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Publicación bimestral. ISSN Nº 1851-4855. Año 11 Número 60. Noviembre de 2017. Dedicado a la 32ª ed. Festival Internacional de Cine de Mar del Plata

¿Qué ves cuando me ves? 12 días (12 jours). Dirección: Raymond Depardon. Francia, 2017. Guión: Raymond Depardon. Elenco: documental. Por Miriam Abelén: Licenciada en Letras (UNMdP).



Documental que nos introduce a  través de los pasillos del aparato burocrático, en el que se cruzan discursos del poder, que aplica la ley de "salud mental" promulgada en 2013 en Francia. En dicho cruce se interceptan dialogan y sentencian el lenguaje jurídico, médico psiquiátrico y asistencia "la ley”;  instrumento que se aplica  arbitrariamente dado que el otro discurso el más importante en cuestión el del paciente es la voz que no será tenida en cuenta, será que la narrativa cinematográfica penetra a través de una lente que amplifica esos rostros que esperan ser escuchados. Es cine, prevalece la imagen y es ella quien mejor nos pone en escena el cruce de discursos captado por una cámara sensible y suspicaz, enriquece, aclara y oscurece el devenir sentencia. En cada mueca, gesto e imploración.


Cada uno de los diez casos seleccionados para ser escuchados en el film son pacientes que deben comparecer ante un juez, que no es especialista en salud mental, para decidir si sigue internado o puede externalizarse, a poco de internarnos en el  film entendemos que ninguno obtendrá la libertad y de a poco vamos sintiendo la misma impotencia que siente el paciente aunque venga recomendado por sus terapeutas para seguir su tratamiento ambulatorio, no se les concederá  la libertad.  Por momentos una atmósfera kafkiana, invade la butaca y el espectador se siente  "ante la ley" majestuosa, altiva, falsamente protectora e ineluctablemente deshumanizada.


Primeros planos que amplifican la mueca del que debe aplicar una sentencia y desconoce los hilos y la urdimbre de la que se habla, francamente un documento insoslayable para entender de qué modo las instituciones en el intento de proteger, desprotegen  y despojan de la posibilidad de una terapia inmerso en su medio social.  Luego de 12 jours internados descubren/ descubrimos que seguirán  transitando pasillos, luces de fluorescentes y laberintos que no conducen a ningún sitio de pertenencia.  De modo tal que la ley se constituye en un gran simulacro que hace que no ve lo que ve.


El relator del trabajo y el tiempo. Buena suerte (Good Luck). Dirección: Ben Russell. Francia, 2017. Guión: Ben Russell. Elenco: Vlastimir Andelovic, Goran Culinovic, Nenad Cvetkovic, Darko Dordevski, Fedris Adjaki,  Monima Akobe,  Diego Amoida. Por Ricardo Aiello: Autor de TV, Docente en Narración Audiovisual y Guión (UNMdP).


En la sección Competencia Internacional se presentó  la última película del joven realizador norteamericano Ben Russell. Good Luck  -tal es su título- se plantea ante todo como un relato del tiempo. Si tuviésemos que ceñirnos a la división taxonómica más tradicional para los formatos audiovisuales, clara es la ubicación de esta producción dentro del documental como género. Pero, lo sabemos desde siempre gracias a la máxima godardiana: todo documental encierra, como constructo, una ficción, y viceversa.
Hay claramente dos partes que la estructuran. La primera parte de la película tiene lugar en una mina serbia, 400 metros por debajo del suelo. La segunda, con un oficio más o menos cercano, nos muestra a los trabajadores también de una mina, pero a cielo abierto, en Surinam –y con un trabajo ilegal-.
Más allá de la unidad temática que cruza a los relatos desde el punto de vista del trabajo –claramente es una película sobre el trabajo, y en esto el propio director cita al inicio de los Lumiere con sus Obreros saliendo de la Fábrica, en su nota para el catálogo del festival-, hay algo que parece más esencial: el tiempo como sustancia, como objeto. Siempre se planteó desde los estudios narratológicos que la acción laboral –la más clásica por decirlo de algún modo, digamos la acción fabril y fordiana-, por sí misma, poco atractivo presenta para la narración. Porque la repetición se vuelve rutina, y es rutina para el espectador. Acaso la ficción, desde diferentes géneros ha sabido variar a través de las historias y de personajes que rompen precisamente esa rutina (recordaremos todos Tiempos Modernos seguramente). Aquí, sin embargo, Russell se plantea algo así como una praxis política audiovisual. Expone sólo a través de imágenes –lo que se conoce como documental de observación- sin subrayar, con los testimonios precisos, sin adjetivos. Se limita a mostrar y en ese mostrar hay un gesto político. Porque echar luz (en el sentido literal, fundamentalmente en la primera parte bajo tierra) significa poner a los ojos de la sociedad, convertir la acción (oculta) en espectáculo, pero en un espectáculo que puede servir para la contemplación y la reflexión. Ojos que ven, corazones que sienten… supuestamente.
Al mejor estilo deleuzeano, se separa al tiempo, se lo trabaja de forma autónoma y, podríamos decir, soberana. Ya no subsidiario de una acción, ya no percibido por debajo –o como sostén- del drama (acción). La consabida imagen-tiempo desarrollada como concepto por el filósofo francés, parece encontrar en esta factura americana independiente un digno modelo.
La estrategia expresiva de Russell, no obstante, entra en un terreno de riesgo cuando enfrenta, en la misma cinta, a esas dos partes antes señaladas. Si bien hay una unidad temática clara, con este tipo de estructuras se corre el riesgo de un montaje de partes no parejas. Esto no sería nada si tomáramos cada acto (por decirlo en términos de la dramaturgia) por separado. Pero en el choque, en la colisión, en el propio montaje, inevitablemente vamos a ir por la comparación. Y es allí, creo, donde el Todo se erosiona. No porque la mina subterránea de Serbia sea menos que la mina de oro a cielo abierto en Surinam, o viceversa. Sino, porque a partir de la unión, cada parte tiende a verse desde la óptica del contraste con la otra. El relato de los trabajadores de Surinam (la última parte) se desdibuja, y no sólo porque tiene, precisamente, distinto tiempo. Se desdibuja porque expone menos, claramente.


No obstante, Good Luck –con ese título no exento de ironía- valida (valientemente en estos tiempos) no sólo al trabajo como fuerza motora para las personas, también ensalza la fraternidad y la esperanza.
Resaltemos también un aspecto que se citó anteriormente: en la primera parte hay trabajadores legales, hay un trabajo reconocido; en el relato del final, el espacio laboral es ilegal y, por ende, las condiciones laborales están degradadas. Pero en ambos casos, se atraviesa un tópico que, si bien casi tan antiguo como la vida misma, no está de más que sea abordado desde el arte: la dignidad del trabajo.
En un mundo donde la fuerza del trabajo parece enfrentar cada día condiciones más laxas, siempre en beneficio del capital salvaje, Good Luck parece refrescar la pantalla e invitarnos al pensamiento político. Lo político no es menor aquí –y sabemos también que todo film en algún punto lo es-. Desde la propuesta narrativa parece apelarse al axioma de menos es más. Cierta economía propia del formato y de lo que específicamente se está contando, presenta, a su vez, una profundidad de mensaje (si se permite esta palabra que a veces muta los relatos en historias maniqueas), un gesto grande. Es que mostrar es narrar, lo demuestra Russell. La poca o casi nula intervención externa, del dispositivo por así decirlo, ensalza precisamente a la sustancia del relato. No es un dato menor y no es fácil de hacerlo. En épocas de relatos (mainstreams e independientes) donde la pose propia del hacedor se coloca, no pocas veces, por sobre lo que se está contando, la propuesta de Ben Russell claramente es un logro.
Una película que aborda al trabajo casi en forma de ensayo, es un hecho destacable para un festival de cine internacional clase A. El trabajo que, como hecho social, debe pelear día a día contra miradas que sólo abrevan en la rentabilidad del mercado, encuentra, creo, un muy buen aliado en la película de este joven director de los Estados Unidos.
Ahora el trabajo es nuestro: sentirla, comprenderla, aprehenderla, discutirla.


El valor de lo humano en tiempos de guerra. Flamea la última bandera (Last Flag Flying). Dirección: Richard Linklater. Basada en la novela homónima de Darryl Ponicsan. EEUU, 2017. Guión: Richard Linklater. Elenco: Steve Carell,  Bryan Cranston, Laurence Fishburne, J. Quinton Johnson, Yul Vazquez,  Deanna Reed-Foster. Por Nicolás Andrade: Estudiante de la carrera de Letras, UNMdP.


