¡La
Patafísica invade su pantalla! Ubú rey (Ubu roi).
Dirección: Jean-Christophe Averty. Francia, 1965. Basada en la obra teatral
homónima de Alfred Jarry. Guión: Alfred Jarry. Elenco: Jean Bouise, Rosy Varte, Hubert Deschamps, Henri Virlojeux, Didier Haudepin. Por Laura Valeria Cozzo: Licenciada y profesora en
Letras (UBA) y estudiante del Traductorado en francés (IES en Lenguas Vivas
J.R. Fernández).
Algunas obras literarias parecen resistirse más a ser
representadas sirviéndose de los lenguajes de las artes audiovisuales. ¿Cómo
llevar por ejemplo a la pantalla una obra teatral pensada para marionetas como Ubu rey siendo fiel a las elecciones
estéticas tomadas por su creador, el originalísimo Alfred Jarry y que se
observan en las ilustraciones realizadas por el autor para acompañar al texto
teatral? Mientras el director polaco Piotr Szulkin en su película Ubu król de 2003 prioriza el argumento,
el sátrapa francés Jean-Christophe Averty recrea en 1965 para la pantalla chica
esta versión paródica de la gran tragedia de la ambición que es el Macbeth de Shakespeare. Así, el
discípulo lleva la estética del precursor a la televisión.
A través de la técnica del kinescopio, Averty
reconstruye un espacio muy particular, en blanco y negro, muy lejos de cualquier
intención mimética. En ella se mezclan dibujos, actores de carne y hueso en
ropajes asombrosos y palabras que invaden la pantalla, onomatopeyas y la
omnipresente divisa que abre la narración, “merdre”, que se repite hasta el
final. Los personajes escapan a toda ley que rige nuestro universo: se agrandan
y se achican (Ubu es enorme salvo cuando su esposa lo trata de convencer de
ejecutar el magnicidio y se convierte en un muñequito en la palma de la mano de
la ambiciosa mujer; más adelante, en otra escena, su pie aplasta la casita de
un campesino cuando comienza el cobro indiscriminado de impuestos) ¡y hasta se
multiplican en escena! A diferencia de los demás personajes, Ubu es
representado siguiendo fielmente el retrato propuesto por Jarry desde la primera
edición de la obra teatral en 1896. Sobre su enorme vientre lleva una espiral
(que se sobreimprimirá reiteradas veces en la pantalla) y sobre su cabeza en
forma de pera, una capucha que le da ese aspecto tan particular; además, sus
cejas y su bigote están representados por acentos circunflejos.
Al igual que los otros, su forma de declamar sus
parlamentos contiene altas dosis de histrionismo que alejan cualquier
“humanización”. Respecto del teatro en el que transcurren los hechos, se trata
de un espacio construido sobre dos dimensiones que parecen ignorar toda
perspectiva que puedan hacer olvidar su carácter artificioso. La escenografía
“minimalista” se limita a algunos dibujos muy simples con los que los actores
interactúan de manera tan rudimentaria que hacen el truco más que evidente para
el receptor: el siempre niño Bougrelas sube escaleras, salta por sobre las
tropas y vuela de manera poco verosímil por sobre las cabezas del resto.
Irrumpen también animaciones que se convierten en “mise en abyme”, como el
escudo de armas del nuevo rey donde sus iniciales se mueven y se convierte en
la representación del monarca con una red sobre la que llueven monedas. Otro
elemento es la música alegre que subraya el carácter cómico de la obra,
reforzado en las coreografías que siguen muchos personajes rompiendo una vez
más con las leyes de la gravedad. Hacia el final, el derrocado soberano, su
esposa y los partidarios que le quedan huyen a bordo de un barco de papel que
se balancea entre olas que reproducen alternativamente las sílabas “mer” y
“dre”, cuando irrumpen en escena Hamlet y su calavera, referencia a otra famosa
obra del Bardo.
Averty utiliza todos los recursos que le permite la
tecnología de su tiempo para apartarse de cualquier tipo de representación realista
permitiéndose construir otra realidad artística, la representación literal de
una idea, logrando dar un paso más allá por aquella vía por la que los
simbolistas y el mismo Jarry habían timidamente comenzado a incursionar.
La muerte y la palabra. La ladrona de libros (The
Book Thief). Dirección: Brian
Percival. EEUU, 2013. Basada en la novela homónima de Markus Zusak. Guión:
Michael Petroni. Elenco: Sophie Nélisse, Geoffrey Rush, Emily Watson. Por John Harold Giraldo Herrera:
Docente universitario y
periodista.
La muerte acecha y tiene palabra, es el narrador más
omnipresente, el que da látigo y puede ser de juez, de analista. La muerte
habla. Del holocausto nazi se han hecho cientos de películas, quizás miles y
cada vez que sale una se nos dice y comunica que ese horror no puede volver a
pasar, aunque ocurra en Colombia, en el Asia, o en África. El holocausto sigue
vivo y no es en Alemania (pero ese es otro tema). Lo cierto es que contemplar
la belleza en medio del horror, es algo que nos entrega el arte y la vida,
cuando esta se manifiesta en contra de la ignominia, la desesperación y los
proyectos exterminadores. La muerte nos lleva de su mano en la película y nos
fabrica la vida de una niña, que será adolescente, que tendrá sueños y amores y
desventuras, pero ninguna como la implacable plaga del fascismo. La niña va de
la mano con la muerte y esta nos presente su figura, su débil y esbelta figura.
