Publicación bimestral. ISSN Nº1851-4855. Año 9 Número 49. Dedicado a la 30ª ed. Festival Internacional de Cine de Mar del Plata.
Este es el romance de Lucas y Ludmila,
de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más. Lu-Lu. Dirección: Luis Ortega. Argentina, 2014. Guión: Luis Ortega.
Elenco: Nahuel Pérez Biscayart, Ailín Salas, Daniel Melingo, Carola Leyton,
Pompeyo Audivert, Laila Maltz. Por Candelaria Barbeira: Licenciada en Letras,
UNMdP.
Recuerdo que robamos bicicletas,
recuerdo que las cambiamos por pepas,
recuerdo que recorrimos la ciudad,
no había más testigos de nuestra amistad
que un travesti que apodaban Leo Dan […]
y bailo bang bang bang Leo Dan.
Luis Ortega, “Leo Dan”, Entro igual
El romance de Lucas y Ludmila
“No te sientes en un hormiguero porque
el hombre hormiga no te va a hacer el amor, te va a picar la cachufleta, te va
a pedir un té de bombacha sucia, que es rico pero no se lo merece. Esperemos un
hombre que no sea hormiga” le dice Ludmila Vieytes a su hija bebé en el
cortometraje Ludmila en Cuba (Ortega,
2013), antecedente de Lu-Lu. De ese
personaje quedará una silla de ruedas, un bebé, cierto bailar, uno o dos
nombres propios, la misma actriz, un pie en el desequilibrio. El “hombre
hormiga” de alguna forma deviene en Lucas, la otra parte del binomio Lu-Lu, porque el título de la película
parece un apodo pero no es, o por lo menos no designa una persona sino la
pareja formada por Lucas y Ludmila.
Ella (Ailín Salas) tiene alojada en el
cuerpo una bala que, quieta, puede cumplir su destino de bala en cualquier
momento. Él (Nahuel Pérez Biscayart) pasa los días en la caja de un camión
conducido por “Hueso” (Daniel Melingo), recolectando restos de carnicerías y
frigoríficos. A cada personaje es posible asociarle un objeto, por no decir su
juguete personal: Lucas, su arma; Ludmila, la silla de ruedas que no necesita;
Hueso, su clarinete. De a poco nos enteramos que ella dejó la casa familiar por
el problema de salud del padre, entonces vive con Lucas, que va y viene entre
ausencias prolongadas y presencias de desborde. Por momentos fantasean con un
hogar, con bebés, con un mundo adulto y estable, pero la vida resulta otra
cosa. Retomando los personajes de la segunda película de Leonardo Favio, Lucas
sería un Aniceto pasado de rock; Ludmila, una Francisca pasada por punk.
Créditos
¿Qué decir de un director que incluye
en una de sus películas a su madre, en otra a su hermana, en dos a su novia, en
todas a sus amigos? Desde un principio, nada bueno. Desde las películas de Luis
Ortega, que toma lo que encuentra y hace lo que quiere. Y encima le sale bien.
Como gotas de aceite en la sopa, todos los puntos terminan por reunirse en el
universo Ortega, del cine a la televisión, pasando por la música y el entorno
personal, por todas partes todo se cruza, hasta en guiños y cameos, que si en
el frenesí del Festival no se corroboran en los créditos, van a quedar en
intuiciones.
Ailín Salas (presente en esta edición
del Festival también en Eva no duerme
y Ónix) tiene veintitrés años y
veinte películas en su haber. Como si fuera poco, a esto se suman trabajos en
teatro y varios más en televisión: ya nadie debería preguntarse quién es esa
chica de voz grave, rulos herejes, ojos rasgados y fuerza suave. A su vez, Nahuel
Pérez Biscayart desde el cuerpo desgarbado proyecta un brillo de alto voltaje.
Si en las últimas décadas se instaló en el cine argentino un estilo de
actuación que indaga en lo mínimo: miradas, silencios, gestos esbozados, Pérez
Biscayart trae a sus interpretaciones un trabajo físico que nos recuerda el
cine mudo (hay quien lo comparó con Buster Keaton) pero también la cinética
teatral (recuerdo haberlo visto, brillando desde hace mucho, en una puesta de Los padres terribles de Cocteau).
Melingo sincroniza bien su personaje con el aura linyera de su imagen musical.
Un Pompeyo Audivert contenido y preciso, Laila Maltz (vista en Tiempo libre, por la Untref) y Carola
Leyton, segunda esposa de Favio (su participación resulta un temprano homenaje
póstumo), completan, sin agotarlo, el elenco.
Dos escenas
1. Un grupo de ciclistas gira en el
orden geométrico de un velódromo. Ludmila cruza la pista en su silla de ruedas,
busca caos. Sobre las piernas que finge paralíticas sienta a su hermano menor y
dan una vuelta. Después, desde arriba de las gradas, tiran la silla de ruedas y
miran cómo cae hasta abajo. Fotografía, montaje, música: aplausos.
2. Allanamiento. Arresto. Un policía
toma en brazos un bebé desamparado. Le habla mientras lo acuna para calmarlo.
Lo ubica en el asiento trasero del patrullero. Le pone el cinturón de
seguridad. Toma su arma reglamentaria. Le saca las balas. Se la da al bebé,
para que juegue.
Espacio al
margen
El espacio de Lu-Lu es rotundamente urbano: calles, plazas, hileras de cortinas
metálicas cerradas a la noche, mercados comunitarios, monoblocs, subtes, un
“chorilonga” de la calle Corrientes y un bar nocturno que bien podría ser una
versión pesadillesca de la Perla del Once. La acción y la cámara mantienen el
movimiento, recorren Buenos Aires por el camino de “lo marginal”, en la
vertiente trabajada por Adrián Caetano y Bruno Stagnaro en las dos escalas de
la pantalla; asociación no casual si tenemos en cuenta que en breve Ortega va a
estrenar El marginal, serie que, por
lo que anticipa la sinopsis, se ubicaría argumentalmente en el linaje de Okupas, Tumberos y también Sol negro.
Por retratar el margen, se comparó Lu-Lu con el cine de Glauber Rocha. Por
la toma del espacio público por parte de la juventud, con el de Godard. También
podría leerse esta última asociación desde la frontera borrosa entre el delito
y la travesura, cometida sin móvil y sin medir las consecuencias, como lo hacen
Lucas y Ludmila, o la simpatía por los bandidos que se ve una y otra vez en un
televisor, en una especie de tereré-western
que podría tener perfectamente a Mate Cosido (o a un músico de Ortega) como
protagonista.
La periferia, lo que queda al margen,
a veces pasa por el centro, encuentra un hueco, se queda ahí. Ludmila se va de
Villa Lugano (“Monobloc 7, piso 7, departamento B”) para vivir con Lucas en un
espacio más parecido a un armario para escobas metido en el pasto de Recoleta
que a una casa o casilla. Un rincón disimulado en Parque Thays, donde antes
supo estar el Ital Park, es ahora el lugar donde los dos buscan divertirse con
lo que los rodea, como los nenes juegan con llaves y tapitas porque no
diferencian un objeto cualquiera de un juguete. Cerca, vemos con insistencia la
escultura de un torso masculino creado por Botero, donde las balas rebotan,
pareciera, no por la consistencia del material sino por el músculo de la forma.
