Publicación bimestral. ISSN Nº 1851-4855. Año 11 Número 60. Noviembre de 2017. Dedicado a la 32ª ed. Festival Internacional de Cine de Mar del Plata
¿Qué ves cuando me ves? 12 días (12 jours). Dirección: Raymond Depardon. Francia, 2017. Guión: Raymond Depardon.
Elenco: documental. Por Miriam Abelén: Licenciada en Letras (UNMdP).
A
este problema central se añade que los alemanes no hablan búlgaro y los
búlgaros no hablan alemán. Apenas un par de personajes rompen esta regla. Lo
inusual de Western es que a nosotros se nos ofrece la traducción de ambos
interlocutores, cuando entre ellos se ven obligados a resolver todo con
ademanes o algunas palabras con resonancia universal. U occidental. Este gesto
es un gesto creador del espectador dentro de la película y un acto de entrega
de privilegios: ahora conocemos los prejuicios de unos para con los otros y
viceversa, mientras que ellos mismos no pueden saber de qué se ríe el otro o
qué clase de negocio les está siendo propuesto. Grisebach introduce un
artificio sorpresivamente pero sin ruido. Ahora sabemos qué le está diciendo
Meinhard a Adrian, una suerte de líder local o personaje importante del pueblo,
cuando Adrian afirma "Estás diciendo algo triste", apenas guiado por
su expresión, por el tono de su voz y algo en los ojos. Meinhard dice la
palabra “brat” y señala al cielo para dar a entender que su hermano está
muerto. Esto es más o menos universal. Ahora, hay un momento llamado a calarnos
más hondo: durante la misma escena, Adrian le pide que le cuente lo que sabe de
sus viajes por el mundo, ya que ha visto tantas culturas, y Meinhard, no
encontrando mejor manera de condensarlo, lo sintetiza en "Comer o ser
comido". Y enfatiza con gestos.
Documental que nos introduce a través de los pasillos del aparato
burocrático, en el que se cruzan discursos del poder, que aplica la ley de
"salud mental" promulgada en 2013 en Francia. En dicho cruce se interceptan
dialogan y sentencian el lenguaje jurídico, médico psiquiátrico y asistencia "la ley”; instrumento que se aplica arbitrariamente dado que el otro discurso el
más importante en cuestión el del paciente
es la voz que no será tenida en
cuenta, será que la narrativa cinematográfica penetra a través de una lente que
amplifica esos rostros que esperan ser escuchados. Es cine, prevalece la imagen
y es ella quien mejor nos pone en escena el cruce de discursos captado por una
cámara sensible y suspicaz, enriquece, aclara y oscurece el devenir sentencia.
En cada mueca, gesto e imploración.
Cada uno de los diez casos seleccionados
para ser escuchados en el film son pacientes que deben comparecer ante un juez,
que no es especialista en salud mental, para decidir si sigue internado o puede
externalizarse, a poco de internarnos en el
film entendemos que ninguno obtendrá la libertad y de a poco vamos
sintiendo la misma impotencia que siente el paciente aunque venga recomendado
por sus terapeutas para seguir su tratamiento ambulatorio, no se les
concederá la libertad. Por momentos una atmósfera kafkiana, invade
la butaca y el espectador se siente
"ante la ley" majestuosa, altiva, falsamente protectora e
ineluctablemente deshumanizada.
Primeros planos que amplifican la
mueca del que debe aplicar una sentencia y desconoce los hilos y la urdimbre de
la que se habla, francamente un documento insoslayable para entender de qué
modo las instituciones en el intento de proteger, desprotegen y despojan de la posibilidad de una terapia
inmerso en su medio social. Luego de 12 jours internados descubren/
descubrimos que seguirán transitando
pasillos, luces de fluorescentes y laberintos que no conducen a ningún sitio de
pertenencia. De modo tal que la ley se
constituye en un gran simulacro que hace que no ve lo que ve.
El relator del trabajo y el tiempo. Buena suerte (Good Luck). Dirección: Ben Russell. Francia, 2017. Guión: Ben
Russell. Elenco: Vlastimir Andelovic, Goran Culinovic, Nenad Cvetkovic, Darko
Dordevski, Fedris Adjaki, Monima
Akobe, Diego Amoida. Por Ricardo Aiello:
Autor de TV, Docente en Narración Audiovisual y Guión (UNMdP).
En la sección Competencia Internacional se
presentó la última película del joven
realizador norteamericano Ben Russell. Good
Luck -tal es su título- se plantea
ante todo como un relato del tiempo. Si tuviésemos que ceñirnos a la división
taxonómica más tradicional para los formatos audiovisuales, clara es la
ubicación de esta producción dentro del documental como género. Pero, lo
sabemos desde siempre gracias a la máxima godardiana:
todo documental encierra, como constructo, una ficción, y viceversa.
Hay claramente dos partes que la estructuran. La
primera parte de la película tiene lugar en una mina serbia, 400 metros por
debajo del suelo. La segunda, con un oficio más o menos cercano, nos muestra a
los trabajadores también de una mina, pero a cielo abierto, en Surinam –y con
un trabajo ilegal-.
Más allá de la unidad temática que cruza a los
relatos desde el punto de vista del trabajo –claramente es una película sobre
el trabajo, y en esto el propio director cita al inicio de los Lumiere con sus Obreros saliendo de la Fábrica, en su
nota para el catálogo del festival-, hay algo que parece más esencial: el
tiempo como sustancia, como objeto. Siempre se planteó desde los estudios
narratológicos que la acción laboral –la más clásica por decirlo de algún modo,
digamos la acción fabril y fordiana-,
por sí misma, poco atractivo presenta para la narración. Porque la repetición
se vuelve rutina, y es rutina para el espectador. Acaso la ficción, desde
diferentes géneros ha sabido variar a través de las historias y de personajes
que rompen precisamente esa rutina (recordaremos todos Tiempos Modernos seguramente). Aquí, sin embargo, Russell se
plantea algo así como una praxis política audiovisual. Expone sólo a través de
imágenes –lo que se conoce como documental de observación- sin subrayar, con
los testimonios precisos, sin adjetivos. Se limita a mostrar y en ese mostrar hay un gesto político. Porque
echar luz (en el sentido literal, fundamentalmente en la primera parte bajo
tierra) significa poner a los ojos de la sociedad, convertir la acción (oculta)
en espectáculo, pero en un espectáculo que puede servir para la contemplación y
la reflexión. Ojos que ven, corazones que sienten… supuestamente.
Al mejor estilo
deleuzeano, se separa al tiempo, se lo trabaja de forma autónoma y,
podríamos decir, soberana. Ya no subsidiario de una acción, ya no percibido por
debajo –o como sostén- del drama (acción). La consabida imagen-tiempo desarrollada como concepto por el filósofo francés,
parece encontrar en esta factura americana independiente un digno modelo.
La estrategia expresiva de Russell, no obstante,
entra en un terreno de riesgo cuando enfrenta, en la misma cinta, a esas dos
partes antes señaladas. Si bien hay una unidad temática clara, con este tipo de
estructuras se corre el riesgo de un montaje de partes no parejas. Esto no
sería nada si tomáramos cada acto (por decirlo en términos de la dramaturgia)
por separado. Pero en el choque, en la colisión, en el propio montaje,
inevitablemente vamos a ir por la comparación. Y es allí, creo, donde el Todo
se erosiona. No porque la mina subterránea de Serbia sea menos que la mina de
oro a cielo abierto en Surinam, o viceversa. Sino, porque a partir de la unión,
cada parte tiende a verse desde la óptica del contraste con la otra. El relato
de los trabajadores de Surinam (la última parte) se desdibuja, y no sólo porque
tiene, precisamente, distinto tiempo. Se desdibuja porque expone menos,
claramente.
No obstante, Good
Luck –con ese título no exento de ironía- valida (valientemente en estos
tiempos) no sólo al trabajo como fuerza motora para las personas, también
ensalza la fraternidad y la esperanza.
Resaltemos también un aspecto que se citó
anteriormente: en la primera parte hay trabajadores legales, hay un trabajo
reconocido; en el relato del final, el espacio laboral es ilegal y, por ende,
las condiciones laborales están degradadas. Pero en ambos casos, se atraviesa
un tópico que, si bien casi tan antiguo como la vida misma, no está de más que
sea abordado desde el arte: la dignidad del trabajo.
En un mundo donde la fuerza del trabajo parece
enfrentar cada día condiciones más laxas, siempre en beneficio del capital
salvaje, Good Luck parece refrescar
la pantalla e invitarnos al pensamiento político. Lo político no es menor aquí
–y sabemos también que todo film en algún punto lo es-. Desde la propuesta
narrativa parece apelarse al axioma de menos
es más. Cierta economía propia del formato y de lo que específicamente se
está contando, presenta, a su vez, una profundidad de mensaje (si se permite
esta palabra que a veces muta los relatos en historias maniqueas), un gesto grande. Es que mostrar es narrar,
lo demuestra Russell. La poca o casi nula intervención externa, del dispositivo
por así decirlo, ensalza precisamente a la sustancia del relato. No es un dato
menor y no es fácil de hacerlo. En épocas de relatos (mainstreams e
independientes) donde la pose propia del hacedor se coloca, no pocas veces, por
sobre lo que se está contando, la propuesta de Ben Russell claramente es un
logro.