Una película puede ser una pesadilla. Y ver La ladrona de libros no es algo
distinto. Un espejo por donde se ven las sombras de un fantasma hecho carne y
hueso en la cruz esbeltica y en el ideario de un movimiento aplastador. Ser
otro es la afrenta, ser distinto de piel y de pensamiento es obtener el
destierro. Existir en un ropaje incómodo, con ideas contrarias a lo establecido
es la marca. La niña es adoptada por una familia, su madre no tuvo más opción y
esa familia le entregará en medio de un barrio humilde la educación y los
valores, como también la desdicha implacable de la zozobra. Estará ahí en un
lugar, uno que será por obra y gracia puesto en la mira de los que quieren
acabar con lo extraño.
Liesel -la niña- asume el mundo con palabras. Su
padre adoptivo le entregó ese legado: un amor por las palabras y lo que mueven
cada una de ellas. De manera que un modo de estar en el mundo (así este sea el
del fascismo) es con el arsenal de palabras, con ellas se puede idear y crear.
La película es la adaptación de un libro publicado en el 2005 y que fue acogido
por los lectores, se convirtió en uno que se compartía y vendía muy fácil. La
muerte es la protagonista, pero ella en medio de su justeza, decide ponerle
vida a su destino, y nos entrega la historia de la niña y su familia adoptiva.
La muerte nos dice: “Podría presentarme como es debido pero, la verdad, no es
necesario. Pronto me conocerás bien, todo depende de una compleja combinación
de variables. Por ahora baste con decir que, tarde o temprano, apareceré ante
ti con la mayor cordialidad. Tomaré tu alma en mis manos, un color se posará
sobre mi hombro y te llevaré conmigo con suma delicadeza”. Así, sin más, vendrá
algún día a posarse en cada uno de nosotros. Vive la muerte al lado, se
estaciona y va determinando con su mirada quién será el próximo, o quizás no
decida son otros, acá, quienes le dan el júbilo y la desgracia de estar antes
de lo pensado de frente con ella.
La muerte se narra como si tuviera delicadeza, pero
se puso en la película en un contexto de abandono: la Alemania de la II guerra mundial. El cine
opera como un espejo retrovisor o como una luz del futuro. Cuando nos devuelve
en el tiempo nos indica el camino que vivimos. Y cuando se adelanta nos
enfrenta a coordenadas que quizá pisaremos. Al devolvernos en el tiempo, el
cine ha hecho de todo por mostrar cómo fue el holocausto y ese horror tiene
muchos rostros y casi todos nos dicen: esto fue lo que pasó por ingenuos y
cautos. Al ponernos esa píldora de memoria, entonces sufrimos de letargos, de
sentimentalismos y de una rabia que seguirá conteniéndose.
La ladrona de libros conmueve, como casi todas las
películas sobre la barbarie. Abusa del hecho. Y más esta, por poner como
narrador a la muerte, ese árbitro, ese despiadado ser, y sin ninguna prevención
sabemos que de entrada estaremos ante la presencia de muchos cadáveres, de
cientos de sufrimientos. Paso a paso, abismo tras abismo nos conduce con Leslie
a ese no retorno. Para suavizar el asunto, nos vivifica con la ternura, con el
encanto y la fábula de Leslie, la enamorada de historias, de libros, de
palabras, aquella niña que se ilusiona al descubrir el mundo en libros, y se
aterra cuando sale de ellas y pisa la realidad. Toda la película es de
escalofríos, algunos picos de alegría, aunque predomina el desastre. No olvidar
al ver la película que quien narra es la muerte.
Con su sinceridad aterradora, ver una película donde
la muerte nos lleva es desafiante. Ella nos anuncia: “Sí, he visto muchísimas
cosas en este mundo. Soy testigo de los peores desastres y trabajo para los
peores villanos. Con todo, también tiene sus momentos. Existen diversas historias
(como ya antes he apuntado, un puñado nada más) que me procuran distracción
mientras trabajo, igual que los colores. Las recojo en los lugares más
infortunados e inverosímiles y me aseguro de recordarlas mientras me dedico a
mis quehaceres. La ladrona de libros es una de esas historias”. Y esa muerte
nos lleva de su insensata mano, por los caminos del horror y de cierto modo le
creemos por su aparente bondad. Por
favor, recuerden, ella no robaba, tomaba prestadas las historias, no hablo de
la muerte, sino de Liesel quien vive en la palabra.
La naturaleza humana. La mujer de blanco (The Woman in White). Dirección: Peter
Godfrey. EEUU, 1948. Basada en la novela homónima de Wilkie Collins. Guión: Stephen
Morehouse Avery. Elenco: Eleanor Parker, Alexis Smith, Sydney Greenstreet, Gig
Young, John Emery. Por Darío Lavia: Webmaster de
http://www.cinefania.com, Lic. en comercio internacional.
