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Publicación bimestral. ISSN Nº 1851-4855. Año 3 Número 10. Mayo de 2009.

El vampiro domesticado. Crepúsculo. Dirección: Catherine Hardwicke. Basada en la novela homónima de Stephenie Meyer. EEUU, 2008. Guión: Melissa Rosenberg. Elenco: Kristen Stewart, Robert Pattinson, Billy Burke, Peter Facinelli, Elizabeth Reaser. Por Betulio Bravo: Profesor de Escuela de Letras. Universidad de los Andes, Mérida, Venezuela.


A juzgar por informaciones de prensa la versión fílmica de Crepúsculo, novela de la escritora norteamericana Stephenie Meyer, logra el mismo éxito de taquilla que las ventas del libro en sus diferentes traducciones. Pareciera que literatura y cine han encontrado brechas en la psicología humana desde las cuales establecer nuevas relaciones entre temor y deseo. Ya en el siglo XVIII la literatura denominada “gótica” abrió senderos inéditos en las rutas del miedo, provocando en sus lectores efectos emocionales y estremecimientos de la conciencia, a la par de su fascinación ante las aterradoras tramas, lúgubres ambientes y misteriosos personajes. Horacio Walpole, iniciador de este género, jamás imaginó la crispación que provocarían tales historias de ficción y mucho menos su afinidad con antiguos mitos colectivos. Y es que la imaginación de los pueblos debe mucho a la mirada, facultad humana tan preciada por los narradores góticos. Los hombres de todos las épocas proyectan su mirada sobre el tiempo e intentan abarcar todos los espacios: auscultan el pasado, anticipan formas del porvenir, observan con asombro el infinito cielo, quisieran atravesar espesos bosques, tupidas selvas y agitadas urbes; se detienen acaso frente a sus propias sombras, hacen inmersión bajo las superficies y exploran las honduras que su mirada ha dibujado. La visión es el sentido que se mantiene despierto hasta en los sueños, en ella se origina el temor a la soledad y al vacío y también las utopías. A veces se deja acompañar de sonidos familiares y en ciertas ocasiones también de olores o sabores; pero casi nunca la mirada acepta el roce de los cuerpos: toda proximidad le es ajena. He allí su debilidad y su misterio. No es casual entonces el estrecho vínculo del mirar con la ensoñación erótica, puesto que el erotismo prefiere los cuerpos idealizados antes que su materialidad, las presencias fantasmales antes que los cuerpos exhaustos de la sexualidad.
La novela de Stephanie Meyer se inscribe en la tradición literaria de la literatura gótica. Como lo hizo antes esa otra ingeniosa escritora Anne Rice, Meyer reescribe la vieja leyenda eslovaca del vampiro, que a su vez había sido convertida en mito literario por el escritor irlandés Bram Stoker con su célebre novela Drácula. Quizá para su desmérito estas escritoras han escogido una de las figuras más aterradoras del imaginario occidental, heredera con todo derecho de los antiguos íncubos que acechaban el sueño de las piadosas mujeres con el fin de hacerles víctimas de sus juegos eróticos y de sus pérfidos deseos. El vampiro es criatura medio humana y medio divina, que vive más allá del alcance de la razón humana y que se ha levantado de su sepultura para acortar las distancias entre la vida y la muerte. Ningún otro ser creado por la imaginación conjuga con tal perfección lo terrible y lo sublime en un solo gesto de profanación. Stephanie Meyer le acomoda a su vampiro Edward Cullen un alma cuya impostura puede dar lugar a muchos relatos pero jamás le permitirá vivir en paz con su propia naturaleza. Puede convertirlo en superhéroe pero eso no impedirá que se revelen sus instintos demoníacos. Más aún, la osadía de la novelista llega tan lejos que no conforme con atender el complejo mito del vampiro, aspira desentrañar la ambigua relación de vampiros y hombres lobos; y lo hace con cierta genialidad, derivando los licántropos de mitos indígenas norteamericanos.
La escritora se vale de artificios e intenta llevar el erotismo a su estado de pureza, es decir, lo asume como sexualidad que disuelve los cuerpos, apagando su roce físico al mismo tiempo que exacerba la pasión del deseo: El vampiro Edward Cullen ensaya una relación con la joven Bella Swan; prescindiendo -hasta donde su vibración humana se lo permite- del contacto de los cuerpos. Edward sabe que la realización del deseo sería catastrófica, de suceder la fusión sexual se despertaría una vorágine de fuerzas que haría imposible la vida a su alrededor. Bella no sabe lo que se esconde detrás de la patética escena de Edward diamantino ante los rayos de sol, así como tampoco podrá imaginar que un típico juego de béisbol significa sólo un gesto folclórico destinado a pacificar el monstruo escondido entre los árboles. No obstante, el erotismo de las escenas es más deslumbrante que los mismos artificios interpuestos por la escritora, la imagen se mueve y la mirada sigue al objeto del deseo, lo sueña. Éste a su vez custodia a su presa y no confía en que podrá protegerla de su furia; la observa desde su púlpito fantasmal, preguntándose cada noche si será capaz de reducirse a la materialidad de un cuerpo empujado por la humana pasión.
La novela, como gran parte de los relatos góticos, es narrada en primera persona. La acción dibuja un recorrido circular siempre en disposición de revelar un misterio que nunca termina de responder todas las interrogantes. Su principal efecto es visual, desde la bruma del ambiente hasta los rostros y gestos de los personajes. Por ello se podría afirmar que este género de literatura congenia muy bien con el cine, como en efecto ha sucedido con los relatos de terror que fueron llevados a la pantalla. Debemos suponer que el guión de la película Crepúsculo no habría requerido notables adaptaciones respecto del texto literario que le dio origen; pues, la industria cinematográfica es formidable en el oficio de fabricar o apropiarse de imágenes que le pertenecen. La mirada de Bella ejerce la función de una cámara que ubica los seres y objetos, subordinándolos a su desplazamiento, ella suspende las imágenes para que se dejen iluminar por la subjetividad del lector o espectador. El cuerpo erótico de la protagonista, aunque resbala o desfallece en ocasiones, adquiere la habilidad de un maestro de escena y la cámara es su instrumento. Stephenie Meyer cree haber despojado al vampiro de sus principales atributos y el cine ha vampirizado el erotismo de su novela.

