"El joven y la muerte". Tomás el impostor (Thomas l’imposteur). Dirección: Georges Franju. Francia, 1965. Guión: Georges Franju, Jean Worms y Jean Cocteau. Basada en la novela homónima de Jean Cocteau. Fotografía: Marcel Fradetal. Elenco: Fabrice Rouleau, Emmanuelle Riva, Jean Servais, Michel Vitold, Rosy Varte, Gabrielle Dorziat, Édouard Dermit, Jean Marais (voz en off).
La Gran Guerra se convirtió en escenario privilegiado para el séptimo arte: la primera película que en ella se estrenó en Estados Unidos fue Shoulder Arms, de Charles Chaplin, cuando aún no había cesado el fuego en el viejo continente y donde el célebre Charlie se convierte en el gran héroe, mas solo en sueños; más recientemente, el centenario del armisticio que le puso fin trajo consigo dos notables filmes: el documental Ellos no envejecerán (They Shall Not Grow Old) de Peter Jackson y la recreación de una anécdota del campo de batalla que narra 1917 de Sam Mendes. Los grandes sucesos de la gesta patriótica ceden su lugar a los verdaderos protagonistas, los hombres en el frente y las mujeres en la retaguardia, héroes anónimos que le “pusieron el cuerpo” a la guerra, atravesados por los tiempos violentos que les tocaron en suerte.
Y en esta línea se inscribe como muchas otras Thomas l’imposteur, la película de Georges Franju, director también de Les Yeux sans visage, el film que preanunciaría el género gore. Muy lejana de esta estética, la historia trágica del joven impostor que se creyó su mentira sigue el estilo del artista polímata cuya novela adapta: el relato se va construyendo en la sucesión de cuidadas fulgurancias en blanco y negro teñidas de un barroco surrealista, musicalizadas por Georges Auric (el mismo de todos los filmes de Cocteau) y acompañadas los comentarios poéticos de la voz de un narrador en off (en este caso la voz susurrante de Jean Marais ocupa el rol que el poeta se reservaba para sí en sus propios filmes), mientras, hacia el final, irrumpe en la pantalla en la piel del capitán Roy Édouard Dermit, el ángel albacea de su tesoro. Extraño hito en la filmografía de Franju, la película toda termina absorbida por ese poderoso agujero negro que es el universo cocteauniano.
1914, una noche de muerte cae sobre París. La guerra irrumpe en el baile de la Princesa de Bormes. Majestuosa, provocativa e inconsciente, la entusiasta dama, presa de entusiasmo febril, se lanza a rescatar heridos en una ambulancia improvisada con su traje de enfermera. Para la frívola princesa, como para muchos contemporáneos suyos, la guerra es un fenómeno que viene a sacudirles la modorra de su vida elegante; actriz nata, se lanza a la batalla como quien va al teatro, se sube a un escenario a representar un rol del que cree poder salir inmune, cuando se aburra. Y entonces irrumpe, como caído del cielo, nuestro joven protagonista, Guillaume Thomas de Fontenoy, un jovencísimo subteniente que dice ser sobrino de un poderoso general. Juntos se lanzarán al frente de batalla. Pero no hay combates cuerpo a cuerpo con el enemigo sino tan solo el desolador paisaje de destrucción que van dejando unos bombardeos lejanos, con catedrales góticas a punto de desplomarse y hospitales en ruinas llenos de heridos a los que solo se puede ayudar a morir. Un caballo en llamas atraviesa la escena en ruinas que recuerda a los infiernos que atraviesan Orfeo y su Princesa mientras la dama ruega que la saquen de ese espectáculo que la horroriza.
Una vez a salvo, reconstruye para un banquete de caridad el frente de batalla donde la guerra se convierte en una atracción de feria para satisfacer la curiosidad de los parisinos: una banda musical mayoritariamente femenina les advierte a los enemigos que no podrán conquistar Alsacia, Lorena y mucho menos sus corazones, desde un observatorio se puede contemplar con binoculares un paisaje de trincheras, en una tienda se puede escuchar las anécdotas de dos tenientes de licencia mientras en otra una tarotista (encarnada por Gabrielle Dorziat, otra actriz de la troupe de Cocteau) profetisa triunfos inminentes. La feria se vuelve un espejo deformado de aquel horror que pretende recrear: un espectáculo ridículo con intenciones loables.
Y es recién ahora cuando una borrachera y la aparición de una tía preocupada despiertan una pregunta: ¿quién es en realidad Thomas? La voz le quita la máscara mientras lo contemplamos despertarse: este joven huérfano, nacido en realidad en la ciudad de Fontenoy y sin ningún lazo alguno que lo una al famoso militar, es un impostor que vive la mitad de su vida en un mundo de fantasía, que, como cualquier niño que juega engañando sin malicia, inventó una mentira que podía procurarle aventuras, engaño en el que terminó creyendo. Al igual que Charlie, Thomas sueña pero su sueño se va mezclando con la realidad que se va construyendo con su accionar sonambulesco.