Una película que aborda al trabajo casi en forma de
ensayo, es un hecho destacable para un festival de cine internacional clase A.
El trabajo que, como hecho social, debe pelear día a día contra miradas que
sólo abrevan en la rentabilidad del mercado, encuentra, creo, un muy buen
aliado en la película de este joven director de los Estados Unidos.
Ahora el trabajo es nuestro: sentirla,
comprenderla, aprehenderla, discutirla.
El
valor de lo humano en tiempos de guerra. Flamea
la última bandera (Last Flag Flying).
Dirección: Richard Linklater. Basada en la novela homónima de Darryl Ponicsan.
EEUU, 2017. Guión: Richard Linklater. Elenco: Steve Carell, Bryan Cranston, Laurence Fishburne, J.
Quinton Johnson, Yul Vazquez, Deanna
Reed-Foster. Por Nicolás Andrade: Estudiante de la carrera de Letras, UNMdP.
Basada
en la novela homónima de Darryl Ponicsan, Last
Flag flying es una comedia dramática dirigida por Richard Linklater de un
guión escrito por él mismo y el autor de la novela. El director considera a la
película como una secuela espiritual de The
last detail, protagonizada por Jack Nicholson y que cuenta una historia de
los tres protagonistas durante la guerra de Vietnam.
Un
hombre (Steve Carell) entra a un bar, pide una pinta de cerveza, se dirige al
dueño del lugar y le pregunta si no lo reconoce. Luego de inspeccionarlo por un
instante, se da cuenta que es su viejo amigo “Doc” con el que sirvió en la
guerra de Vietnam, más de treinta años antes. Su encuentro no es casualidad:
Doc necesita que su ex compañero Sal (Bryan Cranston) y su otro amigo de la
guerra Richard Mueller (Laurence Fishburne) lo acompañen a buscar el cuerpo de
su hijo, muerto en la guerra de Irak, para luego enterrarlo. El voluntarioso
Sal y el reticente Mueller se unen a Doc en el viaje, resultando en una de las
mejores “road movies” de los últimos años, intercalando momentos de carcajadas
con otros de tremenda angustia.
Linklater
es un especialista en encontrar a los actores indicados para representar una
química colectiva. Ya ha demostrado esta habilidad en cuanto a grupos de amigos
en películas como Dazed and confused
y Everybody wants some!!, en tanto a
familia con Boyhood, y en tanto a
amantes con la trilogía de Before.
Para lograr esto, él mismo ha declarado que suele convocar a sus actores
semanas antes de comenzar a rodar con la intención de conseguir formar lazos
verdaderos entre ellos. En este caso en particular dicho proceso no parece
necesario, ya que sus tres protagonistas son actores consolidados y
galardonados por sus perfomances. Los tres han demostrado en sus prolíficas
carreras ser capaces de hacer reír (Carell en The office, Cranston en Malcolm
y Fishburne en Blackish) como de
meterse en la piel de personajes oscuros o ambiguos (Foxcatcher, Breaking bad
y Othello, respectivamente y para
citar algunos ejemplos), por lo que ese ejercicio no parecería ser obligatorio
con su calibre. De cualquier modo, el casting funciona a la perfección:
Cranston cumple el rol del rebelde del grupo, el mujeriego y alcohólico. El
actor encarna este rol con una facilidad asombrosa, proporcionando los mejores
momentos de humor en la película, pero también mostrándose vulnerable en
ciertas escenas con despecho y enojo hacia la institución que lo formó en su
juventud. Fishburne es la otra cara de la moneda de Cranston, habiendo
encontrado la religión luego de los años tumultuosos de la guerra. El
representa al “straight man”, el hombre serio víctima de la mayoría de las
burlas y excentricidades de Sal. Como tal, Fishburne descuella como contraste
de Cranston y entre ambos se generan discusiones que abarcan religión, muerte y
patriotismo. Sin embargo, es el trabajo de Carell como Larry “Doc” Shepherd el
que sobresale entre los tres protagónicos. Con una audiencia acostumbrada a sus
roles payasescos y disparatados (en The
office, Anchorman, o sin ir más
lejos otra de las películas proyectadas en el festival como Batalla de los sexos), Carell sorprende
al interpretar a su personaje de forma contenida, como un hombre sumiso y
apagado, que decide mantenerse a un costado durante las despotricadas de Sal y
las contestaciones de Mueller. Carell personifica con maestría el dolor y
quiebre interno que significa la pérdida de un hijo, con una actuación llena de
sutiles matices y catarsis que recuerda a su trabajo en Little miss sunshine.
Un
elemento importante en este film es la ambientación de la época en la que se desarrolla
la trama. Corre el año 2003, tan sólo dos años después del atentado en el World
Trade Center, suceso que inspiró a muchos jóvenes estadounidenses a enlistarse
en el ejército e ir a luchar del otro lado del Atlántico. Linklater aplica la
sabiduría del presente catorce años antes para demostrar, a través de los
veteranos de Vietnam, un ciclo que se repite continuamente y que tiene como
culpable al patriotismo ciego que conduce a gran parte de la población.
La
ambientación en otra época es una temática recurrente del director, habiéndola
ya explorado en Dazed and confused y Everybody wants some!!. Las vestimentas,
el soundtrack y la tecnología de ese período en el que se sustenta ayudan a
transportar al espectador en un viaje lleno de nostalgia y recuerdos. En Last flag flying, el personaje de
Cranston convence a sus amigos de comprarse un “aparato nuevo” llamado celular,
para poder hacer llamadas desde cualquier locación. En otra escena, dos de los
protagonistas se quejan de la “música moderna” mientras escuchan “Without me”
de Eminem.
Otro
de los sellos de Linklater que forma parte de esta película es la relevancia
del diálogo para desarrollar y dar mayor sustancia a sus personajes. Ya se ha
mencionado la importancia de las discusiones entre Cranston y Fishburne para
entender mejor a los protagonistas (incluso a Doc, que aporta mucho a su
carácter desde el silencio). Por medio de sus conversaciones, surgen temáticas
de discusión muy contemporáneas, como las políticas de guerra estadounidenses,
Dios y la religión, y el alcoholismo, entre otros. Hay algo en lo que los tres
amigos están de acuerdo, y eso es la futilidad de la guerra. Los paralelismos
trazados entre las guerras de Vietnam e Irak son mejor explorados cuando se
suma al grupo el soldado Washington (J. Quinton Johnson), el mejor amigo del
hijo de Doc. Los veteranos apadrinan al joven y lo aleccionan acerca de la
verdadera razón por la que lucha, con frases cargadas de escepticismo y
amargura. El guión aquí no deja ningún
tipo de dudas acerca de la postura que poseen Linklater y Ponicsan sobre el
despliegue de tropas en países extranjeros. Ambos, al igual que sus
protagonistas, han sido decepcionados por un país que desde su fundación sólo
ha tenido diecisiete años de paz.
Con un
guión inteligente y preciso, y un trío de actuaciones destacadas para plasmarlo
en pantalla, Last flag flying incita
tanto a las lágrimas como a la risa con prácticamente ningún paso en falso y un
mensaje oportuno para la época. La película es un nuevo hito cinematográfico en
una carrera llena de ellos, con el perfeccionamiento de un estilo que cada vez
resulta más resonante.
Mucho más que una precuela. Twin Peaks: El fuego camina conmigo (Fire Walk With Me). Dirección: David
Lynch. EEUU-Francia, 1992. Guión: David Lynch, Robert Engels. Elenco: Sheryl
Lee, Ray Wise, Moira Kelly, Chris
Isaak, James Marshall, Dana Ashbrook,
Kyle MacLachlan, Eric DaRe, Phoebe Augustine, Kiefer Sutherland, Frank Silva,
Harry Dean Stanton, Michael J. Anderson, Al Strobel, Grace Zabriskie, David
Lynch, David Bowie, Walter Olkewicz, Miguel Ferrer, Mädchen Amick, Heather
Graham. Por Emanuel Castillo. Estudiante de la carrera de Letras, UNMdP.
El año 2017 ha sido especial para los
seguidores de la obra de David Lynch y, sobre todo, para los amantes de ese
microcosmos que es Twin Peaks. Tras
25 largos años, tal y como lo anunció Laura Palmer en el show original, una de
las series de culto más importantes –tal vez la más importante- retornó a la
televisión. A partir de este acontecimiento se explica por qué en la presente
edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata hubo, además de un
panel de debate, tres funciones de Fire
Walk With Me, la película que funciona como precuela de la serie. Pero esta
película es mucho más que una precuela; el rótulo es pertinente sólo porque los
sucesos que en ella acontecen se ubican cronológicamente justo antes de la
emblemática escena que abre Twin Peaks:
el hallazgo del cadáver de Laura Palmer. Pero las precuelas, en general, surgen
como un intento de profundizar en el origen y en la psicología de un personaje
o en algún aspecto no resuelto en la historia original; en cambio, si bien es
cierto que en Fire Walk With Me accedemos
a la tormentosa vida de Laura Palmer durante los días previos a su muerte, los
principales misterios de la serie quedan irresueltos: nunca se nos explica qué
es la black lodge, de dónde surge, si
se trata de un escenario imaginado por los personajes o de un lugar real, o de
una suerte de realidad paralela. Tampoco conocemos quiénes o qué son realmente
‘Bob’ y ‘Mike’, esos entes sobrenaturales que deambulan entre aquel espacio y
la ciudad como si su existencia no tuviera que ser explicada; como si siempre
hubieran estado allí.