Basada en la novela homónima de Darryl Ponicsan, Last Flag flying es una comedia dramática dirigida por Richard Linklater de un guión escrito por él mismo y el autor de la novela. El director considera a la película como una secuela espiritual de The last detail, protagonizada por Jack Nicholson y que cuenta una historia de los tres protagonistas durante la guerra de Vietnam.
Un hombre (Steve Carell) entra a un bar, pide una pinta de cerveza, se dirige al dueño del lugar y le pregunta si no lo reconoce. Luego de inspeccionarlo por un instante, se da cuenta que es su viejo amigo “Doc” con el que sirvió en la guerra de Vietnam, más de treinta años antes. Su encuentro no es casualidad: Doc necesita que su ex compañero Sal (Bryan Cranston) y su otro amigo de la guerra Richard Mueller (Laurence Fishburne) lo acompañen a buscar el cuerpo de su hijo, muerto en la guerra de Irak, para luego enterrarlo. El voluntarioso Sal y el reticente Mueller se unen a Doc en el viaje, resultando en una de las mejores “road movies” de los últimos años, intercalando momentos de carcajadas con otros de tremenda angustia.
Linklater es un especialista en encontrar a los actores indicados para representar una química colectiva. Ya ha demostrado esta habilidad en cuanto a grupos de amigos en películas como Dazed and confused y Everybody wants some!!, en tanto a familia con Boyhood, y en tanto a amantes con la trilogía de Before. Para lograr esto, él mismo ha declarado que suele convocar a sus actores semanas antes de comenzar a rodar con la intención de conseguir formar lazos verdaderos entre ellos. En este caso en particular dicho proceso no parece necesario, ya que sus tres protagonistas son actores consolidados y galardonados por sus perfomances. Los tres han demostrado en sus prolíficas carreras ser capaces de hacer reír (Carell en The office, Cranston en Malcolm y Fishburne en Blackish) como de meterse en la piel de personajes oscuros o ambiguos (Foxcatcher, Breaking bad y Othello, respectivamente y para citar algunos ejemplos), por lo que ese ejercicio no parecería ser obligatorio con su calibre. De cualquier modo, el casting funciona a la perfección: Cranston cumple el rol del rebelde del grupo, el mujeriego y alcohólico. El actor encarna este rol con una facilidad asombrosa, proporcionando los mejores momentos de humor en la película, pero también mostrándose vulnerable en ciertas escenas con despecho y enojo hacia la institución que lo formó en su juventud. Fishburne es la otra cara de la moneda de Cranston, habiendo encontrado la religión luego de los años tumultuosos de la guerra. El representa al “straight man”, el hombre serio víctima de la mayoría de las burlas y excentricidades de Sal. Como tal, Fishburne descuella como contraste de Cranston y entre ambos se generan discusiones que abarcan religión, muerte y patriotismo. Sin embargo, es el trabajo de Carell como Larry “Doc” Shepherd el que sobresale entre los tres protagónicos. Con una audiencia acostumbrada a sus roles payasescos y disparatados (en The office, Anchorman, o sin ir más lejos otra de las películas proyectadas en el festival como Batalla de los sexos), Carell sorprende al interpretar a su personaje de forma contenida, como un hombre sumiso y apagado, que decide mantenerse a un costado durante las despotricadas de Sal y las contestaciones de Mueller. Carell personifica con maestría el dolor y quiebre interno que significa la pérdida de un hijo, con una actuación llena de sutiles matices y catarsis que recuerda a su trabajo en Little miss sunshine.


Un elemento importante en este film es la ambientación de la época en la que se desarrolla la trama. Corre el año 2003, tan sólo dos años después del atentado en el World Trade Center, suceso que inspiró a muchos jóvenes estadounidenses a enlistarse en el ejército e ir a luchar del otro lado del Atlántico. Linklater aplica la sabiduría del presente catorce años antes para demostrar, a través de los veteranos de Vietnam, un ciclo que se repite continuamente y que tiene como culpable al patriotismo ciego que conduce a gran parte de la población.
La ambientación en otra época es una temática recurrente del director, habiéndola ya explorado en Dazed and confused y Everybody wants some!!. Las vestimentas, el soundtrack y la tecnología de ese período en el que se sustenta ayudan a transportar al espectador en un viaje lleno de nostalgia y recuerdos. En Last flag flying, el personaje de Cranston convence a sus amigos de comprarse un “aparato nuevo” llamado celular, para poder hacer llamadas desde cualquier locación. En otra escena, dos de los protagonistas se quejan de la “música moderna” mientras escuchan “Without me” de Eminem.


Otro de los sellos de Linklater que forma parte de esta película es la relevancia del diálogo para desarrollar y dar mayor sustancia a sus personajes. Ya se ha mencionado la importancia de las discusiones entre Cranston y Fishburne para entender mejor a los protagonistas (incluso a Doc, que aporta mucho a su carácter desde el silencio). Por medio de sus conversaciones, surgen temáticas de discusión muy contemporáneas, como las políticas de guerra estadounidenses, Dios y la religión, y el alcoholismo, entre otros. Hay algo en lo que los tres amigos están de acuerdo, y eso es la futilidad de la guerra. Los paralelismos trazados entre las guerras de Vietnam e Irak son mejor explorados cuando se suma al grupo el soldado Washington (J. Quinton Johnson), el mejor amigo del hijo de Doc. Los veteranos apadrinan al joven y lo aleccionan acerca de la verdadera razón por la que lucha, con frases cargadas de escepticismo y amargura.  El guión aquí no deja ningún tipo de dudas acerca de la postura que poseen Linklater y Ponicsan sobre el despliegue de tropas en países extranjeros. Ambos, al igual que sus protagonistas, han sido decepcionados por un país que desde su fundación sólo ha tenido diecisiete años de paz.
Con un guión inteligente y preciso, y un trío de actuaciones destacadas para plasmarlo en pantalla, Last flag flying incita tanto a las lágrimas como a la risa con prácticamente ningún paso en falso y un mensaje oportuno para la época. La película es un nuevo hito cinematográfico en una carrera llena de ellos, con el perfeccionamiento de un estilo que cada vez resulta más resonante.


Mucho más que una precuela. Twin Peaks: El fuego camina conmigo (Fire Walk With Me). Dirección: David Lynch. EEUU-Francia, 1992. Guión: David Lynch, Robert Engels. Elenco: Sheryl Lee, Ray Wise,  Moira Kelly, Chris Isaak,  James Marshall, Dana Ashbrook, Kyle MacLachlan, Eric DaRe, Phoebe Augustine, Kiefer Sutherland, Frank Silva, Harry Dean Stanton, Michael J. Anderson, Al Strobel, Grace Zabriskie, David Lynch, David Bowie, Walter Olkewicz, Miguel Ferrer, Mädchen Amick, Heather Graham. Por Emanuel Castillo. Estudiante de la carrera de Letras, UNMdP.


El año 2017 ha sido especial para los seguidores de la obra de David Lynch y, sobre todo, para los amantes de ese microcosmos que es Twin Peaks. Tras 25 largos años, tal y como lo anunció Laura Palmer en el show original, una de las series de culto más importantes –tal vez la más importante- retornó a la televisión. A partir de este acontecimiento se explica por qué en la presente edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata hubo, además de un panel de debate, tres funciones de Fire Walk With Me, la película que funciona como precuela de la serie. Pero esta película es mucho más que una precuela; el rótulo es pertinente sólo porque los sucesos que en ella acontecen se ubican cronológicamente justo antes de la emblemática escena que abre Twin Peaks: el hallazgo del cadáver de Laura Palmer. Pero las precuelas, en general, surgen como un intento de profundizar en el origen y en la psicología de un personaje o en algún aspecto no resuelto en la historia original; en cambio, si bien es cierto que en Fire Walk With Me accedemos a la tormentosa vida de Laura Palmer durante los días previos a su muerte, los principales misterios de la serie quedan irresueltos: nunca se nos explica qué es la black lodge, de dónde surge, si se trata de un escenario imaginado por los personajes o de un lugar real, o de una suerte de realidad paralela. Tampoco conocemos quiénes o qué son realmente ‘Bob’ y ‘Mike’, esos entes sobrenaturales que deambulan entre aquel espacio y la ciudad como si su existencia no tuviera que ser explicada; como si siempre hubieran estado allí.