Es inevitable pensar que a metros de los espectadores, afuera del flamante cine
en el que pasan la flamante película, hay otro flamante Botero, pero el de las
mujeres blandas, plácidas, curvilíneas.
Bailar,
bailar
La primera canción que suena en la
película, cuando arranca el camión con Lucas sentado en la caja, es “Salgan al
sol” de Billy Bond y la Pesada, con el sello inconfundible y que tan bien le
queda al paisaje urbano de Javier Martínez. En la película se hace música:
Melingo usa una boquilla como corneta, toca el clarinete, canta en un antro
lleno de gente de dudosa felicidad; Ailín Salas hace sonar la armónica casi sin
darse cuenta, mientras trepa por las raíces de un árbol; un nene toca en la
flauta dulce una canción de Soledad Pastorutti. En la banda de sonido (también
Melingo) entra perfectamente una canción de Lhasa de Sela, una de Nene Malo y
“En un bosque de la China” (coyunturas: difundida por Hugo del Carril).
Hay escenas de baile antológicas. Del
cine argentino reciente elegiría las de Rejtman y las de Los paranoicos; de la década que estamos promediando, las de Lu-Lu: Lucas bailando sobre el mostrador
de la farmacia que asalta (no para llevarse efectivo sino “cosas ricas”); Lucas
y Ludmila bailando en la vereda, cámara fija, recortados sobre el horizonte de
una tormenta inminente; Ludmila bailando reggaetón en un supermercado chino,
cargando un bebé y un sachet de leche. Bailar es goce, bailar sin coreografía
lo es más, bailar a solas es intimidad pura, bailar en la violencia es el
corazón de lo salvaje. Vale mencionar dos escenas televisivas de Ortega: la de
las hermanas Puccio bailando “La grasa de las capitales” delante de su familia
enmascarada (Historia de un clan); la
escena descartada (ver Youtube) de un unitario sobre la Noche de los Bastones
Largos en la que, después de repartir terror, reprimir y destrozar lo que lo
rodea, el personaje de Luis Machín baila y hace bailar su bastón lentamente, al
sonido de una chanson.
Común y
especial
Luis Ortega se presenta como un
seguidor de Favio, no hay sorpresa: le dedica su segunda película, donde
apostaba a la saturación de colores, la atmósfera surrealista, la poesía
visual. En Lu-Lu predomina el
realismo del gris porteño, una cámara que disimula su intervención para llevar
la atención a lo que capta la lente. Hay, sí, ciertos artificios de “cine de
autor”: en algunos casos salen bien; en otros, no tanto (un caballo, en
afectado paralelo simbólico con Lucas, queda en offside cuando los dos terminan, literalmente, bebiendo de la misma
fuente). La buena noticia es que Ortega se va acercando a unir lo que se
considera “de culto” y la llegada a un público general.
Unas pocas
cosas más
Internet Movie Database (la plataforma
virtual en que el público da puntaje a las películas), la califica con 5.6
puntos. No hay que negar la estadística, pero podemos discrepar. Aunque en la
segunda mitad pierda algo de fuerza y los momentos deslumbren más que la suma,
en una estructura que no termina de contener y dar forma, vale la pena ver Lu-Lu.
Esta es la sexta película de Luis
Ortega; las anteriores son Caja negra
(2001), Monobloc (2004), Los santos sucios (2009), Verano Maldito (2011) y Dromómanos (2012). Por sincerarme voy a
aclarar que de esas cinco, hay tres que no vi y una que está en mi lista de
películas favoritas. Se anunció (previa revisión del montaje) el estreno
comercial de Lu-Lu para marzo de
2016. Mientras tanto, es imposible conseguir las otras fuera de los festivales
y lejos de las salas del Incaa y del Malba, ni siquiera con los sortilegios de
Internet. Favio ya hubiese habilitado un enlace de descarga.
Cuéntenla
como quieran. Kryptonita. Dirección:
Nicanor Loreti. Argentina, 2015. Basada en la novela homónima de Leonardo
Oyola. Guión: Nicanor Loreti y Camilo De Cabo. Elenco: Diego Velázquez, Juan
Palomino, Pablo Rago, Lautaro Delgado, Diego Cremonesi, Diego Capusotto,
Sebastián De Caro, Nicolás Vázquez, Carlos Carcacha, Sofía Palomino y Susana
Varela. Por Mariana Castro [Profesora en Letras por la UNMdP. Se desempeña en
Nivel Secundario, Terciario y Capacitación docente. Vicepresidenta de la ONG
Jitanjáfora].
Las
adaptaciones cinematográficas de novelas siempre son un desafío, para los
cineastas y para los espectadores. El film Kryptonita logra un relato
con identidad, ritmo y potencia. Respetando el lenguaje del séptimo arte pero
cuidando la fidelidad al texto de Leonardo Oyola, plantea una historia
contrafactual en la que, justicia poética mediante, los protagonistas de
blockbusters norteamericanos cobran vida en una banda de La Matanza durante una
noche donde la justicia la liga, en claro juego de palabras con la
conocida liga de la justicia.
La
novela homónima [Mondadori, 2011] parte de la premisa de imaginar qué pasaría
si Superman, en vez de caer en un campo de Estados Unidos, hubiera tocado
tierra en el conurbano bonaerense. De este modo, surgen Nafta Súper y su banda
de amigos. Desde la mirada del Tordo, médico nochero del Paroissien,
atravesamos una guardia en el hospital donde preservar la vida del líder es
tarea de vida o muerte para el doctor y la enfermera de turno. Numerosos
flashbacks, alusiones a la historia, la música y la televisión, así como un
alto contenido social y crítico enriquecen esta historia narrada con destreza,
pasión y potencia por Oyola. Y, en la película, este tono narrativo se mantiene
sin la ambición desafortunada de abarcarlo todo que muchas veces nos lleva a
ver adaptaciones extensas y vacías, pero con la acertada decisión de aprovechar
los recursos visuales al máximo en función del relato y elevando el guión a un
lugar protagónico. El trabajo en equipo entre director, escritor, técnicos,
actores y actrices se nota y mucho.
Una
parte abandonada del original Hospital Paroissien de Isidro Casanova sirve como
set de grabación para el encuentro donde se concentra la acción. En el medio,
el cuerpo inconsciente de Nafta Súper [Palomino] y alrededor sus secuaces:
Ráfaga [Flash; Cremonesi], El Faisán [Linterna Verde; Vázquez], Lady Di [Mujer
Maravilla; Delgado], entre otros. La cámara se mueve al ritmo de las miradas
que atraviesan al Tordo [Velázquez] y Nilda, la enfermera, [Varela] bajo la
presión. El tono azulado domina la escena, donde yace también un pibe que fue
linchado y luego abandonado por policías que invitan a abandonar la tarea de
salvarlo.
