Entre engaños y muerte. La presencia femenina
en el policial argentino Tuya. Tuya. Dirección: Edgardo González Amer.
Basada en la novela homónima de Claudia Piñeiro (2005). Argentina 2015. Guión:
Edgardo González Amer. Elenco: Andrea Pietra, Jorge Marrale, Juana Viale, Ana
Celentano, Malena Sánchez. Por Jimena Bracamonte: Licenciada y Profesora en
Español como Lengua Materna y Lengua Extranjeras (Facultad de Lenguas, UNC) y
maestranda en lenguajes e interculturalidad (UNC).
Porque en definitiva, y por más que a una le
pese,
a toda mujer, en algún momento, le meten los
cuernos.
Es como la menopausia, puede tardar más o
menos,
pero
ninguna se salva. (Piñeiro, 2005:9)
Desde hace ya unos
años, en el género policial literario argentino puede observarse un interesante
fenómeno: la presencia de mujeres tanto como escritoras, como detectives o como
asesinas. Así, en 2005 la novelista Claudia Piñeiro publica Tuya, texto que coloca a Inés, una ama de casa de clase media, en el rol de investigadora
al descubrir que su esposo Ernesto la engaña, inaugurando una investigación en
torno a los romances de su marido con su amante, Charo o Tuya y también con su
secretaria, Alicia. En la novela Inés, que es también madre de Lali una
adolescente de 17 años, además de investigar las infidelidades de su esposo se
convertirá en cómplice del asesinato de la secretaria de su esposo en manos de
él mismo y en la asesina de la real amante, Charo para acabar con las mujeres
que amenazan a su familia.
Diez años después de la publicación del libro de Piñeiro, esta historia fue
llevada al cine de manera fiel por Edgardo González Amer e interpretada
por conocidos actores argentinos: Andrea Pietra en la piel de Inés; Jorge
Marrale interpretando a Ernesto, el esposo infiel y Juana Viale, Tuya o Charo,
la amante. Sin embargo, quien particularmente atrae nuestra atención es Inés,
la protagonista engañada que también es para nosotros, la detective. En
palabras de Iván Cerezo “el ingrediente fundamental” y que etimológicamente
implica ser quien “quita la cubierta”. De allí que consideremos que Tuya ofrece un lugar
privilegiado para repensar en rol de la mujer engañada dentro del género
policial y dentro de la sociedad argentina contemporánea.
Es en este sentido en el que nos preguntamos ¿Será que en esta
historia el accionar investigativo de Inés sirve para refractar todo un orden del sujeto femenino
contemporáneo que sus propias vicisitudes experiencias personales dan cuenta?
Tzvetan Todorov ha
postulado en un decálogo que una de las reglas del policial supone que el
detective es inmune: nada puede pasarle durante el tiempo en el que tiene que
restablecer el orden. Este aspecto nos permite interrogarnos sobre la
posibilidad de que este sea uno de los rasgos que se rompe en Tuya. Creemos que será la inmunidad un
punto de fuga ya que estamos en presencia de un sujeto femenino que sufre
infidelidades de su esposo y que, en consecuencia, cambiará su modo de actuar
para enfrentar la penosa y peligrosa situación e intentar mantener la familia.
Inés se convierte en
investigadora desde el momento en el que descubre otra infidelidad de su
esposo. Desde allí, comienza para ella un arduo trabajo de campo en el que se
expondrá e incluso arriesgará su libertad al volverse encubridora del accidente
que Ernesto tiene con Alicia, su secretaria. Ambos, al menos en apariencias,
intentarán ocultar la muerte para procurar la libertad del sostén de la
familia.
A partir de ello, el
caos hace mella en Inés que, si bien fue engañada en otras oportunidades, teme
porque esta relación pueda destruir a la familia poniéndole fin a la unión que
aparentan tener. La presencia de Charo implica un riesgo que se muestra
exacerbado en la película porque la representa Juana Viale, una hermosa y joven
mujer que difiere de las caracterizaciones literarias de Piñeiro, pero que no
deja de ser peligroso para una mujer que ha pasado la barrera de los cuarenta.
