Los niños terribles también crecen. Los padres terribles (Les Parents terribles). Dirección: Jean
Cocteau. Francia, 1948. Basada en su obra teatral homónima. Guión: Jean
Cocteau. Elenco: Josette Day, Jean Marais, Yvonne de Bray, Marcel André,
Gabrielle Dorziat. Por Laura Valeria Cozzo: Licenciada y profesora en Letras (UBA) y estudiante del Traductorado
en francés (IES en Lenguas Vivas J.R. Fernández).
André Fraigneau afirma: Jean Cocteau ocupa un
lugar único en la cinematografía de su tiempo. Es el primer poeta en
interesarse en el cine como medio de expresión, lo reinventa para su uso
personal: así da nacimiento a su poesía cinematográfica. Si tanto amaba el cine
era porque sentía que éste le permitía lograr aquello que consideraba un
prodigio: que la historia no se narrase meramente sino que se la viviese, que
se volviese visible lo invisible y se objetivasen las abstracciones más
subjetivas (por eso es que toda película es realista para él, a partir de que
muestra las cosas y no se limita a sugerirlas como lo hace un texto.)
Tanto como guionista como director, abordó
textos propios o ajenos para llevarlos a la pantalla grande. Ya habíamos
referido a Los niños terribles, el
film que Jean-Pierre Melville dirigió en 1950 a partir del guión que el poeta escribió
sobre su novela homónima. Ellos nos conducen a su correlato, Los padres terribles, film basado en su
obra teatral y que Cocteau considera su mejor logro como realizador. Cuenta la
historia de una familia muy especial en la que no podía estar ausente un mito
que obsesionaba al poeta, el de Edipo: un matrimonio, el hijo único, mimado
obsesivamente por su madre, y la hermana solterona de esta, resentida por no
haberse podido casar ella con quien se convirtiera luego en su cuñado. Todo
parece estallar cuando el hijo anuncia que quiere casarse con una joven, que
resulta ser la amante de su padre. ¿Y cómo se resuelve el conflicto? Si Los niños terribles retrataba a dos
niños que se niegan a crecer pese a sus envoltorios carnales adultos, el
terrible desenlace de esta historia nos demuestra que estos padres no han
madurado mucho más y que el final trágico es inevitable para quienes se niegan
a hacer las concesiones de rigor para ingresar al mundo adulto.
El director devenido cineasta consigue llevar
lo teatral al cine, sin perderse la esencia de ninguna de las dos disciplinas
artísticas. Tras los tres golpes de rigor que anuncian el comienzo de la
función, se descorre el telón y comienza a representarse ante nosotros este
melodrama burgués del siglo pasado en el que se percibe el eco de las tragedias
griegas que tanto fascinaban al poeta. A continuación, empieza la película y el
despliegue de los recursos propios del séptimo arte. Dirigiendo su film con
maestría plenamente cinematográfica, este artista total logra fijar el genial
juego escénico de sus actores, paseándose entre sus protagonistas para
registrar con primerísimos planos todos sus gestos y no perder esos detalles
que desde la platea a la distancia que impone el espacio teatral se vuelven
imperceptibles. La pantalla recobra así esa fuerza de lo escrito que el
escenario diluye: en Los padres terribles,
el movimiento de los personajes (y las cámaras) que van de una habitación a
otra transmite mejor la sensación de encierro que debe desprenderse del texto
teatral, ese encierro que se respiraba en esos pasillos de las casas que lo
obsesionaban en su infancia, aquellas de las que nunca se salía. Algunas
secuencias resultan impecables, como aquella en la que el joven le cuenta a su
madre que está enamorado. La cámara muestra alternativamente la boca sonriente
del hijo, tan feliz que no para de hablar, y los ojos tristes de ella, celosa
al sentir que su niño ya no le pertenece como antes.
Los años pasaron y las obras a veces parecen
envejecer. ¿Cómo se ve la obra cinematográfica de Cocteau a la distancia? Si
bien las técnicas han evolucionado, hay en la mirada del artista cierta
destreza para hacer surgir en aquellos planos algo que los hace eternos: la
poesía. Pues, como diría la tía Leónie, “No sé si es un drama o un vodevil pero
es una obra maestra”.
Las dos caras de la moneda. Aniceto. Dirección: Leonardo Favio.
Argentina, 2008. Basada en el cuento El
cenizo de Jorge Zuhair Jury. Guión: Leonardo Favio, Rodolfo Mórtola y
Verónica Muriel. Elenco: Hernán Piquín, Natalia Pelayo y Alejandra Baldoni. Por
Natacha Beatriz Estevez: Profesora en Lengua Castellana (UNVM), Diplomada
Superior en Educación de Adultos (INESCER), Tesista de la Maestría en Culturas y
Literaturas Comparadas (UNC).
