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Año 15, Número 75: Abril de 2021


Parking. Francia, 1985. Dirección: Jacques Demy. Guión: Jacques Demy, basado en el mito de Orfeo. Fotografía: Jean-François Robin. Música: Michel Legrand. Producción: France 3 Cinéma. Elenco: Francis Huster, Laurent Malet, Keiko Ito, Gérard Klein, Marie-France Pisier, Jean Marais, Hugues Quester, Eva Darlan. 
No era la primera vez que la historia de Orfeo llegaba a la pantalla grande en una versión que actualizaba el mito: en 1950 Jean Cocteau había hecho de él un egocéntrico poeta francés en la París existencialista. A esta película homenajea Parking, este curioso experimento llevado adelante en 1985 por Jacques Demy y que no escapa a la estética de su tiempo... y ninguna ha envejecido tan mal como ella.

Demy intenta adaptar el mito de Orfeo: el filme narra la extraña historia de amor entre la popular estrella de rock-pop Orphée (interpretado por Francis Huster, un actor de la Comedia francesa que acababa de dejar a la prestigiosa compañía de teatro clásico para consagrarse al cine, propuesto por la producción del filme y que debía interpretar todas las canciones como requisito para aceptar el papel) y la escultora Eurydice, representada por una actriz japonesa de varonil vestimenta y que repetía sus parlamentos en un francés aprendido por fonética, Keïko Ito (un homenaje a la mítica pareja que conformaron John Lennon y Yoko Ono, pero sobre todo la exigencia por parte de los inversores japoneses de que se incluyera a un artista nipón).

Al igual que su predecedora, los espacios se actualizan y ahora la acción se traslada de la París de los años 50 a la de los 80: desde el castillo en Île de France, el protagonista se traslada en su moto por la autopista hasta el Estadio de Bercy, donde está ensayando para una serie de conciertos y desde donde, por un desafortunado accidente, será conducido por Caron en un porsche negro matrícula “ENF 75”, a través del estacionamiento subterráneo de Notre Dame, a un gran centro administrativo frente a empleados uniformados tras mostradores con computadoras y detectores de metales. Es el gris reino de Hades, quien de punta en rojo es interpretado por Jean Marais, el Orfeo cocteaniano. Mientras Cocteau incluía un personaje de su propia mitología, el ángel Heurtebise como un ángulo más de uno de los dos triángulos amorosos superpuestos que forma con el matrimonio (el otro está conformado por la pareja más la Princesa), Demy introduce otros dos personajes tomados de diferentes versiones del mito de Orfeo: el manager Aristée alude al enamorado de Eurídice de cuyo acecho intentaba huir cuando la mordió la serpiente y el ingeniero de sonido Calaïs refiere al joven amado por el músico por cuyo amor no correspondido penaba cuando fue asesinado (según el poeta Fanocles, quien aporta la única versión del mito que afirma la preferencia de Orfeo por los hombres jóvenes y, en consonancia con ello, no menciona siquiera el nombre de la ninfa auloníade). El personaje de la Princesa tiene un eco en el de Claude Persefone, sobrina y mano derecha de su tío, pero el cholulismo que la dama experimenta hacia él y la curiosidad temerosa del músico parece distar bastante de la intensidad fatal que enlaza a la Muerte con su poeta. Por otra parte, Dominique Daniel, la presidente del fans club de Orphée y que será quien le dispare hacia el final, mantuvo previamente una relación amorosa con Eurydice, a quien provee de una dosis fatal de heroína y cuya picadura terminará provocando su muerte; la relación lésbica no aparecía entre su homónima y Aglaonice, a la cabeza de su Liga de mujeres. También podríamos oponer a las protagonistas femeninas en que, mientras se descubre que una lleva una vida en su vientre, la otra lleva la muerte en la sangre, como lo evidencia la cinta roja que lucirá eternamente.
Mientras su predecesora solo incluía la música de Georges Auric para subrayar el dramatismo de la acción, Parking es una película intensamente musical: desde la primera escena hasta casi el final, las canciones estructuran la relación tormentosa de la pareja protagónica. Legrand compone seis canciones con letra de Demy, algunas de las cuales aparecen reiteradas veces en su totalidad y/o en un fragmento, en versión cantada o instrumental, en distintos episodios. Tanto las canciones que forman parte de la diégesis como cuando reaparecen de fondo en fragmentos instrumentales, reflejan las relaciones que el deseo establece y que insisten en la búsqueda de la felicidad a través del amor.