Perdido entre los velos de su fantasía y en pos de su quimera, el muchacho consigue retornar esta vez al frente belga, donde Cocteau sirviera manejando una ambulancia durante “la guerra de verdad”. Allí se alza el telón por última vez para este niño que ya no finge: en medio del silencio de la noche, una bala acaba con su juego, en el que ficción y realidad habían terminado por fundirse. Un puñado de cruces, una de ellas lleva el nombre del inocente niño que ya no juega y que ahora descansa bajo la identidad que su juego le trazó; luego un cielo estrellado, donde irrumpe una estrella dibujada con firmes trazos, la que acompaña siempre al nombre de Jean Cocteau.
Por Laura Valeria Cozzo: licenciada y profesora en Letras (UBA), traductora en francés (IES en Lenguas Vivas J. R. Fernández) y estudiante de la carrera de Artes (UBA).
"Retrato de una obsesión". Misery. Dirección: Rob Reiner. Estados Unidos, 1990. Guión: William Goldman basada en la novela homónima de Stephen King. Fotografía: Barry Sonnenfeld. Música: Marc Shaiman. Elenco: Kathy Bates, James Caan, Lauren Bacall, Frances Sternhagen, Richard Farnsworth, Graham Jarvis.
Stephen King vivió en la década de los 80 un momento dulce, con la plana mayor de sus novelas adaptada a la gran pantalla con un éxito notable. Es cierto que el cine y la televisión continúan nutriéndose, a día de hoy, de la macabra imaginación del autor de Portland, pero, en aquellos años, después del bombazo que supuso Carrie (Brian De Palma, 1976), su primera historia trasladada a la gran pantalla, hubo una avalancha de espléndidas películas que fueron llevadas desde el papel por directores del renombre de John Carpenter, Stanley Kubrick o David Cronenberg, y que permanecen como clásicos indiscutibles del género de terror. King no siempre estuvo de acuerdo con los resultados de la traslación de sus libros al celuloide –es bien conocida su animadversión, durante muchos años, hacia la magistral “El resplandor”, una obra cien por cien Kubrick que traicionaba bastante a su fuente literaria–, pero sí guarda buen recuerdo de las dos cintas que rodó Rob Reiner (sin duda, dos de las mejores), el sensible drama adolescente Cuenta conmigo (1986), sobre su novela corta El cuerpo, y Misery (1990), relato más cercano al thriller psicológico que al horror sobrenatural que caracteriza a la mayor parte de su bibliografía. Stephen King se inspiró para esta última historia en la visceral reacción de rechazo que muchos de sus fans manifestaron cuando intentó un cambio de registro hacia la fantasía épica en Los ojos del Dragón (1984). Publicada en 1987, Misery seguía los pasos de Paul Sheldon, un exitoso escritor de novelas románticas (claro alter ego del propio autor) que, después de asesinar a la heroína de su saga de ocho libros, acaba de terminar de escribir otra obra con la que estaría destinado a alcanzar el ansiado prestigio crítico, lejos del género que le brindó llevar una vida acomodada. Pero la nueva creación de Sheldon no llega a las manos de su editora, ya que un accidente de coche durante una tormenta de nieve propicia que acabe bajo los cuidados de la enfermera Annie Wilkes en una casa aislada de la civilización.
La película de Reiner destaca, por encima de todo, por el portentoso trabajo desarrollado por la pareja protagonista. James Caan abandona sus habituales papeles de tipo duro para encarnar a un Paul Sheldon aterrorizado y desvalido (permanece durante la mayor parte de la cinta postrado en una cama con las piernas rotas) con absoluta convicción, resistiendo con aplomo su duelo actoral con la inmensa Kathy Bates, sin duda, el plato fuerte de la función. Ganadora del Globo de Oro y el Óscar a mejor actriz, Bates logra un complicadísimo equilibrio en el papel de Annie, mostrando una amplia gama de estados de ánimo que consigue que tan monstruoso y perturbado personaje provoque en el espectador rechazo y compasión, a partes iguales. Ella es la fan número 1 del novelista, más concretamente de esa saga creada alrededor de la heroína romántica Misery Chastain, con la que se muestra absolutamente identificada pese a ser una mujer triste y gris, y su pasión por el artista pronto comienza a dar paso a una obsesión por el hombre al que hace creer que cuida mientras que dure el aislamiento por la incomunicación causada por la nevada, pero a quien en realidad mantiene secuestrado. Rob Reiner y su guionista William Goldman aciertan en el tratamiento del suspense en esta genial adaptación, no abusando de la violencia explícita –a pesar de aquella escena tan impactante en la que Annie destroza los pies de Paul con un enorme mazo, en realidad suaviza considerablemente el atroz acto de amputación de la novela– y construyendo una atmósfera de creciente suspense en base de esa relación, cercana al juego del gato y el ratón, que establecen enfermera y paciente. Desde las primeras manifestaciones psicóticas de Annie, sus reacciones cada vez son más agresivas y peligrosas, por lo que Paul, una vez consciente de su situación de cautiverio, comienza a trazar un plan de huida. La fuerza de la película reside en el enorme personaje de ella, una mujer con un pasado delictivo importante (no probado finalmente en el juicio pero, evidentemente, real) bautizado en la prensa sensacionalista como el “caso de la dama dragón”, y que tuvo como víctimas inocentes a ancianos y bebés que fueron asesinados en el hospital en el que trabajaba. Kathy Bates consigue humanizar, en cierto modo, a tan desagradable criatura, sobre todo cuando se ilusiona con la idea de que entre ella y Paul pueda nacer el amor.