Con
el correr de la noche, se van sumando compañeros de andadas a la escena y los
guiños al comic aumentan en función de los flashbacks recurrentes. El fede, Federico,
oficial de la policía federal [Batman; Rago], Ráfaga, Lady Di y El Faisán se
convierten así en narradores que traen a la sala de emergencias historias
vividas en el barrio. Cada recuerdo está sesgado por una dominancia del color
que identifica a su narrador, contraste que se mantiene en todo el film
favoreciendo una estética que se acerca a la ilustración propia de las
historietas. Los efectos especiales en explosiones, rayos y burbujas aislantes
favorecen esta construcción coherente que atrapa y entusiasma desde la
identificación y la posibilidad de sentir propio lo que tantas veces consumimos
importado.
La
película se acerca directamente a la ciencia ficción a diferencia de la novela
que deja abierta la posibilidad de una lectura realista o una “superpoderosa”.
Mucho del contenido social queda en el camino, no por cuestiones ideológicas
sino, entiendo, del medio. No obstante, el relato se mantiene fiel en su
selección y dependerá del espectador la decisión de hacerse el distraído y
reírse con la gran cantidad de gags y referencias presentes o, hacerse cargo
del cross a la mandíbula que el argumento propone.
En
un fragmento que el guión respeta textual, el Faisán dice:
Cuéntenla
como quieran. Que somos dioses, que somos hombres, que somos buenos, que somos
malos... Pero que se entienda que no somos fantasía. Que somos realidad. Y que
aunque busquen copiarnos nosotros no andamos en pose porque somos los
originales. Somos auténticos, man. Doña: nosotros somos de verdad.
El
peso de esta historia y sus personajes está en su fuerza realista, más allá de
sus potenciales superpoderes o el lenguaje, cinematográfico o literario, en el
que se relaten sus andanzas. Las dos versiones tienen peso específico que vale
la pena conocer. Miren la película y lean la novela. El orden de los
factores, en este caso más que en otros, no altera el producto.
Una ambigüedad prometedora. Camino a La Paz. Dirección: Francisco
Varone. Argentina, 2015. Guión: Francisco Varone. Elenco: Rodrigo de la Serna,
Ernesto Suárez, Elisa Carricajo, María Canale. Por Keila Del Fiore: Estudiante
de la carrera de Letras, UNMDP.
Tal como anticipa el título, la
película hace foco en el camino. No se trata de un camino habitual, frecuente,
común. Muy por el contrario, el camino es lo nuevo, lo inesperado, lo
gratificante al fin. Los personajes centrales – Sebastián (Rodrigo de la Serna)
y Jalil (Ernesto Suárez) – construyen una ruta perfectamente delineada y, a su
vez, desconocida. ¿El destino? La Paz. Sí, desde el comienzo, el título plantea
una ambigüedad prometedora. La Paz, ciudad de Bolivia, constituye el punto de
llegada del viaje emprendido. Así también, resulta inevitable la reminiscencia
advertida hacia el vocablo “paz”. Sin ánimos de restringir las
interpretaciones, Francisco Varone – en debate propuesto al finalizar la
proyección en el 30ª Festival Internacional de Cine de Mar del Plata – comenta
que la paz como final del camino
puede ser entendida de este modo si así algún espectador decidiera verlo. Desde
mi perspectiva entonces, la alusión más que ineludible, se torna necesaria.
La película inicia en Buenos Aires.
Relata la aventura que emprenden dos hombres que se encuentran en alejados
momentos de la vida. Sebastián, un joven de aproximados 30 años, se muestra un
poco perdido. Se descubre sin trabajo, en pareja con una mujer recientemente
despedida y con un teléfono que no para de sonar con pedidos de una antigua
remisería. La situación no parece ser la esperada. Casi sin planearlo,
Sebastián decide un día tomar uno de los pedidos y poner a andar uno de sus
objetos más preciados: el Peugeot 505 que su padre le dejó.
Jalil, por su parte, es un hombre
mendocino, practicante de la religión musulmana, de edad avanzada y enfermo de
los pulmones. El encuentro entre ambos se produce a partir del nuevo empleo
conseguido por Sebastián, quien se convierte en chofer de un remis. Jalil
solicita sus servicios varias veces para recorridos dentro de la ciudad. Para
sorpresa de Sebastián, el siguiente viaje ya no sería de unas cuadras, sino de
varios kilómetros.
A lo largo de los 3000 km que deben
transitar entre la ciudad de Buenos Aires y La Paz, intervienen diversos
personajes: una pareja de perros amistosos, una viajera a la que deciden
llevar, vendedores ambulantes y hasta un grupo de musulmanes en pleno ritual.
El viaje en auto permite que el conocimiento entre ambos se desarrolle de
manera apacible y placentera. El acompañamiento de la música de Vox Dei resulta
acertado. Las rutas se llenan de intercambios interesantes, llamativos y
cargados de un humor inocente. La presentación de un hombre musulmán se
configura – sin dudas – como un aporte por demás interesante. La interacción
entre los personajes se contagia así de un condimento especial. Lo que separa a
Sebastián de Jalil no es sólo una cuestión de edad. Hay todo un universo
desconocido: el mundo musulmán.
Comer ajos para vivir más, cortar
una cuerda que ata el pasado, atravesar la caótica Villazón boliviana son, de
este modo, alternativas nuevas que Sebastián puede – y desea – optar. En
definitiva, podemos pensar que la película logra mostrar entonces el camino de
dos hombres. Uno se dirige hacia La Paz, el otro hacia la paz.
Cine resistencia: una
película para el proyecto de identidad latinoamericana. El abrazo de la serpiente. Director: Ciro Guerra. Colombia, 2015.
Guión: Jacques Toulemonde, Ciro Guerra. Elenco: Brionne Davis, Nilbio
Torres, Antonio Bolívar, Jan Bijvoet, Nicolás Cancino, Yauenkü
Migue, Luigi Sciamanna. Por Franco Denápole: Estudiante de la carrera de
Letras, UNMDP.
Theodor Koch-Grünberg,
etnólogo alemán nacido en 1872 realizó en 1924 una expedición al Amazonas de la
que nunca regresó. Richard Evans Schultes, 20 años más tarde, viajó a la
misma región para estudiar variedades de caucho útiles para su utilización en
la Segunda Guerra mundial, por parte del ejército estadounidense. Ciro Guerra
cuenta ambas historias en paralelo, mediante una alternancia de dos núcleos
narrativos separados en tiempo pero unidos por las espejadas aguas del
Amazonas. El guion del colombiano adapta los diarios de viajes de ambos
expedicionarios, pero narra desde otra posición, recuperando la cultura de los
pueblos amazónicos, sepultada tras los delirios de las misiones y las
caucherías. Cruzando ficción y realidad, el filme hace penetrar lo maravilloso
a través de la sabiduría indígena. La dimensión del sueño, que posee un papel primordial
en las creencias autóctonas, se manifiesta como espacio de devenir, que abre un
puente entre lo uno –los protagonistas blancos- y lo otro –el espíritu de la
selva, la serpiente milenaria del mito nativo del origen.
Lo que salta a la vista inmediatamente a la hora de
enfrentarse a este filme, es su calidad y profundidad estética, sostenida por
un pilar fundamental: la convivencia de una doble categoría tiempo-espacial.
