Ramona:
transnacionalismo desde la mirada cinematográfica mexicana. Ramona. Dirección: Víctor Urruchúa.
Basada en la novela homónima de Helen Hunt Jackson. México, 1946. Guión:
Leopoldo Baeza y Aceves. Elenco: Esther Fernández, Antonio Badú, Bernardo Sancristóbal,
Fanny Schiller, Juan Calvo, Rafael Icardo, Carlos Navarro y Cuquita Martínez.
Por Jonathan Alcántar: Candidato a Doctor en Literatura y Cultura Latinoamericanas
por la Universidad
de California, Davis, EE. UU.
Ramona (1884),
novela escrita por la notable activista pro-indígena norteamericana Helen Hunt
Jackson, es una de las obras literarias e iconos culturales más populares del
sudoeste de los Estados Unidos (en la actualidad cuenta con más de 300 ediciones
y nunca se ha dejado de publicar desde su primera edición). Ideada
originalmente por su autora como un proyecto político-literario para denunciar
las políticas del gobierno estadounidense en cuanto a la remoción de las
poblaciones indígenas que habitaban los territorios de las misiones durante la
colonización de California, Ramona
fue rápidamente aclamada por sus lectores y hasta se le llegó a comparar, por
su enfoque reformista, con La cabaña del
tío Tom (1852), la famosa novela antiesclavista de Harriet Beecher Stowe.
Lamentablemente, para Jackson, la mayoría de sus lectores se sintieron más
atraídos por su representación idealizada de California —cuya invención casi
mítica describía la convivencia pacífica entre indígenas y californios
(criollos) bajo pintorescas misiones franciscanas y bellos paisajes— que por su
mensaje de protesta. Esta misma visión idílica y nostálgica por este pasado
colonial-misionero del sur de California no sólo generaría un boom turístico en
la región durante el siglo XX, sino que desplazaría y suplantaría el legado cultural
mexicano por uno hispanizado o español.
En el mundo del cine, Ramona se convirtió en una de las primeras novelas en ser llevada a
la pantalla grande y, a la vez, una de las más prolíficamente representadas al contar con 5
adaptaciones cinematográficas, las cuales fueron dirigidas por prominentes
directores de la talla de D.W. Griffith (1910, con Mary Pickford), Donald Crisp
(1916, con Adda Gleason), Edwin Carewe (1928, con Dolores del Río), Henry King
(1936, con Loretta Young) y Víctor Urruchúa (1946). Esta última sería la única
versión cinematográfica mexicana realizada de este clásico de la literatura
norteamericana. Estrenada el 11 de julio de 1946 en México y, posteriormente,
en ciudades como Los Ángeles y San Antonio en los Estados Unidos, Ramona contó con la participación
estelar de Esther Fernández —una de la divas mexicanas de los años 30 del cine
nacional y mejor recordada por su actuación en ¡Allá en el Rancho Grande! (1936), filme que da inicio a la época de
oro del cine mexicano— y el afamado actor mexicano de origen libanés, Antonio
Badú.
Aunque la versión fílmica mexicana de Ramona es modesta en cuanto a su
producción —si se le compara con sus contrapartes hollywoodenses—, esta
adaptación cinematográfica sobresale por sus intenciones de resaltar, a través
de la exitosa obra de Jackson, el vínculo histórico entre el pasado de
California y la cultura mexicana y, sobre todo, por su afán de llevar esta
perspectiva a un público transnacional, a los mexicanos en los dos lados de la
frontera. La publicidad en revistas de cine de la época hace hincapié en la
incorporación de paisajes y actores auténticamente mexicanos así como la
realización de la película en español, rasgos que apuntaban a una
mexicanización de la adaptación, actuando, hasta cierto punto, casi como un
llamado a desafiar las previas versiones de Hollywood de este clásico e instar
a su público a revalorizar el legado de la cultura mexicana en la novela y la
historia de California.
Ramona (la novela) narra la
historia del romance interracial entre Alessandro (Alejandro en la película mexicana), un indígena educado en las misiones californianas, y Ramona, una
mestiza que crece dentro de un hogar criollo (mexicano) en California. La trama
se desarrolla pocos años después de haber terminado la guerra entre los Estados
Unidos y México (1846-48) y pone énfasis en los cambios surgidos por la
colonización anglosajona de la región. Un giro inesperado ocurre en la historia
cuando Ramona se entera que no es criolla sino mestiza (hija de padre escocés y
madre indígena) y decide huir con Alessandro en búsqueda de un lugar libre de
racismo(en la película la relación interracial entre Alejandro y Ramona no
adquiere tanta importancia como los abusos perpetuados por los colonos
anglosajones en contra de la pareja). Durante esta travesía, la pareja observa
y experimenta las injusticas cometidas en contra de las poblaciones indígenas.
Alessandro se vuelve loco ante tanta injusticia y muere asesinado cuando se le
acusa de haber robado un caballo. Ramona y su hija quedan desamparadas, pero,
Felipe Gonzaga, hermanastro de Ramona, da con su paradero. Felipe y Ramona se
casan —ya sabiendo que no existe ningún parentesco sanguíneo entre los dos— y
se marchan a México para vivir felices, lejos del racismo en California (aunque la novela muestra que las muertes de Alejandro y su hija,
Mayela, se producen por la falta de una reforma indígena y de servicios médicos en sus comunidades, la cinta enfatiza que estas tragedias son causadas más por la intolerancia racial anglosajona).
No obstante, la Ramona de Urruchúa se distingue de las otras
versiones cinematográficas por destacar al personaje de Juan Canito como un
símbolo de la mexicanidad. Canito (con una importancia menor en la novela) se
desempeña como consejero, protector y hasta como una figura paternal que une a
indígenas y criollos en la adaptación mexicana. Mientras doña Gertrudis es la
figura autoritaria e intolerante (matriarca criolla), Juan Canito convive con
la tribu de Alejandro, interactúa con Felipe y Ramona y el resto de los peones
mexicanos sin mayor prejuicio. Canito encarna a un mexicano (mestizo) de clase
trabajadora que aparece en momentos claves de la cinta para reafirmar la
cohesión cultural de todos los personajes como mexicanos. Una escena memorable,
por ejemplo, es aquella que muestra a Juan Canito invitando a otros peones a
cantar y, así, recordar su lazo emocional y cultural con México mientras la
tribu de Alejandro y la familia Gonzaga con sus amistades —en dos escenografías
y ambientes contrastantes— disfrutan amenamente de la melodía al estilo popular
ranchero.
Asimismo, el desenlace de la película reserva un
lugar sobresaliente para Juan Canito cuando aparece al lado de Felipe y Ramona
como una figura central que, se sugiere, velará por el porvenir de la pareja en
California y no en México (la novela concluye con el exilio de los personajes
mexicanos a la ciudad de México). Aunque el final de Alejandro es el mismo en
la novela y película, la versión mexicana culmina como un tipo de ficción
fundacional en la que se sobrepone la cultura mestiza —representada
alegóricamente por la pareja que, a pesar de las trágicas muertes de
Alejandro y Mayela, sigue conectada a sus raíces indígenas— a la intolerancia
racial de los Estados Unidos.