Misery es una de las traslaciones al cine de una obra de King más elegantes y sobrias de cuantas se han realizado. El carácter casi teatral de la propuesta, apoyada primordialmente en las continuas confrontaciones entre Paul y Annie en la habitación donde él permanece confinado, podría haber dado lugar a que la historia pudiera acabar incurriendo en la monotonía, pero el uso de algunos flashbacks y la subtrama del sheriff local Buster (espléndido Richard Farnswort) siguiendo las pistas del paradero del escritor desaparecido, aporta las dosis de oxígeno adecuadas, especialmente en el alivio cómico que muestra en las escenas que comparte con su esposa y ayudante (Frances Sternhagen), si bien todo lo concerniente a la editora interpretada por la veterana Lauren Bacall queda menos explotado en pantalla. Hay que destacar que, además de la evidente pesadilla en la que se ve sumergido el protagonista masculino una vez que la anfitriona va desvelando su auténtica personalidad, alejada de la amabilidad y hospitalidad desinteresada que parecía caracterizarla, con sádicas torturas (físicas y psicológicas) e infructuosos intentos de escapatoria, lo más interesante de la cinta radica en el notable ejercicio de metaliteratura que significa. King, a la vez que Sheldon, exorciza todos sus demonios y ajusta cuentas con los fanáticos que una vez se le echaron encima, reservándoles, cómo no, un final violento. Habla también de la necesidad vital que tenía de cambiar de registro y desencasillarse del género que le dio la popularidad, y de cómo se lo pusieron de difícil para que eso no se pudiera llevar a cabo. Esto queda gráficamente representado desde el momento en que Annie, totalmente fuera de sí cuando descubre que Misery acababa muriendo en su última novela, no concibe que este sea su final y obliga al novelista a enmendar su “error”, escribiendo un nuevo volumen protagonizado por su heroína favorita, no sin antes hacer que queme el manuscrito de Automóviles veloces que iba a significar el comienzo de un nuevo Paul Sheldon alejado de la literatura romántica. La película de Reiner consigue, a la perfección, que el espectador se meta en la atormentada piel del personaje interpretado por Caan, haciendo que este sienta auténtico pánico ante cada amenazante sonido de pasos tras la puerta; cada imprevisible cambio de humor de Annie o cada “advertencia” velada en sus palabras. Así es cómo la magnífica novela negra de Stephen King consiguió traducirse en una grandísima película que, mitigando bastante la sordidez y la suciedad de su fuente literaria (el hogar de Wilkes no resultaba, sobre el papel, tan acogedor como se ve en pantalla, y los métodos de matarife que esta emplea sobre sus víctimas también son menos agresivos), sigue provocando, tres décadas después de su estreno, escalofríos como el primer día y ya puede ser considerada todo un clásico del terror cinematográfico. De hecho, “soy tu fan número 1” es una frase que ha quedado para la posteridad, reconocible por todo buen aficionado al género.
Por Jose Martín: Nacido en Ceuta, España, hace 43 años y amante del terror y el fantástico desde mi más tierna infancia, comparto mis opiniones sobre todo tipo de cine, desde hace 8 años, en "El antepenúltimo mohicano".
"La Boya, o nadar en el mar de la poesía en cuarentena"(1). La Boya. Dirección: Fernando Spiner. Argentina, 2018. Guion: Fernando Spiner, Aníbal Zaldívar y Pablo De Santis. Protagonistas: Fernando Spiner y Aníbal Zaldívar. Fotografía: Claudio Beiza. Música: Natalia Spiner. Edición: Alejandro Parysow.
El mar se escucha antes de poder verlo. Su voz es la de un poema. Una invitación para nadar hasta La Boya. Una película que fue liberada en cuarentena con la intención de “aumentar los niveles de serotonina y dopamina” de todos sus espectadores, según su director, Fernando Spiner. “Una historia de amistad, arte, memoria y poesía”, según uno de los guionistas y protagonista de este documental, Aníbal Zaldívar. Un viaje que hay que experimentar, y más de una vez en lo posible, según mi propia experiencia y la de muchos que agradecemos este reencuentro con la belleza del mundo.
Poder visionar La Boya, por primera o cuarta vez, es verdadera medicina en medio de la incertidumbre que aturde y encarcela. La poética visual y sonora de este film, que se estrenó en diciembre de 2018, consigue desacelerar el ritmo alocado de los pensamientos hasta introducirnos en lo más profundo del océano, o del alma. Me sucedió hace más de un año ante la pantalla grande, cuando la pandemia no se intuía siquiera. Desde un pequeño monitor, a más de 70 días de confinamiento, volver a bracear en el mar geselino con el ritual de los dos amigos es como alcanzar ese estado de meditación trascendental que tanto promulga el director David Lynch.
El viaje se divide en las cuatro estaciones, como la sinfonía de Vivaldi, pero, desafiando a la naturaleza, se inicia en otoño. Cuando las hojas secas caen sobre el parabrisas de un automóvil que se aleja de la gran ciudad para regresar por enésima vez a Villa Gesell, comienzan a brotar los poemas que enlazan las vidas de sus personajes. El director anuncia que va a contar la vida de su amigo Aníbal, el poeta que se quedó en el pueblo junto al mar. Fernando, que emigró varios años a Italia, al final se cuenta a sí mismo, a través de la historia de su bisabuelo inmigrante y la de su padre Lito, amigo de su mejor amigo.
