (que no es el caso de ésta,
ya que no supera la hora, y no es tediosa), en Sip‘ohi, podemos tener una idea sobre el ambiente y los lugares
importantes para los wichís. También,
hay otras escenas en las que no hay “nada” en la pantalla—solo oímos los
relatos y vemos los subtítulos en español. La decisión de trabajar con la
“nada” es deliberada y plena de significado. Sin “algo” para ver, nos forzó a
enfocarnos en las palabras, sus sonidos en wichí, y en la importancia de una
cultura oral. Al ofrecernos un relato con un poder y fuerza propios sin
ilustraciones, nos fuerza a sentir el relato de una manera más próxima a la que
los wichí sentían y sienten.
De
una manera que contrasta con las escenas de naturaleza e imágenes del río y la
costa, a modo de backstage y de
recurso meta-narrativo, vemos también la ayuda de Gustavo en el proceso de
edición. Se establece una yuxtaposición de Gustavo enfrente de su computadora y
también frente a los líderes de la comunidad, trabajando para documentar los
relatos. En algunos planos, tenemos a Gustavo editando partes de la película
que hemos visto, combinando y complejizado nuestra concepción del tiempo y del
orden. La idea de que la producción ocurre mientras aprehendemos los cuentos
muestra la intertextualidad entre los dos procesos. Además, vemos la tecnología
dentro de la comunidad wichí con el amigo de Gustavo, Félix, quien tiene un
programa de radio en el que cuenta historias y difunde música de su pueblo,
otro modo de compartir los relatos de su comunidad con la gente tanto de la
comunidad como ajena a ella. En este punto, es importante que los programas
también estén en wichí para preservar la lengua original.
Según
investigaciones de Mircea Eliade, el relato de origen, es decir, la narración
que describe la formación de su propio mundo, es la verdad absoluta de la
creación para los pueblos. Cuando aprehendemos esos cuentos, entendemos mejor
cómo funciona el sistema de creencias de un grupo. En su teoría sobre el eterno retorno, este reconocido
antropólogo argumenta que cada vez que se cuenta se produce una “reedición de
lo mismo”, como si el evento relatado sucediera otra vez. Un proceso similar
ocurre con los wichís, quienes usan los cuentos como una manera de recrear el
pasado y asimismo de mantener la historia. Todo lo que los wichís saben es
producto de la transmisión de una tradición oral de sus padres y abuelos,
pasando como un fuego de los ancianos a los hijos.
Al
final del film hay una serie de cuentos sobre un mismo personaje del folclore
wichí, Takjuaj. Es un espíritu, un pescado del río, un hombre que sabía mucho,
y también un personaje que quiere volar sobre un cuervo. La profundidad de los
relatos de Takjuaj, con su variedad y propio humor sucio, ilumina las
características de la comunidad wichí con relatos orales en vez de una historia
escrita. En los cuentos vemos el
contraste entre el fuego de la cultura wichí y la oscuridad de la inestabilidad
de su futuro. Por un lado, está la idea de la historia oral y la cultura
arcaica, pero por el otro, están la globalización y los cambios mundiales y/o
tecnológicos de la sociedad. En la escena final de la película vemos otra vez
la imagen del fuego encendido, una imagen energética para simbolizar la fuerza
y la continuación, a pesar de que haya menos población wichí y más
modernización.
Por
último, Gustavo dice, “La película termina, pero continuará. Espero que lo
entiendan”. Sí, entendemos bien que la cultura wichí, por lo menos ahora, quedó
impresa a fuego en esa película, y en más de uno de nosotros.
Comentarios
Felicitaciones por el blog, me parece excelente. El numero sobre la película El Crimen del Padre Amaro me parece muy bueno y demuestra un claro ejemplo de la transformación de las imágenes desde un contexto literario a un lenguaje cinematográfico. Me gusto el comentario que se hace respecto a que el libro tiene una función casi bibliográfica, es muy cierto.