Adelanto del Libro de oro de Cinefanía
2014
Tal vez en la Inglaterra de 1851
cuestiones como casamientos arreglados, intereses creados y conspiraciones para
perjudicar jóvenes herederas puede que sean, debido a las desventajas de los
estándares de la sociedad victoriana, moneda corriente. Pero sea el tiempo que
sea, existe una lógica humana, un sentido común en cuanto a lo que está bien y
lo que no, en cuanto a la injusticia y las emociones. Estas cuestiones - así
como la astucia de quienes viven aprovechándose de otros - están bien plasmadas
en esta adaptación de La Mujer de Blanco, la novela con que Wilkie
Collins puso las bases del género de misterio. El maestro de artes Walter
Hartright (Gig Young) llega a la mansión de Limmerick para dar clases a la
joven Laura Fairlie (Eleanor Parker) de quien, al poco tiempo se enamora. Ese
sentimiento, correspondido por la joven, pone en peligro los planes de
individuos como el Conde Fosco (Sydney Greenstreet) y el desalmado Sir Percival
Glyde (John Emery), quien hace dos años está comprometido con ella para
satisfacer los deseos de un finado. Sin embargo, el problema surge con las
continuas apariciones de una misteriosa mujer vestida de blanco (también la Parker , en una
caracterización inquietante) que, entre algunas frases inconexas, trata de
advertir del peligro que corre la joven Laura. Cuando Walter se encuentra con
ella y puede intercambiar dos o tres palabras coherentes, decide llevarla a la
mansión para que pueda hablar con Laura y su prima Marian (Alexis Smith) y
establecer cuanto de cierto hay en tal peligro. Pero claro, a pesar de tener un
aire campechano y de juguetear con sus mascotas, Fosco no va a permitir que la
maquinación que viene llevando a cabo hace tantos años se salga de curso por
culpa de un maestro de artes y de una mujer desequilibrada. Más o menos en el
minuto 45 de proyección, Walter expone sus sospechas ante los implicados y,
estando Marian presente, todos desestiman la acusación debido a que proviene de
la famosa "Mujer de Blanco", una joven que huyó del manicomio.
Cuando Walter se marcha y
Glyde contrae matrimonio con Laura, las cosas cambian para peor, tal como el
héroe temía, y cada suceso se concatena a modo de una red que se va cerrando
sobre Laura que, además de su cuantiosa herencia, puede costarle la vida. En el
último rollo y medio, algunos cambios radicales con respecto a la trama
original aportan momentos de trompadas y suspenso, pero a costa de una lógica
forzada y romántica que quita brillo y perfección al clima que venía
construyendo el director Peter Godfrey, habitual en producciones de primer
nivel pero no por ello por encima de la categoría de artesano. En base a unos
diálogos ornamentados y puntillosos - a la medida de la aristocracia inglesa de
mediados del XIX - y sobre la base de acotaciones musicales de Max Steiner,
algunas realmente acertadas, los personajes van demostrando sus hilachas y
complejas psicologías. Del elenco se destaca, por supuesto, el festival de
gesticulación del robusto Greenstreet cuyo revoloteo de ojos en situaciones
comprometidas o su hipnótica fijación de mirada son alimento para una cámara
que no se pierde ninguno de esos matices. Mención para John Abbott en su
insoportable e hipocondríaco tío y, por supuesto, Agnes Moorehead como esposa
de Greenstreet. En una de las varias cenas que mantienen estos personajes
turbios, se produce una perla del diálogo en que ambos se sacan chispas:
Conde: "Los Fosco somos
una familia anticuada y conservadora, ¿no es así queridísima esposa?"
Condesa: ...
Conde: "Vamos, puedes
decirnos lo que piensas"
Condesa: "Yo pienso lo
que tú pienses, Alessandro"
Conde: "Muy sensato de
tu parte".
Pero también choca con Glyde
a pesar que sea su propio aliado y, ante la ansiedad del rufián por sacarse a
Laura de encima, le responde:
"El asesinato es el recurso de los imbéciles".
La sumatoria de éste tipo de
diálogos, vertidos sabiamente a lo largo de hora cincuenta, permite cimentar el
entretenimiento con la apreciación de esas fuerzas, impulsos y prejuicios que
operan en la naturaleza humana, virtud de la convicción de los intérpretes y
del realizador, pero también del guionista que supo extraerlas de la intrincada
pero siempre atrapante trama original.
Especularidad inversa. Rosencrantz and Guildenstern are dead. Dirección: Tom Stoppard.
EEUU, 1990. Basada en la obra de teatro
homónima de Tom Stoppard. Guión: Tom Stoppard. Elenco: Gary Oldman, Tim Roth, Richard
Dreyfus. Por Gustavo Lespada: Doctor en Letras (UBA). Docente, investigador (Universidad de
Buenos Aires).
Rosencrantz
and Guildenstern are dead
(1967) de Tom Stoppard se estrenó ese mismo año en un teatro londinense, en
tanto que el film, una adaptación anglo-norteamericana escrita y dirigida por
el mismo Stoppard, fue estrenado en 1991. Los dos roles principales –de estos
personajes secundarios devenidos protagónicos– en la versión cinematográfica
recayeron en los insuperables Gary Oldman y Tim
Roth, que se lucen en un portentoso y sutil duelo actoral, aunque sea también
destacable la labor de Richard Dreyfus, como el actor-director de la compañía
teatral que visita el reino de Dinamarca.
Recordemos que tanto Rosencrantz como Guildenstern
son dos personajes de los llamados “planos” en la tragedia Hamlet, o sea que carecen de un perfil psicológico determinado y de
una evolución dentro la obra. Actúan siempre juntos y el grado de irrelevancia
e indefinición de sus caracteres los torna intercambiables. La semejanza de
ambos roles es tal que para algunos críticos este par es una forma de la
repetición, una hendíadis –del
griego: uno mediante dos–, figura por la cual se alude a algo mediante una
disyunción. Hay otra figura en la que un mismo verbo coopera en la coordinación
de elementos disímiles: el zeugma.
Pero en tanto que la conjunción zeugmática tiende a ser graciosa, la hendíadis
suele ser inquietante a la manera en que lo es el fenómeno del doble; ambos
recursos muy presentes en la obra de Shakespeare.
Tal vez esta proliferación de las duplicaciones
sedujo a Tom Stoppard –dramaturgo y crítico británico (1937), de origen checo– al punto de concebir una obra de una especularidad
inversa respecto de la tragedia shakespeareana. Pero la inversión que lleva a
cabo Stoppard no es meramente humorística, sino que el espejo deformante de su
obra conlleva un gesto ideológico: lo insignificante es puesto en primer plano,
en tanto que reyes y príncipes desencadenan su drama entre bambalinas.