A diferencia también de su predecesora que sorprende con efectos especiales logrados con mucho cuidado pero sobre todo ingenio, Parking carece de toda sutileza y es evidente el reemplazo de Huster por un muñeco en la escena del choque contra la pared de ingreso al Infierno (pero también en el grosero revestimiento interior de la sala de estar de la residencia del músico junto a alguna cabeza indiscreta que se vislumbra en la penumbra). Contrariamente también al mito en el que ambas se inspiran, las dos películas coinciden sin embargo en un final feliz con el reencuentro de la pareja, en este mundo o en el otro.

Si bien Demy se había inspirado en la figura de Jim Morrison y había pensado inicialmente el rol protagónico para David Bowie y después para Johnny Halliday, parece haberse quedado con una versión francesa del Johnny Tolengo, majestuosamente desafinado y dueño de un despliegue artístico que con el tiempo solo provoca una mueca de lástima. Parking es la crónica cinematográfica de un fracaso anunciado y demuestra la importancia de todos los factores involucrados en una realización cinematográfica que pueden catapultarla al éxito o a la ruina: una producción que ejerce una presión excesiva en las decisiones artísticas pero no puede garantizar el presupuesto necesario y encima acelera los tiempos de realización, un director que no tuvo la fuerza para imponer sus convicciones, un puñado de actores que no estuvieron a la altura del desafío y, finalmente, un público (tanto la audiencia masiva como la crítica) que vio con malos ojos la aparición en la pantalla grande de una relación bisexual en plena eclosión de la “peste rosa” ante la que intentaba cerrar los ojos y que condenó con su silencio de ahí en más la recepción de la película.

Por Laura Valeria Cozzo: licenciada y profesora en Letras (UBA), traductora en francés (IES en Lenguas Vivas J.R. Fernández) y estudiante de la carrera de Artes (UBA).


"El hombre invisible" ("The Invisible Man"). Estados Unidos, 1933. Dirección: James Whale. Guión: R.C. Sherriff, Philip Wyle . Novela: H.G. Wells. Fotografía: Arthur Edeson. Música: Heinz Roemheld. Producción: Universal Pictures. Elenco: Claude Rains, Gloria Stuart, William Harrigan, Henry Travers, E.E. Clive, Una O'Connor, Dudley Digges, John Carradine, Walter Brennan, Dwight Frye.
A cualquier epectador del siglo XXI le resulta raro enfrentarse a una obra cuyos convencionalismos son definitivamente de otra época. Si bien todo el cine de la era en blanco y negro genera este extrañamiento inicial, creo que este efecto es aún más fuerte al tratarse de una película de género. Tal es el caso de The Invisible Man, adaptación que Universal hizo de la novela homónima de H.G. Wells y que dio origen a uno de sus “monstruos” más memorables. Las páginas de streaming y otras como IMDB califican a esta película como de “terror”. Resulta obvio que la definición de lo horroroso varía con el tiempo así como ocurre con la sensibilidad de los espectadores. Por eso el estudio de la recepción resulta imprescindible, sobre todo a la hora de pensar un arte como el cine que muta con tanta velocidad y reacciona rápidamente a los cambios en las formas de percepción e interpretación de las personas así como a las mutaciones en la escena cultural e ideológica.

Este fenómeno de “desfasaje obra-espectador” se vuelve notorio no solo en la estructuración narrativa de la obra o en las convenciones de actuación. Uno de los elementos que más disonancia genera es el tono. El tono se encuentra en el albor de una trama; es lo primero que se define a la hora de encarar la creación de una narración. Tal vez por eso Aristóteles considera el criterio del tono como el método básico para diferenciar las historias, y en función de éste desarrolla el resto de sus preceptos. Se podría decir que el tono es la pre-historia, aquello que surge como una intuición, como un afecto, aún antes que el verbo, el conflicto y la acción.
En The Invisible Man, el tono, para un espectador del siglo XXI, es una cuestión problemática. Los paratextos de la película nos indican que nos enfrentamos a un relato trágico y de horror en el que la ambición y la hybris de un científico lo llevan a perturbar la calma de una comunidad y aterrorizar a las personas, no solo transgrediendo los límites de la moral sino, como el propio protagonista reflexiona al final de la historia: “I’ve meddle in things that man must leave alone”. Sin embargo, el carácter del Doctor Jack Griffin en tanto antagonista dista del sadismo excesivo, la crueldad extrema o la perversidad psicológica que el espectador moderno relaciona a un villano de una película de terror (esto queda claro si la comparamos con la última adaptación de la novela a manos de la productora Blumhouse). El Hombre Invisible de esta adaptación nos resulta, en cambio, algo inocente. Si bien no se priva de actos de violencia gratuitos, el modo en el que los lleva adelante así como también su carácter burlón, sus propósitos rimbombantes y su maldad rocambolesca hacen que no podamos sentir ante él el mismo terror que sentimos por un villano contemporáneo al estilo del alienígena de Under the skin, el demonio de It Follows o el asesino serial de Se7en.