La nostalgia encendida por la palabra. Ojos negros. Director: Nikita Mikhalkov. Basada en el cuento "La Dama del Perrito" de Antón Chéjov. Italia-URSS, 1987. Guión: Alexander Adabachian, Suso Cecchi d'Amico, Nikita Mikhalkov. Elenco: Marcello Mastroianni, Silvana Mangano, Marthe Keller, Elena Sofonova, Pina Cei, Vsevolod Larionov. Por Berta del Valle Castro, Profesora en Letras, Universidad Nacional de La Plata y Gerardo N. Delvitto Brovedanni, médico psiquiatra.



“Deseo que esta biblioteca sea tan diversa como la no saciada curiosidad que me ha inducido, y sigue induciéndome, a la exploración de tantos lenguajes y de tantas literaturas”. Jorge Luis Borges.

Hacer una reseña sobre la película Ojos negros de Nikita Michalkov, implica un singular esfuerzo a la hora de parangonar el cuento inspirador, “La dama del perrito” de Antón Chéjov, con el film ítalo-ruso del reconocido guionista y director citado.
El hipotexto literario es la esencia de la historia narrada, transformada en imágenes por una sutil lente que recorre un amplio espacio temporal donde la memoria y su consecuencia -el recuerdo- funden pasado y presente. En la lacónica ficción de Antón Chéjov los hechos transcurren en tiempo real, mientras que en el film lo pretérito cabalga sobre el ahora. Esta oscilación evocativa permite al primer actor –Marcelo Mastroianni- desplegar su talento en forma de gestos, posturas, diálogos y de manera singular, su voz como narrador que cautiva y sumerge al espectador en el mundo "mágico" de un pasado inasible.
Analizar diferencias y similitudes, sea respecto de los protagonistas o de las complejas situaciones que estos representan, excede el propósito de este humilde trabajo. Sin embargo, es interesante detener nuestra atención sobre la forma en que un amor ingobernable condiciona la conducta de los personajes creando un manantial de cavilaciones, desafíos, promesas incumplidas e incluso renuncias.
Posiblemente, el espectador sensible, experimente cierto pesar al vislumbrar un “segundo par protagónico” (si cabe la expresión) constituido por una vigorosa moral en las costumbres de época- principios del siglo XX- y los corrientes matrimonios por conveniencia que, en complicidad, desvían la flecha de Eros del noble objetivo.
Detenerse en los diálogos- tan precisos como preciosos- equivale a ingresar a un salón de fiestas donde nuestro espíritu es tratado como un huésped de honor. Cada personaje es magistralmente modelado por los guionistas respondiendo a un tipo social propuesto por el texto del celebérrimo escritor ruso, según lo descripto "ut supra". Definir las imágenes como simplemente “hermosas” es casi un eufemismo. Hasta la más íntima fibra, la expresión de los actores movilizan sabiamente los sentimientos más puros sin tiranizar el afecto, vil herramienta del cine plañidero.
Rendidos ante el juicio "ético" imperante, Anna y Dmitriv, serán por siempre símbolos de la resignación, de las uniones oportunistas, de la inercia mental que trunca los sentimientos amorosos, y del ensueño de oropel con ilusiones momentáneas embebidas de culpas.
Finalmente, consideramos que los guionistas tomaron prestada la pluma de Chéjov y el director la convirtió en pincel, mediante el cual plasmó un cuadro de imperecedera belleza. El sello esgrimido en Ojos Negros es la nostalgia, encendida por la palabra “sabastka” emblema de todas las ilusiones y desilusiones de Dmitriv y Anna.