El invierno siempre es más rudo en un pueblo marítimo. La ciudad balnearia es el escenario principal, donde una adolescente, un anciano, un guardavidas o un artista se definen en relación a ese lugar en el mundo que habitan y en el que también se forjó la historia de los protagonistas. Vidas como olas que van y vienen, comulgan en el poder transformador de la poesía, como bien señala el escritor Guillermo Saccomanno entrevistado en la película, “las palabras en este género literario tienen un matiz revelador que puede iluminar la realidad de una manera más profunda”. Esa luz inunda de principio a fin este ensayo autobiográfico de Spiner, que cuenta con una preciosa banda sonora, obra de su hija Natalia Spiner.
Otros personajes destacados de la sociedad geselina, como el pintor Ricardo Roux, el escritor Juan Forn o el bandoneonista Pablo Mainetti, hacen su aparición añadiendo sus particulares puntos de vista a este mosaico artístico del que también forma parte Isabel, la madre del director, que recuerda a Gesell como la cuna de un movimiento cultural en el que hasta “se filmó la primera película argentina del rock”.
Weser: recuerden esta palabra que dará un giro a la historia de La Boya, quizás como el Rosebud de El Ciudadano. Es durante la primavera que los compañeros se reencuentran en su incondicional ritual para concretar el sueño de Lito, un deseo que tiene que ver con el bisabuelo de Spiner. Un toque ficcional aportado por el otro guionista, Pablo de Santis, que torna el relato familiar e introspectivo en un drama que atrapa por algo que nos toca a casi todos los argentinos: los antepasados que escaparon de la guerra y la miseria europea en eternos y horrorosos viajes en barco.
Después de una tremenda tormenta de verano, todo brilla otra vez. Un increíble arcoíris corona el desenlace de una aventura que, en el clímax, el espectador ya considera propia. Las voces en over de Daniel Fanego como Lito y de Sergio Verer como el bisabuelo, a esta altura son familiares y queribles, dan ganas de visualizarlos en la pantalla.
Está claro que no es una película recomendable para quienes no suelen conectar con la magia de un poema, algo cursi para cierto porcentaje de la humanidad. El resto disfrutará de sumergirse en la inmensidad de este mar de versos. Los más curiosos bucearán hasta toparse con el taller de La poesía y el mar, de Aníbal Zaldívar, que aún en cuarentena sigue convocando acólitos, de manera online y en los sitios más recónditos del planeta, desde Arizona en Estados Unidos a Barcelona en España... no hay límites cuando se trata de sentir.
Por Flavia Mertehikian.
(1) La publicación original de esta reseña puede leerse en el siguiente link.
"La voluntad de reír". The Man Who Laughs. Dirección: Paul Leni. País: Estados Unidos, 1928. Guión: J. Grubb Alexander, Walter Anthony, basada en la novela L´homme qui rit de Víctor Hugo. Fotografía: Gilbert Warrenton. Banda Sonora: William Axt. Elenco: Conrad Veidt, Mary Philbin, Brandon Hurst, Julius Molnar Jr., Olga Vladimirovna Baklanova, Cesare Gravina, Stuart Holmes, Samuel de Grasse, George Siegmann, Josephine Crowell.
“La alegría es la cosa más horrible de este mundo”.
Victor Hugo, El hombre que ríe.
En la foto del Documento Nacional de Identidad no podemos salir riendo: un rostro sonriente detenido en la criogenia de la foto comprometería el carácter estrictamente representativo de la imagen del documento. La sonrisa es la vanguardia del rostro: trabaja contra el significado facial, contra su organización civil, contra el buen sentido fotográfico del ciudadano, contra su transparente legibilidad legal, contra la sana y oportuna correspondencia entre signos y referentes. ¿Se imaginan un país lleno de documentos de identidad sonrientes? ¡El país de los sonrientes! De pronto, vamos a pagar con la tarjeta de débito en el supermercado y el cajero de turno examina la foto de nuestro DNI y luego nuestra cara deprimida por la suma total de la compra; y otra vez escruta nuestro radiante DNI y una vez más nuestra cara melancolizada por la economía; entonces titubea: ¿será esta persona que tengo ante mí la misma persona que aparece en la foto?