Lo que entra en conflicto en esta instancia es el tono. Si aceptamos que el tono existe en la prehistoria de la narración y que la determina a priori, podemos también pensar que éste es, al igual que muchos otros elementos del relato, el resultado de un contrato implícito entre el autor y el espectador, según el cual el primero indica al segundo qué debe sentir ante los acontecimientos que está por presenciar. 

Ahora bien, el autor, por un lado, crea a partir de un modelo de representación particular que es el resultado de una cosmovisión fuertemente influenciada por el contexto histórico. Por otro lado, el espectador interpreta a partir de otro modelo que le es propio y que se corresponde a su presente cultural. El “desfasaje” se daría cuando un modelo de interpretación se encuentra con un modelo de representación de otra época. El resultado de este choque no puede ser otro que una lectura conflictiva del tono de la historia, lo que Eco llamaría “violentar al texto”. Por ejemplo, en mi caso, reírme al ver la silueta de una camisa flotante que se acerca amenazante hacia un oficial de policía y no poder evitar recordar la escena de la pelea de boxeo en Abbott and Costello Meet the Invisible Man, en la que el hombre invisible les da una paliza algo injusta a los dos protagonistas.

Por Franco Denápole: estudiante de Tecnicatura Universitaria en Comunicación Audiovisual, UNMDP.


"Tigre Blanco" ("The White Tiger"). India, 2021. Dirección: Ramin Bahrani. Guión: Ramin Bahrani, sobre la novela homónima de Aravind Adiga. Fotografía: Paolo Carnera. Música: Danny Bensi, Saunder Jurriaans. Producción: Alvarez & Diaz. Elenco: Adarsh Gourav, Priyanka Chopra, Rajkummar Rao, Perrie Kapernaros, Abhishek Khandekar, Nalneesh Neel, Aaron Wan, Vedant Sinha.
Historia de un ascenso
A los 33 años, Aravind Adiga ganó el prestigioso Premio Booker por su novela Tigre blanco, donde lograba sintetizar algunas de sus obsesiones como indio y como periodista económico. A través del ascenso de Balram -el protagonista-, Adiga ofrecía una mirada sobre los conflictos sociales de su país y también algunas presunciones sobre el destino económico del mundo: para el personaje el futuro sería “marrón y amarillo”, en referencia a cómo la India y China se convertirían en las grandes potencias que acabarían con el diseño del planeta tal cual lo conocemos, dominado tradicionalmente por los países centrales de Europa y los Estados Unidos. Tanto piensa así Balram, que ante una visita del líder chino a su país se decide a escribirle una carta en la que le cuenta cómo ascendió en la escala social, sin obviar el hecho de que un crimen le permitió descubrir el camino. Claro que Balram les habla tanto al presidente asiático como al lector, quien seguirá el relato a través de la voz del protagonista en esa carta. Ese recurso, sin dudas, es un elemento escurridizo donde el lector se somete voluntariamente a creer una versión de los hechos, aunque entiende que Balram está “vendiendo(nos)” un sistema moral. Lo que está claro también es que el campesino del comienzo no tiene nada que ver con el que cuenta la historia.