Episodios que viven en la memoria. El tiempo recobrado. Director: Raúl Ruiz. Adaptación de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. Francia, 1999. Guión: Raúl Ruiz, Gilles Taurand. Elenco: Catherine Deneuve, Emmanuelle Béart, Vincent Perez, John Malkovich, Pascal Greggory, Marcello Mazzarella, Marie-France Pisier, Chiara Mastroianni. Por Darío Lavia (webmaster de
http://www.cinefania.com, Lic. en comercio internacional).



La lente de la cámara nos muestra una habitación en la que el anciano Marcel Proust (André Engel), en su lecho de muerte, dicta frases de su novela a una secretaria. Como el dictado se hace tan monótono y cansador para el enfermo, debido a su fatiga crónica, solicita el manuscrito para ponerse a escribir él mismo. Luego, en vez de escribir, se dedica a ver con una lupa las fotografías de los personajes que transitó durante su vida, sus padres, sus amores, los barones, duques y demás integrantes de la clase parasitaria y, por fin, el propio Proust, de niño. A medida que esta secuencia se desarrolla (estamos contando los primeros 5 minutos de película nomás), la cámara comienza a realizar un movimiento horizontal de ida y vuelta en que percibimos cómo algunas estructuras de muebles se mueven a distinta velocidad dependiendo de nuestro ángulo de visión y distancia. Al igual que en las grandes obras maestras del arte (usualmente en música o cine), el director chileno Raúl Ruiz nos ofrece en sus primeros compases de celuloide la tónica de los recursos que utilizará durante toda la película. El resto del metraje consiste en una larga sucesión de secuencias con diálogos entre personajes de una nobleza decadente y un recorrido por la vida de Proust, con episodios de su niñez y de su vida adulta, ya como autor medianamente reconocido. De esta manera, en la adaptación al cine del último libro de la extensa À la récherche du temps perdu (En busca del tiempo perdido, 1913 a 1927), Ruiz opta por promover al propio Proust (Marcello Mazzarella) como protagonista, en vez de Charles Swann (protagonista de la novela original), ofreciendo similar sumatoria de conceptos que la novela: homosexualidad (masculina o femenina), arte y snobismo, la música culta y el carácter artístico, la superposición de rostros (ancianos y jóvenes)... Pero por sobre todo está el tema de la memoria en sí, que la película trata de plasmar como una aleatoria divagación en que una percepción (imagen, sonido, sensación) retrotrae al protagonista a otra época. La vida y la muerte, la bondad o la malevolencia, la niñez y la madurez, todos son episodios que viven en la memoria. Viviendo un presente continuo, el ser afronta la realidad en tiempo real y los recuerdos en un tiempo paralelo. De ahí que un episodio que tardó horas en desarrollarse puede ser evocado en un tris. La película opta por la tesis de extenderse el tiempo que sea necesario "en busca de ese tiempo perdido" y Proust se codea con el abiertamente homosexual barón Charlus (John Malkovich, brillante), la eternamente joven Odette (Catherine Deneuve, magnética como siempre), el rebelde Morel (Vincent Perez) o el militarista gay St.-Loup (Pascal Greggory). Entre round y round, hay diálogos sutiles que, en una trama donde virtualmente no ocurre mucho, cobran relevante trascendencia. La película es un magistral acierto en cuanto a ambientación e imaginería visual (mérito del director de fotografía Ricardo Aronovich), sin embargo, plantea un esfuerzo padre para cualquier espectador no familiarizado con la figura de Marcel Proust que se enfrenta a un filme sin una estructura narrativa tradicional y que debe armar un rompecabezas de piezas que no solo no encajan entre sí sino que tampoco son para armar.