Quienes conocen el estilo de David
Lynch saben bien que esa falta de certidumbres no es una particularidad de este
film, sino una marca registrada del director. En sus otras películas –aunque
especialmente en toda la producción audiovisual surgida de Twin Peaks-, la mayoría de los enigmas planteados nunca se
resuelven o se resuelven parcialmente, dando lugar a la aparición de nuevos
personajes y de nuevos misterios cuya explicación depende, en última instancia,
del espectador. Si algo define a la filmografía de Lynch es la intención de no
cerrar sus historias, de no otorgarles un sentido unívoco y preciso; por el
contrario, el receptor se ve exigido, interpelado y obligado a participar
activamente en el ensamble de las piezas. No es casual que la crítica haya
encontrado en su obra influencias del surrealismo, sobre todo de la pintura;
mirar una de sus películas es como observar un cuadro surrealista, en el
sentido de que nos hallamos ante una realidad que ha sido tensionada, deformada
y distorsionada a partir de su yuxtaposición con escenas muy extrañas y
desconcertantes; la aparición de doppelgangers,
el frecuente recurso de la meta-representación y el ambiente onírico general
(“We live inside a dream”) de esas secuencias recuerdan mucho a algunos cuadros
del pintor René Magritte, como The
Pleasure Principle (1937). La Parade (1940),
Memory (1948), Les mémoires d'un saint (1960), y, especialmente, a Not to be reproduced (1937).
La escena del comienzo de Fire Walk With Me, con una mujer de
cabello rojo, vestida completamente de rojo también, que realiza una especie de
performance en clave que los agentes
del FBI deben decodificar, funciona como claro ejemplo de la manera en que esas
imágenes surrealistas irrumpen en la realidad para trastornarla. La peculiar
apariencia de esta mujer y su inesperado comportamiento descolocan al
espectador, que no sabe en ese momento cómo debe interpretar lo que está
viendo; más tarde, sin embargo, conocemos el significado de estos gestos a través
de una conversación entre dos agentes, en una de las pocas explicaciones que
brinda la película.
Sin dudas las escenas más surrealistas
transcurren en dos espacios completamente característicos y distintivos de Twin Peaks: por un lado, en la habitación
que está arriba de la convenience store,
con el hombre saltarín que usa una inquietante máscara blanca y está vestido de
traje rojo –color harto recurrente en la serie-; por el otro, en la black lodge o red room, el lugar de las
cortinas rojas que parecen aludir al teatro y sugieren la idea de la
meta-representación, y donde aparecen el hombre enano –‘The Arm’-, ‘Bob’, esa
especie de demonio que posee a Leland Palmer, y ‘Mike’, el espíritu que intenta
detener a Bob. En la red room, las
voces de los personajes -grabadas al revés y luego reproducidas en sentido
inverso- producen un efecto de extrañamiento muy perturbador.
Ahora bien, si estos elementos
producen extrañamiento es justamente porque operan sobre un trasfondo realista;
la historia original se concibe, al menos en un principio, como policial. En su
ensayo Diagnóstico de la novela,
Jaime Rest señala que las tramas de este género poseen dos instancias: “la
historia de un crimen cuyo misterio se intenta solucionar y la historia de la
pesquisa que se realiza con tal objeto. (…) Hay, pues, una historia visible y
otra oculta: la primera es la que hallamos en el libro; la segunda consiste en
un drama psicológico cuya elaboración quedó postergada.” (34-37) En este
sentido, Twin Peaks nos muestra la
‘historia de la pesquisa’, de la investigación del asesinato de Laura Palmer, a
cargo del singular Agente Especial del FBI Dale Cooper. En cambio, en Fire Walk With Me nos enfrentamos a esa
historia oculta, postergada; la historia de los casos blue rose y de los crímenes previos al de Laura Palmer.
Como habíamos señalado, no se trata
aquí de una precuela común y corriente, sino de una puerta abierta a la
atormentada vida de Laura Palmer, acaso la figura más importante del universo Twin Peaks. Llama la atención la
ausencia de otros personajes importantes en la serie como Andy y Lucy Brennan,
Hawk, el Sheriff Truman o Audrey Horne; y, si bien Dale Cooper aparece, su
presencia es casi anecdótica y está completamente fuera de foco. El único
personaje con cierto nivel de desarrollo en la película -fuera de la
protagonista- es Donna Hawyard, pero queda claro que su papel es secundario;
funciona siempre como un recordatorio de que los trastornos que sufre Laura no
son producto de una típica rebelión adolescente o un intento desesperado de
llamar la atención, sino la consecuencia de traumas ocasionados por la
violencia de entes sobrenaturales. Fire
Walk With Me es casi un spin-off de
Laura Palmer, que se sumerge de lleno en el oscuro mundo de drogas, alcohol,
prostitución y demás vicios que anticipan su trágico e inevitable final.
El otro sufrimiento. Las guardianas (Les gardiennes). Dirección: Xavier Beauvois. Francia-Suiza, 2017.
Guión: Xavier Beauvois, Frédérique Moreau, Ernest Pérochon. Elenco: Sylvie
Pialat, Benoit Quainon, Pauline Gygax, Max Karli, Michel Merkt, Romain Le
Grand, Vivien Aslanian. Por Franco Denápole: Estudiante de la carrera de
Letras, UNMdP.
Del director de la galardonada Des hommes et des dieux proviene este su nuevo largometraje, que retrata la vida
de un grupo de mujeres en la campiña francesa, en los últimos años de la
primera guerra mundial. El cine de Xavier
Beauvois se va a asociar aquí, como lo hizo en aquel filme del 2010, con un
cronotopo de la espera. Si los monjes aguardaban la realización de un
presentimiento oscuro, aquí un grupo de mujeres trabajan y toleran el paso
pesado del tiempo, que es el portador de la potencial alegría, así como también
de la desgracia temida. Mientras esperan, las mujeres trabajan el campo, pues,
mientras dura la ausencia de los hombres, son las que guardan la normalidad;
protegen el curso natural de la vida, en este caso rural: el paso de las
estaciones, la existencia marcada por las etapas del proceso de la agricultura.
Por otro lado, Beauvois vuelve a ocuparse
del estilo de vida del ser humano en tiempos pasados. El anacronismo de un
grupo de religiosos recluidos a un espacio, un conjunto de hábitos y un entorno
pre-modernos es sustituido por el viaje total al pasado, a un 1915 que existe
solo en las historias que los ancianos contaban. El largometraje se ocupa de
captar, no solo la espera, sino el modo de vida de estas mujeres, marcado por
la presencia del trabajo manual, objeto privilegiado de la fotografía de
Caroline Champetier. En la conferencia de prensa brindada luego de la función,
la productora de Les gardiennes,
Sylvie Pialat, señala que el director afronta uno de los grandes tabúes del
cine: mostrar gente trabajando. Con la cámara fijada en una posición
contemplativa, muchas escenas quedan marcadas por la cadencia de los cuerpos de
las mujeres que se trasladan, marcando los itinerarios de la faena diaria en la
granja.
De esta forma, el largometraje da
lugar a una convivencia interesante entre una paz marcada por estos ritmos
sosegados, y una violencia implícita, o más bien de trasfondo, que es la guerra
que ocurre a muchos kilómetros de distancia. Los hombres van a ser los que
atraviesen el umbral entre estas dos realidades, al volver esporádicamente a su
hogar para luego partir nuevamente al frente. El director va a optar por hacer
presente el horror de la guerra, no a partir de la construcción de imágenes
espectaculares (de eso, anota él mismo sobre su película, ya hay bastante),
sino mediante la insinuación de lo que podríamos llamar, a falta de un mejor
nombre, una ‘paz intensa’. Lo que la expresión quiere capturar es la
convivencia de una forma de lidiar con el dolor marcada por una cosmovisión
social/cultural propia del lugar y de la época, y una potencia emocional que
insiste en todo momento, y nunca abandona los planos amplios y las tomas largas
del director. Pero además, esta forma de experimentar el dolor de la guerra se
va a agenciar, en esta película, con ‘lo femenino’ (categoría compleja que en
este caso utilizamos para referir a un grupo cuyas características identitarias
son producto de un sistema cultural específico), de modo tal que la tierra
natal se va a convertir en un espacio en el que las mujeres, ese grupo excluido
del espacio de desenvolvimiento de la guerra, puede llevar a cabo su propia
resistencia.