Ramin Bahrani, premiado director del circuito festivalero con películas como Man push cart, Chop Shop o Goodbye solo (además de la fallidísima adaptación de “Fahrenheit 451” de Ray Bradbury), fue el encargado de llevar Tigre blanco a la gran pantalla (o a la pantalla que sea, ya que fue producida por Netflix y se estrenó por esa plataforma), una experiencia que resulta acertada si pensamos exclusivamente en lo que representa el pase de un registro a otro. Tigre blanco es un texto con un alto grado de humor a partir de las reflexiones y observaciones del propio Balram, y la película respeta ese tono. El protagonista (Adarsh Gourav) es un joven de la clase social más baja que termina trabajando como chofer de una familia de la alta sociedad; una familia bastante corrupta además, que sale de gira a tocar intereses políticos con un maletín repleto de dinero. Una relación que lo lleva a la gran ciudad, pero que también lo estandariza como una suerte de sirviente al cual maltratar y violentar, aplicando un sistema de castas que aún hoy permanece imperturbable en aquel país (uno de los hijos de la familia, personaje clave, llegó de EE.UU. con su pareja, y hay allí un interesante y contradictorio choque cultural). Una vez que Balram encuentre su lugar se olvidará de sus orígenes e irá construyendo su ascenso personal a fuerza de desengaños. Tigre blanco pone en escena, de esa manera, una suerte de síntesis de cómo funciona el mundo capitalista, entre señores que detentan el poder y sectores marginados que ansían alguna posibilidad mientras se genera un caldo de cultivo de desprecio. Lo bueno en el caso de Bahrani es que durante un rato largo mantiene el sentido del humor y “Tigre blanco” se ve como una comedia ligera donde la representación étnica luce auténtica y no una mirada externa y condescendiente (no es, por decir algo, Slumdog millonaire, donde Danny Boyle se acercaba desde las formas del cuento de hadas).
Bahrani, también guionista, no solo logra una correcta adaptación sino que además incorpora lazos cinematográficos como para que el espectador tenga alguna superficie donde hacer pie, territorios reconocibles desde lo genérico. Hay en Tigre blanco mucho del cine de Martin Scorsese, fundamentalmente en esa forma de sometimiento que existe en los sectores de poder, con situaciones que pueden desbordar hacia la violencia extrema. La traición y el deber son temas recurrentes aquí, aunque a diferencia de los personajes scorsesianos carcomidos por la culpa católica, Balram es un protagonista más contemporáneo, más cínico y amoral; más propio de ese cine de los 90’s que, ante un siglo que se moría, nos decía que la salvación era un acto individual. Entonces el deseo de Balram es ascender en la escala social, y entiende que en el fondo debe hacer lo que corresponda para lograrlo. Claro que en su relato hecho voz en off, Balram se justifica a través de todos los maltratos que sufrió.

Pero si Scorsese encuentra diversión en esa búsqueda desaforada de llegar a la cima que tienen sus personajes (del Henry Hill de Buenos muchachos al Bill Cutting de Pandillas de Nueva York o el Jordan Belfort de El lobo de Wall Street), porque en Scorsese lo amoral no deja de ser fascinante y hasta un objetivo ante la ridiculez del sistema, aquí Bahrani no puede más que ponerse serio y trágico. A medida que el protagonista se acerca a instancias definitorias, Tigre blanco se vuelve cada vez más sombría y desangelada, contrarrestando en exceso con la gracia y ligereza de los primeros minutos. Así la pintura desfachatada que Balram hacía sobre el contexto político y social de la India se vuelve una reflexión un tanto amarga en la que el protagonista termina siendo un personaje hasta incómodo para el espectador porque no ofrece un punto de vista agradable. Muy probablemente Tigre blanco se proponga como una demostración de la alienación a la que nos somete el sistema, pero en términos cinematográficos no sabe cómo darle respuesta a ese conflicto.

Por Mex Faliero: Periodista y crítico de cine, director del sitio especializado Fancinema (http://www.fancinema.com.ar/ ).


Manifiesto. Argentina, 2019. Dirección: Alejandro Rath. Guión: Alejandro Rath. Fotografía: Baltasar Torcasso. Producción: Proton, Puente Films, Zebra Films, Anita Remón.Elenco: Documental, intervenciones de: Pompeyo Audivert, Iván Moschner, Adriana De Los Santos, César González, María Negro, Gabriela Cabezón Cámara.
Manifiesto, de Alejandro Rath, o la revolución del arte sobre el plasma
León Trotsky y André Breton debaten sobre arte y política para escribir el Manifiesto. Más de 80 años después, el director Alejandro Rath (¿Quién mató a Mariano Ferreyra? y Alicia) reconstruye ese diálogo en un film donde el hacer artístico es un acto cooperativo, lúdico y experimental que, sin pasar por salas, se estrena en la pantalla digital. El encuentro de dos personajes históricos, que nos interpelan en plena era pandémica, tiene tanto de ficción, como de documental o de sueños. Una película rara que reivindica la libertad del pensar.