En el universo de lo
femenino, la familiaridad, la conyugalidad y la maternidad implican una especie
de inmanentismo en la mujer. En este sentido, los hombres se vuelven
destinatarios del amor y las mujeres las agentes de este. Hecho que coloca al
sujeto masculino en una posición central dentro de la familia y de la sociedad.
Ante esto, a la mujer solo le queda ocuparse de espacios físicos, prácticos y
simbólicos que podemos denominar privados. Entonces, la estructura familiar
queda bajo el dominio masculino y la mujer entrega su vida a la mantención de
la familia. En suma, el amor femenino al hombre le da poder.
Esta situación que el
director González Amer nos pone en un filme
del 2015 cristaliza una situación que Simone de Beauvoir planteó en 1948: las
mujeres son “seres-para-los-hombres”. En esta línea de ideas, creemos que Inés
es para Ernesto y por eso la infidelidad se vuelve una amenaza a controlar y
ante la cual se despliega una rigurosa actividad investigativa. Ella no puede
controlar la infidelidad, y es justamente esto lo que inaugura su plan macabro
que termina con la muerte de Charo.
Podría pensarse que
si Inés fuera realmente inmune, incluso luego de las pistas recolectadas que
confirman la relación de Ernesto y Charo, ella podría no haber matado a la
mujer. Porque, a fin de cuentas, no era la primera vez que sufría una
infidelidad y que la perdonaba. Es una mujer desbordada porque su familia se
derrumba y ve en la muerte de quien causa los problemas, la única salida para
resolver los conflictos.
El clan Panero: la leyenda épica. El desencanto. Dirección: Jaime
Chávarri. España, 1976. Guión: Jaime Chávarri. Elenco: Leopoldo María Panero,
Juan Luis Panero, Michi Panero, Felicidad Blanc.
Después de tantos años. Dirección: Ricardo
Franco. España, 1994. Guión: Ricardo Franco. Elenco: Leopoldo María Panero,
Juan Luis Panero, Michi Panero.
Por Keila Del Fiore (Estudiante de Letras,
Ayudante Estudiante en Literatura y Cultura Europeas II, UNMdP).
De formato documental, las películas El desencanto (1976) de Jaime Chávarri y
Después de tantos años (1994) de
Ricardo Franco tienen en común haber puesto el foco en la historia biográfica
de la familia Panero. Chávarri –mediante la presentación, principalmente, de
conversaciones entre los Panero– pone en escena una suerte de retrato de una
familia española con características particulares. Familia de poetas y escritores,
de encuentros y desencuentros, de ideologías en pugna.
Al mismo tiempo –como diría el mismo Chávarri
unos cuantos años después, en una entrevista– la película se constituyó también
como el retrato de una época, de una sociedad y a su vez, de una institución:
la familia. Como integrante del clan Panero, hay un gran ausente: se trata de
Leopoldo Panero padre. Poeta que es recordado mayoritariamente como “el poeta
del franquismo”, por los cargos oficiales que ocupó en esa época. Han pasado
catorce años desde su fallecimiento y aun así, su figura emerge en esta
película como el gran protagonista y a la vez espectador de los dichos de sus
hijos –Juan Luis, Leopoldo María, Michi– y de su esposa, Felicidad. La
reflexión sobre el padre es constante. Su imagen ronda la película como si
fuera una sombra que persigue al resto de los Panero.
El desencanto comienza con las imágenes del acto
en conmemoración de los doce años del fallecimiento de Leopoldo Panero padre,
realizado en Astorga, su ciudad natal. El ojo de Chávarri
se centra en la imagen de Felicidad, acompañada de dos de sus hijos: el mayor y
el menor. El ausente en este caso es el del medio, Leopoldo María. Más
adelante, ingresará en escena Luis Rosales, gran amigo y compañero del difunto.
El acto tiene como objetivo la presentación de una estatua del poeta fallecido.