De
mil historias que rondan mis insomnios
hoy
quise rescatar la de Aniceto.
No
sé muy bien por qué pero algo tiene
que
más que historia se asemeja a un cuento.
(Aniceto. Leonardo Favio)
El Cenizo y Aniceto son dos obras para una misma
historia: la de Aniceto, su gallo, Francisca y Lucía. Ambas ficciones surgieron
de instancias creativas basadas en las posibilidades expresivas del lenguaje
literario y el cinematográfico. Puntualmente, Aniceto es la segunda transposición al cine de El Cenizo, lo cual supone una amalgama con los elementos de la
producción audiovisual. En este sentido, Leonardo Favio no omitió momentos
esenciales, como la muerte de Aniceto junto a su gallo para lograr un final
apoteótico al estilo de Moreira o Gatica. Así, el pasaje de la obra literaria
de Jorge Zuhair Jury consiguió una recepción efectiva en el público que se
acercó al cuento desde el film.
Una cara de la moneda, la literatura
En El
cenizo, la utilización de descripciones, comparaciones y aspectos visuales
configura un tipo de narración mixturada con elementos poéticos. A través de
estos recursos, el autor transmite con pinceladas de palabras la belleza del
paisaje que, en muchos casos, se conserva sólo en la memoria de quienes conocen
los pequeños pueblos del interior.
La idea del destino recorre el texto
atravesando al protagonista desde la inmersión contextual y el deseo; dichos
factores tensan los rasgos trágicos que dirigen la trama hacia el final fatal.
Asimismo, El cenizo refiere una
historia telúrica basada en el conflicto amoroso entre un hombre y dos mujeres.
Por otra parte, el relato problematiza un aspecto social construido mediante
diálogos escuetos; ellos permiten caracterizar el lenguaje de cierta
idiosincrasia popular argentina de las primeras décadas del siglo XX. Dicha
cuestión se ilustra como reflejo de un imaginario cargado de prejuicios sobre
los inmigrantes llegados al país para “hacerse la América”. En efecto, las
escasas alusiones a los tipos sociales implican una crítica hacia los
estereotipos negativos que se generalizaron en Argentina tras el aluvión
inmigratorio europeo (particularmente, Aniceto, el personaje principal, define
a los extranjeros de su poblado utilizando expresiones peyorativas).
Aun así, el aspecto instintivo adquiere una
función medular en la obra de Jury cuyo argumento se organiza en torno a un
gallo de riña configurado como testigo y partícipe activo de la historia. Por
consiguiente, la bestia cumple un rol central que, desde el título del cuento,
concentra la tensión sobre las cualidades emparentadas con la braveza. La
importante presencia animal aglutina las cualidades determinantes de Aniceto:
lujuria, virilidad y fortaleza. Durante la narración, estos sentidos se asocian
para producir la identificación entre el protagonista y su gallo. Concretamente,
la lucha y la conquista inciden en el hombre disputado por dos mujeres
antagónicas y su ídolo emplumado con el que establece una unidad simbiótica.
Así, la caracterización complementaria entre ambos se realiza mediante
paralelismos que conducen progresivamente a la muerte sincrética de Aniceto y
el cenizo.
La otra cara de la moneda, el cine
Tras una primera adaptación cinematográfica
(1967) de El cenizo, Favio
reinterpretó el relato para producir la segunda versión de la obra, Aniceto. En esta ocasión, la historia es
representada por bailarines que la enriquecen con sus cualidades artísticas al
mismo tiempo que intensifican el sentido teatral del film.
El realce de los efectos de iluminación y la
calidad escenográfica conceden valor pictórico a las escenas, añadiendo
plasticidad a los cuadros y reconfigurando la estética de Aniceto. Específicamente, la luz y el
color contribuyen a la creación de la atmósfera psicología de los personajes y
suman dramatismo a la obra.
Además, la capacidad expresiva del baile pone
énfasis sobre los sentimientos de los personajes. Asimismo, la cuestión
afectiva excede el nivel melodramático y resulta enfatizada por las
coreografías estilizadas, la música en equilibrada armonía con el ritmo poético
del film y el paisaje de calidad fotográfica. Ante estos aspectos, las
características patéticas se optimizan y fusionan en la construcción de
ambientes cargados de significados por el uso de los matices y componentes
plásticos de la danza, el cine y el teatro. Ellos le permitieron al director
reformular y reinventar la historia cargada de sentimientos dispares y
trágicos.