El hombre que mira o a
pología de un saber. El Voyeur. Dirección: Tinto Brass. Basada en la novela homónima de Alberto Moravia. Italia, 1994. Guión: Tinto Brass. Elenco: Katarina Vasilissa, Francesco Casale, Franco Branciaroli, Cristina Garavaglia, Raffaella Offidani, Martine Brochard, Antonio Salines. Por Martín Pérez Calarco: Prof. en Letras, becario de la U.N.M.D.P.



“En el erotismo el significante es el significado”. Tinto Brass.

Salvo Calígula, proyecto megalómano que plasma la orgía de excesos del imperio romano de modo descarnado y definitivo, las películas de Tinto Brass (quien dirige Calígula pero abandona la edición) son historias sobre la intimidad y la perversión individuales. Quiero decir, la cinematografía de Tinto Brass hace foco en lo íntimo contrastándolo con lo público y aún con lo histórico (la recurrente obsesión por el mundo prostibulario del nazismo o la inserción de sus historias en contextos bélicos); ahí están Salon Kitty (1975), La llave (1983), Miranda (1985), Las perversiones de Livia (2002), entre otras. En el caso de El hombre que mira (1994), basada en la novela homónima de Alberto Moravia (1985), lo que emerge y se filtra por los intersticios de la intimidad de los personajes es una mirada crítica respecto de las estructuras sociales que rigen las relaciones humanas.
La película trabaja sobre los elementos de la novela. Un profesor universitario de literatura en debate entre el ideario vaciado del 68 y el derecho de propiedad, un padre (profesor universitario de las ciencias duras), la imagen del hongo de la bomba atómica, una cámara fotográfica, un poema de Mallarmé, una casa repleta de libros, una esposa santificada, el recuerdo de una madre, una enfermera, una perversión, son el material narrativo fundamental de Moravia. La novela es, entre otras cosas, la puesta en escena de un dilema psicoanalítico, un complejo de castración no resuelto. La imagen del hongo atómico es, para Dodo, narrador y protagonista, una metonimia del mundo del tamaño del pene de su padre. En la novela, hay una carga irónica que hace de la explicitud de los símbolos, de la duplicación inversa de los componentes del universo vital del padre y del hijo, menos un obstáculo para la lectura que una clave narrativa. Hay dos cosmovisiones en tensión que se intersectan o, mejor, colisionan al depositarse sobre los mismos objetos. Lejos de El voyeur, de Robbe Grillet (1955), El hombre que mira, de Moravia, implica pasar de la puesta en texto de la percepción objetivista, a la narración de esa percepción atravesada por la consciencia del narrador, lo que la convierte en experiencia. La apuesta de Tinto Brass es transferirnos esa experiencia instigándonos a mirar lo que él mira. Sobre esos objetos trabaja la película.
El director es el primer hombre que mira. El oficio voyeuritsta de Tinto Brass se complejiza en tanto el punto de vista modifica el objeto o, mejor aún, lo crea. El afiche promocional, primera imagen de toda película, en este caso, da una pauta. La sombra que se recorta es la del propio director emulando el logo del ciclo “Hitchcok presenta”, luego, veremos a Tinto Brass aparecer en sus propias películas; este hombre mira e interviene. Esa intervención implica un saber y ese saber es lo que hace que la traducción del texto escrito a la imagen en movimiento genere un efecto de suspense erótico en el otro hombre que mira, el espectador. Si “en el erotismo el significante es el significado”, es menos relevante qué se ve que cómo se muestra.
Según Roland Barthes (El placer del texto) “es la intermitencia, como bien lo ha dicho el psicoanálisis, la que es erótica: la de la piel que centellea entre dos piezas (el pantalón y el pulóver), entre dos bordes (la camisa entreabierta, el guante y la manga); es ese centelleo el que seduce, o mejor: la puesta en escena de una aparición-desaparición”. Como siguiendo esa premisa, Tinto Brass hace foco en el instante mismo de esa aparición-desaparición, no para eternizarlo sino promoviendo un deleite fugaz a través del cincelado de un vidrio, entre el vapor del agua, debajo de la mesa, mediante una ráfaga de viento, en el pasaje veloz de la cámara, entre las medias y la falda o en la interrupción inesperada, reafirmando el carácter inapresable de las emociones. La imagen se detiene en el borde de lo explícito, impide lo obsceno.
En El hombre que mira, padre e hijo son las dos prendas entre las que centellea el mundo y el centro del litigio lo ocupa el universo femenino. Lo que Dodo sacraliza, su padre lo vuelve carnal y demoníaco; no en vano, el poema de Mallarme que obsesiona a Dodo es “Una negra por el demonio poseída”. El conflicto de la novela se enriquece, en la película, a través de las rendijas por las que Tinto Brass filtra otro perfil de su poética. Escenas como la del fisioterapeuta mariposón fascinado por el padre de Dodo o la de Pascasie, la mujer negra que evoca a la del poema, cuando hace notar a Dodo que fue infibulada (ante la reacción de éste por la barbarie del hecho, ella responde que no es más cruel que otros inventos occidentales como la virginidad) son muestras de la irreverencia con que el director italiano pone en primer plano sus fetiches (el pelo en las axilas, mujeres orinando dentro y fuera del baño, escenas edénicas libres de prejuicios) pronunciándose contra el falso pudor y toda atadura impuesta.
Corriéndose del lugar común, Alberto Moravia y Tinto Brass abordan una serie de zonas oscuras más allá de la mera alusión, ambos asumen los riesgos de indagar el tabú. El mirón, el voyeur, el hombre que mira, son modos de nombrar un mismo referente; nombrarlo y salir ileso es, a mi entender, una cuestión de formas. Insisto, de formas.