El énfasis de esta inversión reside sobre todo en el punto
de vista, en la perspectiva, ya que no se altera el desenlace del original sino
que se trata principalmente de un cambio de enfoque. Aunque ahora en un primer
plano, Rosencrantz y Guildersten cumplen la misma función que en la tragedia:
espían al príncipe por mandato de Claudio y Gertrudis y, más tarde, serán los
emisarios portadores de un pliegue sellado –cuyo intrigante contenido ignoran–
del rey Claudio para el rey inglés y también aquí, como en el texto de
Shakespeare, resultarán
incapaces de decidir su propio destino. Por su parte, se subraya la
responsabilidad del príncipe Hamlet respecto de la suerte de nuestros héroes,
inocentes presas de una trama que no comprenden, mientras malgastan su tiempo
en juegos absurdos o meditaciones extemporáneas y anacrónicas. Pero lo que prevalece, al darle volumen y voz a
aquellos que no la tenían, es la arbitrariedad del desarraigo y la asimetría de
los “roles” en el escenario del mundo.
Como el propio Hamlet, a su regreso
de Inglaterra –en la escena II del quinto acto–, le responde a Horacio que lo
interroga por la suerte de sus ex compañeros, sin misericordia: “¡Qué quieres
amigo mío! Ellos mismos solicitaron este cargo amorosamente. No pesan sobre mi
conciencia; su perdición es el efecto natural de sus oficios. Gran peligro
corre el débil si se interpone entre las puntas de las espadas de dos fieros y
potentes adversarios”. Efectivamente, el príncipe conoce bien los mecanismos
del poder y sabe que los mayores costos recaen sobre los más débiles. Los
débiles siempre son las víctimas propiciatorias, los peones que se “sacrifican”
en el ajedrez de los poderosos: ésta pareciera ser la sentencia que rige la
obra de Stoppard.
Por todo lo antedicho y más allá del
gesto paródico, procederíamos con liviandad si calificáramos a la obra de
Stoppard de mera “comedia”, puesto que el vacío existencial y el absurdo que
rigen las acciones de Rosencrantz
y Guildenstern –que ha llevado a compararlos con los Vladimir y Estragon de Esperando a Godot– desnudan el verdadero
drama de los seres anónimos y los excluidos de la Historia.
Uno de
los relatos cortos de Asimov llevado al cine. El hombre bicentenario (Bicentennial
Man). Dirección:
Chris Columbus. Basada en la obra homónima de Isaac Asimov. Estados Unidos,
1999. Guión: Isaac Asimov, Robert Silverberg y Nicholas Kazan. Elenco: Robin
Williams, Sam Neill, Embeth Davidtz y Oliver Platt. Por Alicia Mariscal:
investigadora en formación y candidata a Doctora en Lingüística por la Universidad de Cádiz,
España.
El hombre
bicentenario es una de esas películas entrañables, que apuntan
directamente al corazón del espectador y le arrancan con facilidad alguna que
otra lágrima. Aunque está basada en el relato de ciencia ficción del mismo
nombre, creado por el escritor norteamericano Isaac Asimov, y refleja bastante
fielmente la historia original, supera con creces, en nuestra opinión, el
cuento ingeniado originalmente por el autor.
En 1976,
a Asimov y a otros escritores se les encomendó la tarea
de realizar aportaciones sobre la temática “El hombre bicentenario” (The
Bicentennial Man), con motivo de la conmemoración de los doscientos años de
la independencia de Estados Unidos (1776-1976). El tema daba lugar a cierta
ambigüedad, ya que podía interpretarse como “el hombre de la sociedad
estadounidense tras dos siglos de independencia”, o bien “un hombre que vivía dos
siglos”. Asimov decidió basarse en la segunda de estas interpretaciones para la
creación de la historia de Andrew, un androide que deseaba ser humano, con la
que ganó dos premios: el premio Nébula en 1976, como la mejor obra de
ciencia ficción, y el premio Hugo en 1977. Unos años más tarde, Asimov,
con la colaboración de Robert Silverberg, desarrolló el argumento inicial, que
pasó a convertirse en la novela The Positronic Man (El hombre
positrónico), publicada en 1992. Chris Columbus la llevó finalmente a la
gran pantalla en 1999, con el título del cuento original: El hombre
bicentenario.
La película, ambientada en el futuro, gira en torno a la
vida de un robot antropomorfo, adquirido, en principio, por la familia Martin,
con el único fin de realizar tareas domésticas. A pesar de ello, Andrew,
llamado así por las dificultades de la hija más pequeña para pronunciar la
palabra “androide”, acaba convirtiéndose pronto en uno más de la familia. Su
acogida inicial por los Martin no es la misma entre los diferentes miembros.
Mientras que el señor Martin y Amanda (“pequeña Miss”) le dan una
calurosa bienvenida, la señora Martin y su hija Grace no se muestran tan
entusiasmadas. De hecho, Grace no duda en protagonizar algún acto de vandalismo
contra Andrew, como la divertida escena
de este saltando por la ventana.