Como ya se anticipó, el ballet es uno de los
lenguajes principales para narrar cinematográficamente los hechos y atender a
la presencia de ciertos elementos populares afines a las masivas concurrencias
del cine. El baile está presente en el enamoramiento inicial de Aniceto y
Francisca, en el abandono y la espera, en la relación erótica entre Aniceto y
Lucía, o en las fugas nocturnas del protagonista. En la película, el ballet no es privativo de
las personas sino que también está presente en los gallos que luchan
enloquecidamente durante una danza sangrienta que atraviesa la proyección. Sus
imágenes cruentas aparecen como metáforas que ilustran y refuerzan la trama
significativamente.
Asimismo, Aniceto
reúne armónicamente dos prácticas culturales que décadas atrás reflejaron
claras distinciones sociales, se trata del ballet y el tango; éste último
encarnado en las figuras de Aniceto (un compadrito) y su gallo, ambos representantes
del arrabal.
Por otro lado, es destacable que todas las
tomas se realizaron dentro de un único set de filmación (sin locaciones
exteriores). Esta particularidad procura evidenciar la artificialidad y la
situación constructiva de la película para acentuar el efecto poético del hecho
actoral-narrativo; aquel se realza al mostrar, por ejemplo, las luces que
penden del techo en medio de una situación nocturna en la calle. Por su parte,
las transiciones entre escenas y cuadros presentan un delicado equilibrio
espacial, sonoro, visual y coreográfico que genera en el espectador la
sensación de transcurrir fluido y orgánico.
Finalmente, la presencia de metáforas en el
film (concretamente: el gallo, los bailes, las luchas sangrientas entre
animales) adquiere sentido como lugar de pasaje junto a la música, los matices,
los cuadros poéticos y el baile. En esta versión cinematográfica las alusiones
son fundamentales ya que marcan el punto de comparación entre la masculinidad
de Aniceto y la bestialidad del gallo, la batalla feroz y las relaciones
humanas, el baile y el amor, la vida y la muerte trágica, sangrienta. Al fin y
al cabo, ambos lados de una misma moneda.
El tiempo, el vacío y la denuncia en el idioma Clarice. La hora de la estrella (A hora da estrela). Dirección: Suzana
Amaral. Basada en la novela homónima de Clarice Lispector. Brasil, 1985. Guión:
Suzana Amaral y Alfredo Oroz. Elenco: Fernanda Montenegro, Tamara Taxman,
Marcelia Cartaxo, José Dumont. Por Inés Fioriti: Profesora en Letras por la Universidad Nacional de Mar del Plata.
Macabéa orina en una bacinica en el cuarto
compartido mientras come una pata de pollo, la cámara se detiene y propone un
primer plano. La imagen no le resulta indiferente al espectador. La imagen
condensa al film.
Susana Amaral parece seguir al pie de la letra la
idea de Rodrigo S.M., el autor –
narrador de Clarice: “Ella es un medio para que ustedes se actualicen y se
ubiquen en la hora presente. […] Hay pocos hechos para narrar y yo mismo no sé todavía qué es lo que estoy
denunciando”. Esta es, al menos, una de las tantas frases que abren el juego
para pensar la adaptación cinematográfica de la directora de A hora da estrela (1985) basado en la
novela homónima de Lispector.
Si bien en los dos textos se observa un mismo hilo
conductor, cada uno se vale de sus propios procedimientos para presentar el
argumento de manera diversa. El cuestionamiento político, la referencia a la
situación económica de un sector, las problemáticas sociales se escabullen en
la novela cuya linealidad se ve interrumpida por la presencia de un narrador
escritor, Rodrigo S.M., que problematiza la referencialidad del lenguaje. Dos
historias que se entrecruzan, la historia de la protagonista y la historia de
su escritura, de manera que el hilo narrativo queda interrumpido. El texto
fílmico prescinde de ese narrador y se centra en las problemáticas
socio-culturales, políticas y económicas. El primer plano es uno de los
recursos más utilizados para focalizar en aspectos que dan cuenta de dicha realidad:
las manos sucias de la protagonista, las cuatro mujeres sobre la ventana esperando que el vecino encienda el
televisor, Macabéa frente a las vidrieras viendo aquello a lo que no puede
acceder, Macabéa comiendo desaforadamente en la casa de Gloria.
Si bien el film presenta un corte realista y
denunciatorio, el final impone un giro que lo interrumpe, al igual que lo hace
la presencia de Rodrigo S.M. en la novela. Una vez muerta, la protagonista
parece cumplir su deseo: se ve a Macabéa corriendo en un bosque hacia un hombre
extranjero y, por ende, como dice Madama Carlota, rico y rubio. La
música no pasa desapercibida, un vals suena a todo volumen y la cámara se
detiene en la sonriente Macabéa. El final – absurdo, irónico- rompe con la linealidad de la representación.