Quebrando las escenas de largo aliento
penetran, en el filme, una serie de imágenes cuyas velocidades y planos
contrastan con el resto del largometraje, constituyéndose en momentos
centrales, en puntos a partir de los cuales resignificar el resto del
largometraje. Son pequeños instantes donde esa intensidad implícita va a tomar
cuerpo para potenciar significados vinculados al amor, el dolor, la
desesperación, la angustia, y finalmente, la esperanza. A partir del contraste
de estos tipos de escena se va a potenciar la exploración de la división de los
géneros en dos territorios distintos a raíz del acontecimiento bélico. En
conclusión, Beauvois construye un relato cuyo principal éxito es llevar
adelante una aproximación diferente y exitosa al fenómeno de la guerra en el
cine, dando visibilidad y forma a ese otro sufrimiento, que es el de una
sociedad de mujeres que espera y trabaja.
Usa la rabia como un puente. Tres avisos para un crimen (Three Billboards Outside Ebbing, Missouri).
Dirección: Martin McDonagh. EEUU-Reino Unido, 2017. Guión: Martin McDonagh.
Elenco: Frances McDormand, Woody Harrelson, Sam Rockwell, John Hawkes, Peter
Dinklage, Caleb Landry Jones, Lucas
Hedges, Abbie Cornish, Brendan Sexton III, Samara Weaving, Kerry Condon, Nick
Searcy, Lawrence Turner, Amanda Warren, Michael Aaron Milligan, William J.
Harrison, Sandy Martin, Christopher Berry, Zeljko Ivanek, Alejandro Barrios, Jason Redford, Darrell
Britt-Gibson, Selah Atwood, Clarke Peters, Jason Ledford, Malaya Rivera Drew.
Por Franco Denápole.
Do not go gentle into that good night.
Rage, rage against the dying of the light.
Dylan Thomas
Martin Mcdonagh, director y escritor
de En brujas apuesta con su último
largometraje a un guión de una gran intensidad emocional y dramática, pero
también, como es usual en sus películas, desplegada una y otra vez hacia un
humor a veces irónico pero sobre todo negro. Tres avisos para un crimen cuenta la historia de una madre en luto
por la reciente muerte de su hija, violada y asesinada. No es, sin embargo, la
historia de un crimen; no es un policial, un film detectivesco, ni uno
criminal. Es más bien, un relato de duelo, devenido una suerte de tragedia que
sin embargo no llega a la conclusión trágica; una narración que parece por momentos
querer acercarse a Shakespeare (en una entrevista, el director cuenta que
Francis McDormand, al ser introducida al guión por el director, le replica “No
eres Shakespeare, Martin”), por su tendencia a explorar problemas universales
del ser humano, a estudiar la condición humana a través del intercambio de
personajes que toman posiciones adversas sobre una misma situación. Sin
embargo, el pesimismo que, según indica Rest en Shakespeare y la imaginación impersonal, el legendario dramaturgo
va a disfrazar de un humor irónico y ácido, se sustituye por una aproximación
más esperanzada y positiva respecto de la situación del hombre en el mundo.
También la escritura de los personajes
puede asociarse al teatro shakesperiano, pues el guión va a llevar la posición
conflictiva de cada uno de ellos hasta el extremo, siendo en todo momento fiel
a los modos verosímiles de comportamiento y reacción de cada uno. En otras
palabras, hay en este largometraje una actitud de ‘ponerse en lugar de’, que va
a enriquecer el intercambio dialógico, al cargar con diversas capas de
significación cada pequeño acontecimiento. De esta forma, la perspectiva de una
escena se multiplica; la escena se duplica porque se percibe una forma de
experimentación de ella distinta en cada individuo. Por otro lado, esta es una
película sostenida por el acontecer constante, disparado por una situación
inicial: un crimen irresoluto. Mildred, madre furiosa, va a colocar tres
anuncios denunciando la falta de eficiencia en la resolución de dicho misterio
por parte del jefe de policía, Willoughby. A partir de ese momento, el pequeño
pueblo de Ebbing, adquiere el carácter de una caldera que se calienta cada vez
más; o mejor aún, una suerte de colisionador de partículas que arroja a los
personajes y los hace chocar con intensidades cada vez mayores. Pero la
localidad es también un pequeño escenario dramático, en el que los personajes
entran para interpretar sus monólogos, para ejecutar sus diálogos, para cumplir
un rol, para llevar adelante su propia reacción y empujar esa historia que
funciona a base de puros estallidos emocionales, como una locomotora
embravecida.
Los personajes de Tres anuncios por un crimen estallan. Esta es, entre otras cosas,
una película sobre la furia. La ira los mueve a todos, los unifica en tanto los
introduce por igual a un ritmo vertiginoso, hiperquinético, pasional. La madre
enfurece por la injusticia de su hija; el jefe por aquello que percibe como un
exceso hacia su persona; Dixon por el ataque que, observa, planifican contra alguien
que ama. Porque antes de ser ira, estos personajes son amor. Su combate
constante es el mismo que aquel de la vida que se aferra para no perderse en la
muerte, gritando a todo pulmón.
Si bien se da en este filme esa
aproximación al personaje que le concede una profundidad psicológica, o más
bien, una capacidad de vivir intensamente, y personalmente el acontecimiento,
también es necesario decir que la figura del autor no se termina de retirar
nunca de su obra (el filme es shakesperiano también en este sentido). En
efecto, no se da aquí lo que Bajtín llama ‘polifonía’, la convivencia dialógica
e irresoluta de voces con cosmovisiones adversas. Hay posicionamientos; gritos
en un coro que es, conjuntamente, un acto de rebeldía hacia la arbitrariedad y
la muerte. Lo que está por detrás es la visión de Mcdonagh, que orienta el
conflicto dramático construyendo a la par otra historia. Esta ‘segunda
narración’ utiliza a los personajes y a las escenas como argumentos y
contraargumentos que confluyen en un cierre decisivo, lo cual convierte a Tres avisos para un crimen en una suerte
de ‘película de tesis’. No obstante, el final, lejos de ser predecible, y en
consonancia con el resto del guión, va a alejarse de lo formulaico y los
lugares comunes para construir imágenes con características estéticas
originales y valiosas.
Este largometraje, cuando respira,
produce estallidos. La técnica de Mcdonagh, se puede aventurar, pasa por poner
a sus personajes en una situación límite y hacerlos reaccionar los unos a otros
para que cada uno, con sus explosiones y con sus gritos gritos, conforme esa
suerte de caja de resonancia que es la trama. Sin embargo, luego del dolor y de
la ira; de los excesos e ‘hybris’ de sus personajes, lo que surge son puentes
nuevos. Si Tres anuncios para un crimen
es una película sobre la complejidad del encontronazo emocional con el otro, su
final esperanzador apunta a la utilización de la ira, de la indignación, de la
resistencia a la muerte y de la injusticia, como un puente que una a las
personas.
De amor y de duelo. Una mujer fantástica. Dirección:
Sebastián Lelio. Chile, 2017. Guión: Sebastián Lelio, Gonzalo Maza. Elenco: Daniela
Vega, Francisco Reyes, Luis Gnecco, Aline Küppenheim, Amparo Noguera,
Alejandro Goic, Antonia Zegers. Por
Dámaris Gamboa: Estudiante de la carrera de Letras, UNMdP.
Una mujer fantástica es un film sobre el amor y sobre el
duelo. Para abordar estos tópicos expone las relaciones que se establecen entre
las instituciones, entendidas como dispositivos disciplinarios, y esos dos
aspectos ineludibles de la vida. En nuestras sociedades son las instituciones
las que determinan, en gran medida, las formas que puede adoptar el amor y el
duelo. Pese a ello, hay espacios de tensión donde se ponen a prueba los límites
que las propias sociedades se imponen institucionalmente. Dichas tensiones
ponen en evidencia la necesidad de cuestionar y redefinir los dispositivos de
control. Es en ese lugar de pugna donde se ubica el film de Sebastián Lelio.
La historia tiene como
protagonista a Marina Vidal (Daniela Vega), una joven camarera y cantante que
está en pareja con Orlando (Francisco Reyes). Éste es un hombre mayor que ella
y goza de una buena posición económica y social. Luego de una noche romántica,
enmarcada en el festejo del cumpleaños de Marina, Orlando muere repentinamente.
A partir de este giro dramático, la protagonista debe enfrentarse no solo a la
pérdida sino también a una serie de conflictos asociados a su identidad, pues
Marina es una mujer transexual.
Cabe señalar que, se
presenta a Marina como una mujer insertada socialmente, en espacios que elige,
que se forjó, y no en el lugar que las sociedades conservadoras
tradicionalmente han relegado a las transexuales: el trabajo sexual y el
tráfico de drogas. Al mismo tiempo que se hace hincapié en ese aspecto, que
podríamos considerar más “progresista”, se contrapone el discurso de las
instituciones. Por un lado, éstas reiteradamente apelan a discursos
“políticamente correctos” que se disfrazan de progresistas pero que continúan
vehiculizando el rechazo a lo que consideran “anormal”. Si Marina es una
“anormal” no es por su identidad sexual, no determinada por la genitalidad,
sino por su voluntad de sobreponerse ante una sociedad que continúa ejerciendo
violencia simbólica y física, eso la convierte en una mujer fantástica. La
protagonista no se autoestigmatiza, el estigma está en la mirada del otro. En
este sentido, Marina no busca acoplarse a la sociedad, Marina se afirma en su
identidad: “El problema lo tienen los demás, no yo”. Por otro lado, también
tiene lugar discursos abiertamente violentos respecto de la diversidad sexual,
que la piensan como perversión e inherentemente asociada a la prostitución y el
narcotráfico. Marina también combate esos discursos, antepone sus derechos y su
dignidad humana ante el desprecio, la burla y la condescendencia.