Te vas a ir, vas a salir. Alice in Acidland. Dirección: John Donne. EEUU, 1968. Guión:
Gertrude Steen. Elenco: Colleen Murphy, Buxx Banner, Patty Roberts. Por Joaquín
Correa: Profesor en Letras por la UNMdP. Es alumno del Programa de Posgraduacão em Literatura de la UFSC, Florianópolis.
1968
Todo hipster sueña con tener en la pared de su habitación un
almanaque de 1968. Una flor en un fusil, una pintada en París, una multitud
congregada en el DF, una pose chistosa de los Beatles, Syd Barrett un tanto ido
y un Jimi Hendrix incendiario, el póster de una de Godard, una marcha
feminista, además, claro, un poco del kitsch pop: una furgoneta Volkswagen, una
tapa de LIFE, una lata Campbells. Todo en blanco negro o, tal vez y mejor, con
el tono del papel Kodak ya pastel por el paso del tiempo. 1968 es uno de los
años con más figuritas para tu álbum. Los ansiosos distraídos se ufanan por
conseguir la que corresponde a Alice in
Acidland, intuyendo que la intertextualidad de los textos de Carroll con el
mundo del ácido se asemejaría a una actuación de Floyd en UFO, a un trip beat
con ayahuasca o a un día de camping con pasto verde, mantel a cuadrillé,
canciones de Donovan y una pepa. Pero se equivocan.
Un primerísimo primer plano de Alice en blanco y negro y una
voz de un hombre adulto de fondo son la presentación de la película. “No es
como Alice in wonderland”, nos
advierte y desestima de entrada todo vínculo intertextual directo del film con
el texto. Estaremos, sí, frente al documental de la vida de Alice, ejemplo
arquetípico de la generación joven, según el relato conservador - evangélico
que se quiere pedagógico.
Detengámonos un poco aquí, en este anacronismo deliberado:
estamos en 1968 y la película es muda y en blanco y negro. Las voces que
oiremos sólo son en off y pertenecen al narrador y a Alice, que cuenta desde un
futuro próximo lo acontecido. Extraño, si pensamos que termina sus días en un
manicomio, con la mirada perdida y las facultades aparentemente atrofiadas por
las drogas. Por cierto, las drogas o, mejor dicho: el ácido, el LSD, y el
orgasmo son las únicas dos cosas que quiebran esa estructura del film: el
orgasmo introduce otra manifestación del habla al campo dominado por aquellos
dos y la experiencia del ácido transforma en color al opaco y más bien gris
blanco y negro. Entonces: ¿la biografía de Alice tiene un fin pedagógico
moralizante al narrar el pasaje de su pureza a la corrupción causado por las
malas compañías y las drogas? ¿O más bien es el fresco de las costumbres
generacionales y el acceso al mundo de las experiencias trascendentales, el sexo
y las drogas? Tengo para mí que la intención del director se corresponde a la
primera pregunta pero que, al igual que lo que les sucedía a los médicos
higienistas de principios de siglo XX en la Argentina frente a las
distintas manifestaciones de “lo homosexual” de las que estaban anoticiándose,
la incorporación de la experiencia del otro al cuerpo narrativo si no
implosiona dentro suyo, ciertamente lo conmueve y modifica. Así, el pasaje al
color y los jadeos orgásmicos instauran otra discursividad alternativa al
rígido discurso del hombre mayor, de seguro blanco, de seguro de clase media
estadounidense.
This is no Fairy Tale!
Eso decía el afiche de la película. Y más abajo:
“THE SHOCKINGLY FACTS ABOUT L.S.D., REVEALING FOR THE FIRST TIME AN INSIDE LOOK
AT THE DAMAGING EFFECTS OF THE SUGAR CUBE ON THE MORALS OF A YOUNG GIRL!”. Suena jazz fusion y
comienza el film. Nuestra inocente Alice es invitada a una fiesta por una mujer
adulta, de mirada libidinosa y movimientos tranquilos pero certeros: Frida. Van
juntas al baño, Frida le ayuda a cambiarse y le presta una malla a lunares. Se
sientan al costado de la pileta, Frida le convida cigarrillos y le sirve un
licor. Alice nunca en su vida tomó ni fumó nada. Es la pureza púber encarnada.
Mientras tanto, tres jóvenes de esos que se encuentra Marty McFly cuando viaja
al pasado revolotean alrededor de una predecible y liberada rubia. Besa a uno,
juguetea con el otro: una loca. Alice, para esto, no se puede levantar de la
reposera debido al flujo etílico que corre por sus venas. La siempre dispuesta
Frida la toma en brazos y la lleva de nuevo al baño, pero esta vez para una
ducha compartida, con limpieza asistida y toques sugerentes. Si hasta este
momento seguíamos castos el devenir corrupto de Alice, quedamos descolocados
primero frente al plano detalle de su culo a lunares
y después frente al zoom
violento de sus tetas, ya en la bañera, siendo anecdóticamente masajeadas por
Frida. La Pequeña
Borrachina sonríe, se deja hacer y de pronto: ¡un estruendoso
solo de batería! El acercarse de las comisuras de los labios califica como un
beso, lésbico para mayores detalles. Corte abrupto de plano.
Lo que sucede a continuación es lo que Feinmann, el pequeño,
hubiese guionado de tener, claro, la posibilidad: del alcohol y los cigarrillos
a un porro casual que se convierte en cotidiano y es la entrada al mundo
dislocado del amor libre, las orgías conjuntas y prolongadas, para terminar en
un viaje de ácido del que la Niña
ya no tiene regreso.
Para formar parte de este nuevo grupo, Alice debe tener sexo
con Animal Viril. Entra a su casa, acompañada por Frida y, mientras los demás
ya están instalados en sus sillones comenzando a jugar, se arroja en sus brazos
y se tiran al centro de la alfombra para tener relaciones sexuales delante de
todos. Lo cierto es que mucho mejor que ver es hacer, así que cada uno se va
para una habitación en particular y nosotros vamos siguiendo durante más de la
mitad de la película las interacciones de cada pareja, incluidas las de Frida,
que hizo presa a una chiquita también novata que quedó boyando por ahí. Nos
asalta la certeza de que esto no es ningún tipo de film moralizante sino lisa y
llanamente una porno, si bien recatada, una porno al fin y al cabo.
“La pasión de Alice por explorar el sexo la tornó una gata
salvaje”, nos explica el narrador. En cada una de las cuatro parejas hay un
dominante y un dominado: los roles están bien distribuidos. Todos siguen una
secuencia similar y hasta están coordinados en sus actuaciones: los gritos
orgásmicos habrán llegado al vecino como el inesperado canto de una mezquita.
Si Alice es una gata salvaje, Frida es la experiencia. La pareja lesbiana se
lleva las palmas del rodaje: besitos en la panza pero ya no en las tetas de
esos cuerpos blancos estadounidenses, un diván psicoanalítico (para hacer más
claro el nexo histérico de estas degeneradas, por supuesto) y cortinas rígidas
moradas de telón de teatro. El conjunto hace más artificial esta interacción
que las otras tres, asemejándolo a un cuadro, una naturaleza muerta.