Otra de las imágenes recurrentes es la presencia
del gato que, como dice, Clarice despedaza al sucio ratón. El encuentro de
Olímpo y Gloria, Macabéa y el felino con su presa son tres imágenes sucesivas
que adelantan lo inevitable: el engaño de su novio con la compañera de trabajo.
La música acompaña la escena y se sobreimprime el sonido del tecleo de la
protagonista de modo que el receptor no se olvide de su presencia. Lo visual y
lo auditivo se complementan.
Se torna ineludible mencionar la transmisión de
Radio Reloj con la que se abre la película y acompaña a la protagonista en el
transcurrir de la historia. La repetición del comentario sobre la rapidez del
vuelo de la mosca al comienzo y sobre el final recrea una idea de circularidad.
Si bien se encarga de dar la hora exacta, el tiempo parece detenerse y la vida
se vuelve monótona. Macabéa, pobre, fea y prácticamente analfabeta, escucha y aprende de la emisión radial. La
radio conecta a la protagonista con el
afuera y como no puede hablar de sí misma repite lo que escucha, como dice
Ricardo Piglia en “Roberto Arlt, una crítica de la economía literaria” respecto
a Astier: su experiencia es la repetición de un texto que a cada momento es
necesario tener presente”.
“Los hechos son sonoros, pero entre ellos hay un
susurro” dice Rodrigo S. M. El susurro, ineludible, es Macabéa.
El autosaboteo como tópico. ¿Quién teme a
Virginia Woolf? (Who's Afraid of Virginia Woolf?). Dirección:
Mike Nichols. EEUU, 1966. Basada en la obra teatral de Edward Albee. Guión:
Ernest Lehman. Elenco: Elizabeth Taylor, Richard Burton, Sandy Dennis, George
Segal. Por Giancarlos Areiza Salazar: Especialista de
Audiovisuales de la Escuela
de Cine y Televisión de Caracas, Venezuela.
Hay, se dice, dos tipos de libros: uno, el
que necesita de un pacto de confianza con el lector (que van a la par); y el
otro, el que no. Es decir, el primer tipo de libro requiere de lectores
cómplices, con sapiencia, que sepan leer metáforas, abstracciones, anáforas,
metonimias y los demás códigos semánticos que suelen darse entre un lector y el
autor; para hacerse entender. El segundo libro: es el desasistido; se dice así
porque no requiere de mayor esfuerzo por parte del interlocutor; ya que todo se
le habrá de dar masticado. Generalmente estos ejemplares tomarán de la mano –al
lector florero, así lo llamo– para llevarlo por el caminito de los lugares
comunes, explicándole todo, todito, todo. Este último, sobra decir, prescinde y
sojuzga la capacidad de sus lectores, a veces con razón.
Todo lo antes dicho, estimado lector, aplica
para el Séptimo Arte.
Y también, he de decir, aplica para ésta O B
R A M A E S T R A.
¿Quién teme a Virginia Woolf? de 1966 es
una película de target, sesuda –y una refinada obra maestra– que está hecha a
ultranza para no complacer a nadie. Pero que a la vez, necesitará de
espectadores cómplices que lean las abstracciones que se dan en el mundo de la
ficción. Y que además, me temo, clama de un denodado esfuerzo intelectual para
hacerse entender. Éste film se valdrá de miradas, chistes, metáforas,
sarcasmos, ironías y de diálogos sobradamente inteligentes, para poder
completarse o entenderse. De allí que ésta sea una película de confianza en el
que el espectador no se sentirá domeñado o guiado (de alguna forma) para
entender lo que está viendo. Entre otras cosas porque éste, se regirá por sus
propias apetencias, sin importarle que el interlocutor lo siga.
Pero he aquí otro hecho sui géneris que
suscita ésta obra. Si, por el contrario el espectador no supiese leer códigos
semánticos; de igual modo sus cuerpos sentirían trémula en todas esas
desconcertantes histerias que se sirvieron aquella noche turbia.
Eso se sabe, el éxito de una película está
donde arrecien las emociones y prime lo real, lo honesto y, todo aquello que se
de en buena lid. De esa forma nos comprarán, o bien, así si me regalo con
gusto. No con la estética, ya que para éste servidor, ésta es solo un
complemento cinematográfico que debe utilizarse cuando alguna situación no
pueda ser explicada con palabras, y en ningún caso es una forma que deba
endilgarse al éxito para trascender en nuestros placeres. Veo, sé, intuyo que
hay mucho director con aires de grandilocuencia queriéndonos hacer ver que lo
importante es la estética y el pavoneo técnico en sus películas, y quizás sea
cierto; porque siempre en el cine se necesita de la estética, pero no es lo
fundamental a la hora de transmitir estados del alma. Basta traer a colación la
reciente película del “The Grand Budapest Hotel” (2014) para confirmar
esas certezas: la fachada, la forma de ver, lo bonito y la epidermis, no nos
dan plenitud.