Por un lado, el viaje de los expedicionarios marca el ritmo narrativo de un cronotopo
del camino: no un caballo, sino una una canoa, que sigue el Amazonas guiada por
la cadencia de sus olas y por la respiración de la selva, transporta a los
protagonistas. En cada parada se da un episodio particular que funciona
descolocando a los no nativos, enfrentándolos a una alteridad radical, ante la
cual se desmontan y se recomponen. Se da un fenómeno de desarticulación y
rearticulación de la consciencia: la metáfora del camino funciona en este caso
simbolizando el proceso de mutación que produce el contacto dialógico con lo
otro. A medida avanza la historia –progresa el tiempo, se traslada la canoa-
crece un conflicto dentro de la mente de los dos hombres blancos: recordar su
vida en civilización y aferrarse a sus objetos mundanos –reterritorializar,
según el concepto de Gilles Deleuze- o responder el llamado selvático y
perderse a sí mismos en un movimiento de fuga, o desterritorialización. Para
Karamakate, el indígena que acompaña a ambos expedicionarios en dos etapas
distintas de su vida, ambos deben despojarse de los objetos -¿del deseo?- para
dejar de ser un chullachaqui, o
cuerpo vacío que yerra sin destino. La renuncia que exige la sabiduría indígena
implica, en cierto punto, la destrucción del doble. Con la intrusión de la
muerte entra en juego un segundo cronotopo: el del umbral. El viaje a una
región desconocida, que se construye mitológicamente como dimensión
maravillosa, se figura para los dos aventureros como un viaje hacia la muerte y
la nueva vida. Koch-Grünberg, incapaz de olvidar su vida en sociedad, conserva
sus pertenencias, imposibilitando el advenimiento de un sueño proverbial e
iluminador. De esta forma, queda estancado (inmovilizado, anquilosado en una
posición estática) y muere en la selva. En cambio, hacia el fin de su viaje, el
personaje de Schultes se conecta en un nivel espiritual y metafísico con la
naturaleza, y atraviesa el puente que une la energía mística de la creación –el
mito de la serpiente- y la materialidad del cuerpo. Su muerte-en-vida marca el
principio de un renacer purificado.
En una entrevista con Revista Arcadia, el director
cuenta que quería “hacer una película que
descubriera el alma profunda de una inmensa zona geográfica de Colombia, una
región que, para muchos, pareciera ser otro planeta” (http://www.revistaarcadia.com/impresa/cine/articulo/la-nueva-pelicula-ciro-guerra-el-abrazo-serpiente/39963).
En efecto, y como hemos dicho, uno de los temas principales del bellísimo filme
de Guerra es el conflicto entre lo uno y lo otro, representado en este caso, por
la relación entre los indígenas y los forasteros –en donde funciona
excepcionalmente el contraste de lenguas: el alemán y el inglés, el español, y
el autóctono. En oposición a las películas de Werner Herzog –Fitzcarraldo o Aguirre, the Whrath of God- que presentan una visión colonialista,
propia de la percepción europea, El
abrazo de la serpiente adopta la posición de lo otro, y contiene, tanto en
su forma como en su contenido, la cultura amazónica. El filme, protagonizado
por indígenas autóctonos –pues, como dice el director, es más fácil enseñar a
un indígena sobre cine que enseñar a un actor a representar a un indígena- no
es valorable solo en tanto largometraje de gran coherencia estética, sino
también como proyecto político/ideológico: de realizar un cine atravesado por
un sentir-distinto, un sentir minoritario. En este sentido, su película se
conforma como lo que Deleuze llama un bloque de devenir. Específicamente, como
lo que podríamos denominar un devenir-amazonas: entrar en la selva, dejar que ella
fragmente nuestro modo de percepción habitual, perderse en la inmensidad de esa
serpiente gigante que es el río. En otras palabras, su acierto más grande no es
su capacidad de captar la selva desde un punto de vista cinematográfico, sino
entender el cine desde un sentir-selvático: concebir un cine-otro, cine
autóctono o cine menor, que carga con los afectos del misticismo aborigen, sin
reducirlo a una categoría superficial, o condenarlo a una posición secundaria.
Como cuenta Antonio Bolivar, quien interpreta la versión anciana de Karamakate,
en una conferencia de prensa posterior a la proyección del filme, el objetivo
principal de la película es recuperar una cultura –una cosmovisión, una forma
de ver, un devenir- a través de la memoria, y dejar como legado la cuestión del
origen. En el filme, hay algo que insiste,
desacomodando al sujeto, atravesando el espeso tejido simbólico que ha
engendrado para él la civilización. La instancia de efectuación de esta ruptura
es el sueño. Lo onírico funciona como umbral, espacio de muerte y renovación, y
territorio-otro donde ese sentir-indígena, reprimido por la lógica europea,
emerge. Desde esta perspectiva, el largometraje en cuestión se erige como una
pieza audiovisual de resistencia, invaluable para el enriquecimiento de la
identidad latinoamericana.
Un entramado de secretos. El odio automático (The automatic hate). Dirección: Justin Lerner. EEUU, 2015. Guión: Justin
Lerner, Katharine O'Brien. Elenco: Joseph Cross, Adelaide Clemens, Deborah Ann
Woll, Richard Schiff, Ricky Jay, Yvonne Zima, Vanessa Zima, Catherine Carlen,
Caitlin O'Connell, Matthew Fahey, Elvy Yost, Brooke Stone. Por Linda Carolina
Evans: Estudiante de la carrera de Letras, UNMDP.
Con respecto a The automatic hate dirigida por Justin Lerner estamos frente a una
comedia “naif” protagonizada por la hermosa Adelaide Clemens (Alexis) y por
Joseph Cross (Davies). La historia, al
principio sutil y delicada, gira entorno a un secreto familiar que sale a la
luz a partir de la aparición de Alexis en la vida de Davies. Él encarna el
papel de un apasionado chef de Boston que tiene una relación con su novia
Cassie (Deborah Ann Woll) donde en la primera escena que se nos presenta, ella
parece sufrir la violencia de Davies. Luego con el correr de la película nos
damos cuenta de que Davies “no mata una mosca” y en realidad ella tuvo un aborto
razón que la afectó mucho tanto a ella como a su relación. Vemos como en la
película, un entramado de secretos, se van develando uno a uno al transcurrir
el film.
Pero la trama principal se encuentra
en el secreto familiar que ha dividido a dos hermanos: Ronald, padre de Davies (Richard Schiff) y Josh
(Ricky Jay), hermano de Ronald y tío “desconocido” de
Davies. A partir de la pelea de ambos hermanos las familias se distancian y no
vuelven a saber una de la otra hasta que, luego de investigar lo suficiente
Davies descubre que efectivamente Adelaine era su prima. A partir de la nueva
revelación Davies descubre un mundo desconocido para él: la familia. Sí bien él
tenía una compuesta por su padre, profesor de Psicología, y por su madre, no
tuvo ni hermanos ni primos. Por ello cuando descubre parte de la familia que desconocía,
se traslada junto con Adelaine para “redescubrirse” y conocer parte de su
linaje. El secreto lleva a esta dupla a relacionarse cada vez más, hasta
terminar teniendo una relación clandestina que los conecta mutuamente. A partir
del hallazgo de un artefacto que transmite una cinta casera, ambos encarnan el
rol de detective que atrapa al espectador para conocer ese famoso secreto. A
partir de la transmisión de la cinta, con el protagonismo de los hermanos
distanciados, se descubre que los ha separado: una mujer. Por momentos
trágicos, la muerte del padre de Ronald y Josh, que una a ambas familias pero a
su vez las desune, la película te sumerge en el mundo del misterio familiar de
manera fantástica.