Si hubiera existido el DNI en el siglo XVII, El hombre que ríe estaría en problemas con la ley. Aunque, pensándolo bien, no es necesario: su rostro es ya un problema legal, un dilema civil. Para los que no la conocen, les recomiendo con fervor de adicto El hombre que ríe (1896), una novela kilométrica de Victor Hugo, en dos volúmenes que suman más de mil páginas. Les resumo brutalmente el argumento (alerta spoiler): se trata de una epopeya romántica que narra el drama de Gwynplaine, hijo de la nobleza, que por una tramoya del poder de turno termina siendo vendido, cuando era apenas un bebé, a los “Comprachicos”, organización famosa en la época de Hugo por realizar experimentos quirúrgicos que desfiguraban a los niños y luego los vendían como mercancía freak a distintos circos y espectáculos ambulantes. La cuestión es que los Comprachicos le esculpen a Gwynplaine una sonrisa eterna en la cara, hecha de cortes cicatrizados. El destino de Gwynplaine lo conduce a las benevolentes manos adoptivas de Ursus y Homo, el filósofo y su lobo. Juntos montan un espectáculo ambulante que lleva su inevitable apodo: EL HOMBRE QUE RÍE. El “histrión nómade”, así lo llama Victor Hugo. Al espectáculo se suma la bella y angelical Dea, ciega de nacimiento, a la que Gwynplaine rescata de la muerte en una tormenta de nieve, cuando era apenas una recién nacida. Con el tiempo, EL HOMBRE QUE RÍE se vuelve famoso y Gwynplaine se entera, al final de la novela –como en los culebrones venezolanos– que era hijo de reyes. De un día para el otro, lo llevan a un castillo y lo separan de su familia y de su amada. Ursus y Dea lo creen muerto por sus conflictos con la corona, que lo tenían como peligroso por su grotesca fama. Después de un descargo político público en lo que sería, hoy, la cámara de diputados, Gwynplaine se escapa de sus lujosos aposentos reales y regresa con Dea, que yace moribunda por la ausencia de su amado. Dea muere de amor y Gwynplaine se suicida, arrojándose al mar. Hasta ahí la novela de Victor Hugo, una novela con un pulso estilístico impresionante, donde cada oleada de prosa parece un poema infinito que no paramos de subrayar, porque está dinamitado de epígrafes para las mil novelas que jamás escribiremos.
La versión cinematográfica de la epopeya de Hugo aparece 32 años después, en 1928, y está dirigida por el cineasta expresionista alemán Paul Leni –aunque filmada en los Estados Unidos, en los Universal Studios, dato fundamental para entender algunas decisiones clave en la adaptación de la novela. En principio, podríamos decir que la operatoria general, a nivel guión, es una operatoria de lavado, de sustracción, de simplificación, donde se termina ponderando la historia de amor entre Gwynplaine y Dea por sobre el conflicto ético, metafísico y político. Tal es así que –alerta spoiler– el final de la película reescribe el final de la novela en términos hollywoodenses. Gwynplaine no se suicida, Dea no se muere: se reencuentran, viven felices y comen perdices.
Este alisado de asperezas no le impide a la película, sin embargo, hallazgos visuales memorables. El más importante tiene que ver con la caracterización del personaje de Gwynplaine. La cara de Conrad Veidt es una imagen que atraviesa un siglo entero de historia del cine: inspira, en 1940, a Bob Kane y a Bill Finger, que adaptan la imagen de Conrad Veidt para crear al personaje del Guasón en los cómics de Batman; de ahí, el espíritu de Gwynplaine pasa a César Romero, en la primera serie televisiva de Batman, (1966); llega, en 1989, hasta a Tim Burton para definir el look de Jack Nicholson –un Veidt en tecnicolor–; continúa con Heath Ledger y sus enigmáticas cicatrices, para culminar con Joaquin Phoenix y su compulsión a la risa más allá del principio de placer… todo esto con sus variaciones correspondientes, por supuesto. (En un momento, cuando un tipo se burla de Gwynplaine, en la película de 1928, se lleva sus dedos a la boca y los mueve hacia sus orejas, estirando los labios en forma de risa, como Joaquin Phoenix frente al espejo al comienzo de Joker).
La imagen de Conrad Veit es, podríamos decir, un algoritmo generador. Lo interesante es que el cine mudo haga foco en la boca: su debilidad, el órgano inútil. A la vez, la boca, en el cine mudo, también es la clave de la ficción parlamentaria: es verosímil que los personajes hablan porque mueven su boca. La voz es puro movimiento, pura mímica.
Sin embargo, no hay maquillaje ni efectos especiales sobre la boca de Veidt –como será el caso de Nicholson, Ledger o Phoenix. Por el contrario, la eterna sonrisa del hombre que ríe es producida actoralmente: Veidt está sonriendo de manera exagerada y sostenida en cada plano, durante toda la película. Como sabemos, la risa compromete no solo la boca sino todos los músculos faciales: el resultado es que Veidt ríe con el rostro entero –con los ojos, los pómulos, las cejas, la frente. Al revés, la peculiaridad del personaje de Victor Hugo es que solo ríe, fatalmente, con su boca: el resto de su rostro no está comprometido en esa sonrisa contra natura, involuntaria. Por lo tanto, podríamos decir que estamos ante dos sonrisas absolutamente distintas: una –la de Veidt– es maníaca; la del personaje de Hugo es fatídica y melancólica.
Resulta curioso que el cine no haya podido reproducir este carácter esencial del personaje de Hugo, dado que la película de Leni tiene un trabajo sobre el maquillaje, el vestuario y la iluminación que es realmente extraordinario. Digo: no era necesario ser Steven Spielberg para calcar una sonrisa dibujada en el cuerpo de Veidt. ¿Por qué eligen, entonces, que la sonrisa sea deliberadamente actuada? Quizás porque la risa forzada de Veidt es más espectacular, más efectista, mucho menos repulsiva, en una palabra: más aceptable para el público de la época.