Sin excederse Elizabeth Taylor y Richard
Burton realizaron unas de las mejores interpretaciones que se pueden dar en un
mismo redil cinematográfico. Ella ganó, con justa razón el Oscar de 1966. Él,
injustamente lo perdió. Pero igual, a cuenta de ellos, corrió un iracundo
realismo dramático que trascendió toda pantalla, apoyado -como siempre digo- en
las emociones y las miserias de nuestra siempre inquietante naturaleza (y
claro, de unos atinadísimos primeros planos que me hacen recordar un principio
cinematográfico: «(…) la cámara no
puede verlo todo a la vez, pero de aquello que elige ver se esfuerza al menos
por no perderse nada…» André Bazin). En este mismo párrafo, pero no
en la misma idea, hay que señalar que lo más resaltante fue cuando asistimos a
esa verdadera batalla dialéctica, dada por unos diálogos axiomáticos, cínicos,
lacerantes, exquisitos,
sin ambages, tan existencialistas como
transgresores, frente a un incauto matrimonio, que lo único que deseaba era
cerrar con broche de oro esa noche.
No quiero, debo confesar, hablar en esta
ocasión de lo qué pasó o porqué pasó lo que pasó, porque las pasiones y
miserias que se dieron en esa película son muy jodidas y bueno, también al
final lo honesto y real no se explican; y mucho menos algo tan complejo como el
tema del autosaboteo y porque en muchas ocasiones debemos temer más a nosotros,
que a los demás Eso lo temía la propia Virginia Woolf. Total, no hay de que inquietarse,
porque en esta obra maestra no hay pretensiones de grandeza. No hay víctimas,
ni verdugos; porque son todos héroes al mismo tiempo (los cuatro únicos
personajes que se dieron cita). En suma, en esta película no hubo lugar para
entramadas y consabidas estructuras como las de: “Los 12 pasos del héroe” de
Campbell u otro largo sin fin de artilugios narrativos que hay por allí. Aquí
no hay, sépanlo, a dios gracia, vellocinos de oro que buscar.
Antes de culminar ténganlo si, sabido; que en
la geometría de esta película, transitaran por casi todos los registros
emocionales, porque irán desde la risa (en la escena del paraguas, mi favorita)
a una relación orgánica con la rabia, el dolor, la confusión, la amargura, la
fragilidad, el odio, la agonía, el cólera, la desesperación, el desamor, las
mentiras y el desgaste, hasta llegar al coto de la reflexión, y que en esta
desgarradora película, se dieron sobre la inmolación y el compromiso que deben
labrarse los matrimonios. Bueno ojo, también va un poco inspirada, en los
propios demonios de la vitalicia Virginia Woolf.
Famas,
¡a cenar! El discreto encanto de la
burguesía (Le charme discret de la bourgeoisie). Dirección: Luis Buñuel. Francia-Italia-España, 1972. Guión: Luis
Buñuel y Jean-Claude Carrière. Elenco: Fernando Rey, Paul Frankeur, Delphine
Seyrig, Jean-Pierre
Cassel, Stéphane
Audran, Michel
Piccoli, Bulle
Ogier, Julien
Bertheau, Milena
Vukotic, Maria
Gabriella Maione, Claude
Pieplu, Muni, François
Maistre, Pierre Maguelon, Maxence Mailfort. Por Magalí Mariano: Estudiante avanzada de Realización Integral en Artes
Audiovisuales en Fac. de Arte, UNCPBA, Tandil. Ayudante alumna en cátedras
de Dirección de Actores y Teoría de la Comunicación de Masas.
En Esculpir en el tiempo, Andrei Tarkovski afirma que “el cine nació para reflejar una parte concreta de la vida, una dimensión del mundo aún no comprendida, que ninguna de las otras artes había podido expresar”. Sin duda alguna esta cita resume de manera significativa lo característico del cine de Luis Buñuel. Buñuel solía decir que su cine era el resultado de las dos cosas que más lo habían influido desde que era muy chico: la religión y el surrealismo. Podría afirmarse en este sentido, que el surrealismo nació para reflejar una parte concreta de la vida, - el sueño- una dimensión del mundo aún no comprendida que ninguno de los otros estilos había podido expresar.