Sangre negra o cuando coproducir con
Estados Unidos no implicaba imperialismo cultural. Sangre negra (Native Son).
Dirección: Pierre Chenal. Basada en la novela homónima de Richard Nathaniel
Wright. Argentina, 1951. Guión: Richard Nathaniel Wright, Pierre Chenal.
Elenco: Richard Wright, Gloria Madison, Willa Pearl Curtis, Nicholas Joy, Ruth
Robert, Charles Cane, George D. Green, Jean Wallace, George Rigaud, Leslie Straugh,
Lidia Alves, Charles Simmonds, Antonio Merayo. Por Darío Lavia: Webmaster de
http://www.cinefania.com. Lic. en comercio internacional).
Sangre negra, o Native Son, en su título original, fue, en un principio, una novela
del cuentista y novelista de color Richard Wright, que en su época ganó
notoriedad no solo por el tema tabú que era eje del relato, sino también por la
inteligencia de su planteamiento (no era la típica protesta contra el injusto
trato de los blancos a los negros precisamente). Publicada en 1940, Wright co
escribió una versión teatral, que fue llevada a Broadway por el excelente actor
Canada Lee. En Buenos Aires la obra tuvo una fuerte repercusión, gracias a
Narciso Ibáñez Menta que, caracterizado con el cuerpo pintado de negro, logró
un gran suceso a mediados de los '40. Finalmente la versión cinematográfica,
llegó pero en forma de coproducción entre la principal productora argentina y
Classic Pictures. Estrenada en Buenos Aires con una duración de 104 minutos, la
película tuvo una breve carrera en Estados Unidos, país donde no solo los
prejuicios raciales sino también la intolerancia sobre el tema del comunismo,
le impusieron casi media hora de cortes. Debido a esta condición o bien al
protagonismo del propio autor (cuyas dotes actorales no estaban a la altura de
sus virtudes literarias, pero que sin embargo logra momentos lúcidos) y, sin
duda alguna, al origen no norteamericano de esta producción, la película ha
cosechado comentarios muy negativos a lo largo del siglo, incluso de críticos
muy capacitados.
El filme se centra en el joven Bigger Thomas
(Wright tenía 42 años de edad al momento de la película), que trata de ganarse
la vida como chofer al servicio de una familia de ricos. Una noche lleva a dar
un paseo a la agraciada hija (Jean Wallace). El novio de la chica (Gene
Michael), un joven de ideas progresistas, trata de igual a igual al chofer de
color y le obsequia libros de propaganda sobre el comunismo y la igualdad
racial. A la madrugada Bigger lleva a su patrona al hogar y la joven, en estado
de ebriedad, obliga al chofer a llevarla al dormitorio. En ese lugar se sucede
la tragedia, cuando, de manera accidental, Bigger mata a la chica. A partir de
ese momento, todo es vértigo para el protagonista, huyendo, dejando pistas
falsas e incriminando al joven idealista, simulando un secuestro para obtener
dinero y planeando su huida con su novia. No habrá paz para Bigger ni descanso,
frente a la investigación de un detective brutal e intolerante (Charles Cane),
hasta su desesperado intento de escapar, de la justicia y de sus propias
culpas. La película goza de una narrativa dinámica, su director Pierre Chenal
logra momentos visuales soberbios, a través de unos manejos de cámara que
preanuncian la cámara itinerante de Hitchcock en Rear Window (La ventana indiscreta-1954). El clima general (y
actuaciones), nos remiten por momentos al más común y silvestre Film Noir clase
B. Claro, Chenal no es Jacques Tourneur o Robert Wise, acostumbrados a lograr
efectos interesantes sobre un presupuesto y un plantel actoral que Chenal no
puede aspirar. Pero a pesar de que Wright no es Canada Lee, consigue sacar una
interesante secuencia onírica; no obstante carecer de medios materiales, usa
los exiguos decorados y maximiza la utilidad de las sombras (especialmente en
escenas en la que los personajes son alumbrados por velas). En el desenlace, la
película desemboca en un final judicial (es increíble la gran variedad de notas
genéricas, desde el melodrama al thriller, desde el misterio a la persecución
policíaca), en el que hay tiempo para diálogos interesantes y muy maduros con
respecto al tema del racismo.
Nota: La premiere tuvo lugar el 4 de noviembre de 1950
con una versión en 16 mm. en un avión Clipper de Pan American a 6.000 metros de
altura y 500 km/h en vuelo entre Montevideo y Río de Janeiro.
Crónica de un rastreo: la aventura del pensamiento
y la memoria. Rastreador de estatuas.
Dirección: Jerónimo Rodríguez. Chile, 2015.
Guión: Jerónimo Rodríguez. Documental. Por Florencia Inés López: Estudiante de la carrera
de Letras, UNMDP.
Rastreador de estatuas (2015), escrito y dirigido por Jerónimo
Rodríguez, es un documental acerca de la búsqueda, el recuerdo, y la
trayectoria de pensamiento que oscila entre ambos. El recorrido comienza cuando
Jorge, alter ego del director, mira un documental que despierta en él un
recuerdo: la contemplación, años atrás, del busto de un médico portugués en una
plaza de Santiago de Chile. El recuerdo, que se manifiesta en él como una
repentina certeza, lo lleva al deseo de rastrear esa estatua para confirmar y
recrear su propia memoria. La búsqueda,
por supuesto, no se agota en el objeto mismo, sino que tiene que ver con la
validación de un recuerdo y con la recuperación de un momento junto a su padre,
cuando él aún vivía.
Jorge va trazando su
recorrido a través de numerosos parques, estatuas y memoriales, pero el busto
de Egas Moniz se vuelve cada vez más lejano y difícil de encontrar. La búsqueda
no resulta sencilla y acabará convirtiéndose en una verdadera investigación a
medida que el documental avanza: los pocos datos de los que dispone se vuelven
insuficientes y nadie parece conocer la existencia del busto. Las huellas de su
recuerdo, que parecen también diluirse, llevarán a Jorge a cuestionar en más de
una ocasión su propia memoria y la veracidad del recuerdo que dio origen a la
aventura.
Como si se tratara de
un diario o de la crónica del rastreo, el film sigue el “día a día” de Jorge:
sus avances y logros, desplazamientos, reflexiones, pistas falsas e información
suplementaria. El documental, de este modo, avanza simultáneamente en dos
planos: el del desplazamiento físico de Jorge y el de su mente. De hecho, casi
puede trazarse un mapa o un recorrido de pensamiento (no lineal sino rizomático)
que avanza, retrocede y se expande en múltiples dimensiones pero que siempre,
en el fondo, mantiene su motivación inicial: la búsqueda del busto de Egas
Moniz.