Lo que ninguno de ellos sospecha es que ese robot,
aparentemente normal, se encuentra dotado de unas características especiales,
que le hacen único con respecto a sus semejantes. Algunas de estas virtudes son
su imaginación y creatividad -para realizar, por ejemplo, tareas para las que
no había sido programado-, sus reflexiones sobre temas de gran complejidad,
como el derecho a la libertad o a ser considerado humano, o su disposición para
sentir afecto por determinadas personas que van cruzándose en su camino. Ese es
el caso de la pequeña Miss, con quien mantendrá una relación muy
especial, que permanecerá incluso a través de las distintas generaciones. En
este sentido, Andrew tendrá una nueva oportunidad para el amor de manos de
Portia, la nieta de la pequeña Miss, con la que experimentará todas las
emociones propias de las parejas de carne y hueso: cariño y amor incondicional,
pero también celos, tristeza, miedo y angustia por la condición mortal de ella.
Uno de los puntos fuertes de El hombre bicentenario es
la magnífica interpretación realizada por el polifacético Robin Williams,
encargado de dar vida a un robot diferente, tierno y capaz de amar. Sin
embargo, lo más destacable es su capacidad para no rendirse y luchar hasta el
final, para que se le reconozcan los derechos que le corresponden, rebelándose
contra una sociedad en la que lo único que se espera de los androides es que
sean obedientes y disciplinados.
A lo largo de la historia, que transcurre a lo largo de
casi doscientos años, tenemos la oportunidad de observar la perseverancia de
Andrew y su falta de conformismo, desde un punto de vista tanto físico como
moral. Su apariencia experimenta una evolución sorprendente, gracias a la colaboración
de un científico muy particular y de su divertida ayudante, la también androide
Galatea, quienes le ayudan a transformar paulatinamente su fisonomía. Su amiga
Galatea tendrá, además, un papel esencial al final.
Asimismo, los cambios anatómicos, reivindicados por el protagonista durante toda la película,
no hacen sino adecuarse a su personalidad, mucho más definida que la del resto
de androides y forjada a lo largo de los años, gracias a la interacción con los
seres que le rodean y a las ganas de aprender de Andrew. Precisamente, es este
aumento de sus emociones, inquietudes, sentimientos y deseos lo que le va
convirtiendo poco a poco en humano, con todas las consecuencias que ello le
ocasiona, como enamorarse, frustrarse ante la falta de derechos y libertades, o
sufrir al ver morir a sus seres queridos, pues ¿quién desea ser inmortal si
ello conlleva tener siempre que despedirse de las personas que amas?
Se trata, sin duda, de una historia tierna y muy
“humana”, a pesar de estar protagonizada por un robot. Otros aspectos que
conviene mencionar son la acertada combinación de escenas cómicas con otras más
dramáticas, así como saber aplicar, a una historia de ciencia ficción, ciertos
toques de realidad, de modo que resulte creíble. Nadie sabe si algún día no muy
lejano podremos encontrarnos con situaciones parecidas, en las que tengamos que
plantearnos algunas preguntas un tanto polémicas desde un punto de vista ético,
como si es lícito crear androides que posean valores y derechos, al igual que
las personas.
Más allá de cuestiones de tipo filosófico, volviendo a
nuestro protagonista, ¿podrá Andrew convertirse en humano y lograr que se le
reconozcan los derechos que tanto ansía? ¿Encontrará el amor? Para poder
responder a estas preguntas, les invito a ver la película y a emocionarse con
el final, mientras disfrutan con una de las canciones más bonitas de su banda
sonora: “Then you look at me”, de Celine Dion. Junto a las palomitas, tengan a mano algunos pañuelos, por si acaso.
Finalmente, si les gusta la temática sobre robots, puede
que sea de su interés Yo, robot (2004), basada en otra de las obras de
Asimov, dirigida por Alex Proyas y protagonizada por Will Smith. No obstante,
el argumento de esta última se halla mucho más orientado a la acción que a los
sentimientos. Ustedes deciden. Espero que disfruten, sea cual sea su elección.
¿Seda oriental o polyester occidental? Seda (Silk). Dirección: François Girard. Basada en la novela Seda de Alessandro Baricco. Canadá,
2007. Guión: François Girard & Michael Golding. Elenco: Michael Pitt, Keira
Nightley, Koji Yakusho, Mark Rendall, Sei Ashina, Keneth Welsh, Jun Kunimura. Por Ashle Ozuljevic Subaique:
Licenciada en Lengua y Literatura hispánica. U. De Chile. Magíster (C) en
Estudios Latinoamericanos, mención Literatura. U. De La Serena.
Seda, el libro, concordamos con algunos
amigos, no es ni será una de las novelas de nuestras vidas; no obstante,
terminar de leerla fue para varios de nosotros, quedar con los ojos pegados a
la ventana, fijos en nada, silenciados, tristes o, por lo bajo, incómodos y
afligidamente meditativos. Fue recomendarlo, devorarlo en un par de horas.
Seda, la película, parte de esta premisa:
Basarse en la novela que catapultó a Baricco al mundo entero, con una historia
de amor cuasi platónico, un escenario físico, diríamos perfecto, un contexto
histórico ideal para la estética visual romántica y preciosismos por doquier.
Desde el punto de vista comercial, el film resulta incuestionablemente exitoso
(ninguna sorpresa comenzando por lo que ya había logrado la novela) pero, ya
cayendo en la comparación, debemos considerarlo un proyecto mal acabado. ¿Por
qué? Porque estamos obligados a caer en el cotejo de ambas obras. ¿Y por qué no
quedarnos sólo con las contingencias a las que se puede adaptar el cine, por
qué no alabar las locaciones y la belleza innegable de algunos detalles
visuales? Porque Silk (2007) jugó a
ganador y se quedó en el camino. Porque es otro de los numerosos ejemplos de
que la literatura es superior al cine o, más bien, que la concreción que una
adaptación cinematográfica realiza, poco puede hacer contra las posibilidades
imaginativas que cada lector produce. Veamos.