Finalmente, para llevar el pacato amor lésbico al terreno seguro de la
analogía, acá también hay una reproducción del canon activo – pasivo.
Mientras todo pasa, Alice parece no ya estar dentro de los
parámetros de una relación sexual sino más bien atravesando los estertores de
un ataque de epilepsia o las convulsiones de una revelación mística. Suenan los
gemidos pregrabados y, llegando ¡por fin! a la cumbre orgásmica, enfocan su
rostro, ella muerde la cruz que lleva por colgante (estos estadounidenses son
todo un caso) y sus gestos ya no son los de una persona normal, sino los de una
desquiciada joven poseída. Si, por un lado el film nos hace el favor de apagar
esas predecibles exclamaciones del norte (“god!”, “fuck!”, “holy shit!”) que
adivinamos en los labios de las parejas, por el otro nos deja temerosos de
intentar siquiera cualquier clase de vínculo interpersonal, ni qué decir de
tener relaciones sexuales, al contemplar las drásticas consecuencias que
producen en estos jóvenes.
Y lo demás también
Después de media hora de toqueteos y ya entrando al final de
la película, nos preguntamos dónde está el ácido del título y cuál es la
posible intertextualidad con Alicia en el
país de las maravillas. En un apresurado movimiento, podríamos decir que el
país de las maravillas es el del ácido, pero tal optimismo es ajeno a los
deseos del director, como ya vimos.
Cuando llega el color y los desenfoques de la mano de la
experiencia del ácido, Alice ya está del otro lado. Pero a diferencia de la
protagonista de los relatos carrollianos, de ahí no vuelve. Si pensamos que la
psicodelia es la fatiga tardía y pop del surrealismo y que el surrealismo
glorificó a las aventuras de Alicia en su lectura retrospectiva de la
tradición, Alicia en el país de las
maravillas era el relato perfecto para ser llevado al cine en la época de
las experimentaciones con psicotrópicos. Esta Alicia le miente a su padre y se
dice para sí misma: “volveríamos a casa sanas y salvas”: es evidente que el
director tomó para sí este relato pero para llevarlo en la dirección opuesta.
No ya una celebración apologética de las posibilidades de la experimentación
con drogas alucinógenas sino una advertencia a grandes y chicos de los riesgos
en que se estaba embarcando esta generación.
Animal Viril droga a las chicas para después cogerlas sin
ningún reparo: una dama negra, un violador. Una de las chicas se suicida en el
bajón post ácido. Los demás viajantes se encaminan hacia la autodestrucción. La
voz de la moral reaparece y la de Alice se va arrepintiendo. Las escenas se
superponen como cuadros en el intento de traducir las sensaciones del LSD, con
música psicodélica de fondo e innumerables planos de tetas caleidoscópicas. La
música oriental confunde lo onírico, lo femenino y los orgasmos. Luces estroboscópicas,
símbolos de una fecundidad desbordante, un susurro que no llega a ser lenguaje
pero que se aproxima a un “love me!”. “Esta es Alicia Trempton. Un completo
vegetal mental. Para esta Alicia no hay espejo por el cual volver a la
realidad. Esto no fue un cuento de hadas. Esta Alicia se fue a un largo, muy
largo viaje a El País del Ácido para no volver más”. Lo que quiso hacer
Jodorowski en Dune, lo que hizo Borges en “El Aleph”: ese travelling por las
sensaciones alucinadas boicotea la finalidad de la película que, a pesar de
querer establecerse como un drama en un extraño giro del cuento de hadas y
finalizar con su protagonista perdida entre las paredes densas de un manicomio,
a fuerza de teta y teta, de aullidos y estertores, se erige como uno de los más
fieles espejos de su época, histérica contradictoria y torpemente naïve.
Las cosas no lucen nada bien. Watchmen. Dirección: Zack Snyder. Basada en la novela gráfica
homónima (1986) de Alan Moore y Dave Gibbons. Estados Unidos, 2009. Guión: Alex
Tse y David Hayter. Elenco: Jackie Earle, Haley Patrick Wilson, Billy Crudup,
Jeffrey Dean Morgan, Malin Akerman, Matthew Goode, Carla Gugino. Por Facundo Giménez:
Profesor en Letras (UNMdP).
Watchmen (1986-87) es, junto a V de Vendetta (1982-1988), la obra más
sobresaliente del excéntrico guionista Alan Moore. Se trata de una novela
gráfica que realizó en compañía de Dave Gibbons y que tuvo un amplio
reconocimiento. En 2005, por ejemplo, compartió con autores como Hemingway, H.
Miller y Faulkner, uno de los cien puestos en
la encuesta realizada por la revista Time
sobre las mejores novelas publicadas
en lengua inglesa desde 1923 (Lacayo,
Richard (2010): "All-TIME 100 Novels: How We Picked the List", en Time. 6 de junio de 2010.
[http://entertainment.time.com/2005/10/16/all-time-100-novels/slide/how-we-picked-the-list/]).
Watchmen surge en uno de los puntos más álgidos de la
escalada militarista que produjo la Guerra Fría , en momentos en los
que había emergido y se había
consolidado una imaginería sobre el apocalipsis nuclear (pensemos, por ejemplo,
en Dr. Strangelove [1964], de Kubrik,
pero más aún en la proliferación de películas que se dio en los años ochenta: The day after [1983], War Games [1984]o When the wind blows [1986], por citar algunas). La serie se encuadra en el género de
historieta de superhéroes, pero va más allá. En palabras de Moore:
Watchmen usó los clichés del formato
superheroico para probar y discutir las nociones de poder y responsabilidad en
un mundo cada vez más complejo. Tratamos a estos personajes súper humanos
-verdaderamente ridículos- más como "humanos" que como
"súper". Los usamos como símbolos de diferentes clases de seres
humanos comunes, en lugar de diferentes superseres (Declaración de Alan Moore
extraída del documental: Dez Vylenz, Moritz Winkler (2005): The mindscape of Alan Moore.[
http://www.imdb.com/title/tt0410321/ ]).
En un presente alternativo, en el que los Estados Unidos
poseen, entre sus filas, al Dr. Manhattan, una personificación del poderío
nuclear, las cosas no lucen nada bien. La Guerra de Vietnam ha sido ganada y un anciano
Nixon se presenta para renovar su tercer mandato; del otro lado del telón de
acero, la Unión
Soviética amenaza. Los superhéroes que habían prosperado en
el plano nacional durante décadas, se encuentran retirados, bajo sospecha, proscriptos, y en el peor de
los casos, son mercenarios al servicio de la CIA. Este mundo que
Moore y Gibbons se han dedicado a cultivar desde un manejo eximio de la viñeta
será llevado a la pantalla grande por Zack Snyder más de dos décadas (2009) después,
con un resultado sobresaliente.