Esta imagen de la estatua, todavía cubierta con una manta, se repetirá en la
película dos veces: en el comienzo y en el final. La estatua tapada no aparece
sola: la acompaña una fotografía de Felicidad Blanc junto a sus hijos. Esta
contraposición se hace presente en todo el film. “Si hay algo que conocí
después de la muerte de mi padre es a Felicidad Blanc” –señala el hijo menor,
Michi. La reflexión en torno a la figura de la madre –pre y pos Leopoldo
Panero– vuelve una y otra vez. “Mi madre era un ser muy silencioso”, agrega
Michi. “Mi madre era una señora que estaba a la sombra del gran dictador”,
señalará Juan Luis unos años después, en la película de Ricardo Franco. Aun
así, su imagen resulta muy interesante en relación con otro de los hijos. “Mi
madre también fue la causa de mi desastre, como yo también fui la causa del
desastre de ella”, sentencia Leopoldo María. El caso del hijo del medio es uno
de los más llamativos si se tiene en cuenta la figura de autor que se ha podido
construir alrededor suyo. Sus continuas estancias en hospitales psiquiátricos y
su relación problemática, tanto con el padre como con la madre, han contribuido
a pensar en un Panero irreverente, provocativo y también –por qué no–
incomprendido. Y todo esto, y más, emerge, casi inevitablemente, en su poesía
de una manera notoria y oportuna. La aparición de Leopoldo María en el film se
produce recién en la segunda mitad. Es posible acordar con Jaime Chávarri que
la película no hubiera sido la misma sin él. Felicidad comenta: “Veía con
cierto temor la literatura en mis hijos”. Frente a lo cual, Leopoldo María
explica –en una paráfrasis de Antonin Artaud– “Todo goce empieza en la
autodestrucción. Yo me destruyo para saber que soy yo y no todos ellos”. Y más
adelante, con un sentido casi trágico, agrega: “Mi madre nos convierte en
sinónimos de lo peor de mi padre”.
Reflexión aparte merece el título de la
película. El director diría, tiempo después, que su intención había sido mostrar
las rarezas de una familia que podría generar en el público un reconocimiento.
El desencanto de la figura del padre. De la madre también. Aun así, Michi
apunta: “para desencantarse primero hay que haber estado encantado. Y creo que
nunca lo estuvimos”. El film también fue entendido de alguna manera como “el
desencanto de la democracia”, como una metáfora del fin del franquismo. Esto
cobra sentido si se tiene en cuenta que efectivamente la película se filmó un
año después de la muerte de Franco, en plena etapa de la llamada transición
hacia la democracia. Quizás lo más acertado sea entenderla como el desencanto
de la institución familiar, de la leyenda épica de los Panero.
Después de tantos años –que inicialmente
se iba a llamar “El desconcierto”– puede entenderse como una suerte de
continuación o segunda parte de El
desencanto. Esta película, a diferencia de la primera, pone en escena a los
hermanos Panero, pero esta vez de manera separada. La madre Felicidad ya ha
fallecido, Leopoldo María se encuentra en el manicomio de Mondragón, Michi vive
en Madrid y Juan Luis en Cataluña. El tono de la película es inevitablemente
más melancólico y nostálgico. El primero que aparece en escena es Michi. Su
estado parece muy deteriorado y se encuentra muy enfermo. A partir de aquella
frase –“¡pero si éramos tan felices!”– que él habría repetido muchos años antes
a propósito de la muerte del padre, con cierta tristeza reflexiona: “ni era
bonito entonces, ni es bonito ahora y posiblemente sea mucho peor pasado mañana.
Siempre se mitifica el pasado”. En esta ocasión, como se advierte en sus
palabras, aparece un Michi más introspectivo y pensativo. Su visión está
indudablemente atravesada por el paso de los años y la presencia siempre
inevitable del círculo familiar. “En mi vida hubo dos cataclismos: uno fue la
muerte de mi padre. El otro, la historia de Leopoldo”, agrega. La relación con
el hermano del medio se vuelve un tema constante en esta segunda película. La
locura aparece como hecho central, como eje de acercamiento y alejamiento entre
los hermanos. “La mayor injusticia es estar loco”, apunta Leopoldo María desde
el manicomio, “en definitiva ser loco o no ser loco es tener o no tener
amigos”. La soledad del poeta, la ausencia de la madre fallecida, el deseo de
recibir visitas, “chocolatinas”, entre otras, brotan casi trágicamente en sus
palabras. Y aun así, sentencia: “me he prohibido todas las emociones, nadie
quiere a un loco”. No obstante, a pesar de la distancia entre los hermanos,
Ricardo Franco logra hacia al final un encuentro entre Michi y Leopoldo. El ojo
del director consigue captar esa cercanía que persiste, más allá de todo.