Si bien Baricco nos habla de una historia de amor
poco convencional, no es sólo eso lo que hallamos en ‘su’ Seda. Para quienes no somos fanáticos de la literatura sentimental
o romántica en el sentido amoroso, esta novela nos ofrece otros componentes,
como la memorable descripción del viaje de ida y de vuelta del protagonista
para conseguir sus valiosos gusanos de seda, cuatro viajes en total, en los que
cruza desde Francia hasta Japón por un camino siempre idéntico, a excepción del
lago Bajkal, al que “que la gente del
lugar” llama de distinto modo en cada viaje: “el mar” en el primero, “el
demonio”, en el segundo, “el último”, en el tercero, y “el santo”, en el último
desplazamiento. También, nos entrega Baricco, detalles que despiertan otros
aspectos del texto, especificando, por ejemplo, de la mujer que encandila al
protagonista en Japón: “Sus ojos no tenían un aspecto oriental, y su rostro era
el rostro de una chiquilla”; Este detalle no menor, lleva a un lector curioso a
no detenerse hasta el final del texto, en búsqueda de una esperable explicación
al respecto, lo que, independientemente de si la encuentra o no, amplió su
horizonte de expectativas, encareciendo la experiencia de lectura. Lo mismo
ocurre en la última aparición de Baldabiou, cuando Hélene, haciendo una cosa
extraña –dice el narrador- “se desprendió de Hervé Joncour y corrió detrás de
él [Baldabiou], hasta alcanzarlo, y lo abrazó, fuerte, y mientras lo abrazaba
rompió a llorar. No lloraba nunca, Hélene”. Todos estas son puertas a diversas
lecturas de un texto breve, que lo elevan por sobre otros. La falta de
explicaciones a algunos sucesos, la humanización de ciertos personajes y la
escasez de detalles en otros, van haciendo de Seda un texto distinto, rico, tornasolado, si se quiere, y a la vez
etéreo, leve y anguloso, pues nos suscita diversas emociones, colindantes o no
a una empatía sentimentalista y dulzona, los lamentables únicos apelativos que
genera su film homónimo.
Y es que el amor como motor de los individuos está
tan utilizado que no es necesario basarse en una novela para llevarlo a la
pantalla. Habiendo tantas posibilidades, Silk
(de Girard) elige evitar dudas, simplificar el relato y aterrizarlo a
personajes arquetípicos: un europeo bonachón (con un sempiterno rostro
demasiado adolescente, por lo demás), la sexy oriental (da la sensación de que
en la película se olvidaron del pequeño gran detalle de los ojos ‘no
orientales’ de la muchacha, trastocándolos por unos labios carnosos que siguen
la más alta tradición de la sensualidad manifiesta de Occidente) y la esposa
frágil, que en el filme adquiere un protagonismo que en la novela se hace
manifiesto sólo hacia el desenlace de la misma.
Lo que consigue Girard, es entonces lo que propone:
uno más de los dramas románticos que el universo cinéfilo tiene para su
hambriento público, uno con menos desnudos, es cierto, uno con un final doloroso
que tiende a sentirse inconcluso, es cierto, y con un ritmo que favorece la
melancolía que produce la novela, sin llegar a ella, es cierto… pero no más que eso.
Si Seda de
Baricco te deja la sensación del “inexplicable espectáculo, leve” de la vida de
un francés de fines del siglo XIX, Seda
de Girard te deja la frustración de un matrimonio inglés carilindo ataviado con
disfraces antiguos hechos con el mejor polyester hollywoodense de inicios del
siglo XXI.
Una obra
de ficción sombría y transgresora. Bombal.
Director: Marcelo Ferrari. Chile, 2011. Guión: Paula del Fierro. Elenco: Blanca
Lewin, Alejandro Goic, Marcelo Alonso, Montserrat Prats, Ximena Rivas, María
José, Prieto, Ana María Palma, Delfona Guzmán, Arnaldo Berríos. Por Fernanda
Valim Côrtes Miguel: Profesora en Letras por la Universidade Federal
dos Vales do Jequitinhonha e Mucuri. Traducción por Antonia Javiera Cabrera
Muñoz.
Un intenso
abocamiento en el acuoso-turbio universo de una de las mayores escritoras
latinoamericanas del siglo XX se despliega en fragmentos de quien hizo de su
propia vida una obra de ficción sombría y transgresora. Para los conocedores –
aún los tímidos – de la literatura de María Luisa Bombal, la realización
efectiva de una obra cinematográfica que osase tocar lo intocable fue
ciertamente recibida con esperanza entusiasmada.
Bombal estrenó en
los cines de las grandes capitales de Latinoamérica el año 2012 y, al menos en
Brasil, su recepción parece haber sido fugaz y desinteresada, especialmente a
los ojos y sentidos más positivos. Entre enmarañados de justificativas que
parecen intentar explicar el supuesto desinterés de la recepción brasileña en
la reciente película, el desconocimiento de la obra de Bombal por parte del
gran público en Brasil tal vez sea una hipótesis.
La obsesión amorosa por su
amante, amigo de su familia aristócrata, es el hilo conductor que teje el
enredo de una Santiago provinciana, en descomedimiento de la figura intensa y
excéntrica que María Luisa pasó a ocupar en el
escenario literario latinoamericano como la primera escritora que ha fornecido
a la mujer una voz sexual activa en la creación de un lenguaje, lo erótico, y
el derecho al placer en una época marcada por la opresión de varias
naturalezas, considerándose especialmente el machismo y la situación de las
mujeres de clase mediana en el contexto de las primeras décadas del siglo XX.