En este sentido, vale aclarar que no es la primera vez que
el director estadounidense incurre en la transposición al cine de una novela gráfica. En 2007, el turno había sido
el de 300 de Frank Miller (1998), uno
de los pilares del comic book de los
ochenta, junto a Moore. 300, cuya
acción se centraba en la afamada batalla de las Termópilas, supo adecuarse, sin
mayores inconvenientes, al género del cine bélico o al action film, cuya trama parece estar dada por los héroes y los
villanos, la violencia y su sintaxis, y por qué no, por cierta estructura
ideológica conservadora, cuando no abiertamente reaccionaria. Su éxito se debió
además al hecho de que el notable acercamiento a la viñeta, al dibujo, al
movimiento del trazo, por sobre el escrúpulo verista, le añadió formas inéditas
e impactantes al film. En 2005, tomando la serie de Sin City, de Miller, Tarantino y Rodríguez habían realizado un
trabajo similar; el resultado: un espeso policial negro.
La ucronía y sus imágenes
El rasgo más interesante de la obra de Moore-Gibbons es la
comprensión del tiempo histórico. La inscripción del relato en un presente
ucrónico implica el desplazamiento de los lugares comunes de la historia
reciente. Zack Sneyder ha comprendido que cierta lógica en el funcionamiento
del comic book depende de esta
distancia: detectar un hecho conocido y sacarlo de su eje. El resultado es que
la presentación del film se basa en una serie de imágenes provenientes de la
prensa, registro colectivo de lo reciente, que va narrando, con suma velocidad
y eficacia, la historia de estos superhéroes, como figuras públicas. La
operación consiste en detectar una imagen y dislocarla a partir de la
introducción de un elemento en la historia de los superhéroes: se narra la
genealogía y se describe la ucronía. Esta escena, que es de factura propia del
director, se detiene en una serie de imágenes que consolidan este desfigurado
imaginario estadounidense: el asesinato de Kennedy, a manos de The Comedian, Jan Rose Kasmir colocando una margarita
en un fusil y un disparo, deshojándola; Nite Owl, retratado a la manera de Marilyn Monroe, por Andy Warhol.
La música de fondo, un guiño evidente al cambio de signo que
implica la ucronía, es la de Bob Dylan, con la canción de protesta: The times they are changin´ (1963). Es
que, irónicamente, este cambio de los
tiempos tiene un signo adverso con respecto a las voces que se unieron en
protesta por la guerra de Vietnam. La ucronía de Moore-Gibbons, y la de Sneyder
en consecuencia, nos muestra una realidad dominada por el uso afirmativo de la
violencia: la humanidad está acorralada por la muerte.
La fidelidad y sus traiciones
El rasgo más llamativo de la película es el escrupuloso
seguimiento del cómic, viñeta a viñeta. Si se contrastan las imágenes del cómic
y la película, es posible apreciar un trabajo de tipo especular: cada fotograma
corresponde a una viñeta. Sin embargo, esta fascinación por la imagen, que
termina adquiriendo una forma camaleónica, como en 300, nos enfrenta al problema de que existen elementos que se
pierden en la transposición. El film actúa a partir de la acumulación, su
lógica de funcionamiento es consecutiva, y el cómic, en cambio, tiene una
construcción diversa, la yuxtaposición, la comprensión simultánea del mundo
(pensemos, por ejemplo, en el Dr. Manhattan, en cuya conciencia están todos los
tiempos a la vez). De modo que por más que la película siga sumando minutos (el
último corte del director consta de 225), no existe forma de que pueda salvar
dicho inconveniente, que no es otro que el de la diferencia semiótica entre los
dos lenguajes. Así, la fidelidad de Sneyder termina traicionando al Watchmen de Moore-Gibbons, porque la
película no puede ser otra cosa que la versión diluida, sin matices, del
hipotexto. Lo que Moore, en entrevistas, planteaba como crítica a las versiones
cinematográficas: “Nos alimentan con cucharita, lo que tiene el efecto de
diluir nuestra imaginación cultural
colectiva. Es como si fuéramos pichones esperando, con las bocas abiertas, a
que Hollywood nos alimente con sus gusanos regurgitados" (Guy Debord (2008): "Alan Moore on
‘Watchmen’ movie: ‘I will be spitting venom all over it’", en Void Manufacturing. 19
de septiembre. [http://voidmanufacturing.wordpress.com/2008/09/19/alan-moore-on-the-watchmen-movie-and-his-750000-word-novel/]).
El problema de los contextos
Una explosión en Nueva York cambia
el panorama político internacional. Las implicaciones de esta afirmación no son
las mismas en el contexto de la
Guerra fría que en el panorama posterior al 11 de septiembre
de 2001. En un caso, implica un panorama desolador y futuro; en el otro, una de
las formas siniestras de la memoria, el reconocimiento de uno de los puntos más
oscuros de la historia norteamericana, por el hecho en sí y por sus
consecuencias. En el primer caso, nos trae un imaginario pos-apocalíptico, una
visión esperanzadora, la muerte de miles de personas a manos del
superhéroe-empresario muestra un terror que vuelve a la humanidad, comunitaria,
pacífica, unida; en el segundo, esta misma afirmación implica un cinismo
notable: la orquestación de una ficción de un genocidio no puede sino promover
el terror en el que se fundan ciertos rasgos totalitarios de algunas
democracias.
Hace mucho se olvidaron los cannoli. Gomorra.
Dirección: Matteo Garrone. Basado en el libro de no-ficción homónimo de Roberto
Saviano. Italia, 2008. Guión: Maurizio Braucci, Ugo Chiti, Gianni Di Gregorio,
Matteo Garrone, Massimo Gaudioso, Roberto Saviano. Elenco: Toni Servillo,
Salvatore Lorino, Salvatore Cantalupo, Gianfelice Imparato, Salvatore
Abruzzese. Por Guillermo Matías Gumucio: Estudiante de posgrado del curso
Periodismo Cultural de Faculdade Metropolitanas Unidas (San Pablo, Brasil).
Bajo ejercicio de derivación impropia gramatical, Matteo
Garrone adapta el libro-reportaje de Roberto Saviano a una película de ficción
tradicional, y aunque a la época del estrenoy premiación en el Festival de
Cannes de 2008, muchos medios de prensa destacaron la supuesta calidad
documental, esta es una caracterización indebida: Gomorra hace un
abordaje naturalista del actor y transforma los edificios de departamentos de
baja renta en uno de sus más grandes personajes, en clara herencia
neorrealista, pero que, de hecho, jamás debería ser confundida con cualquier
registro documental. Claro, impresiona no solamente el trazo naturalista de las
interpretaciones del elenco, sino también la calidad cinematográfica en crear
un discurso que diga exactamente lo que pretende el libro, o sea, desmitificar
a la Camorra ,
una de las principales mafias italianas activas y mostrar cómo este pulpo tiene
tentáculos en las más diversas áreas del comercio y administración pública.
Después de casi un siglo de representaciones románticas de jefes de la mafia en
el cine, Garrone se fija en el relato de Saviano para trazar un perfil del
mafioso en el siglo veintiuno, quizá más parecido a un comerciante territorial
que al protagonista hamletiano de Mario Puzo y Francis Ford Coppola en El
Padrino (1972). Salen los sacos de la alta costura, entran las camisas
empapadas por el verano y camperas deportivas Adidas.