En definitiva, ambas películas permiten ver en
escena una familia que, como señala Chávarri, parece que hubiera nacido para
interactuar delante de una cámara. Excéntricos y a la vez un poco taciturnos,
los hermanos Panero se encuentran absolutamente inmersos en una historia
familiar sombría de la que no pueden escapar. Y así, Leopoldo, con casi 30
años, decía ya en El desencanto: “En
la infancia vivimos y después sobrevivimos”.
La luz prodigiosa. Dirección: Miguel Hermoso.
Basada en la novela homónima de Fernando Marías. España, 2003. Guión:
Fernando Marías. Elenco: Alfredo Landa,
Nino Manfredi, Kiti Mánver, José Luis Gómez, Iván Corbacho, Sergio Villanueva, Mariano Peña. Por Facundo Giménez: Becario
doctoral de Conicet.
La
desaparición del poeta Federico García Lorca ha motivado, por su carácter ya
icónico, una serie de interrogantes que no han dejado de crecer. ¿Cuáles fueron
las condiciones de su muerte? ¿Dónde está su cadáver? ¿Qué motivos movilizaron
su asesinato? Las incógnitas por el crimen del escritor granadino parecen
enviarnos, una y otra vez, al camino de Viznar a Alfacar, donde se cree que fue
enterrado en una fosa anónima, y en la medida en que su cuerpo no ha sido
todavía hallado es probable que sigan proliferando. El film La luz prodigiosa (2003) de Miguel
Hermoso, adaptación de la novela homónima (1992) de Fernando Marías, forma
parte de este derrotero. Tanto la historia de la novela como la de la película
indagan en este episodio traumático de la historia reciente española, aunque
como veremos de dos formas muy distintas.
La
novedad que agregan ambas obras no carece de cierto interés: ¿Qué pasaría si el
autor del Romancero Gitano estuviera
vivo? ¿Qué, si fuera uno de los tantos “mal fusilados” de la Guerra Civil? ¿Y
si el cuerpo del muerto caminara vivo entre los vivos? Este es el hallazgo que
nos muestra tanto Marías como Hermoso: Federico García Lorca ha sobrevivido a
su fusilamiento pero como ha perdido la memoria no sabe quién es. Este insólito
descubrimiento abrirá una vía de lectura inédita del asesinato de Lorca y al
mismo tiempo pondrá en tela de juicio las múltiples interpretaciones que fueron
tejiéndose durante décadas. Además, esta conjetura ubicará al lector y al
espectador en la posición de preguntar sobre la memoria histórica.
No
creo que sea interesante detenerse en las diferencias formales implicadas en la
transposición. Al respecto, podríamos demorarnos en la anulación del relato
enmarcado, hecho por el film, o en la supresión de ciertos detalles
escatológicos, poco amigables con la audiencia de Hermoso. Lo que creo que debe
ser resaltado es el cambio de tono que existe entre una y otra. Es, en este
punto, que podemos detectar dos modalidades distintas de recuperación de la
memoria. Llamativamente, la presentación de la misma historia pone en juego dos
formas de la aparición del evento traumático. En otras palabras, la pregunta
que podemos hacernos es por qué Hermoso lee como algo gracioso, algo que en la
novela de Marías aparece de forma siniestra.