La voz en off de Jorge
marca el ritmo del relato y conduce al espectador a través del rastreo. Sin
caer en el ejercicio redundante de contar lo que se ve o mostrar lo que se
cuenta, relato e imagen se complementan y permiten expandir, mediante
asociaciones, la temática inicial. La neurociencia y su padre, la historia
chilena, el fútbol y su vida en Estados Unidos forman parte de la búsqueda de
Jorge del mismo modo en que forman parte de sí mismo y lo constituyen. Las
características de las tomas y la ausencia de Jorge o de otros personajes en
escena refuerzan la sensación de cercanía y facilitan la identificación de
espectador que, inmerso en este rastreo, se siente parte de algo íntimo y por
momentos conmovedor.
De este modo, Rastreador de estatuas se plantea con
naturalidad y simpleza no sólo como la crónica de un rastreo sino también como
la representación de la mente humana. El tono de intimidad y cercanía que se
despliega consigue dejar en el espectador, hacia el final del film, dos
certezas: el reconocimiento de los procesos mentales involucrados en el
recuerdo y la investigación; y el deseo, al igual que Jorge, de encontrar esa
estatua.
En
busca de la identidad. Tres
recuerdos de mi juventud (Trois
souvenirs de ma jeunesse). Director: Arnaud Desplechin. Fracia, 2015.
Guión: Arnaud Desplechin y Julie Peyr. Elenco: Quentin Dolmaire, Lou
Roy-Lecollinet, Mathieu Amalric, Dinara Drukarova, Cécile Garcia-Fogel,
Françoise Lebrun. Por Julio Neveleff: Bibliotecario. Escritor. Gestor cultural.
Actualmente asesor cultural de OSDE Filial Mar del Plata.
Elegida
como film de apertura del 30° Festival de Cine de Mar del Plata, Tres recuerdos de mi juventud propone una mirada a los protagonistas
de la segunda película del realizador: Mi
vida sexual (Comment je me
suis disputé... ma vie sexuelle, Francia, 1996). No es necesario haber
visto este film para disfrutar de Tres
recuerdos..., aunque ambos componen un atractivo fresco
seudoautobiográfico. En la nueva película, Paul Dedalus (interpretado de adulto
por Mathieu Amalric y de joven por Quentin Dolmaire), es un antropólogo de
infancia tormentosa que regresa a Francia luego de haber recorrido países de la
ex Unión Soviética por su trabajo y ciertas afinidades que se revelarán como al
pasar. A su regreso es interceptado por el servicio secreto galo, y deberá
responder a un caso de suplantación de identidad. Superado esto, el film se
sumerge en lo que sería el “tercer recuerdo”: su relación adolescente con la
joven Esther, compañera de estudios de su hermana menor.
Con
reconocidas e inevitables reminiscencias a la literatura y cine franceses
(desde En busca del tiempo perdido a Los
cuatrocientos golpes) y una deuda enorme a la Psicología tradicional, Desplechin
elabora un clásico film de iniciación, en el que el primer amor y la
consumación sexual se enmarcan en los ochenta, con la caída de la Cortina de
Hierro, las drogas, las tensiones de la vida en un pueblo el interior y las
ansias de estudiar en París. Paul conocerá a Esther y establecerá con ella una
relación tormentosa, en medio de sus viajes y con una incesante correspondencia
(en esos años no había celulares...). Ese amor será definitorio para comprender
la personalidad del protagonista.
Desplechin
desarrolla su película adaptándose al ritmo que impone el guión: con brochazos
breves y contundentes para la infancia (padre ausente, hermano protector,
suicidio de la madre); con estética de polar para la excursión a Moscú y sus
consecuencias; y con una mirada ochentosa a la relación con Esther. A pesar de
ciertas reiteraciones que atentan contra el fluir del relato, el realizador
logra captar la atención y va deslizando datos reveladores que contibuyen a
completar el perfil psicológico de Paul Dedalus. Ya que, en fin, todo en esta
obra apunta a una reflexión sobre la adolescencia y la identidad, la búsqueda
de una personalidad que nos defina ante el mundo. Los personajes secundarios
están tratados con sencillez pero no son unidimensionales, lo cual permite que
las diferentes resoluciones de los conflictos resulten veraces. Y la relación
entre Paul y Esther va mostrando facetas complejas hasta la revelación final
(representada a través de imágenes de atractiva poesía), pieza faltante hacia
la mitad del film pero fundamental para comprender que, más allá de las
apariencias, en cada uno de nosotros anida algo que rompe el molde en el
creíamos estar formados.
El doble
de El doble. Dos Rémi, dos (Deux
Rémi, deux). Director: Pierre Léon. Francia-Suiza, 2015. Guión: Pierre
Léon, Renaud Legrand. Elenco: Pascal Cervo, Serge Bozon, Luna Picoli-Truffaut,
Bernard Eisenschitz, Jean-Christophe Bouvet. Por Santiago Ruiz: Estudiante de
la carrera de Letras (UNMdP).
Pierre
Léon se lamenta por no haber podido traer consigo a la Argentina a ninguno de
los deux Rémi. Así comienza su conversación con el público, luego de la
proyección de la película, haciendo alusión, irónicamente, al doble papel
interpretado por el actor Pascal Cervo. El director francés nacido en la ciudad
de Moscú aclara también que su interés por la literatura rusa se ha dado de
manera natural desde los primeros años de su vida. Así, ha descubierto al genio
de Dostoievski, autor al cual adapta al cine por primera vez en el año 2009,
con el largometraje L'idiot. ¿Por qué Dostoievski? Básicamente, porque
Léon se considera un guionista mediocre y el escritor ruso es un gran
guionista, de modo que esta elección le soluciona una gran parte de su trabajo.
En esta
ocasión, Léon se propone adaptar la novela El doble, cuyo protagonista
es Yákov Petróvich Goliadkin, un burócrata del
Estado ruso que es invitado por un funcionario de rango superior al cumpleaños
de su hija, de la cual se encuentra perdidamente enamorado. Sin embargo, los
empleados del servicio doméstico de la familia reciben la orden de no dejarlo
participar de la fiesta y el joven emprende una larga caminata de regreso a su
hogar, en la que se encuentra, de manera inesperada, con su propio doble.
El doble de El doble es esta libre adaptación francesa
que se constituye como un espejo distorsionado que abandona paulatinamente al
texto original para tomar características propias. En la nueva historia, el
personaje principal es renombrado como Rémi Pardon, un treintañero que trabaja
como empleado en una pequeña agencia de télé-achat. Más allá de esta
tarea rutinaria, no tiene mayores problemas ni ambiciones y casi no se comunica
con nadie más. Lo único que hace es caminar. Camina mucho, como Goliadkin, pero
sus paseos reemplazan el frío ambiente nevado del invierno de San Petersburgo
por las luces urbanas de la noche de Bordeaux.
En palabras del propio Léon, el film le rinde homenaje a la
estética clásica del cine hollywoodense de la primera mitad del siglo XX, por
lo que el juego de luces y sombras empleado se destaca por la particular
iluminación nocturna del paisaje citadino. Además, la filmación se desarrolla
en espacios públicos emblemáticos de la ciudad y recupera algunos de sus
chiclés principales, como la imagen del hombre que habla por teléfono sumergido
en la neblina. Este tipo de guiños irónicos genera una comicidad equilibrada,
que aparece en dosificadas dosis.
