Publicación bimestral. ISSN Nº 1851-4855. Año 4 Número 19. Noviembre de 2010. Dedicado a la 25ª ed. Festival Internacional de Cine de Mar del Plata.
Las pasiones que arrastran, siempre. Blanco, blanco mundo (White, white world / Beli, beli svet). Dirección: Oleg Novkovic. Serbia-Alemania-Suecia, 2010. Guión: Milena Markovic. Elenco: Uliks Fehmiu, Hana Slimovic, Jasna Djuricic, Nebojsa Glogovac, Boris Isakovic. Por Ricardo Aiello: Guionista cinematográfico y televisivo. Docente especializado en Narrativa Audiovisual, Guión y Medios Audiovisuales. Director de TV, recibido en el ISER.
El director serbio Oleg Novkovic confesó que uno de los motivos que lo llevaron a realizar esta película fue la sensibilidad poética de su guionista Milena Markovic; el otro, fue la gente de Bor, la ciudad donde se sitúa la trama. Y asistimos ya desde los primeros minutos a un fresco de pasiones humanas, de personas que se ven arrastradas por el torbellino menos de la vida que de una próxima muerte. Son esos rostros desgastados que marcan que por esas vidas pasó de todo, indiferente incluso a la edad joven de muchos de los personajes.
Hay un pasado –individual y colectivo- (ese backstory que puede destacar tanto a toda trama) que empieza lentamente a aparecerse, como por una breve rendija de luz que se pone a iluminar cada recorrido individual: Ruzica, una de las protagonistas, sale de la cárcel y se enfrenta a un mundo que vemos no menos hostil, Rosa que se acerca a King y comienzan una complicidad de silencios y breves fugas de sexo tan apasionadas como a la vez vacías, etc.etc.
No es difícil advertir cómo este largometraje toca en clave moderna las cuerdas más arquetípicas de la tragedia griega (así me lo confesó su amable director Novkovic). Es que este guión de Markovic bien podría adjudicarse, en otro tiempo, a la tríada grande del gran drama humano helénico: Sófocles, Eurípides y Esquilo.
Los personajes –sensibles, apasionados pero a la vez temerosos- conocen bien a la vida que tanto los castigó y castiga; y aún con esa conciencia, parecen ceder a cada paso, en el debate que, día a día, les plantea la vida: la razón, la retirada, la prudencia o la acción, la pasión… el corazón, podríamos bien definir.
Pero hay también un pasado colectivo que se presenta tan sutil como sabiamente dosificado desde el diseño de la trama: la vida de esa ciudad de Bor, la dependencia laboral de las minas ya cerradas por la crisis que el capitalismo tardío también supo arrojar sobre los Balcanes. Este punto, quizás, fue el menos perceptible (extrañamente para mí, porque supuse que conocemos bien la pasada década neoliberal de los ’90) si me remito a las preguntas que (incluso críticos cinematográficos) formulaban al propio director de la película. A mí me quedó muy claro: no se puede entender lo particular si no se parte de un análisis general del contexto social (somos también lo que nos dejan ser). En este sentido, no es un dato menor el hecho de que, previo a esta ficción, el director y la guionista trabajaron en un documental sobre el mismo tema.
Aparecen amores no correspondidos, pasiones desatadas y descontroladas, adicciones que permiten al menos soportar la angustia existencial de una vida que no se abre, idas y vueltas de un destino que se vuelve cada vez más tirano. Y, aún con características bien contrapuestas, con todos esos seres se genera una empatía difícil de describir; es que acaso, sabemos, todos somos juguetes del sino, hojas para un viento existencial que nos mueve con siniestra indiferencia.
La dupla creativa Markovic-Novkovic ahonda aún más esa mirada en la tragedia griega, ese trabajo de extrapolación de sus elementos: la figura del coro aparece con una eficacia sobresaliente, porque de ningún modo hace devenir el relato en un musical, sino que se ajusta a la función natural de comentar la acción, de hacerla más visible poéticamente… y ese es un logro muy, pero muy pocas veces visto en la narrativa audiovisual actual.
La joven Rosa en su relación tempestuosa con King (quien fuera amante de la madre de Rosa, la citada Ruzica) nos expone –fiel a la tradición de la tragedia- el llamado Complejo de Electra (la contrapartida femenina del Edipo, propuesta por Jung a principios del siglo pasado). Es que pronto se sabrá cuál es el verdadero vínculo que une a esa bella joven con ese hombre ya maduro. Ruzica por supuesto lo sabe, y le arroja la verdad al rostro de King en una escena memorable, en la calle, en el desamparo, en el medio de una ceguera que ya avanza sobre el hombre de ese triángulo amoroso.
No se puede forzar el cierre de un pasado, lo sabemos. Los maestros de la poética griega, de la tragedia, comprendieron el alma humana como nadie y también lo supieron, y lo supieron exponer. Si bien esta película no parte de una adaptación, la referencia directa a la tragedia es digna de destacarse, no sólo desde los contenidos, sino también desde el aspecto formal y estructural. No es poco para un cine serbio que, lamentablemente, vemos tan poco.