La
interrogación sobre Federico García Lorca, efectivamente, adquiere una
modulación distinta en la novela que en la película. La razón de este cambio de
tono parece ser histórica. Es que, como resulta lógico, no era lo mismo
preguntarse por el poeta granadino a principios de los noventa que hacerlo ya
entrado el siglo XXI. La recuperación de la memoria traumática, tal como creía
Dominick LaCapra, es procesual; requiere tiempo, implica vaivenes; se oculta a
veces, se repite compulsivamente otras, se acepta finalmente; en otras
palabras, está sujeta a los procesos de duelo y melancolía colectivos. El caso
de la Guerra Civil española (1936-1939) estuvo signado, en principio, por la
versión triunfalista del Franquismo que se extendió durante décadas y
generaciones, y luego, con el arribo de la democracia, por una amnesia
colectiva que, en aras de la conciliación nacional, dispuso, en palabras de
Francisco Espinosa, una “política del olvido” (1977- 1981) y una
“suspensión de la memoria” (1982-1996). La novela de Fernando Marías, por lo
tanto, parece traer de vuelta la pregunta por los crímenes del franquismo. La figura de Lorca, emblemática ya por
entonces en el plano internacional, funciona menos como un caso particular –una
ficcionalización de la institución jurídica del habeas corpus- , que como una recuperación del tono interrogativo.
Preguntar por el poeta desaparecido es revivir al muerto, señalarlo como vivo,
remover el espacio de su amnesia e indicar, en todo caso, que la sutura –el
olvido, ese mirar hacia adelante que propugnaron las Leyes de Amnistía firmadas
en 1977- deja todavía ver una herida que no ha cicatrizado. La novela, en este
sentido, se rige por un principio de cautela, de sospecha, que busca por lo
tanto dejar abierta la interrogación: ¿Es realmente Lorca? ¿Vive realmente?
En
todo caso, la vuelta del muerto -esa catábasis a la inversa-no deja de entrever
un espacio siniestro. Freud definía esa sensación como la vuelta de lo familiar
de forma trastocada. La figura del poeta del Cante Jondo, quieto en una juventud martirizada, siempre estuvo
circulando en el imaginario de la Guerra Civil, un poco ajena a los vaivenes
históricos del conflicto. Es por ello que su regreso se transforma en una
hipótesis abrumadora, que es puesta bajo sospecha constantemente, que motiva un
juego de perspectivas y que nunca acaba de ser corroborada. Vuelve el que nunca
se fue, pero viene transformado. El rostro envejecido de García Lorca, la cara
tocada por una bala, su cuerpo respirando el aire de los vivos, resultan
insoportables. ¿Qué había antes de la pregunta por la memoria? El silencio que
defendía a los muertos de su muerte una vez roto se vuelve difícil de digerir,
como la esperanza –la esperanza de que viva, por ejemplo- cada vez que la
pronunciamos nos vuelve, si no más cínicos, quizá un poco más desconfiados.
La
película de Hermoso ya no pregunta, o por el contrario, cambia el tono de la
pregunta. Evidentemente, la década del noventa había acabado por poner sobre la
mesa la cuestión de la memoria histórica. Una novela polémica y notable, como Soldados de Salamina (1996) de Javier
Marías, inició una verdadera catarata de narraciones históricas, que bien justificaron
el sarcasmo con que Isaac Rosa, diez años después, titularía su libro: ¡Otra maldita novela de la guerra civil!
(2007). Los círculos académicos, a su vez, tomaron la
posta iniciada por esta narrativa y fue en 2000 –más de sesenta años después
del final del conflicto- que se realizó la primera identificación genética de
un fusilado del franquismo y que, además, se habló de estos casos utilizando la
palabra “desaparecido”. Para entonces, la memoria histórica atravesó un momento
de boom de mercado –no solamente
editorial-, es decir, se volvió una temática rentable para las industrias
culturales. Este proceso de marketinización de la memoria acabo por diluir su
peso traumático, imponiendo un adelgazamiento de la trama histórica que la
volviera presa fácil de la televisión, del cine y de las editoriales. Esta
banalización acabo por imponer una serie de lugares comunes sobre la Guerra
Civil Española; en otras palabras, construyó una suerte de iconología en la que
abrevaron los diversos productos, por lo general de una mirada simplista y
maniquea. Es de esta forma que podamos entender, por ejemplo, el celebrado
barroquismo del film El laberinto del
fauno (2006) de Guillermo del Toro, que al repertorio -para entonces,
gastado- de la Guerra Civil le superpone un fantaseo parcialmente
mitológico.