Lo cierto es que esa sonrisa, como sucede en el DNI, significa un gran problema de representación en las relaciones entre cine y literatura, palabra e imagen. En la novela de Hugo, la sonrisa es una penosa cicatriz grotesca. Veidt, en cambio, ostenta un resto cínico en su imagen, un cinismo que emerge por fuera del personaje, incluso por fuera de la “conmovedora y bella” intención narrativa de la historia, un cinismo que, en definitiva, surge de ese gesto, de esa mueca sostenida por el esfuerzo del rostro, no por la fatalidad: Veidt no está predestinado a la risa, se ríe porque quiere, se ríe a propósito –por más que la ficción diga lo contrario. Hay lo que podríamos llamar una voluntad de reír. Esto entorpece el efecto original de la novela, la idea de una risa irrevocable, la risa como condena de la especie: El hombre que ríe es, de hecho, todos los hombres. Leemos: “En lo que respecta a su risa, él no tiene la culpa. Os habéis reído de esa risa. No se ríe de una desgracia”. Cuando reímos nosotros, su público, ahí ejercemos el poder alquímico, encarnamos el contraejemplo ético de Victor Hugo en relación a la comedia humana. En el discurso final de la novela, una proclama parecida a la de Chaplin en El gran dictador (1940), Gwynplaine se presenta a sí mismo como alegoría del género humano:
¡Ah, vosotros me tomáis por una excepción! ¡Soy un símbolo! Yo encarno Todo. Represento a la humanidad tal como la han hecho sus amos. El hombre es un mutilado. Lo que me han hecho se lo han hecho al género humano. Le han deformado el derecho, la justicia, la verdad, la razón, la inteligencia, como a mí los ojos, las ventanas de la nariz y las orejas; como a mí, le han puesto en el corazón una cloaca de ira y de dolor y en el rostro una máscara de satisfacción.
La película borra por completo esta escena central y la suplanta por una breve queja de Gwynplaine, que se muestra disconforme ante un arreglo matrimonial que la nobleza le impone. Otra vez la historia de amor, el culebrón. Esta sustracción de lo discursivo tiene sentido tratándose de una película muda. Aún así, esto no termina de justificar las decisiones narrativas de la adaptación cinematográfica. La reflexión es suplantada lisa y llanamente por acción: persecuciones, asesinatos –Gwynplaine llega a matar a un guardia, cosa que no sucede en ningún momento en la novela–.
La versión tardía de 2012 –con Gerard Depardieu como Ursus– restituye las cicatrices faciales, el discurso humanitario y el final suicida de Gwynplaine. El saldo, sin embargo, es malo: una película intrascendente, que busca la estética de El joven manos de tijera (1990) pero sin la picardía cómica de Burton.
Moraleja: “respetar” la novela no siempre es una decisión acertada. De hecho, en el caso de El hombre que ríe ocurre lo diametralmente opuesto: todos los desaciertos de la versión de 1928 son subsumidos por un hallazgo muy simple y fundamental: entender que el personaje creado por Victor Hugo es, en esencia, un personaje hecho para el ojo, para la cámara, para el cine.
Por Matías Moscardi.
"Las tensiones (estéticas, genéricas, sociales) de una época". Rosaura a las diez. Dirección: Mario Soffici. Argentina, 1958. Guión: Mario Soffici y Marco Denevi, basada en la novela homónima de Marco Denevi. Fotografía: Aníbal González Paz. Banda sonora: Tito Ribero Elenco: Juan Verdaguer, Susana Campos, María Luisa Robledo, Alberto Dalbés, Amalia Bernabé, Héctor Calcaño, María Concepción César, Nina Brian, Lili Gacel, Beto Gianola, Miguel Ligero, Enrique Kossi, Rita Montesi, Nelly Beltrán, Onofre Lovero, Milo Quesada.
El de Marco Denevi es un caso particular: recién pasados los treinta años saltó a la fama en el mundo literario argentino, con la publicación en 1955 de Rosaura a las diez, que ganó el Premio Kraft, fue un inmediato éxito y más tarde tuvo su adaptación cinematográfica. A esta luego se fue sumando una extensa obra, con diversas facetas, que abarcó desde otras novelas como Los asesinos de los días de fiesta (1966) y Manual de Historia (1985); hasta libros de relatos como Ceremonia secreta (1960) -ganadora del premio de la revista Life- y Falsificaciones (1966); pasando por obras de teatro como Los expedientes (1957) y Un globo amarillo (1970). En 1962 recibió el premio Argentores y, en 1994, el Konex.
Lo sorprendente de Rosaura a las diez es cómo evidencia que su autor, ya en su primera obra, muestra un conocimiento cabal del género policial, a tal punto que puede manipular y reformular sus diversas capas en función de agregarle nuevas lecturas. Donde primero acierta Denevi es en la presentación del eje espacial del relato, esa pensión llamada La Madrileña, a la cual construye desde los personajes que la habitan: la Sra. Milagros, dueña del lugar, y sus tres hijas; el tímido pintor que es Camilo Canegato; un estudiante de abogacía llamado David Réguel; y la señora Eufrasia, entre otros. Las tensiones entre todos ellos son un telón de fondo para una fluida sucesión de declaraciones ante la policía, donde cada uno da su versión sobre la muerte de la Rosaura del título, que tenía un misterioso (y algo edulcorado) vínculo amoroso con Camilo.