Un japonés y su circunstancia. Símbolo (Symbol / Shinboru). Dirección: Hitoshi Matsumoto. Japón, 2009. Guión: Hitoshi Matsumoto, Mitsuyoshi Takasu. Elenco: Hitoshi Matsumoto, David Quintero, Luis Accinelli, Lillian Tapia, Adriana Fricke. Por Candelaria Barbeira: Profesora en Letras por la UNMdP.
La fauna cinéfila se dispone a ingresar a la sala. Si han sido aplicados, o en su defecto obsesivos de la información, además de leer la sinopsis, buscaron el trailer de la película en internet, reinventando el hábito ritual del festival de cine. Si no lo son, o simplemente les gusta sorprenderse con lo que les depara el destino -polémico e indiscutible programador, al igual que Martínez Suárez-, simplemente ocupan sus localidades. Unos y otros no pueden haber escapado al desconcierto cuando, esperando el film japonés de título ostentoso, encuentran un paisaje en tonos ocres y la escena doméstica de una familia mexicana, monja ruda y enmascarado de Lucha Libre incluidos.
En primer lugar, Symbol (Shinboru) genera desconcierto a partir de las dos historias paralelas, aparentemente inconexas, que plantea. Por un lado, un luchador mexicano venido a menos (David Quintero) que se prepara para un enfrentamiento, con la ilusión de su hijo en la tribuna. Por otro, un japonés con pijama a lunares (Hitoshi Matsumoto) se despierta encerrado en un recinto blanco y hermético. El hombre halla una saliente en la superficie homogénea; al presionarla, emergen desde la pared cientos de querubines que vuelven a ser absorbidos por los muros, dejando otras tantas salientes que resultan ser celestiales órganos masculinos. Descubre entonces que al presionar sobre ellos diversos objetos se materializan en el cuarto, desde un cepillo de dientes hasta un bonsai. Desde ese momento, esta línea narrativa se desenvuelve a partir de los intentos de utilizar esos objetos para poder salir de allí, adoptando el método de ensayo y error. A falta de parlamentos, la película se dirige al público en el idioma universal del humor, y éste se vuelve testigo de la voluntad frustrada de resolver esos mínimos pero cruciales desafíos a la razón.
La trama inicial se vuelve accesoria, y la ausencia de conexión entre ambas pierde importancia a la luz de la poética del absurdo que impregna la historia. A su vez, funciona como un descanso para el espectador: durante noventa minutos, Matsumoto sostiene un film que prescinde casi absolutamente de diálogos, desplegando sus dotes de comediante, con reminiscencias del cine mudo.
Symbol se estructura en tres etapas, “Aprendizaje”, “Aplicación” y “Futuro”.
"Aprendizaje” abarca dos terceras partes de la película, y consta, como ya dijimos, de la secuencia de acciones que desembocarán en el escape de la habitación. Si en un comienzo el proceder del protagonista funciona como metáfora de la vida del individuo (incluso el primer segmento presenta una suerte de epílogo con imágenes en blanco y negro, emulando el duelo por la infancia y adolescencia), el segundo apartado nos conduce a un plano que trasciende lo individual. El personaje ha trocado su pijama de aspecto infantil por otro más sobrio, el cabello y la barba han crecido, mientras descubre -o mejor dicho ignora- que una simple y azarosa elección, representada nuevamente por el repertorio de protuberancias de un recinto circular, repercute en otra dimensión de maneras inesperadas.
"Aprendizaje” abarca dos terceras partes de la película, y consta, como ya dijimos, de la secuencia de acciones que desembocarán en el escape de la habitación. Si en un comienzo el proceder del protagonista funciona como metáfora de la vida del individuo (incluso el primer segmento presenta una suerte de epílogo con imágenes en blanco y negro, emulando el duelo por la infancia y adolescencia), el segundo apartado nos conduce a un plano que trasciende lo individual. El personaje ha trocado su pijama de aspecto infantil por otro más sobrio, el cabello y la barba han crecido, mientras descubre -o mejor dicho ignora- que una simple y azarosa elección, representada nuevamente por el repertorio de protuberancias de un recinto circular, repercute en otra dimensión de maneras inesperadas.
Llegado este momento surge la coyuntura -sí, arbitraria; sí, gag efectista y efectivo- con la historia del ring de lucha libre, a la cual se suman otras escenas aleatorias. El itinerario que deparó Matsumoto para el héroe que él mismo encarna, se apoya en las fases del ciclo de la vida natural y social. Literalmente: nuestro sujeto escala falos en una palestra mística, mientras se proyectan imágenes que conjugan la existencia no sólo del ser humano, sino de la creación universal.
No es tarea de esta reseña develar el “Futuro”. Baste decir que en el balance final, los aciertos del director, guionista y actor protagónico pesan más que los desaciertos. Hitoshi Matsumoto, comediante de oficio en el ámbito de la televisión y radio japonesas, se inició en la dirección cinematográfica en 2007 con Daininpponjin (Big Man Japon), parodia del cine catástrofe y los trillados monstruos japoneses. A ésta, su segunda película, se la puede acusar de dilución de un humor que en cierto momento deviene predecible o el desarrollo argumental que se vuelve reiterativo. Sin embargo, Matsumoto logra crear una obra extraña, inclasificable desde toda perspectiva.