La
película de Hermoso sigue la estela del fenómeno que describíamos antes. En
este sentido, la construcción de la narración apunta a un público masivo y
prefiere antes que la interrogación que destacábamos en la novela de Marías,
una dinámica del suspenso y del efecto. De allí que podamos comprender que el
descubrimiento de García Lorca se desplace de lo siniestro a lo humorístico. La
interpretación de sus personajes parece orientar al público hacia la
consecución de ese efecto: Alfredo Landa repite un estilo inocente y limpio –y
a veces homofóbico y sexista- idéntico y comparable al del “landismo” del
tardofranquismo, Kitty Mánver recrea un estereotipo de mujer inescrupulosa e
irresistible y, finalmente, Nino Manfredi encarna a un García Lorca torpe que
nos recuerda, paradójicamente, al cine mudo.
En
este mundo, la aparición de Lorca no es preocupante, sino más bien nostálgica.
La música de Ennio Morricone es agotadoramente incidental y estructura una
armonía que excluye la incomodidad. Es la conciliación que se dicta de fondo,
su elevación al cielo de lo universal, y quizá por eso sea que no resulte
conflictiva la interpretación del poeta resucitado por parte de un actor que ni
siquiera habla español. La figura de
Federico García Lorca es algo que no avergüenza: la aparición de su cuerpo, por
el contrario, acaba siendo la constatación de la fantasía de que España tiene a
un gran poeta y que no lo han asesinado, o por lo menos, no tanto. Por ello, su descubrimiento se transforma en
un recorrido de su vida, del Lorca poeta, del Lorca músico, del Lorca homosexual.
Es un museo, en el sentido más turístico del término, al que todos deberíamos
ir.
La
memoria se ha convertido en un commodity,
otro bien de la industria cultural. La mercantilización de la memoria cierra el
tono de pregunta de la novela de Marías; la banaliza. El personaje de Adela es
el paradigma de esta memoria, una mujer inescrupulosa que quiere vender la
aparición de Lorca, que lo arrastra al lugar de su fusilamiento y que lo vuelve
a ejecutar, esta vez con un los flashes de una cámara aparatosa. Es un
personaje despreciable, pero sincero. Hermoso, sin embargo, parece resistirse a
este escándalo y al final, todo resulta gracioso, emotivo y tranquilizador. Y
es claro lo que motiva esta elección: su versión de los hechos busca menos
enfrentar el pasado que proveer un consuelo. Sea como fuera, el tono ha
cambiado, pero el muerto sigue allí, entre los vivos.
La despolitización del arte. El Rinoceronte (Rhinoceros).
Dirección: Tom O'Horgan. Basada en la obra de Eugene Ionesco. EEUU, 1974. Guión: Eugène Ionesco, Julian
Barry. Elenco: Zero Mostel, Gene
Wilder, Karen Black, Joe Silver,
Robert Weil, Marilyn Chris, Percy
Rodrigues, Don Calfa, Lou Cutell,
Howard Morton. Por Rocío Belén Rivera: Profesora y estudiante en Artes
(UBA).
“Berenguer: - La soledad me pesa. La sociedad
también...
Jean: - Te contradices. ¿Es la soledad lo que
te pesa o es la multitud?
Te tomas por un pensador y no tienes ninguna
lógica.”
Eugéne Ionesco, El Rinoceronte (1960), Acto I, Cuadro I.
Ionesco es uno de
los autores teatrales más importantes del siglo XX. A través de un dominio del
lenguaje, al que hace jugar con lo absurdo y lo paródico, este autor ha sabido
embeber las páginas de metáforas, reflexiones y denuncias del clima político y
social del tiempo que le tocó vivir. Por medio de la parodia y un humor
inteligente, Ionesco ofrece, tanto a lectores como a espectadores, la
oportunidad de chocar con su propia realidad, abriendo el abanico de la
reflexión y la toma de conciencia del mundo en el que estamos inmersos.