Quienes conocen el estilo de David Lynch saben bien que esa falta de certidumbres no es una particularidad de este film, sino una marca registrada del director. En sus otras películas –aunque especialmente en toda la producción audiovisual surgida de Twin Peaks-, la mayoría de los enigmas planteados nunca se resuelven o se resuelven parcialmente, dando lugar a la aparición de nuevos personajes y de nuevos misterios cuya explicación depende, en última instancia, del espectador. Si algo define a la filmografía de Lynch es la intención de no cerrar sus historias, de no otorgarles un sentido unívoco y preciso; por el contrario, el receptor se ve exigido, interpelado y obligado a participar activamente en el ensamble de las piezas. No es casual que la crítica haya encontrado en su obra influencias del surrealismo, sobre todo de la pintura; mirar una de sus películas es como observar un cuadro surrealista, en el sentido de que nos hallamos ante una realidad que ha sido tensionada, deformada y distorsionada a partir de su yuxtaposición con escenas muy extrañas y desconcertantes; la aparición de doppelgangers, el frecuente recurso de la meta-representación y el ambiente onírico general (“We live inside a dream”) de esas secuencias recuerdan mucho a algunos cuadros del pintor René Magritte, como The Pleasure Principle (1937). La Parade (1940), Memory (1948), Les mémoires d'un saint (1960), y, especialmente, a Not to be reproduced (1937).
La escena del comienzo de Fire Walk With Me, con una mujer de cabello rojo, vestida completamente de rojo también, que realiza una especie de performance en clave que los agentes del FBI deben decodificar, funciona como claro ejemplo de la manera en que esas imágenes surrealistas irrumpen en la realidad para trastornarla. La peculiar apariencia de esta mujer y su inesperado comportamiento descolocan al espectador, que no sabe en ese momento cómo debe interpretar lo que está viendo; más tarde, sin embargo, conocemos el significado de estos gestos a través de una conversación entre dos agentes, en una de las pocas explicaciones que brinda la película.


Sin dudas las escenas más surrealistas transcurren en dos espacios completamente característicos y distintivos de Twin Peaks: por un lado, en la habitación que está arriba de la convenience store, con el hombre saltarín que usa una inquietante máscara blanca y está vestido de traje rojo –color harto recurrente en la serie-; por el otro, en la black lodge o red room, el lugar de las cortinas rojas que parecen aludir al teatro y sugieren la idea de la meta-representación, y donde aparecen el hombre enano –‘The Arm’-, ‘Bob’, esa especie de demonio que posee a Leland Palmer, y ‘Mike’, el espíritu que intenta detener a Bob. En la red room, las voces de los personajes -grabadas al revés y luego reproducidas en sentido inverso- producen un efecto de extrañamiento muy perturbador.
Ahora bien, si estos elementos producen extrañamiento es justamente porque operan sobre un trasfondo realista; la historia original se concibe, al menos en un principio, como policial. En su ensayo Diagnóstico de la novela, Jaime Rest señala que las tramas de este género poseen dos instancias: “la historia de un crimen cuyo misterio se intenta solucionar y la historia de la pesquisa que se realiza con tal objeto. (…) Hay, pues, una historia visible y otra oculta: la primera es la que hallamos en el libro; la segunda consiste en un drama psicológico cuya elaboración quedó postergada.” (34-37) En este sentido, Twin Peaks nos muestra la ‘historia de la pesquisa’, de la investigación del asesinato de Laura Palmer, a cargo del singular Agente Especial del FBI Dale Cooper. En cambio, en Fire Walk With Me nos enfrentamos a esa historia oculta, postergada; la historia de los casos blue rose y de los crímenes previos al de Laura Palmer.
Como habíamos señalado, no se trata aquí de una precuela común y corriente, sino de una puerta abierta a la atormentada vida de Laura Palmer, acaso la figura más importante del universo Twin Peaks. Llama la atención la ausencia de otros personajes importantes en la serie como Andy y Lucy Brennan, Hawk, el Sheriff Truman o Audrey Horne; y, si bien Dale Cooper aparece, su presencia es casi anecdótica y está completamente fuera de foco. El único personaje con cierto nivel de desarrollo en la película -fuera de la protagonista- es Donna Hawyard, pero queda claro que su papel es secundario; funciona siempre como un recordatorio de que los trastornos que sufre Laura no son producto de una típica rebelión adolescente o un intento desesperado de llamar la atención, sino la consecuencia de traumas ocasionados por la violencia de entes sobrenaturales. Fire Walk With Me es casi un spin-off de Laura Palmer, que se sumerge de lleno en el oscuro mundo de drogas, alcohol, prostitución y demás vicios que anticipan su trágico e inevitable final.


El otro sufrimiento. Las guardianas (Les gardiennes). Dirección: Xavier Beauvois. Francia-Suiza, 2017. Guión: Xavier Beauvois, Frédérique Moreau, Ernest Pérochon. Elenco: Sylvie Pialat, Benoit Quainon, Pauline Gygax, Max Karli, Michel Merkt, Romain Le Grand, Vivien Aslanian. Por Franco Denápole: Estudiante de la carrera de Letras, UNMdP.



Del director de la galardonada Des hommes et des dieux proviene este su nuevo largometraje, que retrata la vida de un grupo de mujeres en la campiña francesa, en los últimos años de la primera guerra mundial. El cine de Xavier Beauvois se va a asociar aquí, como lo hizo en aquel filme del 2010, con un cronotopo de la espera. Si los monjes aguardaban la realización de un presentimiento oscuro, aquí un grupo de mujeres trabajan y toleran el paso pesado del tiempo, que es el portador de la potencial alegría, así como también de la desgracia temida. Mientras esperan, las mujeres trabajan el campo, pues, mientras dura la ausencia de los hombres, son las que guardan la normalidad; protegen el curso natural de la vida, en este caso rural: el paso de las estaciones, la existencia marcada por las etapas del proceso de la agricultura.
Por otro lado, Beauvois vuelve a ocuparse del estilo de vida del ser humano en tiempos pasados. El anacronismo de un grupo de religiosos recluidos a un espacio, un conjunto de hábitos y un entorno pre-modernos es sustituido por el viaje total al pasado, a un 1915 que existe solo en las historias que los ancianos contaban. El largometraje se ocupa de captar, no solo la espera, sino el modo de vida de estas mujeres, marcado por la presencia del trabajo manual, objeto privilegiado de la fotografía de Caroline Champetier. En la conferencia de prensa brindada luego de la función, la productora de Les gardiennes, Sylvie Pialat, señala que el director afronta uno de los grandes tabúes del cine: mostrar gente trabajando. Con la cámara fijada en una posición contemplativa, muchas escenas quedan marcadas por la cadencia de los cuerpos de las mujeres que se trasladan, marcando los itinerarios de la faena diaria en la granja.


De esta forma, el largometraje da lugar a una convivencia interesante entre una paz marcada por estos ritmos sosegados, y una violencia implícita, o más bien de trasfondo, que es la guerra que ocurre a muchos kilómetros de distancia. Los hombres van a ser los que atraviesen el umbral entre estas dos realidades, al volver esporádicamente a su hogar para luego partir nuevamente al frente. El director va a optar por hacer presente el horror de la guerra, no a partir de la construcción de imágenes espectaculares (de eso, anota él mismo sobre su película, ya hay bastante), sino mediante la insinuación de lo que podríamos llamar, a falta de un mejor nombre, una ‘paz intensa’. Lo que la expresión quiere capturar es la convivencia de una forma de lidiar con el dolor marcada por una cosmovisión social/cultural propia del lugar y de la época, y una potencia emocional que insiste en todo momento, y nunca abandona los planos amplios y las tomas largas del director. Pero además, esta forma de experimentar el dolor de la guerra se va a agenciar, en esta película, con ‘lo femenino’ (categoría compleja que en este caso utilizamos para referir a un grupo cuyas características identitarias son producto de un sistema cultural específico), de modo tal que la tierra natal se va a convertir en un espacio en el que las mujeres, ese grupo excluido del espacio de desenvolvimiento de la guerra, puede llevar a cabo su propia resistencia.
Quebrando las escenas de largo aliento penetran, en el filme, una serie de imágenes cuyas velocidades y planos contrastan con el resto del largometraje, constituyéndose en momentos centrales, en puntos a partir de los cuales resignificar el resto del largometraje. Son pequeños instantes donde esa intensidad implícita va a tomar cuerpo para potenciar significados vinculados al amor, el dolor, la desesperación, la angustia, y finalmente, la esperanza. A partir del contraste de estos tipos de escena se va a potenciar la exploración de la división de los géneros en dos territorios distintos a raíz del acontecimiento bélico. En conclusión, Beauvois construye un relato cuyo principal éxito es llevar adelante una aproximación diferente y exitosa al fenómeno de la guerra en el cine, dando visibilidad y forma a ese otro sufrimiento, que es el de una sociedad de mujeres que espera y trabaja.


Usa la rabia como un puente. Tres avisos para un crimen (Three Billboards Outside Ebbing, Missouri). Dirección: Martin McDonagh. EEUU-Reino Unido, 2017. Guión: Martin McDonagh. Elenco: Frances McDormand, Woody Harrelson, Sam Rockwell, John Hawkes, Peter Dinklage, Caleb Landry Jones,  Lucas Hedges, Abbie Cornish, Brendan Sexton III, Samara Weaving, Kerry Condon, Nick Searcy, Lawrence Turner, Amanda Warren, Michael Aaron Milligan, William J. Harrison, Sandy Martin, Christopher Berry, Zeljko Ivanek,  Alejandro Barrios, Jason Redford, Darrell Britt-Gibson, Selah Atwood, Clarke Peters, Jason Ledford, Malaya Rivera Drew. Por Franco Denápole.