El
discreto encanto de la burguesía (1972) es una película cargada de símbolos, de referencias, de ironía. La
película desborda sobremanera los parámetros de lo conocido, incluso en lo
referido a la filmografía del propio Buñuel. El relato es de tipo realista, o
por lo pronto, tiene tanto de realista como de surrealista. Mezclando lo real y lo onírico logra expresarnos una ácida y profunda crítica
a la clase burguesa que peregrina hacia la
nada y que “vive” en una insipidez existencial desopilante, sin dejar de apelar
ni por un instante al humor que generan todas las situaciones que se desprenden de este
magnífico relato. Argumentalmente la película es simple:
un grupo de amigos burgueses intentan a lo largo de toda la película reunirse
para cenar entre ellos, siempre juntos y para cenar con otros, pero siempre
juntos. Este tan sencillo evento se ve
continuamente impedido por una cosa o por otra. La intención de cenar es
siempre explicitada y pronunciada como algo importante, protocolar y hasta
ceremonial. Pareciera que todo lo que tiene que ver con lo sencillo y lo simple
dado por la cotidianeidad brilla por su ausencia. Vienen a mi encuentro los
cuentos de Historias de Cronopios y de
Famas de Julio Cortázar, especialmente en Viajes, cuando veo a los personajes de El discreto encanto de la burguesía, más
aún cuando tienen la intención de reunirse.
“Cuando los famas salen de viaje, sus costumbres
al pernoctar en una ciudad son las siguientes: Un fama va al hotel y averigua
cautelosamente los precios, la calidad de las sábanas y el color de las
alfombras. El segundo se traslada a la comisaría y labra un acta declarando los
muebles e inmuebles de los tres, así como el inventario del contenido de sus
valijas. El tercer fama va al hospital y copia las listas de los médicos de
guardia y sus especialidades.
Terminadas
estas diligencias, los viajeros se reúnen en la plaza mayor de la ciudad, se
comunican sus observaciones, y entran en el café a beber un aperitivo (…)"
Buñuel toma fundamentalmente
uno de los múltiples aspectos que la realidad inmediata (la cena y también el
sexo), que significan (como para Cortázar) una vía de acceso a otros registros
de lo real, donde la plenitud de la vida alcanza múltiples formulaciones.
Buñuel pareciera inicialmente mostrar con sutileza la liviandad, la
inconsistencia, la mediocridad, la superficialidad. Pero más adentrada la obra
los personajes comienzan a mostrar sus versiones más horrendas. Hay un pasaje
en Historias de Cronopios y de Famas,
que más descarnadamente da cuenta de lo que Cortázar ve como horrendo y hasta
inhumano en el comportamiento de los actores de esta clase social.
“Un fama anda por el
bosque y aunque no necesita leña mira codiciosamente los árboles. Los árboles
tienen un miedo terrible porque conocen las costumbres de los famas y temen lo
peor…”
Los juicios de valor se
hacen constantemente, siempre respecto a lo culinario. En la escena del
restaurant donde se está velando a un hombre en la cocina, uno de los
personajes dice: “yo tomaría caviar, pero
temo que no sea de buena calidad y que además sea muy poco", al mismo
tiempo en que una de las mujeres subestima el lugar porque lo que se ofrece es
barato y porque hay poca gente. Nadie registra el dolor que están atravesando
en ese restaurant ante la muerte de un ser querido. La elegancia podría
conjugar de alguna manera todo este talante, este modo de andar la vida. Sin
duda los famas de Cortázar son elegantes:
“Siempre me ha
parecido que el rasgo distintivo de nuestra familia es el recato. Llevamos el
pudor a extremos increíbles, tanto en nuestra manera de vestirnos y de comer
como en la forma de expresarnos y de subir a los tranvías (…) Quisiera aclarar
que estas cosas no las hacemos por diferenciarnos del resto del barrio. Tan
sólo desearíamos modificar, gradualmente y sin vejar los sentimientos de nadie,
las rutinas y las tradiciones. No nos gusta la vulgaridad en ninguna de sus
formas (…)”
Además de elegantes, los personajes-famas de El discreto encanto de la burguesía son
miserables. Gustan de lo caro pero gustan aún más de guardar su dinero.
Desconfían de lo barato, calculan y especulan siempre y no son en absoluto desprendidos con el dinero. Son
sustantivamente materialistas siempre.
“Un fama es muy rico y tiene sirvienta. Este fama usa un pañuelo y lo
tira al cesto de los papeles. Usa otro, y lo tira al cesto. Va tirando al cesto
todos los pañuelos usados. Cuando se le acaban, compra otra caja. La sirvienta
recoge los pañuelos y los guarda para ella. Como está muy sorprendida por la
conducta del fama, un día no puede contenerse y le pregunta si verdaderamente
los pañuelos son para tirar.
-Gran idiota- dice el fama, no había que preguntar. Desde ahora lavarás mis pañuelos y yo ahorraré dinero.”
-Gran idiota- dice el fama, no había que preguntar. Desde ahora lavarás mis pañuelos y yo ahorraré dinero.”