Su obra El rinoceronte es ejemplo de esta
categorización del autor. A través de un relato atravesado por un elemento
fantástico, el autor medita a viva voz y metafóricamente sobre un mundo
atravesado por la Guerra Fría (1945-1989), las consecuencias de la Segunda
Guerra Mundial (1939-1945) y la total descreencia sobre el futuro. Con un rica
e ingeniosa utilización del lenguaje, de la repetición y de unos diálogos
cargados de ideologemas, el autor no solo logra divertir, sino que también
logra calar en el inconsciente colectivo de una sociedad devastada por el
horror de lo que la guerra puede hacer.
Nada de esto se ve
en la trasposición fílmica de la obra, realizada por Tom O'Horgan en 1974 y
protagonizada por Zero Mostel, Gene Wilder, Karen Black y Joe Silver, entre
otros. Aquí lo absurdo y lo fantástico es tratado en pos de una comedia cargada
de clichés simplistas que solo buscan la risa fácil del público. Con una
utilización grotesca del cuerpo, con movimientos bruscos, acelerados y una
gestualidad casi patética, el film es vaciado de todo el contenido social,
político e ideológico que Ionesco supo imprimirle para llenarlo de una risa
fácil, de una parodia de los estereotipos sociales planteados y una absoluta
descontextualización del tejido social y cultural al que se refiere.
“La vida es una
lucha, quien no combate es un cobarde (…) a naturaleza tiene sus leyes. La
moral es antinatural” El Rinoceronte
(Ionesco, 1960).
La trasformación en
rinoceronte la cual es resistida por el protagonista (Berenguer en la obra,
Stanley en el film), elemento central en la obra, es una analogía que puede
estar relacionada a dos acepciones: puede remitirnos a la resistencia francesa
a la invasión nazi, o bien puede remitirnos a la resistencia contra la
globalización homogeneizante. Ambas acepciones denotan una clara ideología en
pos de una denuncia social. El film, lejos de esto, trata a la transformación
como algo gracioso, absurdo y burlesco, lo cual trastoca cabalmente el sentido
político de la versión dramática.
Lo mismo sucede con
el tratamiento de los personajes de Botard, Durard, Jean y el Señor Papillon.
Todos representan algún agente social en la obra, que en clave paródica destaca
su tono de denuncia: el conformista, el sindicalista o el jefe burgués
explotador (recordemos que Ionesco critica arduamente a la sociedad burguesa).
En absoluto esto se ve en la cinta, sólo se aprecian distintos personajes
desencajados por la situación irreal que experimentan. Lo mismo sucede con la voluntad
de poder que el personaje de Berenguer denota en la pieza: esta lo ensalza como
la resistencia, aquel individuo que no sigue a la masa homogeneizada. En
cambio, en el film, Stanley si bien no se corresponde con el cambio, éste es
visto más como un borracho simpático que como un agente de la resistencia
social.
“Berenguer:
- No me gusta tanto el alcohol. Y sin embargo, si no bebo, no funciona. Es como
si tuviera miedo, entonces bebo para no tener más miedo.
Jean:
- ¿Miedo de qué?
Berenguer:
-No sé muy bien. Angustias difíciles de definir. No me siento a gusto en la
existencia, entre la gente, entonces tomo un vaso. Eso me calma, me distiende,
olvido. (...) Estoy cansado, cansado desde hace años. Me cuesta llevar el peso
de mi propio cuerpo...Todo el tiempo siento mi cuerpo como si fuera de plomo o
como si llevara a otro hombre sobre la espalda. No me he acostumbrado a mí
mismo. No sé si soy yo. Desde el momento en que bebo un poco, el peso
desaparece y me reconozco, me convierto en yo mismo.” El Rinoceronte (Ionesco, 1960) Acto I, cuadro I.
Interesante
trasposición fílmica que sirve para repensar ciertas categorizaciones con el
objetivo de reflexionar, complementar y discutir nuestro lugar dentro de la
sociedad, nuestra libertad de poder y la forma de empoderarnos del mundo.
Bonus Track
La
ruta natural. Dirección: Àlex Pastor Vallejo.
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