Do not go gentle into that good night.
Rage, rage against the dying of the light.
Dylan Thomas

Martin Mcdonagh, director y escritor de En brujas apuesta con su último largometraje a un guión de una gran intensidad emocional y dramática, pero también, como es usual en sus películas, desplegada una y otra vez hacia un humor a veces irónico pero sobre todo negro. Tres avisos para un crimen cuenta la historia de una madre en luto por la reciente muerte de su hija, violada y asesinada. No es, sin embargo, la historia de un crimen; no es un policial, un film detectivesco, ni uno criminal. Es más bien, un relato de duelo, devenido una suerte de tragedia que sin embargo no llega a la conclusión trágica; una narración que parece por momentos querer acercarse a Shakespeare (en una entrevista, el director cuenta que Francis McDormand, al ser introducida al guión por el director, le replica “No eres Shakespeare, Martin”), por su tendencia a explorar problemas universales del ser humano, a estudiar la condición humana a través del intercambio de personajes que toman posiciones adversas sobre una misma situación. Sin embargo, el pesimismo que, según indica Rest en Shakespeare y la imaginación impersonal, el legendario dramaturgo va a disfrazar de un humor irónico y ácido, se sustituye por una aproximación más esperanzada y positiva respecto de la situación del hombre en el mundo.
También la escritura de los personajes puede asociarse al teatro shakesperiano, pues el guión va a llevar la posición conflictiva de cada uno de ellos hasta el extremo, siendo en todo momento fiel a los modos verosímiles de comportamiento y reacción de cada uno. En otras palabras, hay en este largometraje una actitud de ‘ponerse en lugar de’, que va a enriquecer el intercambio dialógico, al cargar con diversas capas de significación cada pequeño acontecimiento. De esta forma, la perspectiva de una escena se multiplica; la escena se duplica porque se percibe una forma de experimentación de ella distinta en cada individuo. Por otro lado, esta es una película sostenida por el acontecer constante, disparado por una situación inicial: un crimen irresoluto. Mildred, madre furiosa, va a colocar tres anuncios denunciando la falta de eficiencia en la resolución de dicho misterio por parte del jefe de policía, Willoughby. A partir de ese momento, el pequeño pueblo de Ebbing, adquiere el carácter de una caldera que se calienta cada vez más; o mejor aún, una suerte de colisionador de partículas que arroja a los personajes y los hace chocar con intensidades cada vez mayores. Pero la localidad es también un pequeño escenario dramático, en el que los personajes entran para interpretar sus monólogos, para ejecutar sus diálogos, para cumplir un rol, para llevar adelante su propia reacción y empujar esa historia que funciona a base de puros estallidos emocionales, como una locomotora embravecida.


Los personajes de Tres anuncios por un crimen estallan. Esta es, entre otras cosas, una película sobre la furia. La ira los mueve a todos, los unifica en tanto los introduce por igual a un ritmo vertiginoso, hiperquinético, pasional. La madre enfurece por la injusticia de su hija; el jefe por aquello que percibe como un exceso hacia su persona; Dixon por el ataque que, observa, planifican contra alguien que ama. Porque antes de ser ira, estos personajes son amor. Su combate constante es el mismo que aquel de la vida que se aferra para no perderse en la muerte, gritando a todo pulmón.
Si bien se da en este filme esa aproximación al personaje que le concede una profundidad psicológica, o más bien, una capacidad de vivir intensamente, y personalmente el acontecimiento, también es necesario decir que la figura del autor no se termina de retirar nunca de su obra (el filme es shakesperiano también en este sentido). En efecto, no se da aquí lo que Bajtín llama ‘polifonía’, la convivencia dialógica e irresoluta de voces con cosmovisiones adversas. Hay posicionamientos; gritos en un coro que es, conjuntamente, un acto de rebeldía hacia la arbitrariedad y la muerte. Lo que está por detrás es la visión de Mcdonagh, que orienta el conflicto dramático construyendo a la par otra historia. Esta ‘segunda narración’ utiliza a los personajes y a las escenas como argumentos y contraargumentos que confluyen en un cierre decisivo, lo cual convierte a Tres avisos para un crimen en una suerte de ‘película de tesis’. No obstante, el final, lejos de ser predecible, y en consonancia con el resto del guión, va a alejarse de lo formulaico y los lugares comunes para construir imágenes con características estéticas originales y valiosas.
Este largometraje, cuando respira, produce estallidos. La técnica de Mcdonagh, se puede aventurar, pasa por poner a sus personajes en una situación límite y hacerlos reaccionar los unos a otros para que cada uno, con sus explosiones y con sus gritos gritos, conforme esa suerte de caja de resonancia que es la trama. Sin embargo, luego del dolor y de la ira; de los excesos e ‘hybris’ de sus personajes, lo que surge son puentes nuevos. Si Tres anuncios para un crimen es una película sobre la complejidad del encontronazo emocional con el otro, su final esperanzador apunta a la utilización de la ira, de la indignación, de la resistencia a la muerte y de la injusticia, como un puente que una a las personas.


De amor y de duelo. Una mujer fantástica. Dirección: Sebastián Lelio. Chile, 2017. Guión: Sebastián Lelio, Gonzalo Maza. Elenco: Daniela Vega, Francisco Reyes, Luis Gnecco, Aline Küppenheim, Amparo Noguera, Alejandro Goic, Antonia Zegers. Por Dámaris Gamboa: Estudiante de la carrera de Letras, UNMdP.


Una mujer fantástica es un film sobre el amor y sobre el duelo. Para abordar estos tópicos expone las relaciones que se establecen entre las instituciones, entendidas como dispositivos disciplinarios, y esos dos aspectos ineludibles de la vida. En nuestras sociedades son las instituciones las que determinan, en gran medida, las formas que puede adoptar el amor y el duelo. Pese a ello, hay espacios de tensión donde se ponen a prueba los límites que las propias sociedades se imponen institucionalmente. Dichas tensiones ponen en evidencia la necesidad de cuestionar y redefinir los dispositivos de control. Es en ese lugar de pugna donde se ubica el film de Sebastián Lelio.
La historia tiene como protagonista a Marina Vidal (Daniela Vega), una joven camarera y cantante que está en pareja con Orlando (Francisco Reyes). Éste es un hombre mayor que ella y goza de una buena posición económica y social. Luego de una noche romántica, enmarcada en el festejo del cumpleaños de Marina, Orlando muere repentinamente. A partir de este giro dramático, la protagonista debe enfrentarse no solo a la pérdida sino también a una serie de conflictos asociados a su identidad, pues Marina es una mujer transexual.
Cabe señalar que, se presenta a Marina como una mujer insertada socialmente, en espacios que elige, que se forjó, y no en el lugar que las sociedades conservadoras tradicionalmente han relegado a las transexuales: el trabajo sexual y el tráfico de drogas. Al mismo tiempo que se hace hincapié en ese aspecto, que podríamos considerar más “progresista”, se contrapone el discurso de las instituciones. Por un lado, éstas reiteradamente apelan a discursos “políticamente correctos” que se disfrazan de progresistas pero que continúan vehiculizando el rechazo a lo que consideran “anormal”. Si Marina es una “anormal” no es por su identidad sexual, no determinada por la genitalidad, sino por su voluntad de sobreponerse ante una sociedad que continúa ejerciendo violencia simbólica y física, eso la convierte en una mujer fantástica. La protagonista no se autoestigmatiza, el estigma está en la mirada del otro. En este sentido, Marina no busca acoplarse a la sociedad, Marina se afirma en su identidad: “El problema lo tienen los demás, no yo”. Por otro lado, también tiene lugar discursos abiertamente violentos respecto de la diversidad sexual, que la piensan como perversión e inherentemente asociada a la prostitución y el narcotráfico. Marina también combate esos discursos, antepone sus derechos y su dignidad humana ante el desprecio, la burla y la condescendencia.