Un cuentometraje de Raúl Cerezo. Escarnio. Dirección: Raúl Cerezo. Recreación del cuento “La gallina degollada” de Horacio Quiroga. España, 2004. Guión: Raúl Cerezo, Ángela G. Rivera. Elenco: Belén Ponce de León, Ignacio Gijón, Pilar Serrano, Sara Peña, Javier Páez. Por Laura Lorena Utrera, Magíster en Literatura Argentina, docente en la Universidad Nacional de Rosario, miembro activo del Centro de estudios de la Maestría en Literatura Argentina (FHUMYAR – UNR) y, actualmente, becaria de CONICET.






Escarnio recrea la historia del cuento “La gallina degollada” de Horacio Quiroga, y aunque no deja de resultar una propuesta original e interesante, prorrumpe de un modo más calculado y, si se quiere, más frío. Su director busca crear un clima Leonardino en cada cuadro, pues el corto nace “buscando un prisma Leonardino capaz de concentrar las artes que requería la narración de Quiroga” (Cerezo, 2004). Este poner algo en otro sitio, extirpando ciertos modelos y pensando en otro registro o sistema –que es el concepto mismo de transposición, según Sergio Wolf-, funciona de un modo sugestivo en la apuesta de Cerezo y nos prepara la mirada de un modo diferente, puesto que atenta a los 23 minutos de duración del cuentometraje, nos sumerge tanto en la belleza que alcanzan algunas imágenes –que escapan a la narración de Quiroga pero que no desafinan en la propuesta de Cerezo y tampoco en la de Quiroga- como también nos recuerda la fabulosa historieta de Alberto Breccia. Escarnio puede pensarse en aristas opuestas a la obra de Breccia pues en ella las imágenes se presentan en los valores del blanco y negro y la irrupción que incurre en la séptima viñeta de un rojo furioso –es decir, de un color y no de un valor- iluminan los momentos más inquietantes de la obra, muestran un violento extrañamiento del mundo de esos cuatro idiotas propuesto desde una sensibilidad exasperada: Breccia representa el mundo de los padres y de Bertita a través de trazos oblicuos en oposición a la horizontalidad estática del cuadro de los idiotas que, por cierto, será mimada-animada por el uso del rojo. Mientras que Cerezo propone una sensación cromática saturada, sobre todo, en el uso que hace de los colores primarios, persiguiendo la re-creación de un ambiente a la vez infantil y angustiante. No obstante, y ya en el terreno de las especulaciones, es preciso añadir que el rojo de Breccia tiene el mismo protagonismo salvaje que los colores primarios en el plan de Escarnio: pues ambos usos comparten primitivismo y violencia. Así, Escarnio se nos presenta como un modelo de la más pura fusión y afinidad por medio del cual se asiste tanto a una lectura posible del relato de Quiroga cuanto a una nueva obra de arte.
Algunas de las imágenes logradas son tan descarnadas como perfectas, pues Cerezo usa planos largos y cortos en los momentos indicados, vale decir, cuando el relato cinematográfico tiene más para contar utiliza planos cortos que dan cuenta de un ahorro del uso del metraje dentro del cual se completa el relato.
Dos son los motivos que nos llevan a valorar el trabajo de Cerezo y a los que, por cierto, podemos sumarle tantos otros. El primero es el espacio elegido –que entendemos tanto como locus o escenario en el cual se han de desarrollar las escenas como metraje de la cinta-, pues será determinante para el relato del corto. Su nominación impone una de las exigencias esenciales del cine: la economía al contar determinado relato, la descripción de las situaciones por medio del movimiento de la cámara, la muestra de determinado tipo de imagen y por otro y, a diferencia de lo que sucede en el cuento de Quiroga, su ligazón al concepto de tiempo de representación. Es decir, el relato se ajunta al espacio disponible.