En ese afán de ser elegantes
no pueden hacer realmente nada: no pueden comer, ni solos ni con otros; no
pueden ser empáticos; no pueden afrontar la muerte; no pueden vivenciar el
sexo; no pueden descansar cuando duermen porque tienen sueños tortuosos, que
hasta a veces parecieran ser más reales que la realidad misma. Pareciera que
los sueños contienen más acción que la vigilia. Pero la elegancia no se pierde
nunca. Por ejemplo, en la escena en que el canciller comete un homicidio en
medio de una reunión de personas (todas ellas elegantemente vestidas y
comportadas), el asesinato es cometido como respuesta a una discreta cachetada
que también es recibida con elegante discreción. La discusión previa a este
acontecimiento no es profunda porque el canciller se niega a profundizar e
intenta abortar toda crítica que lo involucre a él como responsable de su país.
De todos modos, la discusión también es discreta. Hay una represión permanente
de todo lo que refiera a pensamientos y sentimientos. El desenlace de esta
escena es rematado también de modo elegante: dos tiros, ni una gota de sangre,
ni un grito, sin desbordes. Incluso desde lo gestual, el canciller mata como si
quitarle la vida a otra persona no significara absolutamente nada, como quien
se comporta de manera correcta y convida con algo a alguien con buenos modales
y haciendo lo que corresponde, sin despersonalizarse, ni disociarse, ni
desbordarse en absoluto. Mata con la misma parsimonia con la que elige un menú
en una carta. Que este acto haya sido soñado acentúa aún más esta búsqueda de
elegancia que hasta atraviesa lo más inconsciente, que es el mundo de los sueños.
A los Famas (a los de
Cortázar, y a los de Buñuel) les gustan los caminos rectos para ahorrar tiempo
y llegar lo más rápido posible. Se sienten seguros controlando el tiempo
cronológico y eludiendo todo aquello que no haya sido programado con antelación.
Necesitan anticiparse, siempre llegan puntuales, aunque nunca lleguen a ninguna
parte adonde nunca pasa nada. No soportan lo incierto, lo sinuoso, lo
inesperado. Son meticulosos y obsesivos siempre en cuestiones inconsistentes y
superficiales. Todo es apariencia pura. Esconder sus emociones y todo tipo de
sentimientos, sensaciones y pasiones es un factor común a todos los personajes.
Sólo puede -a penas- desprenderse de este hilo conductor el personaje femenino
más joven. Es por eso que ella es la más expresiva de todos los personajes y es
la que se desborda y rompe con las normas de elegancia y discreción: se
emborracha, vomita, alza la voz, se malhumora y manifiesta una actitud de
desparpajo, de impertinencia, de rebeldía. Más allá de lo actitudinal, siempre
es ubicada discriminadamente en el plano. Sin duda la escena que sintetiza esto
es aquella en la que los seis personajes protagónicos caminan en medio de una
ruta, de una carretera y no llegan a ninguna parte. Acá también el personaje
“menos fama” está diferenciado. Siempre está más atrasada en la caminata (y en
todos los lugares). Da la impresión que quisiera salirse de su lugar, correrse
de donde se encuentra. ¿Habrá que suponer que Buñuel la elige por su edad, (es
la más joven) como una representante de la esperanza, de que esta misma clase
se haga finalmente agua o se resquebraje, o se vulnere por la rebeldía de sus
más jóvenes? ¿Será que se propone que el germen de la “destrucción” de la
burguesía está en el seno de la misma? ¿Y será que son (como siempre) los más
jóvenes los llamados a subvertir el orden de cosas? Esta escena, además, se
alterna en diferentes momentos del relato y siempre expresa lo mismo: un camino
incesante hacia ningún lugar. Es la gran metáfora de la película y es la materialización
en imágenes de lo que se pretende criticar. Si bien todas las situaciones en
las que son puestos los personajes ridiculizan los intereses, los problemas,
las inquietudes y las preocupaciones de la burguesía, es esta escena la que
sintetiza todo ese arsenal de absurdos, apariencias y sinsentidos: un desfile
(literal) hacia ningún lugar. La nada como punto de llegada.