En este sentido, tanto el amor como el duelo son aspectos que se encaran desde las luchas que la protagonista tiene que afrontar. Luchas que buscan materializar ambas instancias ante una sociedad que pretende negar esa posibilidad. Así, la protagonista no solo se ve asediada por la familia de Orlando sino también por el Estado (a través de la policía y el poder judicial). De esta manera, la película muestra dos realidades y la pugna entre ambas: las imposiciones de los mandatos sociales y el sobreponerse a ellos por parte de Marina. En consecuencia, el ritmo de la historia está marcado por el movimiento pendular entre una moral conservadora y la necesidad de legitimación de la identidad, entre la represión y la libertad.
Para ello se recurre mayoritariamente a una perspectiva realista. Sin embargo, también hay lugar para deslices oníricos y gestos del fantástico, aunque en menor medida. En este punto, el propio director dice: “Es una película transgénero sobre un personaje transgénero”. Es un film eminentemente realista pero al mismo tiempo escapa de ese mote.
Por otro lado, más allá del gesto político que implica la elección de este personaje como protagonista, la película no se agota allí, no es sólo poner en el centro lo marginal. Hay un cuidado estético armonioso tanto en la fotografía como en la música. Ello no va en detrimento del contar, por el contrario, se genera un ritmo atrapante dado a partir de los matices emocionales y el melodrama. Un mujer fantástica es una película socialmente consciente pero su riqueza está en las sutilezas que esgrime.


Una serie de interrogantes. Ex Libris - Biblioteca pública de Nueva York (Ex libris: New York Public Library). Dirección: Frederick Wiseman. EEUU, 2017. Guión: Frederick Wiseman. Elenco: documental. Por Juan Ariel Gómez (Facultad de Humanidades – UNMdP).


Además de ser el título que ha elegido el genial (y prolífico) Frederick Wiseman para su nuevo documental – recordemos que este es el más reciente de los más de cuarenta que ha venido filmando desde su primer Titicut Follies, de 1967 – de tres horas y diecisiete minutos sobre la Biblioteca Pública de Nueva York, Ex libris era la marca de propiedad del libro, usualmente compuesta por un grabado, o un dibujo, y un nombre. Se dice que estas primeras marcas de pertenencia de los libros han podido ser rastreadas en el siglo VIII de nuestra era, en Asturias, en manuscritos pertenecientes al rey Fruela I. Pero lo que insistentemente representa Wiseman es una vuelta a la etimología latina de ex libris, a lo que pertenece, o circunda, o merodea el “de entre los libros”. Un doble movimiento, un contrapunteo de imágenes y tomas del afuera, de las proyecciones, digamos, centrífugas de la biblioteca como sistema diseminado en sucursales, o subsedes, y programas en los distintos barrios de la ciudad de NY, es acompañado por un movimiento centrípeto que nos devuelve a las entrañas del edificio central, a lo que se define en una mesa, o en una reunión entre el directorio de bibliotecarios y los benefactores que contribuyen – con no pocos dólares, y con no pocos deseos de trascender, de marcar la propiedad de sus contribuciones, como los Ex libris – a la supervivencia, y la expansión, y constante incorporación de los tiempos, de sus demandas y de sus condiciones en lo que es o debería ser una biblioteca pública en una megalópolis contemporánea.


Una lectura paranoica del documental indicaría que lo que está exhibiendo en más de tres horas es la multiplicidad de actividades, de inserciones en la comunidad que hacen a la biblioteca una necesidad que resulta inverosímil que no cuente sino con un porcentaje de ayuda presupuestaria estatal pero que la hace dependiente de las cuantiosas donaciones de benefactores privados (y, como se entrevé en algún momento, acompañadas de sus nada infrecuentes imposiciones). El documental prescinde de la voz “oficial” del estado municipal o de otros estamentos – solo se alude a la intendencia de la ciudad de NY en reuniones del directorio de la biblioteca. Pero no es difícil entrever cómo es que los presupuestos anuales se vuelven cada vez menos auspiciosos para la educación o la cultura por estos días con la oleada hegemónica a escala planetaria de los estados sometidos a los principios que sostienen el credo neoliberal. Tampoco es difícil captar qué es lo que amenaza a espacios tan supervivientes pese al ritmo de la desmaterialización de los modos de publicar y leer. El documental no únicamente muestra muchas de las subsedes de la biblioteca pública en el Bronx, en Queens, en Staten Island, o en Brooklyn, además de la sede central en Manhattan, sino también la insistencia en una flexibilidad o maleabilidad que les permita adecuarse a demandas actuales. Así como no se exotiza al asistente, o usuario, sino que se muestra la diversidad de necesidades o exigencias que son atendidas por sus empleados (hay una toma de lxs telefonistas en la que despliegan solidez y paciencia durante los llamados que contestan de los usuarios de la biblioteca), tampoco se idealiza el formato libro o el archivo material como una forma que haría de la biblioteca un museo. En un momento del documental una arquitecta holandesa que ha ganado un concurso para remodelar uno de los edificios de la biblioteca habla precisamente de pensar el espacio biblioteca – volvemos así al señuelo etimológico del título del documental – como eso que excede a los libros, que está “de entre” ellos. Así la biblioteca se hace un espacio que no contiene libros únicamente, sino que convoca a mucha más gente en torno a eso que los libros irradian.


En una conversación en la sede de la biblioteca en Manhattan, el poeta de Louisiana Yusef Komunyakaa alude a una “arquitectura afectiva” del poema. Acaso es el momento de mayor espesor metafílmico: la arquitectura afectiva del documental nos devuelve una reflexión sobre la arquitectura afectiva del libro y de la biblioteca para la comunidad. Una de sus sedes en Harlem es un espacio para el debate acerca del rol de la biblioteca como punto de encuentro para una comunidad que de otro forma se ha individualizado. Quizás ese resulte el más relevante de los puntos que quiere comunicar el documental. A pesar de los Iphones, de las tablets, de los pdfs, de Kindle, y de tantas formas de diversificar los modos de leer, nada aúna, convoca, o impacta tanto como una lectura en un auditorio, como ir a escuchar a Patti Smith, o a Elvis Costello, o al mismo Komunyakaa. Eso sería una parte de lo que logra comunicar Wiseman en su documental. Antes que detenerse en un gesto genealógico de la fundación o historia de la biblioteca, se apoya en el aquí y ahora de la institución, en el manejo de los más de 53 millones de volúmenes que maneja en sus más de 90 sedes, entre ellas, el valioso archivo del Schomburg Center for Research in Black Culture, ubicado en Harlem. Las imágenes dan cuenta del minucioso trabajo de clasificación y distribución de los volúmenes que son pedidos de una a otra sede, sus espaciosas e impecables salas de lectura, sus cursos, sus charlas y debates públicos, sus galas, pero también – y es lo que puntúa la primacía de imágenes que contienen ruidos y movimiento – las reuniones del directorio de la biblioteca y del diseño de programas acordes a un presupuesto que depende de las donaciones antes mencionadas. En una entrevista de septiembre de este año para Vanity Fair (https://www.vanityfair.com/hollywood/2017/09/frederick-wiseman-documentary-new-york-public-library-ex-libris) Wiseman se encarga de rechazar cualquier clasificación o etiqueta con que se ha intentado identificar su cine. Se trata, en todo caso, de una serie de interrogantes, interminable, proliferante, cuyas igualmente múltiples respuestas son las que con-forman el producto final, con el que apunta Wiseman que quiere llevarles a los espectadores ese lugar acerca del cual ha filmado: “Ellxs pueden sentir que están en una reunión de personal, o en una presentación en la biblioteca del Bronx. Mi trabajo como realizador, pero particularmente como editor, es otorgar suficiente información al espectador como para que puedan entender qué está pasando y sentir que eran observadorxs de esa reunión”.


La única forma de vivir a gusto es estando poseído. Thelma. Dirección: Joachim Trier. Noruega-Suecia-Francia-Dinamarca, 2017. Guión: Joachim Trier, Eskil Vogt. Elenco: Eili Harboe,  Kaya Wilkins, Ellen Dorrit Petersen, Henrik Rafaelsen, Anders Mossling, Grethe Eltervåg, Vanessa Borgli. Por Fernanda Mugica: Profesora en Letras (UNMdP).



“Les choses nous parlent ; et il ne faut pas donner
à ces mots un sens figuré ou symbolique ; véritablement,
la nature est langage, un langage qui s’enseignerait lui-même,
où la signification  serait sécrétée par la structure même des
 signes. On comprend par là que nous ne puissions  jamais
 être dépaysés dans le monde ; le désert le plus sauvage,
la caverne la plus cachée secrète enconre un signe
humaine ; l’univers est notre domaine”
(Simone de Beauvoir)

Un hombre y una niña pequeña caminan sobre una capa de hielo. Por debajo, vemos nadar algunos peces. Sabemos que la capa superior se congela antes que la inferior, por eso el agua del fondo se mantiene líquida: así sobrevive la vida acuática y allí está la cámara, para mostrarnos su destreza, y a los personajes desde una perspectiva poco común, desde un otro-lado que desafía incluso los cambios de estado. Esa es la primera escena. En la segunda, el hombre apunta por la espalda y con un arma de cacería a la niña (¿su hija?); la cámara también está a sus espaldas. Ella no lo percibe, no hay disparo y la tensión se disuelve. Pero algo inquietante va a acompañar, desde entonces, a esa niña-joven: Thelma.
Se trata de una adolescente noruega que viaja a Oslo para estudiar biología y ciencias naturales. Desde las tomas panorámicas que deciden acercarse y hacer foco en ella, hasta la cámara en mano muy cercana a su rostro; desde unos padres que saben sobre sus movimientos, secretos y amistades en Facebook, hasta una religión que le prohíbe comportarse como los jóvenes con los que comparte su vida de estudiante, va generándose alrededor de Thelma una atmósfera de opresión muy consistente.
Qué pasaría si ocurriera constantemente aquello que deseamos, si pudiéramos asumir ese poder, parece preguntarse Trier. A partir de allí, construye un personaje que juega con algunos estereotipos, como el de la vulnerabilidad de la mujer, o el del “peligroso” poder de su sexualidad, pero logra convertirlos en elementos de una trama de empoderamiento. Muy lejos de los cuentos de hadas moralistas, Thelma se construye a sí misma con autonomía; es, en palabras del director,  una historia sobre perder el control y aceptar la otredad de uno mismo en una sociedad que estigmatiza lo extraño. Quizás por eso, a pesar de contar con todos los elementos de un film de horror con elementos sobrenaturales, Thelma permanezca más cerca –tanto más cerca- de un drama realista.