Escritora de vanguardia en Chile de las décadas de 1930 y 1940, Bombal mantuvo
un círculo de contactos intelectuales y amistades con figura ilustres de su
época. Tentativas de homicidio y suicidio fracasadas involucran la tragedia de
un amor no correspondido y de una sensibilidad femenina intensa y pasional.
Blanca Lewin asume intensamente el papel de la escritora chilena, mezclando una
dosis de dramatismo a una belleza extrañamente exótica que nos hipnotiza. Actúa
en favor de un personaje complejo y contradictorio, que sacudió los cimientos
tradicionales, vio la perversidad de las relaciones entre hombres y mujeres y
creó una literatura expresiva de raro timbre poético. Al mismo tiempo el
personaje carga la frustración de no haberse casado ni haber tenido hijos con
el hombre que ha considerado ser el único posible para la realización del amor.
La
cualidad de la película no está, inicialmente, ni en el dramático enredo,
inspirado en la desbordante vida de Bombal, ni en ningún aspecto notoriamente
biográfico de su existencia, sino más bien en la totalidad de sus contenidos
ficticios, en el bellísimo modo cómo manipula creaciones de imágenes, haciendo
que los fragmentos absolutamente poéticos de su obra resurjan a los ojos del
espectador con una fuerza descomunal, rememorando y recreando al mismo tiempo
su literatura. Un ejemplo notable es la escena en que el personaje se baña
desnudo en aguas del río escondido en medio de la naturaleza salvaje,
apropiándose de su cuerpo y de su sexualidad. Entran en el baile de las
imágenes coreografías libres de cuerpos femeninos, como una referencia a la
escena icónica de la mujer joven en el baño en La Última Niebla. Esta misma naturaleza juega un papel importante
en la intimidad de sus personajes femeninos, como la acción de la niebla, o la puesta en escena de gomero que
toca la ventana del vestidor de Brígida en el cuento “El Árbol”.
Destaque para dos escenas
secuenciales de profunda poeticidad dramática: en la primera, la protagonista -
desilusionada y emocionalmente devastada por el amante no correspondido - toca
la herida abierta de su cuerpo hasta que sangra, sin dejar de ser sumergida en
un baño en las aguas de una bañera doméstica. En la segunda escena
subsiguiente, su pálido cuerpo flota tranquilo, rodeado de flores y sumergido
en las aguas de un lago natural, imágenes simbólicas e ingeniosas de referencia
que une su cuerpo a los igualmente velados cuerpos de la protagonista de “La Amortajada ” y de la
igualmente trágica “Ofelia”. Es también el caso del cuerpo velado de la joven
prima de la escritora, cuerpo muerto que gana momentos de vida ante los ojos de
la artista.
Truffaut
alguna vez expresó su creencia en el cine como pura imagen, tal vez la que la
difundida crítica hermenéutica intenta en vano capturar, paralizar, dar
sentido, interpretar. En aparente oposición a esta práctica, el guion fue
notoriamente sensible a elegir un momento trágico da la vida de la escritora
chilena para narrar, a través de imágenes profundamente plásticas, el contenido
poético e imagético de su obra. No hay nada oculto en lo que vemos y, sin
embargo, el poder de algunas imágenes evoca otras más, mucho más frecuentes a
medida que nuestro estado de ánimo y la familiaridad en perseguirla, sea en la
propia obra de Bombal, sea aún en los contextos diversos de las prácticas
culturales compartidas.
No se
trata más de saber si aquellos fragmentos de vida en movimiento fueron o no de
hecho experimentados por la escritora porque lo que verdaderamente importa es
el personaje Bombal, mujer muerta-viva que se hace eco con otras mujeres que
habitan como fantasmas los cuentos y novelas de la escritora. Son heroínas
pasionales hermosísimas y asoladas, poseedoras de una sensibilidad que
reivindica el amor y el derecho al placer sexual en un entorno en el que la
frustración cede lugar a la imposibilidad de amar. En palabras de John Huston –
cineasta estadounidense que dirigiría La
Última Niebla al final de la década de 1940 – esas mujeres que construyen y
se mueven en los textos de Bombal son “seres desterrados de sí mismos,
destruidos o escasamente muertos […] y, sin embargo, siguen en pie, apoyadas
por alguna cosa que a veces no existe en su imaginación”. No son seres
fantásticos o etéreos porque absolutamente terrenos, personajes singulares que
cargan tragedias interiores. Por no tener a quien amar, pertenecen a todos y no
pertenecen a nadie.
Bombal es una
producción brasileña bien realizada que camina en dirección hacia el
desbordante universo poético de la escritora chilena. Merece ser visto y revisto.
Versión en portugués. Bombal. Diretor: Marcelo Ferrari.
Chile, 2011. Elenco: Blanca Lewin, Alejandro Goic, Marcelo Alonso, Montserrat
Prats, Ximena Rivas, María José, Prieto, Ana María Palma, Delfona Guzmán,
Arnaldo Berríos. Roteiro: Paula del Fierro. Por Fernanda Valim
Côrtes Miguel: Professora de Letras da Universidade Federal dos Vales do
Jequitinhonha e Mucuri.
Um intenso mergulho no aquoso-turvo
universo de uma das maiores escritoras latino-americanas do século XX se
desdobra em fragmentos de quem fez de sua própria vida uma obra de ficção
sombria e transgressiva. Para os conhecedores - mesmo os tímidos - da
literatura de María Luisa Bombal, a realização efetiva de uma obra
cinematográfica que ousasse tocar o intocável foi certamente recebida com
esperança entusiasmada.