Drácula for dummies. Drácula
3D. Dirección: Dario Argento. Italia-Francia-España, 2012. Basada en la novela homónima de Bram
Stoker. Guión: Dario Argento, Enrique
Cerezo, Stefano Piani, Antonio Tentori. Elenco: Thomas Kretschmann,
Marta Gastini, Asia Argento, Unax Ugalde, Rutger Hauer, Miriam Giovanelli, Maria
Cristina Heller, Giuseppe Lo
Console. Por Nuria Silva: Crítica Cinematográfica, actriz, bailarina,
cantante, poeta, clown y fotógrafa. La reseña fue publicada por primera vez en HACERSE LA CRÍTICA (http://hacerselacritica.blogspot.com.ar/)
Qué sé yo. Hay directores a los que uno tiene
ganas (o siente que debe) defender. Resulta que sí, que Drácula, de Argento, es pésima,
pero algo tiene y es estrictamente necesario verla como corresponde para poder
apreciarlo. Al principio hice trampa, lo confieso. Como iban y venían
incansablemente con las privadas y el estreno, la terminé viendo online. En realidad, la terminé
viendo después de tres intentos. La primera vez me pareció divertido el inicio,
pero pasados unos pocos minutos no pude contra el estado soporífero que me
generaba. La segunda vez llegué un poco más lejos, pero sin aproximarme a la
mitad todavía. La tercera fue la vencida, más por las circunstancias dadas que
por voluntad propia. Llovía a cántaros y sin internet ni cable no tenía mucho
por hacer, así que me decidí a darle esa última oportunidad. Justamente, me
pareció una película para ver cuando no hay nada que hacer, ideal como relleno
televisivo de fin de semana o para estos benditos cortes, o cualquier situación
semejante. Eso me entristeció, claro que sí, porque quiero muchísimo a Dario
Argento, que desde hace años me enloquece con sus festines de sangre y colores
y depravaciones varias. He defendido a capa y espada todos sus trabajos, porque
su cine me invitaba a jugar y eso me fascinaba. Con Drácula, sin embargo, triunfó
el desgano. Obviando alguna que otra escena en la que ese espíritu juguetón se
asoma –con el estilo Argento, nunca tan sofisticado como Bava ni
tan retorcido como Fulci-, todo lo demás me resultó chato.
Pese a todo, cuando finalmente anunciaron la
función privada a razón de su inminente estreno, decidí verla por cuarta vez,
pero en pantalla grande y con el bendito 3D (que de por sí no es de mi agrado).
No voy a mentir, no es que la película milagrosamente se haya transformado en
una obra maestra. Es uno de los peores trabajos del tano, si no el peor, pero
ciertamente el artificio digital y la magnitud de la pantalla de cine le juegan
muy a favor. El plano secuencia inicial, bastante burtoniano, crece
notablemente en impacto. Por otro lado, la espuria peculiaridad de la puesta en
escena pareciera ostentar una extraña mezcolanza entre el estilo de las viejas
producciones de la Hammer y el de las porno italianas
argumentales de Mario Salieri, característica que, en cierta forma, se ve
afectada negativamente por el uso del 3D en muchos planos, especialmente los de
establecimiento (me refiero a los planos que nos muestran, por ejemplo, el
frente del castillo o paisajes), que se ven baratos, irrisorios, y chocan con
las escenas en interiores que tienen un mejor nivel, sobre todo en términos
fotográficos.
Drácula no está mal filmada,
su rasgo más desfavorable radica en la elección y dirección de actores. La forma
en que son presentados los personajes principales está tan remarcada que a uno
le da la sensación de estar frente a un Drácula for dummies. La aparición de
Jonathan Harker (Unax Ugalde) ralentiza el ritmo del relato, y la posterior
entrada de Mina (Marta Gastini) termina por socavar todo lo construido hasta el
momento. Que Harker se vea desdibujado por las fuertes personalidades de los
demás protagonistas masculinos de la historia -el propio Drácula (un no tan
potente Thomas Kretschmann) y Abraham Van Helsing (el viejo y querido Rutger
Hauer)- es de esperar, pero que Mina prácticamente ‘desaparezca’ aun estando
presente en pantalla, es un desacierto inaceptable. La interpretación de
Gastini es insípida y se pierde ante la innata perversión de Asia Argento como
Lucy, y la lascivia exacerbada de Tania, la víctima/amante/vampiresa del Conde,
interpretada por Miriam Giovanelli, una pésima actriz con notables dotes
físicos que lo perdonan todo. Fue un hecho ineluctable: cada vez que Mina
aparecía en pantalla, esta servidora se veía abatida por una profunda modorra.
Por esto mismo la relación entre ella y el Conde carece de atractivo, casi que
no hay relación en absoluto. No hay nada en ni entre esos cuerpos.
Voy a evitar caer en un análisis comparativo
entre esta versión, la novela original y otras adaptaciones cinematográficas,
simplemente porque si no fuera por el estancamiento que la película sufre en su
parte media (¿Argento ensayando algún tipo de solemnidad?), bien podríamos
estar frente a una parodia más que a una adaptación, sensación que termina por
ratificarse en una de las metamorfosis más estrafalarias de Drácula sobre el
final de la película. Es en esta última parte que Argento reemprende su
impronta sanguinaria extravagante y absurda, pero sin lograr contentar del todo
las expectativas de aquellos que supimos reverenciarlo.
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