En verdad, entre la crónica de la vida universitaria y los elementos sobrenaturales, al borde del drama realista y del film de horror, la cuarta película de Trier interpela con sus particularidades y con la dificultad que genera intentar etiquetarla. Si en Thelma, por ejemplo, un personaje desaparece, lo hace literalmente, se esfuma, como si la protagonista pudiera controlar con su deseo la existencia de lo que la rodea. Más cerca de lo maravilloso que de lo fantástico –porque si pensamos en los poderes de Thelma no nos queda lugar para la vacilación- el film de Trier puede tentar al espectador respecto de una interpretación alegórica. Una muchacha tiene “convulsiones no epilépticas psicógenas” cada vez que siente deseo por su compañera de estudios –episodios muy parecidos a los de una crisis epiléptica, pero sin las descargas eléctricas características asociadas con la epilepsia. La electricidad, sin embargo, hace desastres en todo lo que la rodea y constituye posiblemente una metáfora del deseo –para que exista no necesitamos entender cómo ni por qué funciona. Entonces, el espectador quizás sí vacila: entre analizar o no toda esa carga simbólica, entre hacer o no una lectura psicoanalítica.  Si en la Edad Media estas manifestaciones eran atribuidas a la influencia del demonio –la propia Thelma lee en Wikipedia que la palabra “convulsión” significa ser poseído por poderes externos, ya sea de dios o el diablo, dependiendo del siglo en que se viva- hoy podemos recordar los casos de “neurosis demoníaca” que estudia el propio Freud y que Todorov recupera para afirmar que el psicoanálisis reemplazó (y por ello mismo volvió inútil) la literatura fantástica.
El paso de la infancia a la adolescencia, el descubrimiento de la sexualidad, el deseo y la represión del deseo, el trauma, son sólo algunos de los temas sobre los que indaga la película de Trier. Lo hace a partir de una trama compleja, con muchos secretos que concurren dosificadamente, a partir de flashbacks y de una estructura no lineal que seduce desde lo narrativo. Los efectos especiales están muy bien aprovechados porque colaboran con la construcción de la magia y de la simbología. Pájaros estrellándose contra un vidrio; una pileta de natación de la que es imposible salir a tomar aire porque la superficie se endurece, se vuelve sólida; una capa de hielo que puede ocultar un cuerpo; un padre que se prende fuego y no tiene opción entre ahogarse en un lago o incendiarse en su bote;  vidrios que estallan y dejan a Anja –la estudiante por la que Thelma se siente atraída- del otro lado (¿o capturada en los propios cristales?), vidrios como las paredes que sostienen la cabeza de la protagonista al rezar, que crean ambientes, espacios de intimidad o de encierro. Una película sobre los límites, sobre el deseo y sobre los límites del deseo, pero también sobre los cambios de estado, sobre cómo ir hacia las profundidades del océano y salir airosa. Sobre cómo algo puede realizarse si se lo desea fuertemente, y sobre cómo el conocimiento –develar lo que está oculto- también produce en nosotros cambios de estado que parecen sobrenaturales, y nos dejan más a gusto, insubordinados, livianos.


La Familia. Dirección: Gustavo Rondón Córdova. Venezuela-Chile-Noruega, 2017. Guión: Gustavo Rondón Córdova. Elenco: Giovanni García, Reggie Reyes. Por Candelaria Pérez Berazadi. Estudiante de la carrera de Letras, UNMdP.



La Familia es una película venezolana rodada en el año 2017. Su dinámica está constituida, en términos teatrales, por una marcada gradualidad de tenores. La acción comienza en los “bloques” de Caracas, la zona humilde de la ciudad. Las primeras tomas en movimiento acompañan la actividad lúdica (bulliciosa y un tanto caótica) que protagonizan los personajes que abren el film: niños-adolescentes dueños de la vereda de su barrio. La cámara registra en detalle los juegos llevados a cabo por criaturas que están prontas a convertirse en pequeños adultos; los saltos, los gritos, los insultos, las peleas fugaces, el coqueteo adolescente, la conciencia de grupo… todo se condensa allí. Pues, una inminente violencia puede ser percibida en esta escena inaugural: los “bombazos” dirigidos a las piernas que algunos lanzan contra otros con el fin de que sean esquivados con agilidad, las corridas desenfrenadas y las ametralladoras de madera apuntando desde la terraza simulando ser francotiradores, son algunos de los contrapuntos lúdicos que dan indicio de un tipo de código interno particular manejado por este grupo. A partir de entonces, podríamos pensar en la posibilidad de entender este escenario (con sus particulares reglas) como un reflejo directo de las incidencias de una sociedad dura y compleja, difícil de evadir.
Así, la cámara (inicialmente panorámica) hace foco en Pedro, uno de los personajes. Se trata de un chico que se ubica –suponemos– entre los 12 y 14 años de edad y que, desde un comienzo, lo que más llama la atención es su habilidad para hablar a través de la mirada: sus ojos oscuros parecen decir todo aquello que sus pocas palabras no hacen. Lo percibimos desprovisto de artificiosidades: su ropa sencilla, su cabello desprolijo, su simpleza al caminar, la tranquilidad de su descanso y la resolución firme de sus actos construyen un personaje lo suficientemente complejo como para ser definido con pocos  trazos. Pedro posee la sensibilidad (acorazada) de un niño y, al mismo tiempo, el costado bravo de quien es capaz de naturalizar (y enfrentar) el peligro amenazante a su alrededor. En una suerte de curiosa inspección, lo vemos juntar balas usadas del piso e, inmediatamente, percibimos a un grupo de adultos que lo amenaza para que se vaya de “la zona”. Lejos de mostrar el más mínimo (o, acaso, aparente) temor, su mirada se fija en aquellos hombres, posiblemente con el fin de manifestar la valentía prematura de quien se encuentra metamorfoseándose hacia la hombría demandada por el contexto al que pertenece.



No sin razón gran parte de la acción prevalece en los exteriores: mostrar la realidad circundante es, desde nuestro punto de vista, el eje vertebrador de dicha proyección. Y dicha acción llega a su clímax de tensión en la escena que consideramos el punctum (en términos barthesianos) de la película: mientras Pedro juega con sus amigos, un niño se acerca y los instiga a que le den los celulares, imponiéndose ante ellos gracias al poder que le otorga la posesión de un revólver. Luego de un forcejeo que incrementa notablemente la intensidad de la acción (pues, no dejan de ser menores inexpertos aunque sus actitudes denoten la crudeza con que el medio los ha educado), el joven protagonista rompe una botella y corta el cuello del primer agresor. Mientras éste agoniza y pide ayuda, Andrés, el padre de Pedro, llega corriendo y se da cuenta de la gravedad del asunto. El joven protagonista, aunque sin abandonar su espíritu rebelde y vengativo, escapa presionado por la autoridad de su padre, quien no tarda en “depositar” (y valoramos el sentido de esta palabra) al niño herido un poco más allá –a la vista de todos– para que alguien le preste ayuda (a pesar de que su muerte es inminente). Así, en una agitada reacción, este último corre hacia su casa para buscar a su hijo. Comienza, para entonces, el periplo forzado de una familia de dos integrantes.
Como secuela de la personalidad reaccionaria de ambos personajes, la tensión dramática continúa siendo física por bastante tiempo: los intentos impulsivos del niño por escapar hacen que su padre deba retenerlo más de una vez. Y faltan, para ello, las palabras: los enfrentamientos son cuerpo a cuerpo, cara a cara. Reiteradamente, las miradas entre sí evocan una relación filial que pareciera estar formándose en esa temporalidad agitada por la transición, los traslados y el transcurso sinuoso de un movimiento que los empuja constantemente hacia adelante. Sin embargo, el escape como solución automática para la supervivencia, comienza gradualmente a adquirir un sentido más profundo: ya no se tratará de la respuesta inmediata frente a ese medio peligroso, sino más bien de un acto provechoso que dirige a Pedro y a Andrés a (re)conocerse en ese otro estado, en ese nuevo ámbito que les proporcionó la decisión de ir hacia el encuentro de su seguridad y, consustancialmente, hacia la incertidumbre de habitar un nuevo lugar.
De esta manera, el bullicio, las amenazas y la evasión (que configuran el caos inicial) van transformándose, progresivamente, en la calma de la soledad y en la búsqueda de un camino diferente, de una nueva ocasión para re-construirse y culminar, finalmente, en una naturaleza despojada de lo salvajemente humano. Podríamos pensar en el periplo de dos personajes que se trasladan desde un exterior relativamente público hacia un interior deseoso de sosiego. Como dijimos, este viaje surge obligado por una situación límite que no da margen a otras posibilidades: se trata de una encrucijada de vida o muerte. Sin embargo, aquello que parecía ser una ineludible acción-reacción frente a las vicisitudes de una sociedad diversa y compleja, va adquiriendo, paulatinamente, el carácter de una búsqueda personal, intimista y sensible. Hacia el final, Pedro y Andrés devienen personajes reflexivos: ya asentados en el espacio árido de una naturaleza solitaria, acompañados por el cantar de los grillos, contemplan un amanecer que bien podría considerarse alegoría de una nueva ocasión, ya no con el fin de transformar el pasado (para entonces, irrevocable) sino con el objetivo de fraguar un futuro prometedor de mejores oportunidades.