El segundo: en el corto interviene “protagónicamente” la idea de don y de regalo. El personaje del médico no funciona del mismo modo que en la propuesta de Quiroga y esto es realmente interesante porque si, por un lado, será quien le ponga palabras, quien nombra lo que le pasa a los cuatro niños -como sucede en “La gallina…”-, por otro, es quien le regala a la niña el libro “Ricitos de Oro”, es decir, es quien le muestra a la niña que existe otro universo disponible (y posible) que es expuesto en la lectura de un cuento por medio del cual Ricitos ejerce la desobediencia: es posible escapar de los padres y hacer lo que ellos nos prohíben; es posible penetrar curiosamente en terrenos desconocidos y apropiarnos del espacio de otros. En Escarnio, el médico juega con ser una suerte de sombra, una voz que narra lo que sucede, por medio de acciones y no de palabras y, por qué no también, juega con ser el narrador omnisciente que acompaña a sus personajes iluminando el camino hacia el final de relato. Como la música, como las imágenes de un sol particular, como los colores, como los dibujos de “Ricitos de oro”, la imagen del médico también anticipa los acontecimientos del relato cinematográfico.
Si en el relato de Quiroga el infanticidio -la muerte de Bertita- es producto del olvido y del abandono de los padres porque, si lo recordamos, al nacer Bertita los padres dejan de amar a los niños anteriores, los olvidan y los abandonan y, a la vez, a Bertita la matan porque la niña llega antes que sus padres a su casa, es decir, porque sucede una suerte de segundo abandono u olvido -desde ya, con otras cargas conceptuales- en la narración de Cerezo la muerte es producto de la lectura: Bertita escucha la lectura del cuento que le hace su madre, del cuento que le regaló el médico y mira atentamente las ilustraciones que anticipan metonímica y metafóricamente las imágenes del corto. Bertita juega a ser ricitos de oro y encuentra la muerte.
Entonces, la historia de “Ricitos de oro” será muy significativa en el relato cinematográfico, tanto como la de “La gallina…”, pues Escarnio es el producto de estas polifonías: “Ricitos de oro” (que material y visualmente forma parte de las escenas) y “La gallina degollada” (relato en el cual está inspirada –y mucho- la transposición). Ambas lecturas serán integrales puesto que funcionan ficcional y discursivamente en el relato cinematográfico: el carácter fantástico del mundo de esta particular “Ricitos de Oro”, hizo que el abanico de irrealidad se extendiera, agrupando todas las imágenes que iban naciendo por el cambio de luces y de colores al que estamos inscriptos como espectadores a partir del momento en que el cuento-obsequio llega a manos de la niña; así como la parcialidad real que otorga un relato como “La gallina…” -que podemos leer como naturalista- propone un desvío de tal fantasía.
En la apuesta cinematográfica de Cerezo, asistimos a una lectura artística del cuento de Quiroga y del relato tradicional “Ricitos de oro”. Cerezo pone en consonancia a ambas obras colocándolas en el mismo ápice. El lenguaje visual desarrollado en Escarnio apuesta por un ámbito fantástico -con cierta pulsión realista- a través del uso de los mejores tintes tardorománticos, de la sistematización de una cámara móvil y del juego entre luces y contraluces, planos y contraplanos en la búsqueda y el encuentro de un tono notable.