El guión escrito a doce manos trata de historias
paralelas, pero que a su modo colaboran para formar un retrato del paisaje
mafioso de Nápoles. Las decisiones del guión con relación al libro son bastante
sabias, como las de no introducir datos estadísticos, aspecto naturalmente
presente en cualquier libro-reportaje u olvidarse de todas las innumerables
conexiones de la mafia para concentrarse en algunas pocas que representen la extensión
de sus garras, especialmente con China.
Los fragmentos que demuestran cómo compañías comunes
se involucran en negocios lícitos, pero con artificios y resultados ilícitos,
con la mafia no presentan cualquier tipo de violencia explícita sino que tienen
un ritmo fílmico diferente y aire de intriga corporativa anticlimática. El
espectador no sabe que “En los últimos cinco años, el negocio de la basura tuvo
un aumento del 29,8%, crecimiento comparable solamente al del mercado de
cocaína” (SAVIANO, Robert. Gomorrah. London: Pan Mcmillan, 2007, p. 283), pero ve una manera de tratar las relaciones
comerciales que sorprende por su sagacidad. En tal parte sobre el contrato de
la basura, vale mencionar el uso de la estrategia de tutor y discípulo, recurso
narrativo recurrente, para guiar al espectador. Otra decisión que facilita la
condensación del libro a los estándares del cine comercial es usar determinada
poética de cámara sobre las locaciones para transformar los extensos relatos
autobiográficos de Saviano e integrarlos al escenario.
La
representación de la mujer se ve muy diferente si observados libro y película:
mientras un capítulo entero (titulado simplemente “Mujeres”) es dedicado al rol
fuerte de la figura femenina tanto en los negocios de la Camorra como en la
dinámica del poder entre los diferentes grupos criminales, la película suele abarcar
a un sólo tipo femenino, aquel de la madre cuyo hijo está en la cárcel debido a
“accidente de trabajo” ocurrido mientras desempeñaba algún tipo de función para
la mafia, generalmente como soldado. El universo de la película es totalmente
masculino. Además de la madre, que aguarda ansiosamente el pago de la
compensación financiera dada por el grupo al cual el hijo está asociado, las
mujeres están referenciadas solamente como objeto de deseo, posesión y sumisión
por parte de adolescentes con hormonas en erupción.
La
saga de los chicos Marco (Marco Macor) y Ciro (Ciro Petrone) tiene doble
función fílmica, como fuerza de evolución narrativa (como suele ocurrir también
con la trama del sastre Pasquale) y también como contrapunto a la
desmitificación del retrato hollywoodense de la mafia italiana que, en
realidad, se ha concentrado apenas en Sicilia. “Dos chicos de Casal di
Principe, Giuseppe M. y Romeo P. sabían los diálogos de Il Camorrista de
memoria y representaban varias escenas” (idem, p. 252). En el libro,
Saviano cuenta que la pareja tenía como referencia, además del clásico italiano
El Profesor con Ben Gazzara de (Giuseppe Tornatore, 1986), un repertorio
formado por frases célebres de películas como Taxi Driver (Martin
Scorcese, 1976), Pulp Fiction (Quentin Tarantino, 1994), Donnie
Brasco (Mike Newell, 1997), entre otras. Imposible saber si por cuestiones
de derechos autorales o no, Garrone prefiere concentrarse en la figura de Al
Pacino en Scarface (Brian de Palma, 1983), en todo su extremismo
inconsecuente y atracción hacía la juventud y también citado por Saviano, como
fuente de inspiración y utopía de Marco y Ciro. La reunión de la ingenuidad
romántica, violencia inútil y carácter homoerótico del antihéroe y su inmenso
arsenal de símbolos fálicos culmina en una escena desarrollada para exprimir un
pictórico que represente tal triade: los dos jóvenes delincuentes apenas de
calzoncillos gastando balas de ametralladoras al mar, desde la playa, donde, no
por casualidad, también terminan su breve carrera, y sus vidas.
La
prosa de Saviano es violenta como sugiere el tema abordado, sea en su poética
subjetiva (“Parecían maniquíes. Pero cuando tocaron el piso, sus cabezas se
abrieron, como si sus cráneos fueran reales. Y eran.”, idem, p. 3) o en
descripciones más objetivas (“Anna Volaro se prendió fuego para protestar
contra la retomada de un activo adquirido ilegalmente que consideraba producto
del curso normal de sus negocios.”, idem, p. 147). Cómo establecido
desde su escena de apertura, cuando se realiza una matanza de encomienda en una
clínica de bronceado artificial (extensión de las tradicionales cantinas
típicamente frecuentadas por estos capos modernos como local de convivio
social y tiempo de la vanidad), Gomorra no es nada simpáticaen la
pantalla: las balas de los revólveres son casi siempre certeras y fatales,
porque están a servicio de una gran empresa y no pueden perder tiempo, no es
bueno para los negocios.
Minimalismo sudamericano. Bonsái. Dirección: Cristián Jiménez. Basada en la novela homónima
de Alejandro Zambra. Chile, 2011. Guión: Cristián Jiménez, Alejandro Zambra.
Elenco: Diego Noguera, Nathalia Galgani, Gabriela Arancibia, Alicia Fehrmann, Andrés Waas. Por Ashle Ozuljevic Subaique: Licenciada en Lengua y Literatura hispánica. Universidad de Chile. Magíster (C) en Estudios Latinoamericanos, mención Literatura. Universidad de La Serena
Bonsái en un librito de 95
páginas, publicado en Barcelona, sobre una historia de poco más de diez años,
ocurrida en Chile. Bonsái (2011) (la
película) está basada en esta novela corta que es, de algún modo, literatura
que habla de literatura que habla de literatura que habla de…
De la original, publicada en 2006, se puede y se ha escrito
bastante. Resumiendo malamente lo que se ha dicho, podemos decir que es una
novela elíptica que se enrolla sobre sus propias ramas, o raíces, del mismo
modo que el procedimiento japonés, acortándose o más bien, abreviándose sin
perder desarrollo ni extensión. Es éste el procedimiento que llevan a cabo los
‘hacedores de bonsáis’: mutilaciones que lejos de atormentar (pero en realidad
sí es tortura vegetal), valorizan su existencia, procedimientos preciosistas y
de un acabado detallado, profesionalísimo, que apuesta a dar la impresión de un
juguete, de algo mínimo, leve… pero que siendo comprendido en su totalidad,
tiene la capacidad de angustiar a su observador. Y así para este relato. Y así
para la película. Porque te toma más tiempo hacer un equipaje liviano que uno
pesado. La selección se vuelve exquisita, cada objeto es necesario, incluso
aquellos que escogemos por capricho. Así, cada ramita de bonsái existe porque
debe, por algún mandato consciente, existir. Así cada capítulo de Bonsái (2006) es ineludible.
Si bien de cada escena de la película no podemos decir lo
mismo, podemos aceptar que el modo de adaptación transitó por una selección
bastante escrupulosa y correcta, y por una disposición escénica limpia, esto
es, evitando alejarse del nudo de la
historia, y manteniendo el cariz del inicio al fin. Porque jamás nos olvidamos
de que “Al final ella muere y él se queda solo”, no nos rescatamos nunca del
aire otoñal impregnado por estos dos “listillos que en la cama
hablan de la importancia de Proust” como los calificó un crítico del New York
Times.