Para el director, una comedia debe contar también con momentos
dramáticos para que el humor se destaque por contraste; no es necesario que el
espectador se ría todo el tiempo. Por ese motivo, la música juega un papel
fundamental para matizar los cambios de intensidades, que alternan entre el
dramatismo y la aparición de elementos fantásticos, para dar un marco unificado
que sirve al desarrollo de la comedia. En este caso, la banda sonora se
encuentra construida a partir de la secuencia do-re-mi-do, en clara alusión al
título del largometraje. Sin embargo, Léon asegura no haber advertido el juego
de palabras al momento de proponer el nombre Deux Rémi, deux, lo cual
pareciera ser una nueva jugada azarosa del destino, que combina con la suerte
enigmática del protagonista de la historia.
En el comienzo de la película, los personajes que forman el
círculo íntimo de Rémi, su hermano Philippe y la hija de su jefe, Delphine, (a
la que Rémi ama secretamente) bromean acerca del aspecto facial del
protagonista, quien luce agotado por el insomnio: Si pudieras ver tu propia
cara... Lo mismo le dice, pero esta vez en forma de piropo, un transeúnte
que intenta seducirlo. Este hombre misterioso decide regalarle un reloj que no
funciona y es ahí cuando el drama irrumpe en la vida de Rémi en forma de
hechizo fantástico. Ya no hay un solo Rémi, ahora hay dos. La visión increíble
de un doble similar que camina por la calle hace que el protagonista lo siga en
una marcha interminable que desemboca en su propia casa.
A partir de allí, se suceden toda clase de disputas, tensiones y
equívocos provocados por la invasión de este doble molesto en la tranquilidad
de la vida del personaje original. Es que el sosias es perfectamente idéntico
físicamente, aunque encarna todos los rasgos de la personalidad opuestos. Si el
primer Rémi es callado, tímido y reservado, el segundo es desubicado,
extrovertido y soberbio. ¿Quién es el real y quién el impostor? ¿Quién es el
bueno y quién el malo? Es difícil darse cuenta, ya que los roles se confunden
tanto para los personajes como para los espectadores, que no pueden distinguir
a Pascal Cervo de Pascal Cervo.
A causa
de esta intromisión exterior, nuestro héroe se ve forzado a la acción, porque
ya no puede mantenerse en su estado de quietud inicial. El doble lo amenaza y
pretende humillarlo en su trabajo, afectando la relación con su jefe Jacques y,
como si esto fuera poco, comienza a acercarse peligrosamente a Delphine, para
tratar de conquistarla. El enfrentamiento da lugar a otro cliché: ¿Quién de los
dos se queda con la chica?
Ambos
rivales luchan por la mayor de las recompensas en una danza cómica y
fantástica, que cuenta con una paridad extrema, digna de la igualdad de las
fuerzas en combate. Para lograr el objetivo final es necesario dejar atrás
todos los miedos e inseguridades del pasado, porque vencer en esta batalla
decisiva implica batirse contra el enemigo más poderoso de todos: ese que es
exactamente igual a uno mismo.
Eva Perón: cuerpo y mito. Eva no duerme. Dirección: Pablo Agüero.
Argentina, 2015. Guión: Pablo Agüero. Elenco: Gael García Bernal, Denis Lavant,
Imanol Arias, Daniel Fanego, Elena Roger, Sofía Brito, Nicolás Goldschmidt,
Sabrina Macchi, Ailín Salas. Por Por Fernando Valcheff García: Estudiante de la
carrera de Letras (UNMdP).
Más que una reseña cinematográfica o
un comentario crítico, Eva no duerme
amerita el relato de toda una experiencia sensorial, producto de una impecable
ejecución tanto técnica como artística. A diferencia de lo que sucede con
muchas propuestas de corte neovanguardista o experimental, en las que el
elemento formal cumple un rol excesivamente preponderante, el film de Pablo
Agüero plantea un eficaz equilibrio entre la estética y la narrativa. Después
de todo, la historia detrás de cualquier nombre no es un factor menor, y el
caso de Eva Perón no es la excepción. Así, la combinación de registros documentales
y ficcionales da lugar al despliegue de imágenes y voces que atraviesan un
relato que prescinde tanto de la ornamentación superficial, como de expresiones
partidarias o ideológicamente orientadas. En este sentido, Eva no duerme funciona como un compendio de ecos y resonancias de
una época que, en lugar de recrear la militancia política de Eva, busca
aferrarse a la carga simbólica de su figura, al mito detrás de la persona. Las
imágenes de archivo que la muestran pronunciando discursos en el balcón de la
Casa Rosada, y que transmiten su pasión y desenfreno, aparecen en escasos
intervalos, casi como interrupciones. Esto se debe a que la película no cuenta
la historia de su ascenso en la política, ni la de su vida privada. Tampoco se
encarga de retratar, como muchas veces se ha hecho, el padecimiento de su
enfermedad o los días previos a su muerte. Por el contrario, el film intenta
trazar un recorrido posterior, en el que vida y muerte forman parte de una
irresoluble tensión entre la presencia y
la ausencia, condensada en un único elemento articulador: el cadáver que
“no duerme”.
La trascendencia histórica de la
figura de Evita, que impregna el imaginario popular hasta la actualidad, es
apuntalada por su desaparición física a tan temprana edad. Como consecuencia,
su cuerpo sin vida se transforma en mítica “presencia de la ausencia” en su
máxima expresión, despertando, al igual que lo hizo en vida, pasiones de todo
tipo. Es venerado por aquellos seguidores que la adoran con fanatismo, pero
observado con recelo y cautela por quienes la odian y temen que se convierta en
símbolo nacional. Es admirado y llorado por toda una multitud, pero ultrajado
por un puñado de individuos pertenecientes a sectores facciosos de la sociedad
que lo toman como botín de guerra. En definitiva, el cadáver es motivo de
interminables disputas que desembocan en su intervención, secuestro y
manipulación por parte de diferentes actores sociales que se vinculan con ese
cuerpo de distintos modos y mediante acciones que responden a intereses
disímiles. Se trata, en definitiva, de un cuerpo atravesado no sólo por su
propia historia, sino también por múltiples factores externos que operan sobre
él.
Ubicándose en el corazón
de este complejo entramado, la
película se articula en torno a tres líneas argumentales cronológicamente
sucesivas, protagonizadas por un embalsamador, dos soldados y un grupo de
montoneros, respectivamente. Estas historias, se cruzan con una serie de
filmaciones documentales breves que recuperan fragmentos de discursos de Eva
Perón y de la masiva reacción popular frente a su muerte, así como de otros
hechos históricos que abarcan un período de casi 25 años, desde 1952 (año de la
muerte de Eva) hasta 1974 (año en el que su cuerpo es devuelto al país). Al
panorama lo completa un tercer eje narrativo que enmarca el film y da cuenta de
la recuperación del cuerpo de Eva a cargo de un contrariado Almirante Massera
(interpretado por Gael García Bernal), quien se convierte en contraparte in praesentia de la figura ausente de
“esa hembra”, como él la llama. Su voz, sepulcral, profunda y ominosa,
contribuye a generar una atmósfera asfixiante y opresiva en la que el
espectador se encuentra tan atrapado como los personajes. En el mismo sentido
funcionan los claustrofóbicos espacios en los que se desarrollan las tres
historias mencionadas más arriba, signados por la oscuridad y el aislamiento,
lo que constituye un marco más que propicio para acentuar la obsesión en torno
al cadáver de Eva. En dicho contexto, ese cuerpo presente/ausente llega a
rodearse de un aura mística que sobrevuela el film gracias al empleo de
recursos visuales y sonoros altamente sugerentes. Imagen y sonido, elementos
constitutivos del lenguaje cinematográfico, se complementan en este
largometraje de modo peculiar. Cada plano y cada tono se encuentran
milimétricamente calculados, distribuidos en su justa medida y orientados a
generar un efecto de armonía integral. A estos factores se suman una impecable
dirección de arte y una fotografía sumamente cuidada que trabaja de manera
puntillosa con los primeros planos y los cambios de foco, generando un
dinamismo visual que se complementa con un ritmo narrativo pausado pero
intenso, atravesado por el silencio pero también por la violencia y la pasión.