La liberación definitiva del arte, por la revolución. L'Utopie des images de la Révolution russe. Dirección: Emmanuel Hamon. Francia, 2017. 88'. Guión: Thomas Cheysson. Elenco: Virginie Efira, Xavier Legrand, Aurélien Recoing, Damien Chapelle, Emmanuel Salinger, Romain Goupil, Emmanuel Hamon, Stephan Di Bernardo, Yves Nilly. Por Santiago Ruiz: Estudiante de la carrera de Letras, UNMdP.
  

L'Utopie des images de la Révolution russe es un trabajo documental monumental, una producción francesa que analiza el periodo que va desde 1917 a 1927 del cine ruso, recopilando fragmentos de más de 55 películas filmadas en esa época. La clave del documental es que los protagonistas de la historia son quienes cuentan la historia. Y estos no son otros que los cineastas vanguardistas que formaron parte de la revolución socialista más grandiosa de la humanidad, cuyo correlato fue, al mismo tiempo, la explosión de la creatividad artística hasta límites nunca antes imaginados. Como declarara el director del proyecto, Emmanuel Hamon, su intención pasó por mostrar a los Kuleshov, Eisenstein, Protazánov, Pudovkin, Dovzhenko y tantos otros, como hombres vivos, cuyas voces en off dialogan, como si estuvieran vivos, creando, combatiendo, militar e ideológicamente, y pensando las posibilidades de un arte nuevo en una sociedad completamente diferente.
Es que la revolución rusa significó no solo el fin de la dictadura de los zares, en febrero, y el ascenso al poder de los bolcheviques, en octubre, estableciendo el primer Estado obrero exitoso de la historia de la humanidad. La revolución rusa liberó a los artistas de las limitaciones establecidas por el mercado capitalista. Eximió a los creadores de la necesidad de que sus obras tuvieran que pasar por el circuito comercial. Los cineastas se encontraron con la posibilidad de desarrollar una creatividad sin límites. En los primeros años de la república de los soviets se encontraron con todas las facilidades técnicas de la época y sin ningún tipo de directiva a la cual obedecer. El resultado de esta ecuación fue la aparición de toda una gran generación de innovadores y experimentalistas, entre los que se destaca, entre otros, Kuleshov, con su invención del "montaje", técnica completamente renovadora de una importancia fundamental para todo el cine que le sucedió.
El arte revolucionario de los primeros años es una eufórica experimentación creativa que demuestra el espíritu de una época en la cual todo el orden establecido se dio vuelta, la estructura social fue invertida completamente y la explotación capitalista fue arrancada de raíz. El valor del cine en esta época se reveló como fundamental, siendo una poderosísima arma ideológica, social y cultural de una influencia masiva cuyo desarrollo estaba intrínsecamente ligado a los destinos del nuevo Estado proletario. Así lo describe Trotsky en 1923: 

El deseo de divertirse, de distraerse, contemplar espectáculos y reír, es un deseo legítimo de la naturaleza humana. (...) En este campo, el instrumento más importante, el que supera de lejos a todos los demás es, sin duda, el cine. Esta invención desconcertante en materia de espectáculos ha entrado en la vida de los hombres con una rapidez fulminante. En las ciudades capitalistas el cine forma parte de la vida corriente, en la misma medida que el baño, la taberna, la iglesia y otras instituciones más o menos útiles y recomendables. La pasión del cine se basa en el deseo de distraerse, de ver algo nuevo, inédito, de reír hasta de llorar, no sobre la propia suerte sino sobre la de otro. El cine ofrece una satisfacción óptica totalmente viva e inmediata a todas esas necesidades sin exigir nada del espectador, ni siquiera la capacidad de leer. De ahí la afición y la gratitud del espectador hacia el cine, fuente inagotable de impresiones y de sensaciones. He ahí el punto, no solamente el punto, sino la vasta superficie donde pueden comenzarse los esfuerzos en vista a la educación socialista. (…)”

El cine le hace la competencia no sólo a la taberna, sino también a la iglesia. Y esta competencia puede serle fatal a ésta, si hacemos culminar la separación entre la iglesia y el estado mediante la unión del estado socialista con el cine. (León Trotsky, Problemas de la vida cotidiana, 1923.)



Como bien señala Trotsky, el cine tiene un valor cultural enorme dentro de la nueva sociedad. Por supuesto, los problemas del naciente Estado en sus inicios pasan por conflictos de una importancia vital mucho más crucial, como lo son la Primera Guerra Mundial y luego la Guerra Civil contra la coalición internacional de potencias imperialistas. Es por eso que el cine de los primeros años cuenta con una libertad absoluta porque los asuntos de estado están dirigidos fundamentalmente a los problemas de la guerra y la economía. Sin embargo, si el presidente del sóviet de Petrogrado y creador del Ejército Rojo, dedica todo un libro a pensar las problemáticas vinculadas a la conciencia de las masas en su vida cotidiana, con un énfasis especial en las potencialidades que tiene el cine, como especie de antídoto para contrarrestar el alcoholismo y la religión, esto demuestra la importancia que el cine tiene en la política pública.

Y es esa importancia política fundamental del cine la que determina el ocaso del período esplendoroso de auge vanguardista, que comienza a ser aplastado al mismo tiempo que la contrarrevolución stalinista liquida definitivamente las bases del Estado obrero, en un proceso irreversible de degeneración burocrática. Esto se debe, entre otros factores, a que la derrota de la revolución socialista en los demás países europeos, fundamentalmente en Alemania en 1918, clausuró la posibilidad de extensión de la oleada revolucionaria mundial a la emancipación de toda la humanidad. La desaparición de los soviets, la prohibición de tendencias internas del Partido Comunista, la muerte de toda una generación de revolucionarios y dirigentes obreros que fue reemplazada por un número cada vez mayor de burócratas, dieron lugar al ascenso de Stalin al máximo poder del partido, luego de la muerte de Lenin. La política de Stalin determinó el confinamiento de la revolución obrera mundial al "socialismo de un solo país", imponiendo un régimen de retroceso en las conquistas sociales de la revolución, tales como el aborto legal o el matrimonio libre, mientras que los opositores políticos fueron perseguidos, deportados o asesinados.
En este sentido, la burocracia stalinista decidió también apropiarse del cine, primero por medio de la cooptación de los principales directores y luego a través de medidas más duras tales como la censura, la prohibición o la tortura. El stalinismo terminó con el período de total libertad para la creación artística y dio lugar a la imposición de una filmografía oficial, bajo la estética del "realismo socialista", un arte enteramente digitado por un poder político que ya no le pertenecía más a los obreros, sino a una clase dirigente burocrática y explotadora que se volvió contra los propios revolucionarios acusándolos de traidores, en base a mentiras y calumnias. Hacia 1927, diez años después de la toma del Palacio de Invierno, poco lugar quedaba para el impulso vanguardista en las salas de cine de la Unión Soviética. De ahí que muchos artistas de renombre, debieran optar por retractarse, exiliarse o abandonar su actividad pública; otros como el poeta Maiakovski, optaron directamente por el suicidio.
L'Utopie des images de la Révolution russe nos muestra con perfecta nitidez los avatares de los cineastas vanguardistas en los años en los que duró la experiencia de la revolución socialista que más lejos llegó en hacer avanzar el potencial creativo humano sobrepasando todos los límites preexistentes. Experiencia que hoy, a cien años de la revolución rusa, se nos presenta completamente viva, con la actualidad abrumadora de un proyecto socialista que sigue siendo una tarea inconclusa, un desafío pendiente.