Bombal estreou nos cinemas das
grandes capitais da América Latina no ano de 2012 e, ao menos no Brasil, sua
recepção parece ter sido fugaz e desinteressada, especialmente aos olhos e
sentidos mais positivos. Por entre emaranhados de justificativas que parecem
tentar explicar o suposto desinteresse da recepção brasileira na recente
película, o desconhecimento da obra de Bombal por parte do grande público no
Brasil talvez seja uma hipótese.
A obsessão amorosa por seu amante,
amigo de sua família aristocrata, é o fio condutor que tece o enredo de uma
Santiago provinciana, em descompasso com a figura intensa e excêntrica que
María Luisa Bombal passou a ocupar no cenário literário latino-americano como a
primeira escritora que forneceu à mulher uma voz sexual ativa na criação de uma
linguagem, o erótico, e o direito ao prazer numa época marcada pela opressão de
várias naturezas, considerando-se especialmente o machismo e a situação das
mulheres de classe média no contexto das primeiras décadas do século XX.
Escritora de vanguarda no Chile da década de 1930 e 1940, Bombal manteve um
círculo de contatos intelectuais e amizades com figuras ilustres de sua época. Tentativas
de homicídio e suicídio fracassadas perpassam a tragicidade de um amor não
correspondido e de uma sensibilidade feminina intensa e passional. Blanca Lewin
assume intensamente o papel da escritora chilena, mesclando uma dose de
dramaticidade a uma beleza estranhamente exótica que nos hipnotiza. Atua em
favor de uma personagem complexa e contraditória, que abalou os alicerces
tradicionais, enxergou a perversidade das relações entre homens e mulheres e
criou uma literatura expressiva de rara poeticidade. Ao mesmo tempo, a
personagem carrega a frustração de não ter se casado nem ter tido filhos com o
homem que julgou ser o único par possível para a realização do amor.
A qualidade do filme não está a
princípio nem no enredo dramático, inspirado na transbordante vida de María
Luisa Bombal, nem em nenhum aspecto notoriamente biográfico de sua existência,
mas justamente em todo o seu teor ficcional, no belíssimo modo como manipula
criações imagéticas, fazendo com que passagens absolutamente poéticas de sua
obra ressurjam aos olhos do espectador com uma força descomunal, rememorando e
recriando simultaneamente sua literatura. Exemplo notável é a cena em que a
personagem banha-se nua nas águas de um rio escondido em meio à natureza
selvagem, apropriando-se de seu corpo e de sua sexualidade. Entra na dança das
imagens coreografias livres de corpos femininos, como a remissão à cena
emblemática do banho da jovem mulher em La
última niebla. Essa mesma natureza
desempenha papel preponderante sob a intimidade de suas personagens femininas,
como a ação da névoa, em La última niebla, ou a encenação do
gomero que toca a janela do quarto de vestir de Brígida, no conto “El Árbol”.
Destaque para duas cenas sequenciais de profunda
poeticidade dramática: na primeira, a protagonista - desiludida e devastada
emocionalmente pelo amor não correspondido do amante - toca a ferida aberta de
seu corpo até sangrar, enquanto permanece imersa nas águas de uma banheira
doméstica. Na segunda cena subsequente, seu pálido corpo boia tranquilo,
cercado por flores e imerso nas águas de um lago natural, remetimento imagético
simbólico e engenhoso que une seu corpo aos igualmente velados corpos da
protagonista de La Amortajada e da
igualmente trágica Ofélia. É também o caso do corpo velado da jovem prima da
escritora, corpo morto que ganha instantes de vida aos olhos da artista. A
excelente direção de Bombal, em sua
fantástica fotografia e sutis construções e sequências de planos, borra, como
na própria escrita da autora, os limites seguros entre sonho e vigília,
realidade e imaginação.
Truffaut expressou, certa vez, sua
crença no cinema como pura imagem, talvez aquela que a difundida crítica
hermenêutica tenta em vão capturar, paralisar, dar sentido, interpretar. Em
aparente oposição a essa prática, o roteiro foi notoriamente sensível ao eleger
um momento profundamente trágico da vida da escritora chilena para narrar,
através de imagens profundamente plásticas, o teor poético e imagético de sua
obra. Não existe nada oculto naquilo que vemos e, no entanto, o poder de
algumas imagens nos evoca a outras mais, tanto mais frequentes conforme a nossa
disposição e familiaridade em persegui-las, seja na própria obra de Bombal seja
ainda nos contextos diversos das práticas culturais por nós compartilhadas.
Não se trata mais de saber se
aqueles fragmentos de vida em movimento foram ou não de fato experimentados
pela escritora porque o que verdadeiramente importa é a personagem Bombal,
mulher morta-viva que ecoa outras mulheres que habitam, como fantasmas, os
contos e romances da escritora. São heroínas passionais belíssimas e desoladas,
detentoras de uma sensibilidade que reivindica o amor e o direito ao prazer
sexual num contexto no qual a frustração cede lugar à impossibilidade de amar.
Nas palavras de John Huston – cineasta Estado Unidense que dirigiria La última niebla no final da década de
1940 (projeto abortado pelas pressões políticas da época) – essas mulheres que
constroem e circulam pelos textos de Bombal são “seres desterrados de si
mesmos, destruídos ou fracamente mortos [...] e, no entanto, continuam de pé,
sustentados por alguma coisa que às vezes não existe em sua imaginação”. Não
são seres fantásticos ou etéreos porque absolutamente terrenos, personagens
singulares que carregam tragédias interiores. Por não terem a quem amar,
pertencem a todos e não pertencem a ninguém.
Bombal é uma produção bem
realizada que caminha em direção ao transbordante universo poético da escritora
chilena. Merece ser assistido e revisitado.
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Estudio la licenciatura de Derecho sistema abierto.