En este sentido, tanto el
amor como el duelo son aspectos que se encaran desde las luchas que la
protagonista tiene que afrontar. Luchas que buscan materializar ambas
instancias ante una sociedad que pretende negar esa posibilidad. Así, la
protagonista no solo se ve asediada por la familia de Orlando sino también por
el Estado (a través de la policía y el poder judicial). De esta manera, la
película muestra dos realidades y la pugna entre ambas: las imposiciones de los
mandatos sociales y el sobreponerse a ellos por parte de Marina. En
consecuencia, el ritmo de la historia está marcado por el movimiento pendular
entre una moral conservadora y la necesidad de legitimación de la identidad,
entre la represión y la libertad.
Para ello se recurre
mayoritariamente a una perspectiva realista. Sin embargo, también hay lugar
para deslices oníricos y gestos del fantástico, aunque en menor medida. En este
punto, el propio director dice: “Es una película transgénero sobre un personaje
transgénero”. Es un film eminentemente realista pero al mismo tiempo escapa de
ese mote.
Por otro lado, más allá
del gesto político que implica la elección de este personaje como protagonista,
la película no se agota allí, no es sólo poner en el centro lo marginal. Hay un
cuidado estético armonioso tanto en la fotografía como en la música. Ello no va
en detrimento del contar, por el contrario, se genera un ritmo atrapante dado a
partir de los matices emocionales y el melodrama. Un mujer fantástica es una
película socialmente consciente pero su riqueza está en las sutilezas que
esgrime.
Una
serie de interrogantes. Ex Libris - Biblioteca pública de Nueva York (Ex libris: New York Public Library). Dirección: Frederick Wiseman. EEUU,
2017. Guión: Frederick Wiseman. Elenco: documental. Por Juan Ariel Gómez (Facultad de Humanidades – UNMdP).
Además
de ser el título que ha elegido el genial (y prolífico) Frederick Wiseman para
su nuevo documental – recordemos que este es el más reciente de los más de
cuarenta que ha venido filmando desde su primer Titicut Follies, de 1967 – de tres horas y diecisiete minutos sobre
la Biblioteca Pública de Nueva York, Ex
libris era la marca de propiedad del libro, usualmente compuesta por un
grabado, o un dibujo, y un nombre. Se dice que estas primeras marcas de
pertenencia de los libros han podido ser rastreadas en el siglo VIII de nuestra
era, en Asturias, en manuscritos pertenecientes al rey Fruela I. Pero lo que
insistentemente representa Wiseman es una vuelta a la etimología latina de ex libris, a lo que pertenece, o
circunda, o merodea el “de entre los libros”. Un doble movimiento, un
contrapunteo de imágenes y tomas del afuera, de las proyecciones, digamos,
centrífugas de la biblioteca como sistema diseminado en sucursales, o subsedes,
y programas en los distintos barrios de la ciudad de NY, es acompañado por un
movimiento centrípeto que nos devuelve a las entrañas del edificio central, a
lo que se define en una mesa, o en una reunión entre el directorio de
bibliotecarios y los benefactores que contribuyen – con no pocos dólares, y con
no pocos deseos de trascender, de marcar la propiedad de sus contribuciones,
como los Ex libris – a la supervivencia, y la expansión, y constante
incorporación de los tiempos, de sus demandas y de sus condiciones en lo que es
o debería ser una biblioteca pública en una megalópolis contemporánea.
Una
lectura paranoica del documental indicaría que lo que está exhibiendo en más de
tres horas es la multiplicidad de actividades, de inserciones en la comunidad
que hacen a la biblioteca una necesidad que resulta inverosímil que no cuente
sino con un porcentaje de ayuda presupuestaria estatal pero que la hace
dependiente de las cuantiosas donaciones de benefactores privados (y, como se
entrevé en algún momento, acompañadas de sus nada infrecuentes imposiciones).
El documental prescinde de la voz “oficial” del estado municipal o de otros
estamentos – solo se alude a la intendencia de la ciudad de NY en reuniones del
directorio de la biblioteca. Pero no es difícil entrever cómo es que los
presupuestos anuales se vuelven cada vez menos auspiciosos para la educación o
la cultura por estos días con la oleada hegemónica a escala planetaria de los
estados sometidos a los principios que sostienen el credo neoliberal. Tampoco
es difícil captar qué es lo que amenaza a espacios tan supervivientes pese al
ritmo de la desmaterialización de los modos de publicar y leer. El documental
no únicamente muestra muchas de las subsedes de la biblioteca pública en el
Bronx, en Queens, en Staten Island, o en Brooklyn, además de la sede central en
Manhattan, sino también la insistencia en una flexibilidad o maleabilidad que
les permita adecuarse a demandas actuales. Así como no se exotiza al asistente,
o usuario, sino que se muestra la diversidad de necesidades o exigencias que
son atendidas por sus empleados (hay una toma de lxs telefonistas en la que
despliegan solidez y paciencia durante los llamados que contestan de los
usuarios de la biblioteca), tampoco se idealiza el formato libro o el archivo
material como una forma que haría de la biblioteca un museo. En un momento del
documental una arquitecta holandesa que ha ganado un concurso para remodelar
uno de los edificios de la biblioteca habla precisamente de pensar el espacio
biblioteca – volvemos así al señuelo etimológico del título del documental –
como eso que excede a los libros, que está “de entre” ellos. Así la biblioteca
se hace un espacio que no contiene libros únicamente, sino que convoca a mucha
más gente en torno a eso que los libros irradian.
En una
conversación en la sede de la biblioteca en Manhattan, el poeta de Louisiana
Yusef Komunyakaa alude a una “arquitectura afectiva” del poema. Acaso es el
momento de mayor espesor metafílmico: la arquitectura afectiva del documental
nos devuelve una reflexión sobre la arquitectura afectiva del libro y de la
biblioteca para la comunidad. Una de sus sedes en Harlem es un espacio para el
debate acerca del rol de la biblioteca como punto de encuentro para una
comunidad que de otro forma se ha individualizado. Quizás ese resulte el más
relevante de los puntos que quiere comunicar el documental. A pesar de los
Iphones, de las tablets, de los pdfs, de Kindle, y de tantas formas de
diversificar los modos de leer, nada aúna, convoca, o impacta tanto como una
lectura en un auditorio, como ir a escuchar a Patti Smith, o a Elvis Costello,
o al mismo Komunyakaa. Eso sería una parte de lo que logra comunicar Wiseman en
su documental. Antes que detenerse en un gesto genealógico de la fundación o
historia de la biblioteca, se apoya en el aquí y ahora de la institución, en el
manejo de los más de 53 millones de volúmenes que maneja en sus más de 90
sedes, entre ellas, el valioso archivo del Schomburg Center for Research in
Black Culture, ubicado en Harlem. Las imágenes dan cuenta del minucioso trabajo
de clasificación y distribución de los volúmenes que son pedidos de una a otra
sede, sus espaciosas e impecables salas de lectura, sus cursos, sus charlas y
debates públicos, sus galas, pero también – y es lo que puntúa la primacía de
imágenes que contienen ruidos y movimiento – las reuniones del directorio de la
biblioteca y del diseño de programas acordes a un presupuesto que depende de
las donaciones antes mencionadas. En una entrevista de septiembre de este año para
Vanity Fair (https://www.vanityfair.com/hollywood/2017/09/frederick-wiseman-documentary-new-york-public-library-ex-libris) Wiseman se encarga de rechazar cualquier clasificación o etiqueta
con que se ha intentado identificar su cine. Se trata, en todo caso, de una
serie de interrogantes, interminable, proliferante, cuyas igualmente múltiples
respuestas son las que con-forman el producto final, con el que apunta Wiseman
que quiere llevarles a los espectadores ese lugar acerca del cual ha filmado:
“Ellxs pueden sentir que están en una reunión de personal, o en una
presentación en la biblioteca del Bronx. Mi trabajo como realizador, pero
particularmente como editor, es otorgar suficiente información al espectador
como para que puedan entender qué está pasando y sentir que eran observadorxs
de esa reunión”.
La única forma de vivir a gusto es
estando poseído. Thelma. Dirección:
Joachim Trier. Noruega-Suecia-Francia-Dinamarca, 2017. Guión: Joachim Trier,
Eskil Vogt. Elenco: Eili Harboe, Kaya
Wilkins, Ellen Dorrit Petersen, Henrik Rafaelsen, Anders Mossling, Grethe
Eltervåg, Vanessa Borgli. Por Fernanda Mugica: Profesora en Letras (UNMdP).