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“Alejandro Rath me invitó a participar en su nuevo proyecto. Acepté la propuesta. Es sobre el encuentro histórico en el que León Trotsky y André Breton redactaron el Manifiesto por un Arte Revolucionario Independiente…”, una bitácora sobre placa negra, como en el cine mudo, nos pone en situación. Continúa la descripción de un viaje en auto a la costa, con la perra Maya y un presupuesto “casi minúsculo” para llegar a una casa moderna y luminosa en el medio de un bosque cerca del mar.

En ese escenario aparecen dos actores que memorizan sus líneas “largas y complejas” para interpretar al revolucionario y al padre del surrealismo: Pompeyo Audivert es Trotsky, Iván Moschner es Breton.

Muy lejos del México de 1938, donde el artista francés y el líder ruso se citaron para redactar sus ideas sobre la necesidad de un régimen anarquista para el arte ante un mundo amenazado por el fascismo en Europa y la perversión del socialismo de Stalin, Moschner memoriza con cierta dificultad su parlamento: “Se trata de establecer un hilo conductor entre los mundos demasiado disociados de la vigilia y el sueño…”

Los árboles y los pájaros son testigos de la metamorfosis de los artistas. Maya duerme, mientras Audivert fuma su pipa y repasa en diferentes registros: “Camarada Breton, el interés que usted le otorga al fenómeno del azar objetivo, no me parece claro”…

Y entonces el surrealista presionado por la encomiable tarea que le encarga el bolchevique se pierde en el primer sueño. La pianista Adriana de Los Santos se cuela en ese viaje onírico plagado de imágenes poéticas. Al despertar, el actor escribe en su diario que su texto es “demasiado complicado” y que le tendrían que haber avisado que “no hay internet”, además, no durmió bien.

La discusión por una posible “incompatibilidad entre Freud y Marx” transcurre en la cocina cuando los actores ya totalmente poseídos por los personajes preparan la comida.
En medio del bosque, Audivert es el artesano que, sobre una ordenada mesa de herramientas, da vida a una marioneta que como Trotsky es capaz de imaginar “una sociedad que esté liberada de la esclavizante preocupación de tener que conseguir el pan de cada día… en la que todos los niños serán alegres, gozarán de buena salud y estarán bien alimentados y absorberán los elementos de las ciencias y las artes como si de la luz del sol se tratase…”

Dentro de la casa, Moschner repite incansablemente su texto hasta que vuelve a caer en el sueño junto al fuego de la estufa. Una fábrica solitaria en la que el cineasta César González es el obrero increpado por un patrón invisible, pero omnipresente.

El amor de Trotsky hacia los animales es sospechoso para Breton. “Los perros son casi humanos”, sentencia el político exiliado en una escena que hace alusión a la novela de Leonardo Padura. Enseguida empieza el entusiasta periplo de Maya en busca de sus pares para transmitirles sus ideas de construir una sociedad de iguales. Una preciosa secuencia de planos desde un dron, entre laberintos simétricos, con una voz over femenina francófona que nos contará que la perra de Trotsky no tuvo suerte con “camaradas que consideraban natural la relación con su patrón”. Aunque con los perros sin dueño tampoco le fue mejor, “más preocupados por conseguir el alimento que un lugar en la pirámide social”. Cesa la melodía de un videojuegos.

Breton despierta en otro sueño, esta vez esquivando bombas en una trinchera donde sostiene que “nuestro planeta se está convirtiendo en un asqueroso y maloliente cuartel imperialista”. La poeta María Negro confiesa que está dispuesta a luchar, pero no tiene buena puntería y ofrece ayudar a la causa con la palabra escrita.

Moschner se pregunta si Breton habrá sentido el mismo agobio que él mismo está sintiendo, después de asegurar en su diario que no entiende la película.

Dentro de una iglesia con un cura de rodillas frente a un altar, la escritora Gabriela Cabezón Cámara recrea La Virgen Cabeza: “Mi amor, va a haber guerra en medio mundo, escúchame bien”… y Moshner ya no sabe si es él o Breton el que sueña.