Logra, el film, que el espectador
no literato se enganche en, repetimos, una película basada en un relato sobre
relatos. Logra no caer en sentimentalismos, logra salir en el tiempo necesario
de la historia de amor y no caer en el facilismo de retratar esos encuentros
amorosos inmaduros, sino que muestra limpiamente –con una limpieza de aire
sureño, quiero decir, para que lo entienda quien lo ha sentido- una historia
que desde el párrafo uno se muestra como acabada. Los productores de Bonsái (2011) sortearon cuestionamientos
previos, como por qué llevar a la pantalla una historia mínima que se clava y
se enraíza sobre sí misma; por qué partir con la misma sentencia mortuoria con
que comienza el libro, cómo hacer para metaficcionalizar una historia que es
eso, pura metaficción, a qué tipo de espectador dirigirse… Resultando de la
audacia una película clara y triste. Como el libro. Como los bonsáis.
Creaciones que, tendientes a la perfección, dejan bien en claro que la
felicidad no sólo no forma parte de la realidad, sino que tampoco de las
invenciones que nos creamos para defendernos de la insustancialidad de la vida,
donde ya no tenemos héroes ni enemigos, ni esperanzas ni guerras, ni dictaduras
ni ideologías.
Bonsái
(2011) resulta triunfante tras escenificar una
historia que está adentro de otra y que tal vez no es más que el pretexto para
hablar de las obsesiones literarias de los literatos tristes, que son casi
todos.
Tanto más no queremos decir pues
preferimos seguir los pasos del escritor y del director: minimizar los
recursos, evitar las sobras, deseando sólo explicitar la calidad de ambas obras
en su minimalismo sudamericano: simple dentro de la simpleza, ligero, lúdicamente
intelectual, lúdicamente feliz, pero sin lugar a dudas, angustiante, incrédulo
incluso de su propia ficción.
Una pesadilla sin escape. Algunas chicas. Dirección: Santiago Palavecino. Basada en la novela
Entre mujeres solas de Cesare Pavese.
Argentina 2013. Guión: Santiago Palavecino. Elenco: Cecilia Rainero, Agostina
López, Agustina Muñoz, Ailín Salas. Por Reuben Unrau: Estudiante de periodismo
de la Universidad
de Oregon (EEUU).
En la primera secuencia de Algunas chicas, una joven sale llorando de su cuarto. Ese inicial
temor y perturbación establecen el tono oscuro y trágico de la tercera película
del director argentino Santiago Palavecino. Libremente inspirada en la novela Entre Mujeres Solas de Cesare Pavese, en
esta ocasión Palavecino presenta un thriller psicológico que revela un lado
sombrío del mundo femenino.
El filme se centra en Celina, una cirujana conflictuada por
una crisis matrimonial, quien se escapa al campo para quedarse en la casa de
una amiga. Desde el momento en que se entera de que la hijastra de la amiga,
Paula, se había intentado suicidar, reconoce que la casa solitaria no es un
lugar de refugio, sino un lugar de peligro. Celina conoce a otras dos chicas –
Nene, una joven mística, y su amiga, María –, quienes la retrotraen a un
entorno adolescente lleno de drogas, alcohol, erotismo, y violencia.
Atravesando esas experiencias, las cuatro – Celina, Paula, Nene, y María –
buscan la liberación de su psiquis, pero al final terminan atrapadas en una
pesadilla de la cual no pueden escapar.
Esta idea de escapar de los problemas es el tópico más
saliente de Algunas Chicas. Las
cuatro amigas logran una temporaria emancipación a través de las drogas y de la
liberación sexual, pero el poder peligroso de los sueños y el ambiente oscuro
del campo se terminan imponiendo. Para Celina, el campo fue su lugar de exilio
fuera de los problemas en su casa en Buenos Aires, pero según las palabras de
Morelli, uno de los pocos hombres en la película (el otro es un chofer,
interpretado nada más ni nada menos que por Edgardo Cozarinsky), “aunque
viajes, intentes a matarte, o entres un convento, siempre estás en casa”.
Así como hizo en su primera película, Otra vuelta, basada en un hermoso cuento de Haroldo Conti, y en
general en su poética, en esta ocasión Palavecino no toma el camino clásico de
la adaptación literaria, sino que inspira su película lateralmente en la novela
de Pavese. Entre Mujeres Solas se
trata de una mujer que vuelve a Turín después de la Segunda Guerra
Mundial donde conoce a un grupo de mujeres, incluida Rosetta, quien como Paula,
intentó suicidarse. Se mantienen algunos nombres e ideas básicas de aquella
novela, pero al compararlos, la narrativa y el marco del texto de Pavese no se
ven en la película. En vez de sentir una cierta intimidad con las chicas que la
rodean, la protagonista, Clelia, siente una distancia con ellas debido a la
fascinación que tienen de la vida de la clase alta. En Pavese dominan los
problemas entre las clases sociales y la Europa de posguerra, mientras que Palavecino
elige sólo enfocarse en la compleja psicología de esos personajes femeninos.
Con una narrativa desorientadora y extremando la ambigüedad
entre la realidad y los sueños, Algunas
chicas fue filmada con un estilo deliberadamente influenciado por David
Lynch. Por ello abandona el concepto de tener tanto personajes como un
argumento desarrollados claramente para poder presentar un ambiente onírico y,
por momentos, asfixiante. Con ayuda de Fernando Lockett, el director de
fotografía, y con utilización de muy poca luz y una cámara temblorosa que sigue
desde atrás de los hombros a las actrices –decisión con la que se incluye al
espectador en el medio de este mundo alucinatorio– nos perdemos en el drama
laberíntico que existe dentro de estas chicas angustiadas. Así como ocurre en
las obras de Lynch, Algunas chicas
nos sitúa en una realidad “ilógica” que ni el espectador ni los personajes
pueden entender cabalmente.
Aunque la narración sea confusa como un sueño, Palavecino
emplea símbolos y repeticiones para generar la sensación de que algo grave está
por suceder. En el caso de la protagonista, Celina siempre trata de huir de sus
problemas, pero inevitablemente sus problemas reaparecen. Por ejemplo, en el
baño, ella intenta tirar al inodoro unas pastillas, pero después de tres
intentos las pastillas se quedan ahí, flotando en al agua. En otra escena, se
despierta en el medio de la noche sangrando en la nariz. Usa una toalla para
lavarse la cara y después, la tira en las llamas de un fuego en el bosque. Al
día siguiente, su amiga Delfina
encuentra la toalla y se la muestra a Celina, quien inevitablemente se
sorprende. Estos objetos – las pastillas y la toalla sangrada – simbolizan el
frágil estado mental y físico de Celina, quien infructuosamente intenta dejar
atrás a sus problemas, y éstos reaparecen una y otra vez.