“Les choses nous
parlent ; et il ne faut pas donner
à ces mots un sens figuré ou
symbolique ; véritablement,
la nature est langage, un langage qui
s’enseignerait lui-même,
où la signification serait sécrétée par la structure même des
signes. On comprend par là que nous ne
puissions jamais
être dépaysés dans le monde ; le désert le
plus sauvage,
la caverne la plus cachée secrète
enconre un signe
humaine ;
l’univers est notre domaine”
(Simone de Beauvoir)
Un hombre y una niña pequeña caminan
sobre una capa de hielo. Por debajo, vemos nadar algunos peces. Sabemos que la
capa superior se congela antes que la inferior, por eso el agua del fondo se
mantiene líquida: así sobrevive la vida acuática y allí está la cámara, para
mostrarnos su destreza, y a los personajes desde una perspectiva poco común,
desde un otro-lado que desafía incluso los cambios de estado. Esa es la primera
escena. En la segunda, el hombre apunta por la espalda y con un arma de cacería
a la niña (¿su hija?); la cámara también está a sus espaldas. Ella no lo
percibe, no hay disparo y la tensión se disuelve. Pero algo inquietante va a
acompañar, desde entonces, a esa niña-joven: Thelma.
Se trata de una adolescente noruega
que viaja a Oslo para estudiar biología y ciencias naturales. Desde las tomas
panorámicas que deciden acercarse y hacer foco en ella, hasta la cámara en mano
muy cercana a su rostro; desde unos padres que saben sobre sus movimientos,
secretos y amistades en Facebook, hasta una religión que le prohíbe comportarse
como los jóvenes con los que comparte su vida de estudiante, va generándose
alrededor de Thelma una atmósfera de opresión muy consistente.
Qué pasaría si ocurriera
constantemente aquello que deseamos, si pudiéramos asumir ese poder, parece preguntarse
Trier. A partir de allí, construye un personaje que juega con algunos
estereotipos, como el de la vulnerabilidad de la mujer, o el del “peligroso”
poder de su sexualidad, pero logra convertirlos en elementos de una trama de
empoderamiento. Muy lejos de los cuentos de hadas moralistas, Thelma se construye a sí misma con
autonomía; es, en palabras del director,
una historia sobre perder el control y aceptar la otredad de uno mismo
en una sociedad que estigmatiza lo extraño. Quizás por eso, a pesar de contar
con todos los elementos de un film de horror con elementos sobrenaturales, Thelma permanezca más cerca –tanto más
cerca- de un drama realista.
En verdad, entre la crónica de la vida
universitaria y los elementos sobrenaturales, al borde del drama realista y del
film de horror, la cuarta película de Trier interpela con sus particularidades
y con la dificultad que genera intentar etiquetarla. Si en Thelma, por ejemplo, un personaje desaparece, lo hace literalmente,
se esfuma, como si la protagonista pudiera controlar con su deseo la existencia
de lo que la rodea. Más cerca de lo maravilloso que de lo fantástico –porque si
pensamos en los poderes de Thelma no nos queda lugar para la vacilación- el
film de Trier puede tentar al espectador respecto de una interpretación
alegórica. Una muchacha tiene “convulsiones no epilépticas psicógenas” cada vez
que siente deseo por su compañera de estudios –episodios muy parecidos a los de
una crisis epiléptica, pero sin las descargas eléctricas características
asociadas con la epilepsia. La electricidad, sin embargo, hace desastres en
todo lo que la rodea y constituye posiblemente una metáfora del deseo –para que
exista no necesitamos entender cómo ni por qué funciona. Entonces, el
espectador quizás sí vacila: entre analizar o no toda esa carga simbólica,
entre hacer o no una lectura psicoanalítica.
Si en la Edad Media estas manifestaciones eran atribuidas a la influencia
del demonio –la propia Thelma lee en Wikipedia que la palabra “convulsión”
significa ser poseído por poderes externos, ya sea de dios o el diablo,
dependiendo del siglo en que se viva- hoy podemos recordar los casos de
“neurosis demoníaca” que estudia el propio Freud y que Todorov recupera para
afirmar que el psicoanálisis reemplazó (y por ello mismo volvió inútil) la
literatura fantástica.
El paso de la infancia a la
adolescencia, el descubrimiento de la sexualidad, el deseo y la represión del
deseo, el trauma, son sólo algunos de los temas sobre los que indaga la
película de Trier. Lo hace a partir de una trama compleja, con muchos secretos
que concurren dosificadamente, a partir de flashbacks
y de una estructura no lineal que seduce desde lo narrativo. Los efectos
especiales están muy bien aprovechados porque colaboran con la construcción de
la magia y de la simbología. Pájaros estrellándose contra un vidrio; una pileta
de natación de la que es imposible salir a tomar aire porque la superficie se endurece,
se vuelve sólida; una capa de hielo que puede ocultar un cuerpo; un padre que
se prende fuego y no tiene opción entre ahogarse en un lago o incendiarse en su
bote; vidrios que estallan y dejan a
Anja –la estudiante por la que Thelma se siente atraída- del otro lado (¿o
capturada en los propios cristales?), vidrios como las paredes que sostienen la
cabeza de la protagonista al rezar, que crean ambientes, espacios de intimidad
o de encierro. Una película sobre los límites, sobre el deseo y sobre los
límites del deseo, pero también sobre los cambios de estado, sobre cómo ir
hacia las profundidades del océano y salir airosa. Sobre cómo algo puede
realizarse si se lo desea fuertemente, y sobre cómo el conocimiento –develar lo
que está oculto- también produce en nosotros cambios de estado que parecen
sobrenaturales, y nos dejan más a gusto, insubordinados, livianos.
La
Familia. Dirección: Gustavo Rondón Córdova. Venezuela-Chile-Noruega, 2017. Guión:
Gustavo Rondón Córdova. Elenco: Giovanni García, Reggie Reyes. Por Candelaria Pérez
Berazadi. Estudiante de la carrera de Letras, UNMdP.
La Familia es una película venezolana rodada en el año
2017. Su dinámica está constituida, en términos teatrales, por una marcada
gradualidad de tenores. La acción comienza en los “bloques” de Caracas, la zona
humilde de la ciudad. Las primeras tomas en movimiento acompañan la actividad
lúdica (bulliciosa y un tanto caótica) que protagonizan los personajes que
abren el film: niños-adolescentes dueños de la vereda de su barrio. La cámara
registra en detalle los juegos llevados a cabo por criaturas que están prontas
a convertirse en pequeños adultos; los saltos, los gritos, los insultos, las
peleas fugaces, el coqueteo adolescente, la conciencia de grupo… todo se condensa allí. Pues, una
inminente violencia puede ser percibida en esta escena inaugural: los
“bombazos” dirigidos a las piernas que algunos lanzan contra otros con el fin
de que sean esquivados con agilidad, las corridas desenfrenadas y las
ametralladoras de madera apuntando desde la terraza simulando ser
francotiradores, son algunos de los contrapuntos lúdicos que dan indicio de un
tipo de código interno particular manejado por este grupo. A partir de
entonces, podríamos pensar en la posibilidad de entender este escenario (con
sus particulares reglas) como un reflejo directo de las incidencias de una
sociedad dura y compleja, difícil de evadir.
Así,
la cámara (inicialmente panorámica) hace foco en Pedro, uno de los personajes.
Se trata de un chico que se ubica –suponemos– entre los 12 y 14 años de edad y que,
desde un comienzo, lo que más llama la atención es su habilidad para hablar a
través de la mirada: sus ojos oscuros parecen decir todo aquello que sus pocas
palabras no hacen. Lo percibimos desprovisto de artificiosidades: su ropa
sencilla, su cabello desprolijo, su simpleza al caminar, la tranquilidad de su
descanso y la resolución firme de sus actos construyen un personaje lo
suficientemente complejo como para
ser definido con pocos trazos. Pedro
posee la sensibilidad (acorazada) de un niño y, al mismo tiempo, el costado
bravo de quien es capaz de naturalizar (y enfrentar) el peligro amenazante a su
alrededor. En una suerte de curiosa inspección, lo vemos juntar balas usadas
del piso e, inmediatamente, percibimos a un grupo de adultos que lo amenaza para
que se vaya de “la zona”. Lejos de mostrar el más mínimo (o, acaso, aparente)
temor, su mirada se fija en aquellos hombres, posiblemente con el fin de
manifestar la valentía prematura de quien se encuentra metamorfoseándose hacia
la hombría demandada por el contexto
al que pertenece.