Don Quijote y Sancho Panza hacen cine. Perdidos en La Mancha. Documental. Director: Keith Fulton, Louis Pepe. Reino Unido, 2002. Guión: Keith Fulton, Louis Pepe. Elenco: Terry Gilliam, Jean Rochefort, Johnny Depp, Vanessa Paradis. Por Diego Zavala: Doctor en Comunicación Social por la Universidad Pompeu Fabra. Docente del Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Occidente (ITESO). Este artículo fue publicado por primera vez en la revista Pliegosuelto (
www.pliegosuelto.es) de la Universidad de Barcelona.



Este documental, dirigido por Keith Fulton y Louis Pepe, nos brinda la rara oportunidad de transferir las personalidades de dos personajes monumentales de la literatura española y utilizarlos para cuestionar la forma de hacer cine. Lost in La Mancha es el detrás de cámaras de la filmación de una película que nunca se llegaría a terminar: Who killed don Quixote, del ex Monty Python, Terry Gilliam (Brazil, 12 monkeys).
El planteamiento del seguimiento del rodaje es simple: el director es visto por el resto del equipo de filmación, por los productores e inversores como un Don Quijote moderno que emprende la aventura de rodar una adaptación de la gran novela de Miguel de Cervantes. Es un genio, es un loco que ve el mundo como nadie más puede hacerlo. Diez años ha tardado en comenzar este proyecto que lo obsesionaba. La lucha por materializar esta obra literaria sobre el ingenioso hidalgo, en celuloide, se vuelve una batalla contra la complejidad de la filmación, contra las dificultades meteorológicas y la enfermedad de Jean Rochefort, actor que encarna al Quijote. “Los molinos de la realidad” rechazan el ataque del director que, aturdido y confuso por las calamidades que se suceden una tras otra durante el primer mes de trabajo, busca el consejo de Phil Patterson, su asistente de dirección – su Sancho Panza- . El fiel seguidor es, en esta película, quien finalmente determina que la filmación se debe suspender y toma el control de la situación. Rescata a Gilliam del desvarío y lo arranca del proceso creativo para devolverlo al mundo real. La genial locura llega a su fin, la sensatez de “Sancho”, libra a “Don Quijote” de una catástrofe mayor, previene la tragedia.
Éste no fue el mismo final de otro quijotesco director enamorado de la novela, y de la tierra de su creador; me refiero a Orson Welles, quien inició el rodaje de su versión del Quijote en 1957. El final de Welles sí sería trágico, moriría sin terminar su adaptación. Pero una vez más, “Sancho” saldría en defensa de su señor. En este caso me refiero a Jesús Franco, asistente de Welles, que en 1992 haría un montaje con el material que el director americano filmara. Algunos verían en este gesto una ofensa, un agravio a la memoria del genio creador del Ciudadano Kane; pero contemplado desde la importancia de continuar la obra de “Don Quijote”, me parece más que justificado el intento de dar vida a la historia inconclusa filmada por Welles.
Además, en términos del oficio del cineasta, esta recuperación del material cumple el deseo de todo director, que es que cada plano puesto en celuloide sea visto y criticado por un público. El montaje de Franco, intenta ser fiel a los bocetos e ideas que Welles dejó, pero su gran mérito es poner a nuestro alcance la visión, el mundo personal de un genio del cine vertido en la historia del Quijote.
La historia del cine, como dice Comolli, es “la historia de una batalla siempre abierta entre el campo del espectáculo y el de la escritura” (Jean-Louis Comolli (2002): Filmar para ver, Simurg, Buenos Aires, p. 272). En el caso de las adaptaciones fílmicas del Quijote, el espacio entre la escritura y su versión espectacular ha hecho sucumbir a más de un director. En un sentido, cualquier proyecto cinematográfico con tales ambiciones puede ser entendido como la lucha de un caballero contra los molinos-gigantes. Por encarnar el problema, una vez más en sus personajes, yo diría que la historia de una filmación, como Lost in La Mancha, es la batalla siempre abierta entre el genio creador del director y la sensatez de su ayudante. Don Quijote y Sancho Panza se necesitan mutuamente.

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