Palavecino vuelve a mostrar su conocimiento y hasta
adoración por Pavese al incluir una secuencia en la cual Nené recita en
portugués el famoso poema Vendrá la
muerte y tendrá sus ojos. En una secuencia llena de tomas caóticas que
incluyen imágenes de caballos galopando y trenes pasando rápido, se menciona el
verso “descenderemos, mudos, al abismo”. Tanto como Lynch, la poética de Pavese
define bien la exploración de Algunas
chicas; el ingreso a un abismo donde la posibilidad de escapar no existe.
Una cruel venganza. Medea. Director: Lars von Trier. Dinamarca, 1987. Guión: Carl Theodor Dreyer y Preben Thonsen. Elenco: Kirsten Olesen, Dick Kaysø, Baard Owe, Henning Jensen, Jonny Kilde, Ludmilla Glinska, Mette Munk Plum, Preben Lerdoff Rye, Richard Kilde, Solbjørg Højfeldt, Udo Kier, Vera Gebuhr. Por Fernanda Valim Côrtes Miguel: Profesora en Letras por la Universidade Federal dos Vales do Jequitinhonha e Mucuri. Traducción de Antonia Javiera Cabrera Muñoz.
Una cruel venganza. Medea. Director: Lars von Trier. Dinamarca, 1987. Guión: Carl Theodor Dreyer y Preben Thonsen. Elenco: Kirsten Olesen, Dick Kaysø, Baard Owe, Henning Jensen, Jonny Kilde, Ludmilla Glinska, Mette Munk Plum, Preben Lerdoff Rye, Richard Kilde, Solbjørg Højfeldt, Udo Kier, Vera Gebuhr. Por Fernanda Valim Côrtes Miguel: Profesora en Letras por la Universidade Federal dos Vales do Jequitinhonha e Mucuri. Traducción de Antonia Javiera Cabrera Muñoz.
Director de una secuencia de
producciones cinematográficas notoriamente autorales y creador de ilustres
personajes femeninos –y porque no, marcadamente feministas– Lars von Trier se
ha convertido seguramente en uno de los mayores cineastas contemporáneos en
actividad. Por entre las tramas permeadas de complejidad y sordidez humana, se
tejen los hilos que enredan hermosas y auténticas protagonistas, tales como
Selma (“Bailar en la oscuridad” / “Dancing in the Dark”, 2000), Grace (Dogville,
2003), el personaje sin nombre o apenas “ella” (“Anticristo” / “Antichrist”,
2009), Justine (“Melancolía” / “Melancholia”, 2011) o Joe (“Ninfomaníaca” /
“Nymph()maniac”, 2013). Nosotros somos iniciados vertiginosamente en el encuentro
de los sinuosos y sombríos universos de mujeres cuyos agujeros nunca han
conseguido ser plenamente tocados o rellenados. Son a veces víctimas ingenuas
de un sistema falocrático perverso y opresivo, melancólicas, castigadas,
persistentemente violadas y violentadas. En otros casos aparecen en la escena
con sus cuerpos marcados por el peso ancestral del mito del todo femenino.
Maternas o poco maternales, son maníacas, brujas, locas, temibles, inhumanas
capaces de las mayores atrocidades. La fuerza del femenino y la antinomia femenino-masculino
en las obras de von Trier recurren las huellas inmemoriales del bien y del mal,
de las fuerzas naturales que dilaceran la racionalidad, la violencia y el gozo
que transitan hacia el rito sacrificial. Pero es en Medea – uno de los primeros largometrajes del director dinamarqués
–que asistimos al nacimiento de la tragedia de lo femenino (que cederá lugar a
otras sucesivas), palco cinematográfico en el cual todas las protagonistas
posteriores parecen con(fundirse) para escenificar una temática cara al
universo humano y al poético: la venganza.
Basado en la conocida tragedia de
Eurípedes y en un guión no filmado del cineasta dinamarqués Carl Theodor Dreyer
– maestro homenajeado por von Trier – Medea
fue originalmente producida como un largometraje para ser proyectado en la
televisión en 1988 antes de circular en otros formatos. Delante de tantas
visitaciones artísticas del conocido mito –y mismo después del conocido Medea de Pasolini, protagonizado por
Maria Callas– Lars von Trier construye una estética singular motivada por
intensos juegos de luz y de sombras, juegos de escena que a veces ocultan a
veces revelan partes del sombrío misterio de la experiencia humana, inundando
de poeticidad la fotografía de la película.
De manera lineal y profundamente
poética, la película narra la historia de abandono de Medea por su esposo
Jasón. El motivo que fundamenta la acción del marido traidor pasa por el
interés político en la realización de un nuevo casamiento, esta vez con una
mujer más joven, Glauce, hija de Creonte, rey de Corinto. Desdeñada y
resignada, Medea implora por el amor y por la piedad del esposo, también en
nombre de sus hijos, pero recibe, en contrapartida, el dolor y la incomprensión
del abandono de aquel que a ella todo debía. Para los conocedores del mito,
sabido es que el amor obstinado de Medea por Jasón ha hecho que la
protagonista, a través de un acuerdo, traicionase a su propio padre y matase a
su hermano para que el marido tuviese el éxito deseado. Además de los motivos
políticos, después del nuevo casamiento, y durante la noche de bodas, Glauce
dice a Jasón que sólo se entregará a él bajo una excepcional condición: la
expulsión permanente de Medea de la ciudad. Rehén de nuevas amenazas y agresiones,
la rechazada y humillada Medea moviliza sus artes ocultas y malévolas, de las
cuales es profunda conocedora, como parte de su cruel venganza. En seguida,
parte en fuga, arrastrando en una sola tabla sus dos niños durante a un largo
caminar en dirección a sus trágicos destinos. Carga, no sin esfuerzo, el peso
histórico de una larga tradición.
Medea
recupera temáticas en las que participan la mujer, la brujería y el vínculo
intrínseco del femenino y la naturaleza ancestral, cuya fuerza impalpable e
irracional es movilizada en su favor. En la primera escena de la película
asistimos apenas el canto de un pájaro seguido de una intensa inspiración de
Medea, como la de alguien que resucita extrañamente para la vida: el encuentro
simbiótico entre la mujer y la naturaleza salvaje, como si el mar, el agua
salgada la fuese envolviendo en su va y viene constante, fecundase el cuerpo
inerte y estirado sobre la arena hasta sumergirlo por completo.
El agua es un elemento presente a
lo largo de la narración, como el pantano que cercena la casa de la protagonista,
tan fluido e informe como la sombría niebla que habita sus alrededores. Como
verdaderas bolas de vidrio, ella refleja la imagen precisa de los troncos
retorcidos y la imprecisión del cuerpo femenino. Símbolo de la vida y de la
muerte, de todos los contrarios reunidos, el agua conoce profundamente todos
los misterios vitales.
Las escenas memorables de la
película exploran toda especie de movimiento natural: de las nubes blancas y
negras que tensas transitan por los tensas paisajes; el mar, en su ir y venir
de olas formadas por la acción de las mareas; y los vientos que agitan arenas,
campos y velas. Entre una y otra escena que muestra belleza y poeticidad
encontramos aquella en la que Medea se desviste del negro chal que enrolla su
cuerpo, como a un ave que lanza vuelo con el viento, ganando el cielo bajo
Jasón. Pasaje ingenioso que remite al vuelo coreografiado de los pájaros negros
que anuncian el cumplimiento de parte de la venganza.