No sin
razón gran parte de la acción prevalece en los exteriores: mostrar la realidad
circundante es, desde nuestro punto de vista, el eje vertebrador de dicha
proyección. Y dicha acción llega a su clímax de tensión en la escena que
consideramos el punctum (en términos
barthesianos) de la película: mientras Pedro juega con sus amigos, un niño se
acerca y los instiga a que le den los celulares, imponiéndose ante ellos
gracias al poder que le otorga la posesión de un revólver. Luego de un forcejeo
que incrementa notablemente la intensidad de la acción (pues, no dejan de ser
menores inexpertos aunque sus actitudes denoten la crudeza con que el medio los
ha educado), el joven protagonista rompe una botella y corta el cuello del
primer agresor. Mientras éste agoniza y pide ayuda, Andrés, el padre de Pedro,
llega corriendo y se da cuenta de la gravedad del asunto. El joven
protagonista, aunque sin abandonar su espíritu rebelde y vengativo, escapa
presionado por la autoridad de su padre,
quien no tarda en “depositar” (y valoramos el sentido de esta palabra) al niño
herido un poco más allá –a la vista de todos– para que alguien le preste ayuda
(a pesar de que su muerte es inminente). Así, en una agitada reacción, este
último corre hacia su casa para buscar a su hijo. Comienza, para entonces, el
periplo forzado de una familia de dos integrantes.
Como
secuela de la personalidad reaccionaria de ambos personajes, la tensión
dramática continúa siendo física por bastante tiempo: los intentos impulsivos
del niño por escapar hacen que su padre deba retenerlo más de una vez. Y
faltan, para ello, las palabras: los enfrentamientos son cuerpo a cuerpo, cara
a cara. Reiteradamente, las miradas entre sí evocan una relación filial que
pareciera estar formándose en esa temporalidad agitada por la transición, los
traslados y el transcurso sinuoso de un movimiento que los empuja
constantemente hacia adelante. Sin embargo, el escape como solución automática
para la supervivencia, comienza gradualmente a adquirir un sentido más
profundo: ya no se tratará de la respuesta inmediata frente a ese medio
peligroso, sino más bien de un acto provechoso
que dirige a Pedro y a Andrés a (re)conocerse en ese otro estado, en ese nuevo
ámbito que les proporcionó la decisión de ir hacia el encuentro de su seguridad
y, consustancialmente, hacia la incertidumbre de habitar un nuevo lugar.
De
esta manera, el bullicio, las amenazas y la evasión (que configuran el caos
inicial) van transformándose, progresivamente, en la calma de la soledad y en
la búsqueda de un camino diferente, de una nueva ocasión para re-construirse y
culminar, finalmente, en una naturaleza despojada de lo salvajemente humano.
Podríamos pensar en el periplo de dos personajes que se trasladan desde un exterior
relativamente público hacia un interior deseoso de sosiego. Como dijimos, este
viaje surge obligado por una situación límite que no da margen a otras
posibilidades: se trata de una encrucijada de vida o muerte. Sin embargo,
aquello que parecía ser una ineludible acción-reacción frente a las vicisitudes
de una sociedad diversa y compleja, va adquiriendo, paulatinamente, el carácter
de una búsqueda personal, intimista y sensible. Hacia el final, Pedro y Andrés
devienen personajes reflexivos: ya asentados en el espacio árido de una
naturaleza solitaria, acompañados por el cantar de los grillos, contemplan un
amanecer que bien podría considerarse alegoría de una nueva ocasión, ya no con
el fin de transformar el pasado (para entonces, irrevocable) sino con el
objetivo de fraguar un futuro prometedor de mejores oportunidades.
La liberación definitiva del arte, por la revolución. L'Utopie des images de la Révolution russe. Dirección: Emmanuel
Hamon. Francia, 2017. 88'. Guión: Thomas Cheysson. Elenco: Virginie Efira,
Xavier Legrand, Aurélien Recoing, Damien
Chapelle, Emmanuel Salinger, Romain Goupil, Emmanuel Hamon, Stephan Di Bernardo, Yves Nilly. Por Santiago Ruiz: Estudiante de la carrera de Letras, UNMdP.
L'Utopie des
images de la Révolution russe es un trabajo documental monumental, una producción
francesa que analiza el periodo que va desde 1917 a 1927 del cine ruso,
recopilando fragmentos de más de 55 películas filmadas en esa época. La clave
del documental es que los protagonistas de la historia son quienes cuentan la
historia. Y estos no son otros que los cineastas vanguardistas que formaron
parte de la revolución socialista más grandiosa de la humanidad, cuyo correlato
fue, al mismo tiempo, la explosión de la creatividad artística hasta límites
nunca antes imaginados. Como declarara el director del proyecto, Emmanuel
Hamon, su intención pasó por mostrar a los Kuleshov, Eisenstein, Protazánov,
Pudovkin, Dovzhenko y tantos otros, como hombres vivos, cuyas voces en off
dialogan, como si estuvieran vivos, creando, combatiendo, militar e
ideológicamente, y pensando las posibilidades de un arte nuevo en una sociedad
completamente diferente.
Es que la revolución rusa significó no solo el fin de la dictadura de los
zares, en febrero, y el ascenso al poder de los bolcheviques, en octubre,
estableciendo el primer Estado obrero exitoso de la historia de la humanidad.
La revolución rusa liberó a los artistas de las limitaciones establecidas por
el mercado capitalista. Eximió a los creadores de la necesidad de que sus obras
tuvieran que pasar por el circuito comercial. Los cineastas se encontraron con
la posibilidad de desarrollar una creatividad sin límites. En los primeros años
de la república de los soviets se encontraron con todas las facilidades técnicas
de la época y sin ningún tipo de directiva a la cual obedecer. El resultado de
esta ecuación fue la aparición de toda una gran generación de innovadores y
experimentalistas, entre los que se destaca, entre otros, Kuleshov, con su
invención del "montaje", técnica completamente renovadora de una
importancia fundamental para todo el cine que le sucedió.
El arte revolucionario de los primeros años es una eufórica experimentación
creativa que demuestra el espíritu de una época en la cual todo el orden establecido
se dio vuelta, la estructura social fue invertida completamente y la
explotación capitalista fue arrancada de raíz. El valor del cine en esta época
se reveló como fundamental, siendo una poderosísima arma ideológica, social y
cultural de una influencia masiva cuyo desarrollo estaba intrínsecamente ligado
a los destinos del nuevo Estado proletario. Así lo describe Trotsky en 1923:
“El deseo de divertirse, de distraerse,
contemplar espectáculos y reír, es un deseo legítimo de la naturaleza humana.
(...) En este campo, el instrumento más importante, el que supera de lejos a
todos los demás es, sin duda, el cine. Esta invención desconcertante en materia
de espectáculos ha entrado en la vida de los hombres con una rapidez
fulminante. En las ciudades capitalistas el cine forma parte de la vida
corriente, en la misma medida que el baño, la taberna, la iglesia y otras
instituciones más o menos útiles y recomendables. La pasión del cine se basa en
el deseo de distraerse, de ver algo nuevo, inédito, de reír hasta de llorar, no
sobre la propia suerte sino sobre la de otro. El cine ofrece una satisfacción
óptica totalmente viva e inmediata a todas esas necesidades sin exigir nada del
espectador, ni siquiera la capacidad de leer. De ahí la afición y la gratitud del
espectador hacia el cine, fuente inagotable de impresiones y de sensaciones. He
ahí el punto, no solamente el punto, sino la vasta superficie donde pueden
comenzarse los esfuerzos en vista a la educación socialista. (…)”
El cine le
hace la competencia no sólo a la taberna, sino también a la iglesia. Y esta
competencia puede serle fatal a ésta, si hacemos culminar la separación entre
la iglesia y el estado mediante la unión del estado socialista con el cine. (León Trotsky, Problemas
de la vida cotidiana, 1923.)
Como bien señala Trotsky, el cine tiene un valor cultural enorme dentro de
la nueva sociedad. Por supuesto, los problemas del naciente Estado en sus
inicios pasan por conflictos de una importancia vital mucho más crucial, como
lo son la Primera Guerra Mundial y luego la Guerra Civil contra la coalición
internacional de potencias imperialistas. Es por eso que el cine de los
primeros años cuenta con una libertad absoluta porque los asuntos de estado
están dirigidos fundamentalmente a los problemas de la guerra y la economía.
Sin embargo, si el presidente del sóviet de Petrogrado y creador del Ejército
Rojo, dedica todo un libro a pensar las problemáticas vinculadas a la
conciencia de las masas en su vida cotidiana, con un énfasis especial en las potencialidades
que tiene el cine, como especie de antídoto para contrarrestar el alcoholismo y
la religión, esto demuestra la importancia que el cine tiene en la política
pública.
Y es esa importancia política fundamental del cine la que determina el
ocaso del período esplendoroso de auge vanguardista, que comienza a ser
aplastado al mismo tiempo que la contrarrevolución stalinista liquida
definitivamente las bases del Estado obrero, en un proceso irreversible de
degeneración burocrática. Esto se debe, entre otros factores, a que la derrota
de la revolución socialista en los demás países europeos, fundamentalmente en
Alemania en 1918, clausuró la posibilidad de extensión de la oleada
revolucionaria mundial a la emancipación de toda la humanidad. La desaparición
de los soviets, la prohibición de tendencias internas del Partido Comunista, la
muerte de toda una generación de revolucionarios y dirigentes obreros que fue
reemplazada por un número cada vez mayor de burócratas, dieron lugar al ascenso
de Stalin al máximo poder del partido, luego de la muerte de Lenin. La política
de Stalin determinó el confinamiento de la revolución obrera mundial al
"socialismo de un solo país", imponiendo un régimen de retroceso en
las conquistas sociales de la revolución, tales como el aborto legal o el
matrimonio libre, mientras que los opositores políticos fueron perseguidos,
deportados o asesinados.