Pablo Agüero logra dar vida a un
relato en el que realidad y ficción se articulan con maestría. Si las imágenes
documentales que muestran a Eva declamando ante una Plaza de Mayo colmada por
la multitud trabajadora, dan cuenta de su grandilocuencia y fervor frente a la
causa que la convocaba en vida, las tres historias que completan el film,
sumadas al marco externo, muestran su contracara: el silencio y la solemnidad
de la muerte. Se trata de matices que permiten echar luz no tanto sobre la
impronta de la personalidad de Eva, terreno ya explorado en el ámbito
cinematográfico, sino más bien sobre la complejidad de su simbólica figura.
Esta óptica diferente e innovadora convierte a Eva no duerme en un film osado que nos permite revisitar nuestro
pasado por medio de una experiencia artística totalizante, la cual invita a
reflexionar sobre la memoria mientras ensaya (o, justamente, porque lo hace) nuevos modos de narrar.
En busca del nazi perdido. Recuerdo (Remember). Dirección: Atom Egoyan. Canadá: 2015. Guión: Benjamin
August. Elenco: Christopher Plummer, Dean Norris, Martin Landau, Henry Czerny,
Jürgen Prochnow, Bruno Ganz, Peter DaCunha, James Cade, T.J. McGibbon, Kim
Roberts. Por Por Fernando Valcheff García.
Zev Gutman despierta, algo confundido,
en una habitación que desconoce. No entiende qué hace allí. Busca con premura a
su esposa, pero ella no aparece. Se levanta, camina hacia la puerta y sale a un
pasillo. Desconcertado, pregunta por ella a una mujer vestida de enfermera,
quien le informa, ya con resignación, que ha fallecido. Un tanto consternado,
Zev regresa a su habitación. Momentos después, halla sobre la mesa de luz una
carta escrita a mano por él mismo que le explica su actual situación, y que lo
embarcará en una inesperada aventura.
El planteo de Remember gira en torno a una simple premisa que impulsa el accionar
del protagonista: el cumplimiento de una promesa hecha a su difunta esposa.
Todo lo que acontece en este film se dispone alrededor de una motivación que
podríamos considerar noble y honrada, de no ser por un detalle nada menor: la
promesa requiere que Zev cometa un asesinato. Los motivos detrás de este hecho,
los conoceremos sin demora. El asesinato supone, en realidad, un acto de
justicia: matar a un oficial nazi de alto rango que acabó con la vida de miles
de personas durante la Segunda Guerra Mundial, incluyendo la familia de Zev y
la de su amigo, Max, ambos últimos sobrevivientes de Auschwitz. Más allá de la
encrucijada moral que puede suponer esta promesa, el atractivo del film radica
en otros componentes que complejizan una trama en principio sencilla, y que
podríamos resumir en uno medular: Zev es un nonagenario que sufre de demencia
senil. Lejos de resultar un impedimento para el protagonista, el desafío que lo
autoconvoca constituye uno de los factores que movilizan la trama hacia lugares
impensados. Más aún si tenemos en cuenta que el requerimiento obliga a Zev a
iniciar una extenuante búsqueda por distintos puntos de Estados Unidos (e incluso
Canadá) con el objetivo de encontrar al comandante nazi Otto Walisch, quien,
según su también anciano amigo Max, se encuentra viviendo en territorio
norteamericano bajo un nombre falso. Pero las dificultades no terminan allí: el
hombre a quien Zev debe hallar responde a un nombre que coincide con el de
otros cuatro ciudadanos, sin que exista posibilidad de establecer de antemano
cuál de ellos es el genocida en cuestión. La breve lista con sus direcciones,
acompañada de la indispensable carta que -en sus lapsus de pérdida de memoria-
explica a Zev toda la historia, se convierten en el faro que lo impulsa a
concretar la aventura, abandonando la comodidad del hogar de ancianos en el que
vive para emprender un viaje inusual.
Esta peculiar road movie se encuentra plagada de elementos atractivos que
enriquecen el argumento de base. En primer término, la agilidad con la que se
suceden los hechos. Los 95 minutos de película parecen un instante en
comparación con otras propuestas de similar duración, entretenimiento que se
deriva, en gran medida, de otro de los factores fundamentales que transforman
al film en una historia entrañable: las actuaciones. Christopher Plummer y
Martin Landau, ambos legendarios actores de extensas y prolíficas carreras en
Hollywood, dan vida a Zev y Max, los dos individuos que movilizan la acción. El
personaje de Landau se convierte en una suerte de apuntalamiento incondicional
de Zev, en tanto se encarga de resolver todos los pormenores del viaje de su
compañero desde el asilo. Mención aparte merece Plummer, quien a sus 85 años se
pone al hombro un papel arriesgado, complejo y lleno de matices. Por un lado,
Zev genera empatía en el espectador, en tanto su motivación puede ser
considerada razonable, mientras que su impulso y energía son, por lo menos,
admirables. Por otra parte, el accionar de Zev mantiene al espectador en vilo
durante todo el film, puesto que cada vez que se despierta, su demencia lo
lleva a no recordar absolutamente nada (desde la muerte de su esposa, hasta el
periplo que ha iniciado), con lo cual la tensión se renueva a cada momento. A
estas variables, se suma el conflicto moral que lleva a la audiencia a
preguntarse hasta qué punto la justicia por mano propia es legítima o no. La
combinación de todos estos elementos contribuye a dinamizar el ritmo de una
historia que no sólo involucra la
empresa llevada adelante por Zev, sino también un recorrido de autoconocimiento
del personaje, que culminará en la imprevista revelación de un recuerdo del
pasado que lo cambiará todo.
La dirección de Atom Egoyan es el moño
que envuelve este paquete cinematográfico cargado de anciana vitalidad,
extravagantes encuentros y simpáticos enredos. Se suman al combo las poderosas
secuencias narrativas que componen el film, dotadas de una espontaneidad y una
frescura paradójicamente joviales. Pero el regalo, en definitiva, lo constituye
la soberbia actuación de Plummer, quien encarna un personaje único e
inolvidable, un veterano héroe que vence los obstáculos de la edad y el olvido
para intentar, por todos los medios posibles, cumplir con su cometido.
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