En la escena final de la película
de von Trier, Medea parte, ya vengada, en un barco para lejos de su ciudad. Con
la marea ya alta y el viento soplando firmemente las velas del pequeño barco,
ella finalmente suelta sus cabellos – que permanecieron presos y cubiertos a lo
largo de la trama-, en una espléndida imagen cargada de fuerza evocadora. Jasón
ya no puede alcanzarla: se rebela impotente, con su fálica espada en la mano,
en medio a la vegetación capilar que se mueve violentamente al sabor del
viento. Desesperado, Jasón pisa, se aferra, se arrastra bajo aquellas fibras
naturales hasta quedarse totalmente impotente y vencido.
Medeia. Versión en portugués. Por Fernanda Valim Côrtes Miguel.
Diretor de uma sequência de produções cinematográficas
notoriamente autorais e criador de ilustres personagens femininas – e por que
não, marcadamente feministas -, Lars von Trier tornou-se seguramente um dos
maiores cineastas contemporâneos em atividade. Por entre as tramas permeadas de
complexidade e sordidez humana, tecem-se os fios que enredam belíssimas e
autênticas protagonistas, tais como Selma (em Dançando no Escuro, 2000), Grace (em Dogville, 2003), a personagem sem nome, conhecida apenas por “ela”
(em Anticristo, 2009), Justine (em Melancolia, 2011) ou Joe (em Ninfomaníaca, 2013). Somos lançados
vertiginosamente ao encontro dos sinuosos e sombrios universos de mulheres
cujos buracos nunca conseguem ser totalmente tocados ou preenchidos. São por
vezes vítimas ingênuas de um sistema falocêntrico perverso e opressivo,
melancólicas, punidas, castigadas, persistentemente violadas e violentadas. Em
outros casos surgem em cena com seus corpos marcados pelo peso ancestral do
mito do todo feminino. Maternas ou pouco maternais, são maníacas, bruxas,
loucas, terríveis, desumanas capazes das maiores atrocidades. A força do
feminino e a antinomia feminino-masculino nas obras de von Trier percorrem os
rastros imemoriais do bem e do mal, das forças naturais que dilaceram a
racionalidade, da violência e do gozo que transitam em direção ao rito
sacrificial. Mas é em Medéia - um dos primeiros longas-metragens do diretor dinamarquês
- que assistimos ao nascimento da tragédia do feminino (que cederá lugar a
outras sucessivas), palco cinematográfico no qual todas as protagonistas
posteriores parecem se (con)fundir para encenar uma temática cara ao universo
humano e poético: a vingança.
Baseado na conhecida tragédia de Eurípedes e em um roteiro
não filmado do cineasta dinamarquês Carl Theodor Dreyer - mestre homenageado
por von Trier - Medéia foi originalmente produzido como um longa-metragem para
ser exibido na televisão em 1988 antes de circular internacionalmente em outros
formatos. Diante de tantas recriações e releituras artísticas do conhecido mito
– e mesmo após o conhecido Medéia de
Pasolini, protagonizado por Maria Callas – Lars von Trier constrói uma estética
singular motivada por intensos jogos de luz e de sombras, jogos de cenas que
ora ocultam ora revelam partes do sombrio mistério da experiência humana,
inundando de poeticidade a fotografia do filme.
De maneira linear e profundamente poética o filme narra a
história de abandono de Medéia por seu esposo Jasão. O motivo que fundamenta a
ação do marido traidor passa pelo interesse político na realização de um novo
casamento, desta vez com uma mulher mais jovem, Glauce, filha de Creonte, rei
de Corinto. Desprezada e resignada, Medéia implora pelo amor e pela piedade do
esposo, também em nome de seus filhos, mas recebe, em contrapartida, a dor e a
incompreensão do abandono daquele que a ela tudo devia. Para os conhecedores do
mito, sabido é que o amor obstinado de Medéia por Jasão fez com que a
protagonista, através de uma acordo, traísse o próprio pai e matasse o irmão
para que o marido tivesse o êxito desejado. Para além dos motivos políticos,
após o novo casamento, e durante a noite de núpcias, Glauce diz a Jasão que só
se entregará a ele sob uma excepcional condição: a expulsão permanente de
Medéia da cidade de Corinto. Refém de novas ameaças e agressões, a rejeitada e
humilhada Medéia mobiliza suas artes ocultas e malévolas, das quais é profunda
conhecedora, como parte da sua cruel vingança. Em seguida, parte então em fuga,
arrastando sob uma prancha de madeira seus dois pequenos filhos durante a longa
caminhada em direção a seus trágicos destinos. Carrega, não sem esforço, o peso
histórico de uma longa tradição.
Medéia recupera temáticas que envolvem a mulher, a bruxaria
e a intrínseca ligação do feminino com a natureza ancestral, cuja força
impalpável e irracional é mobilizada em seu favor. Na primeira cena do filme
assistimos apenas ao canto de um pássaro seguido de uma intensa inspiração de
Medéia, como a de alguém que ressuscita estranhamente para a vida: o encontro
simbiótico entre a mulher e a natureza selvagem, como se o mar, a água salgada
envolvendo-a em seu vai e vem constante, fecundasse o corpo inerte e estirado
na areia até submergi-lo por completo.
A água é um elemento presente ao longo da narrativa, como o
pântano que cerceia a casa da protagonista, tão fluido e informe quanto a
sombria névoa que habita seus arredores. Como verdadeiras bolas de vidro, ela
reflete a imagem precisa dos troncos retorcidos e a imprecisão do corpo
feminino. Símbolo da vida e da morte, de todos os contrários reunidos, a água
conhece profundamente todos os mistérios vitais.
As cena memoráveis do filme exploram toda espécie de movimento
natural: das nuvens brancas e negras que transitam sob as tensas paisagens; do
mar, em seu ir e vir de ondas formadas pela ação das marés; e dos ventos que
agitam areias, campos e velas. Entre uma e outra cena que esbanja beleza e
poeticidade encontramos aquela na qual Medéia despe-se do negro xale que
envolve seu corpo, abrindo-o como uma ave que lança voo com o vento, ganhando o
céu sob o corpo de Jasão. Passagem engenhosa que remete ao voo coreografado do
bando de pássaros negros que anunciam o cumprimento de parte da vingança.
Na cena final do filme de von Trier, Medéia parte, já
vingada, em um barco para longe de sua cidade. Com a maré já alta e o vento
soprando fortemente as velas do pequeno navio, ela finalmente solta seus
cabelos - que permaneceram presos e cobertos ao longo de toda a trama -, numa
belíssima imagem carregada de força evocativa. Jasão já não pode alcançá-la:
rebela-se impotente, com sua fálica espada na mão, em meio à vegetação capilar
que se movimenta violentamente ao sabor do vento. Desesperado, Jasão pisa,
agarra-se e rasteja-se sob aquelas fibras naturais até quedar-se totalmente
impotente e vencido.
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