En este sentido, la burocracia stalinista decidió también apropiarse del
cine, primero por medio de la cooptación de los principales directores y luego
a través de medidas más duras tales como la censura, la prohibición o la
tortura. El stalinismo terminó con el período de total libertad para la
creación artística y dio lugar a la imposición de una filmografía oficial, bajo
la estética del "realismo socialista", un arte enteramente digitado
por un poder político que ya no le pertenecía más a los obreros, sino a una
clase dirigente burocrática y explotadora que se volvió contra los propios
revolucionarios acusándolos de traidores, en base a mentiras y calumnias. Hacia
1927, diez años después de la toma del Palacio de Invierno, poco lugar quedaba
para el impulso vanguardista en las salas de cine de la Unión Soviética. De ahí
que muchos artistas de renombre, debieran optar por retractarse, exiliarse o
abandonar su actividad pública; otros como el poeta Maiakovski, optaron
directamente por el suicidio.
L'Utopie des
images de la Révolution russe nos muestra con perfecta nitidez los avatares de los
cineastas vanguardistas en los años en los que duró la experiencia de la
revolución socialista que más lejos llegó en hacer avanzar el potencial
creativo humano sobrepasando todos los límites preexistentes. Experiencia que
hoy, a cien años de la revolución rusa, se nos presenta completamente viva, con
la actualidad abrumadora de un proyecto socialista que sigue siendo una tarea
inconclusa, un desafío pendiente.
Más
allá de la frontera. Western.
Dirección: Valeska Grisebach. Alemania-Bulgaria- Austria, 2017. Guión: Valeska
Grisebach. Elenco: Meinhard Neumann, Reinhardt Wetrek, Waldemar Zang, Detlef
Schaich. Por Juan Ignacio Solari: Estudiante de la carrera de Letras, UNMdP.
No
vi muchas películas de cowboys, más que un par de Leone y alguna que otra de
John Ford (¿Dead Man cuenta? ¿El Topo? ¿Y Volver al Futuro 3?), pero muchas
cosas pueden reponerse en Western, sobre todo cuando el título ofrece la
primera clave de lectura y un caballo es el centro de un problema.
Por
supuesto que nuestro protagonista es un cowboy. Silencioso, en su forma de
caminar, en la expresión de su presente y la mención de su pasado. Es un lobo
solitario que prefiere fumar y caminar entre los árboles en lugar de conversar
con los suyos y que da a entender que no está interesado en construir
relaciones, regalando poca información y ofreciendo respuestas triviales a las
preguntas, entre las que se pueden leer algunas hostilidades solapadas para
quien se adentre de más en su territorio personal. Arrastra un pasado en el
que, queda claro, ha vivido cosas, muchas seguramente intensas: formó parte de
la legión extranjera en África y Afganistán, pero cuando le preguntan si mató
gente, hace un gesto de labios sellados.
Revisemos:
¿Carácter solitario? Check ¿Autosuficiencia? Check ¿Pasado gris y misterioso?
Check ¿Revólver? Navaja retráctil y, en una escena, rifle ¿Fuma? Por supuesto.
Un bigote semicanoso, una cara curtida y con surcos, como tallada en madera, y
unos ojos profundos azul grisáceo completan el perfil. También hay, en Western,
un caballo, una pandilla de bandidos con un líder bravucón y un pueblo donde
todos tienen un papel y se conocen las caras.
Ahora,
qué pasa con lo diferente. Los diálogos, por ejemplo, son todo lo contrario a
afectados. Pegados a las cosas, a veces truncos por los cortes que dan a la
película una espontaneidad narrativa que seguramente no vamos a encontrar en
una de cowboys al uso. Sí retienen algo de lo directo y generalmente
pendenciero que caracteriza las negociaciones y las relaciones masculinas
competitivas, especialmente del spaghetti.
Porque lo masculino es un tema que atraviesa Western, clave para entender tanto
la dinámica local como las relaciones transnacionales de explotación
capitalista.
La
cámara es expresiva en su disimulo: sigue la pausa del protagonista, sostiene
los planos sobre las personas, se desliza suavemente y no levanta los pies del
suelo, salvo, bueno, para subirse al caballo. El resultado es una narrativa que
deviene (y a veces deriva) en lugar de buscar constituirse, exceptuando,
quizás, los momentos que más se corresponden con una película de género. Decir
esto es casi cometer un exceso, porque los conflictos o los momentos de mayor
carga dramática están apenas acentuados. El efecto resultante es que la aproximación
a los temas, que son varios, sea de estudio y no de tesis.
Western
trata sobre un grupo de obreros alemanes que son enviados a una zona semi-rural
de Bulgaria para construir una planta hidroeléctrica. Meinhard, nuestro
protagonista, es el más nuevo entre ellos. Al poco tiempo de llegar, las obras
se quedan sin agua y los obreros se ven obligados a establecer relaciones con
los locales para subsanar el problema. Los búlgaros, por razones históricas, se
muestran reticentes, y los alemanes, especialmente su capataz, optan por una
aproximación prepotente a las negociaciones, actitud que adelantan con el izado
de su bandera al poco de llegar.
De
esta manera, Western explora el viejo pero nunca gastado tema del otro en relación con la comunicación,
las identidades nacionales y las expresiones culturales locales, atravesados
por la dicotomía histórica Este-Oeste (ahí el juego) en el escenario
privilegiado de los Balcanes: un lugar de la Tierra que pocos de nosotros
podemos animarnos a definir por lo complejo de sus etnias y los conflictos que
han marcado sus fronteras e identidades, de Kosovo para atrás. Diferencias que
no a los alemanes, sino al capital internacional, le son más o menos
indistintas.
Cuando
los personajes hablan, gesticulan y malinterpretan (porque nosotros lo sabemos)
se produce una ruptura de la identificación y corrimiento del espectador hacia
un lugar diplomáticamente neutral que modifica el sentido del juicio, hasta el
momento atado al generalmente respetuoso Meinhard, que a lomos de un caballo
blanco, tiende el puente entre unos y otros. Pero tensión levanta cuando
Vincent, el capataz, se comporta prácticamente como un malo de western en toda
regla, y nosotros, que habíamos adoptado el cómodo lugar de observadores
científicos del encuentro, nos preguntamos dónde está el cowboy ahora y cuándo
se va a hacer justicia. Ya sabemos cómo funcionaba la justicia del viejo oeste.
Sin embargo, los duelos quedan en suspenso. "La violencia no es lo
mío" dice Meinhard al principio, pero luego de la muerte del caballo (y
algunos altercados más) está dispuesto a acercar su cara a menos de diez
centímetros de la de Vincent, dejando en claro que no va a dejar pasar otra.
Después de todo, Meinhard es un legionario. En ese momento casi podemos
calzarle el sombrero y las espuelas y escuchar a lo lejos el emblemático
silbido de Morricone. Pero en Western no hay música y Meinhard enseguida vuelve
a ser el trabajador taciturno que conocimos al principio. Las tensiones, que en
cualquier otro caso se resolverían a los tiros, llegan, como mucho, a la
exposición de armas y a amenazas que se entienden por lo enfático y malsonante
de esas palabras que andá a saber qué dirán. Como si importara.
Así
la película deriva (no yerra) narrativamente mientras construye, como la
mayoría del cine de su veta, un estudio pausado y austero de su objeto. Una
escena cerca del final, que ocurre en una fiesta del pueblo, condensa lo complejo
del escenario que se ha ido construyendo: en medio de la música marcadamente
oriental, van y vienen miradas cargadas y los búlgaros joden con una bandera
alemana, en una amistosa aunque no ingenua revancha por haberse tomado su agua
y metido con sus mujeres.
Por
último hay, y esto es pura obra de la perspectiva, una observación no tanto
idealizada pero sí valorativamente positiva de los paisajes agrestes y la
cultura rural local de Bulgaria. Los planos que cortan a paisajes, pocos o
ningunos de los cuales no contienen los personajes dentro del cuadro, se
corresponden con momentos contemplativos, micropausas en el trabajo o pequeñas
escapadas lejos del paisaje urbano. “Esto es el paraíso” dice Meinhard a Adrian
en alemán, y Adrian le responde, en búlgaro, “Nos entendemos”. El pueblo, queda
claro, estaba mejor sin los alemanes.
La
tierra está donde los hombres y las mujeres la cultivan, sobre la que
construyen sus casas y donde pastan sus caballos. Sobre la tierra se construye
el sentido de pertenencia, no allá donde esos hombres y mujeres firmaron los
papeles mediante los cuales cedieron su poder. Western es no sólo un estudio
del encuentro de culturas y la colonización económica, sino del desarraigo y de
cómo haber nacido en occidente se convierte en un fardo pesado a sacarse de
encima, sobre todo más allá de la frontera.
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