Más allá de la frontera. Western. Dirección: Valeska Grisebach. Alemania-Bulgaria- Austria, 2017. Guión: Valeska Grisebach. Elenco: Meinhard Neumann, Reinhardt Wetrek, Waldemar Zang, Detlef Schaich. Por Juan Ignacio Solari: Estudiante de la carrera de Letras, UNMdP.


No vi muchas películas de cowboys, más que un par de Leone y alguna que otra de John Ford (¿Dead Man cuenta? ¿El Topo? ¿Y Volver al Futuro 3?), pero muchas cosas pueden reponerse en Western, sobre todo cuando el título ofrece la primera clave de lectura y un caballo es el centro de un problema.
Por supuesto que nuestro protagonista es un cowboy. Silencioso, en su forma de caminar, en la expresión de su presente y la mención de su pasado. Es un lobo solitario que prefiere fumar y caminar entre los árboles en lugar de conversar con los suyos y que da a entender que no está interesado en construir relaciones, regalando poca información y ofreciendo respuestas triviales a las preguntas, entre las que se pueden leer algunas hostilidades solapadas para quien se adentre de más en su territorio personal. Arrastra un pasado en el que, queda claro, ha vivido cosas, muchas seguramente intensas: formó parte de la legión extranjera en África y Afganistán, pero cuando le preguntan si mató gente, hace un gesto de labios sellados.
Revisemos: ¿Carácter solitario? Check ¿Autosuficiencia? Check ¿Pasado gris y misterioso? Check ¿Revólver? Navaja retráctil y, en una escena, rifle ¿Fuma? Por supuesto. Un bigote semicanoso, una cara curtida y con surcos, como tallada en madera, y unos ojos profundos azul grisáceo completan el perfil. También hay, en Western, un caballo, una pandilla de bandidos con un líder bravucón y un pueblo donde todos tienen un papel y se conocen las caras.
Ahora, qué pasa con lo diferente. Los diálogos, por ejemplo, son todo lo contrario a afectados. Pegados a las cosas, a veces truncos por los cortes que dan a la película una espontaneidad narrativa que seguramente no vamos a encontrar en una de cowboys al uso. Sí retienen algo de lo directo y generalmente pendenciero que caracteriza las negociaciones y las relaciones masculinas competitivas, especialmente del spaghetti. Porque lo masculino es un tema que atraviesa Western, clave para entender tanto la dinámica local como las relaciones transnacionales de explotación capitalista.


La cámara es expresiva en su disimulo: sigue la pausa del protagonista, sostiene los planos sobre las personas, se desliza suavemente y no levanta los pies del suelo, salvo, bueno, para subirse al caballo. El resultado es una narrativa que deviene (y a veces deriva) en lugar de buscar constituirse, exceptuando, quizás, los momentos que más se corresponden con una película de género. Decir esto es casi cometer un exceso, porque los conflictos o los momentos de mayor carga dramática están apenas acentuados. El efecto resultante es que la aproximación a los temas, que son varios, sea de estudio y no de tesis.
Western trata sobre un grupo de obreros alemanes que son enviados a una zona semi-rural de Bulgaria para construir una planta hidroeléctrica. Meinhard, nuestro protagonista, es el más nuevo entre ellos. Al poco tiempo de llegar, las obras se quedan sin agua y los obreros se ven obligados a establecer relaciones con los locales para subsanar el problema. Los búlgaros, por razones históricas, se muestran reticentes, y los alemanes, especialmente su capataz, optan por una aproximación prepotente a las negociaciones, actitud que adelantan con el izado de su bandera al poco de llegar.
 A este problema central se añade que los alemanes no hablan búlgaro y los búlgaros no hablan alemán. Apenas un par de personajes rompen esta regla. Lo inusual de Western es que a nosotros se nos ofrece la traducción de ambos interlocutores, cuando entre ellos se ven obligados a resolver todo con ademanes o algunas palabras con resonancia universal. U occidental. Este gesto es un gesto creador del espectador dentro de la película y un acto de entrega de privilegios: ahora conocemos los prejuicios de unos para con los otros y viceversa, mientras que ellos mismos no pueden saber de qué se ríe el otro o qué clase de negocio les está siendo propuesto. Grisebach introduce un artificio sorpresivamente pero sin ruido. Ahora sabemos qué le está diciendo Meinhard a Adrian, una suerte de líder local o personaje importante del pueblo, cuando Adrian afirma "Estás diciendo algo triste", apenas guiado por su expresión, por el tono de su voz y algo en los ojos. Meinhard dice la palabra “brat” y señala al cielo para dar a entender que su hermano está muerto. Esto es más o menos universal. Ahora, hay un momento llamado a calarnos más hondo: durante la misma escena, Adrian le pide que le cuente lo que sabe de sus viajes por el mundo, ya que ha visto tantas culturas, y Meinhard, no encontrando mejor manera de condensarlo, lo sintetiza en "Comer o ser comido". Y enfatiza con gestos.
De esta manera, Western explora el viejo pero nunca gastado tema del otro en relación con la comunicación, las identidades nacionales y las expresiones culturales locales, atravesados por la dicotomía histórica Este-Oeste (ahí el juego) en el escenario privilegiado de los Balcanes: un lugar de la Tierra que pocos de nosotros podemos animarnos a definir por lo complejo de sus etnias y los conflictos que han marcado sus fronteras e identidades, de Kosovo para atrás. Diferencias que no a los alemanes, sino al capital internacional, le son más o menos indistintas.


Cuando los personajes hablan, gesticulan y malinterpretan (porque nosotros lo sabemos) se produce una ruptura de la identificación y corrimiento del espectador hacia un lugar diplomáticamente neutral que modifica el sentido del juicio, hasta el momento atado al generalmente respetuoso Meinhard, que a lomos de un caballo blanco, tiende el puente entre unos y otros. Pero tensión levanta cuando Vincent, el capataz, se comporta prácticamente como un malo de western en toda regla, y nosotros, que habíamos adoptado el cómodo lugar de observadores científicos del encuentro, nos preguntamos dónde está el cowboy ahora y cuándo se va a hacer justicia. Ya sabemos cómo funcionaba la justicia del viejo oeste. Sin embargo, los duelos quedan en suspenso. "La violencia no es lo mío" dice Meinhard al principio, pero luego de la muerte del caballo (y algunos altercados más) está dispuesto a acercar su cara a menos de diez centímetros de la de Vincent, dejando en claro que no va a dejar pasar otra. Después de todo, Meinhard es un legionario. En ese momento casi podemos calzarle el sombrero y las espuelas y escuchar a lo lejos el emblemático silbido de Morricone. Pero en Western no hay música y Meinhard enseguida vuelve a ser el trabajador taciturno que conocimos al principio. Las tensiones, que en cualquier otro caso se resolverían a los tiros, llegan, como mucho, a la exposición de armas y a amenazas que se entienden por lo enfático y malsonante de esas palabras que andá a saber qué dirán. Como si importara.
Así la película deriva (no yerra) narrativamente mientras construye, como la mayoría del cine de su veta, un estudio pausado y austero de su objeto. Una escena cerca del final, que ocurre en una fiesta del pueblo, condensa lo complejo del escenario que se ha ido construyendo: en medio de la música marcadamente oriental, van y vienen miradas cargadas y los búlgaros joden con una bandera alemana, en una amistosa aunque no ingenua revancha por haberse tomado su agua y metido con sus mujeres.
Por último hay, y esto es pura obra de la perspectiva, una observación no tanto idealizada pero sí valorativamente positiva de los paisajes agrestes y la cultura rural local de Bulgaria. Los planos que cortan a paisajes, pocos o ningunos de los cuales no contienen los personajes dentro del cuadro, se corresponden con momentos contemplativos, micropausas en el trabajo o pequeñas escapadas lejos del paisaje urbano. “Esto es el paraíso” dice Meinhard a Adrian en alemán, y Adrian le responde, en búlgaro, “Nos entendemos”. El pueblo, queda claro, estaba mejor sin los alemanes.
La tierra está donde los hombres y las mujeres la cultivan, sobre la que construyen sus casas y donde pastan sus caballos. Sobre la tierra se construye el sentido de pertenencia, no allá donde esos hombres y mujeres firmaron los papeles mediante los cuales cedieron su poder. Western es no sólo un estudio del encuentro de culturas y la colonización económica, sino del desarraigo y de cómo haber nacido en occidente se convierte en un fardo pesado a sacarse de encima, sobre todo más allá de la frontera.

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