-La actividad durante la vigilia, depende al menos parcialmente, de la actividad onírica anterior.

-Todo lo contrario, se trata de establecer un hilo conductor entre los mundos demasiado disociados de la vigilia y el sueño, de la realidad exterior y la interior, de la razón y la locura, de la calma del conocimiento y del amor, de la vida por la vida misma y la revolución…

Entre los árboles, las máscaras recitan como mantras las líneas que los actores ensayaban en los primeros minutos de un film con una fotografía exquisita y un género difícil de catalogar.

El desenlace llega con la materialización del primer manuscrito del manifiesto. “Total independencia del arte, salvo cuando está contra la revolución”, es el párrafo que Breton escribe y que elimina Trotsky, lejos de lo que se podría imaginar y en una revelación que mueve a investigar más sobre el apasionante encuentro de los pensadores.

Contemplando el atardecer frente al mar, Maya concluye que “la vida es hermosa”, mientras ve alejarse a los dos humanos. La placa final da fe de un trabajo coherente con un tema que pone de relieve la necesaria independencia y libertad para la creación artística: “Esta película fue realizada con un método de escritura y creación que atravesó el rodaje y el montaje, procesos que a su vez se fueron solapando. Fuimos viajando desde el mundo de las ideas a la pluma, del rodaje a la sala de edición de manera aleatoria y permanente hasta no saber dónde empezó qué cosa. En ese sentido, si bien existieron roles determinados la totalidad de los y las participantes tienen parte en la autoría de la obra que a su vez no puede ser adjudicada de manera individual a nadie”.

Por Flavia Mertehikian.


El increíble castillo vagabundo (Hauru no Ugoku Shiro). Japón, 2004. Dirección: Hayao Miyazaki. Guión: Hayao Miyazaki, basado en la novela Howl's Moving Castle de Diana Wynne Jones. Música: Joe Hisaishi. Producción: Studio Ghibli. Elenco: animación.
Metamorfosis: Howl’s moving castle de Hayao Miyazaki
Si bien Howl’s moving castle, ハウルの動く城, está basada en la novela para niños homónima escrita por Diana Wynne Jones y publicada por primera vez en 1986, se separa en gran medida del texto adaptado. El increíble castillo vagabundo, tal y como se la conoce en Latinoamérica, o El castillo ambulante en su versión peninsular, toma algunos elementos de la historia planteada por la autora inglesa (ya sean los personajes principales, la doble identidad del mago como Pendragon y Jenkins o los costos que implica el uso de la magia) pero realiza una trasmutación de la novela al profundizar ciertos aspectos (como el amor que surge entre él y Sophie) y cercenar otros (a saber la verdadera naturaleza del demonio Calcifer o la identidad de Howl, su familia y su procedencia londinense).