El caso policial en cuestión va de la mano del drama romántico, que se enlaza con una lúcida reflexión sobre el punto de vista. Durante buena parte del relato, la figura de Rosaura alterna entre la idealización y la demonización de lo femenino. Pero la resolución la acerca a lo real y terrenal, explicitando los artificios que se configuran alrededor de ella. Todos ven lo que quieren ver de ella, la construyen de acuerdo a sus deseos, propósitos o comportamientos, especialmente Camilo y David, que encarnan desde polos opuestos la objetualización ejercida por la mirada masculina. Recién hacia el final es cuando Rosaura se acerca a un territorio definitivamente terrenal y es a partir de su propia voz, cuando ella toma el mando de la narración, que igual se corta abruptamente.
Al mismo tiempo, es La Madrileña la que se impone casi como un personaje más, o más bien, como un muestrario que adquiere significados que la trascienden. Los habitantes de la pensión constituyen un fresco social que sintetiza en buenas medidas las tensiones, contraposiciones y enfrentamientos de la época. Y no estamos hablando de cualquier época, sino del tramo final de la primera experiencia peronista, que desembocaría en el golpe de Estado perpetrado por la Revolución Libertadora. No había un alegato político en la novela de Denevi, no había un interés -al menos explícito- por indagar en las dinámicas de la confrontación entre peronismo y anti-peronismo. Sin embargo, sí había un vistazo a una sociedad plena de ebullición, donde los sectores escondían cada vez menos sus perspectivas a punto de chocar.
Apenas tres años después, la adaptación cinematográfica de Rosaura a las diez trasladaba a la pantalla grande los conflictos de género y sociales, además de su deconstrucción de las herramientas del policial. Al mismo tiempo, le agregaba tensiones propias relacionadas con su materialidad particular y el panorama del cine nacional de ese momento. La llamada “Edad de Oro” había quedado atrás ya hace un tiempo largo (los últimos estertores podemos ubicarlos hacia 1950) y desde 1955 se trataba de encontrar un rumbo que aún no estaba claro. En ese contexto, el film dirigido por Mario Soffici (y autor del guión junto al propio Denevi, que igualmente no quedó del todo conforme con los resultados) parecía indicar una dirección posible, sin dejar de ser un ejemplo de esa etapa de transición.
Con su estructura narrativa que recordaba a Rashomon (1950), de Akira Kurosawa, la Rosaura a las diez cinematográfica se permitía llevar a confluir diversas estéticas y tradiciones. Por un lado, principalmente en la primera parte del film, imperaba una capa vinculada al costumbrismo, particularmente para ir configurando la convivencia entre los distintos habitantes de La Madrileña. Por otro, acechando al comienzo para luego ir quedando más expuestas, las atmósferas opresivas y casi claustrofóbicas propias del policial que había jugado un rol potente en el sistema de estudios de las décadas del treinta y cuarenta.
Esas capas de sentido alternan, chocan y a veces hasta se fusionan entre sí, dándole a la película una identidad difusa, incluso engañosa. Y es que en verdad Rosaura a las diez es un film sobre las máscaras que se ponen las personas, sobre cómo construyen apariencias que disfrazan sus verdaderos sentimientos y perspectivas. A la vez, es una obra que reflexiona sobre la necesidad de los individuos de encontrar identidades que los definan, aunque muchas veces los coloquen en lugares estereotipados y esquemáticos. Esto hasta se podía notar en las interpretaciones de sus principales protagonistas: Juan Verdaguer encarnaba a un Camilo que alternaba entre el patetismo y la furia contenida, mientras que Susana Campos construía casi una meta-actuación, una sucesión de apariencias engañosas que le terminó valiendo el Cóndor de Plata a la mejor actriz.
En su relato de tintes naturalistas pero que no renegaba del artificio entre teatral y literario que transmitían las locaciones interiores y algunos diálogos puntuales, el film de Soffici anticipaba miradas propias del recambio generacional de los sesenta. Quizás su reflexividad no era tan sofisticada, pero no es aventurado especular que realizadores como Leonardo Favio, Manuel Antín o José Martínez Suárez tuvieron como referencia a Rosaura a las diez cuando iban construyendo sus propias obras. Y por ende, que la década del sesenta ya había empezado hacia finales de los cincuenta.
Por Rodrigo Martín Seijas: redactor en "Funcinema Crítica de Cine".
"Para viajar en cuarentena: El niño que domó el viento, un camino inspirador de conocimiento y rebeldía". El niño que domó el viento. Dirección: Chiwitel Ejiofor. Reino Unido-Malawi, 2019. Guion: Chiwitel Ejiofor. Fotografía: Dick Pope. Banda sonora: Antonio Pinto. Elenco: Maxwell Simba, Chiwetel Eliofor, Lily Banda, Aissa Maiga, Noma Dumezweni, Lemogang Tsipa.
Una
bicicleta oxidada suspendida en el aire, una frágil estructura de ramas
entrelazadas y la sonrisa de un adolescente de cara al Sol. En tan solo tres secuencias
podría resumirse El niño que domó el
viento, historia de la que, desde un primer momento, conocemos su desenlace, pero esto no quita el deseo de verla de principio a fin. La ópera prima del
actor de origen africano Chiwetel Ejiofor fue estrenada en el Festival de
Sundance de 2019 y, debido a la poderosa devolución de la crítica, a fines de
ese mismo año, Netflix, la plataforma de streaming
más popular del mundo, decidió adquirir sus derechos. El film se basa en las
memorias autobiográficas de William Kamkwamba, quien con tan solo catorce años
de edad logró construir un molino de viento usando elementos desechables para
salvar a su comunidad del azote del hambre y la desnutrición. Así, se invita a
los espectadores a realizar un viaje inspirador en donde la historia particular
de William representa la realidad de un gran número de niños y niñas en Malaui
y a lo largo de toda África.