La película del 2004 nominada al Óscar y dirigida por el absolutamente genial Hayao Miyazaki utiliza el hipotexto como excusa para hablar de lo que realmente le interesa. Su tema, al igual que en otras de sus producciones importantes como Kaze no Tani no NaushikaMononoke Hime o Kaze Tachinu es, principlamente, la guerra y sus horrores. La amenaza potencial y concreta que representa el conflicto armado entre los hermanos gobernantes de dos reinos linderos funciona como una situación límite no sólo para los súbditos de estas regiones, sino también para el propio Howl, cuyo papel en la contienda lo lleva al exceso en el ejercicio de la magia. Éste escenario estará presente como marco que encuadre la historia pero también como reflejo de las consecuencias y posibilidades que conllevan las decisiones de los personajes. La búsqueda de poder es algo que caracteriza a este personaje: lo primero que sabemos de él por boca de las bulliciosas y alegres empleadas de la sombrerería, es que sus capacidades para la magia se igualan a su peligrosidad, ya que se corre el rumor de que seduce jovencitas bellas para comerse su corazón (sí, de repente el cuento de hadas muestra su verdadera naturaleza). Por un lado, su faceta de Don Juan es establecida desde la primera escena a partir de estas habladurías pero no es puesta en práctica en ningún momento a diferencia de la novela, en la cual Howl muestra efectivamente su coqueteo constante y su actitud despreocupada y vanidosa causada, claro está, por la ausencia de corazón. Por otro lado, en lo que verdaderamente se enfoca el film es en explorar las relaciones de este personaje con la magia que son, desde su origen ambicioso, problemáticas. En el clímax de la historia, la protagonista Sophie realiza un viaje a las memorias de Howl para develar la verdad de este personaje; allí encuentra a un mago adolescente (esta vez sin capa de invisibilidad, sombrero parlante, profecía y reliquias como otro compatriota) que estudia en la soledad de un campo al pie de una montaña. A continuación será testigo de una lluvia de estrellas entre las que se encuentra Calcifer (de forma mucho más amable aunque igual de poderosa que en el texto literario), la captura de éste y del trato entre ellos. Howl decidirá entregar su pertenencia más valiosa en el intercambio, su corazón, tentado por la promesa que implica el aliarse con un demonio de fuego, contrato mágico que generará una atadura difícil de romper. Sus inicios en la hechicería, por lo tanto, están marcados por la búsqueda de poder, y, al mismo tiempo que nos permiten entender en retrospectiva al personaje, dan cuenta del arco que está transitando Howl, y por el cual deberá dejar atrás las frivolidades, volver a sentir y reordenar sus prioridades. Ese corazón que se mueve (el castillo sólo puede funcionar a partir de la potencia mágica que genera el trato) buscará hasta encontrar a esta chica extremadamente amable y trabajadora, embrujada por los celos de la Bruja del Páramo. Éste personaje, a su vez, es otro ejemplo de los peligros relacionados con la búsqueda indiscriminada de poder y de las consecuencias que carga: sus habilidades mágicas le son arrebatadas por Madame Suliman, la hechicera del monarca de Kingsbury y antigua maestra de Howl. La conversión de la Bruja del Páramo en una tierna abuelita, antes imponente, poderosa y elegante, marca su derrota y la acerca mucho más a su víctima, la joven envejecida.
Paralelamente a Howl, Sophie deberá transitar su propio camino en la historia para comprender su valía y sus capacidades: su metamorfosis en anciana es un reflejo de la interioridad del personaje, atrapada en la rutina y la baja autoestima. Sin embargo, su personalidad trabajadora e incansable, amorosa y sensible será el principal instrumento para la trasformación de todo lo que la rodea, ya que su amabilidad contagia a los demás personajes y despierta sus espíritus, uniendo al grupo y dotándolo del carácter de “familia”. Este proceso la llevará, por paradójico que resulte, a la búsqueda de poder, pero de forma opuesta a Howl: ella también realiza un trato con Calcifer, pero éste se realiza por una razón altruista, precisamente para salvar aquello que ama, es decir, al propio Howl. Sophie, al igual que otros personajes de Miyazaki tal como las ya mencionadas Monoke o Nausicaä, pero también Chihiro y Kiki, entre otras, es un personaje femenino fuerte e independiente, que trabaja y se esfuerza por lograr aquello que se propone: su viaje comienza al decidir no resignarse o hundirse en llanto, sino buscar a la Bruja del Páramo y obligarla a que deshaga su hechizo, a pesar de las condiciones desfavorables en las que se encuentra su cuerpo. Si bien su fachada le resulta un refugio para los encantos de Howl y un pretexto para encontrar asilo en el castillo vagabundo, se presenta desde los primeros momentos como una joven determinada, valiente y de carácter firme. La inversión que representa el segundo trato con Calcifer permite romper sus respectivos hechizos y consigue para ambos el desprendimiento de sus antiguas ataduras, es decir, la libertad.

Los personajes de Howl’s moving castle son portadores de posibilidad. Sus decisiones hacen avanzar la historia y marcan sus destinos, por lo que adquieren un matiz de humanidad que resalta a pesar del mundo mágico en el que se desenvuelven. Ésta es, además, una característica de las almas textuales y audiovisuales que Miyazaki lleva a la pantalla grande ya sea como guionista o director. Por esta y otras razones este director es, junto a otros contemporáneos como Makoto Shinkai, Mamoru Hosoda, Shinichiro Watanabe y Masaaki Yuasa, uno de los que más han desarrollado la potencialidad titánica de la animación a niveles insospechados. 


Por Florencia Montenegro: estudiante de Licenciatura en Letras, UNMDP. Adscripta en Teoría y Crítica II. Docente de secundaria.

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