Malaui
(también conocida como Malawi) es una pequeña república en el sureste del
continente africano. Independizado del Reino Unido a mediados de los años
sesenta, el pueblo malauí se caracteriza por su economía principalmente agrícola
y su escasa urbanización. La mayoría de sus dieciséis millones de habitantes
trabaja como recolectores de sus propias plantaciones en pequeños asentamientos
rurales. El servicio eléctrico es escaso y excesivamente costoso, por lo que
pocas casas malauíes cuentan con iluminación artificial y las actividades
cotidianas se limitan a las horas de luz solar. Por otro lado, si bien gran
parte de la población se encuentra alfabetizada, el acceso a estudios
secundarios es poco frecuente y de difícil acceso para gran parte de ella.
Tanto
el libro como el largometraje homónimo se sitúan en Kasungu, la ciudad natal
del protagonista, durante la década de 1990, la cual se encontró atravesada por
un inestable clima de conflictividad social y una fuerte hambruna que generó
miles de muertos en todo el territorio. En medio de este contexto, William
lucha por continuar sus estudios sin éxito. Ante la falta de dinero de sus
padres para costear su escuela secundaria, comienza a formarse de manera
autodidacta en bibliotecas e instruirse sobre temas vinculados a la
electricidad y las formas de energía alternativas. Así, el conocimiento y el
acceso al mismo serán ejes primordiales que recorrerán de principio a fin toda
la obra.
No
es inocente que el verbo elegido para titular tanto al texto como al
largometraje sea “domar”. Tal como muestra la historia, la magia es un
componente esencial dentro de la cultura malauí, en donde los rituales
asociados a los elementos naturales y la agricultura son prácticas habituales y
avaladas por largos siglos de tradición. Es por ello que, cuando el personaje
principal comienza a desarrollar su molino para acabar con la hambruna en el
pueblo, es insultado por sus propios vecinos. El pensamiento científico occidental
era completamente extraño para los pobladores del Malaui rural, quienes creen
que William ha logrado domar al viento y, por lo tanto, llegan a catalogarlo de
“brujo” o “ser maligno”.
A
su vez, el componente agrario es lo que organiza la estructuración del film, el
cual se encuentra subdividido en cinco etapas, cada una de ellas vinculadas a
la producción y economía agraria: siembra, cosecha y hambruna, entre otras.
Estos títulos se encuentran escritos en chichewa, la lengua materna del
verdadero William Kamkwamba y su familia, y uno de los idiomas oficiales de
Malaui. Además, la totalidad de la película se encuentra grabada en este mismo
lenguaje, revalorizando así la cultura tradicional del país africano. De igual
forma, el narrador del texto biográfico El
niño que domó el viento utilizará vocabulario local, seguido de su
traducción y acompañado por definiciones y explicaciones sobre su origen. En
efecto, existe un deliberado interés en ambas obras de representar las
tradiciones y costumbres malauíes, haciendo especial hincapié en sus rituales
originales.
Esto
puede advertirse en el film a partir de la representación visual de ritos
africanos que podrían tener su paralelo en el mundo occidental. De esta manera,
los procedimientos funerarios y maritales muestran el despliegue de máscaras,
música y vestimenta que los caracteriza en esta parte del globo. A su vez, dado
que el libro se encuentra orientado hacia un público adolescente (de hecho fue
publicado en español bajo el sello Penguin
Random House e incluido dentro de la
colección Block Juvenil), se realizan constantes comparaciones ilustrativas
entre la vida de un niño norteamericano promedio y la de un niño de su misma
edad pero situado en África. De esta manera, se abordan temáticas que podrían
ser de interés para un lector joven, como lo es el acceso a la educación, la tenencia
de mascotas o los juegos habituales en la infancia. Leer o ver El niño que domó el viento podría experimentarse
como un verdadero intercambio cultural.
A
modo de crónica o testimonio, la versión en inglés del libro incluye imágenes y
fotos en blanco y negro que ilustran el texto y operan a modo de álbum familiar
de los Kamkwamba. Por su parte, el largometraje, con una fotografía
exquisitamente cuidada, realiza hincapié en los colores característicos del
país: la tierra marrón rojiza, la vegetación extremadamente verde y las
ceremonias impregnadas de tonos vívidos. Sensorialmente, El niño que domó el viento logra trasladar a los espectadores al
corazón de África, como los nativos gustan llamar a Malaui. Sin ir más lejos,
con un argumento simple y casi lineal, da cuenta de la empresa quijotesca
que un niño de catorce años ha emprendido para dotar de energía a su pueblo. A
diferencia del antihéroe español, William no ha luchado contra molinos, sino
contra quienes desconfiaban de ellos: un verdadero gesto inspirador de locura y
rebeldía.
Por Emilia Oriana Pozzoni: Estudiante avanzada de Profesorado y Licenciatura en Letras (UNMDP).
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