El público abandona la sala, con esa incómoda sensación voyeurista de espiar la reacción de los espectadores, como quien mira de reojo el diario ajeno, diría un poeta. “Típica película de festival”, se oye. Cada uno elige su propia aventura. Atípica, cómica y cósmica: Symbol.
Una perfecta y sólida ecuación. Almas mudas (Silent Souls / Ovsyanki). Dirección: Aleksei Fedorchenko. Rusia, 2010. Guión: Denis Osokín. Elenco: Igor Sergeyev, Yuri Tsurilo, Tuliya Aug, Ivan Tushin. Por Francisco Casadei: Estudiante de filosofía de la Universidad Nacional de Mar del Plata.
Silent Souls, el último largometraje del prodigioso director ruso Aleksei Fedorchenko, sobresalió en la vigésimo quinta edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, mereciendo el reconocimiento al mejor director y mejor guión.
En una remota y olvidada región de la ex Unión Soviética, Aist, un hombre solitario de mediana edad, empleado de una fábrica y escritor diletante inspirado por los versos de su difunto padre, atiende el ineludible y sincero pedido de su amigo Miron. Su esposa, Tanya, ha fallecido, por lo que se vuelve un imperativo consumar una ancestral costumbre merja para despedir su cuerpo. Aist y Miron emprenden un prolongado viaje acompañados por dos peculiares aves con la finalidad de cremar el cuerpo inerte de la joven e inocente Tanya. El periplo se compone en base a una suma y una acumulación de pequeñas peripecias, conversaciones esporádicas y discretas, confesiones imprevistas sobre intimidades conyugales, recuerdos iluminadores de la infancia y reflexiones internas sobre el tiempo, la muerte y sobre la necesidad de proteger una cultura que representa el ser esencial e íntimo de la identidad rusa y que, sin embargo, parece estar destinada a desaparecer.
La película representa un ejemplo magistral de destreza estética y de una economía austera de la voz. La voz en off de Aist acompaña la travesía, siempre como el correlato discursivo correctamente administrado que potencia y se complementa con la fuerza emotiva de las imágenes, marcando las contracciones y distensiones temporales y avanzando a través de silencios oportunos y reanudaciones tímidas hacia un desenlace que por ser melancólico e inesperado para los espectadores, no deja de ser deseable para los protagonistas.
La perfecta y sólida ecuación reflejada en los galardones otorgados (dirección hábil + guión impecable = obra superlativa) se traduce en un cálculo excesivo, casi asfixiante, que se apodera de la película. La fórmula infalible, siempre certera y deliberadamente buscada como receta artística ideal, descansa sobre cierto planeamiento obsesivo que amenaza el poder de evocación del simbolismo predominante del film. La cuidada exposición de imágenes sofisticadas y rebosantes de una belleza incontrovertible, la exploración escrupulosa de un universo cultural que debe ser reconocido como propio aunque permanezca en una alteridad inevitable, a su vez distante y cercana, y el lirismo mesurado de las indagaciones metafísicas, derivan en una densidad metafórica que atenta contra sí misma, debilitando y sofocando las alusiones, las interpretaciones posibles y la libertad narrativa.
El huidizo director francés Jean-Luc Godard iniciaba su ambicioso proyecto, Historia(s) del cine, con una insoslayable y firme prescripción: “no vayas a mostrar/ todos los aspectos de las cosas/ reserva para ti/ un margen/ de indefinición”. Silent Souls, al modo de una inaudita fenomenología poética que recorre la superficie insondable de las cosas, es decir, el único registro espiritual posible, no suprime ni agota los múltiples aspectos de las mismas y sin embargo, el aconsejable e indispensable “margen de indefinición” parece producirse a fuerza de una traición, de un desfase y de un deslizamiento subrepticio que se produce en el punto de una inadecuación entre los pilares sólidos e imperturbables de la obra y los efectos narrativos y estéticos de la misma. Todo ocurre involuntariamente como si un fallo imponderable e imprevisible de la ecuación provocase un desencadenamiento de momentos y zonas-secuencias que, por un lado, escapan al diseño analítico del guión y por otro lado, desobedecen los propósitos del director. Con el film sucede algo similar a lo que el crítico francés Serge Daney sostenía respecto de una de las obras icónicas del cine soviético: Stalker, de Andrei Tarkovski. Según Daney un film siempre puede propiciar lecturas disímiles ya que se coloca en el umbral abierto de una posible experiencia interpretativa. Sin embargo, hay un tipo de acercamiento que rehúsa de la interpretación y que por renegar de ésta, posibilita una captura alternativa de las cosas: “El espectador-escucha ve cosas que el espectador-intérprete ya no puede ver. El que acecha permanece en la superficie, porque no cree en el fondo.” Como contrapartida del tono existencial e introspectivo del film encontramos una incredulidad desencajada respecto de todo fondo inefable y espiritual, una especie de rara elaboración de un materialismo pagano que suspende todo enigma y que se deshace de cualquier suspenso metafísico.
Silent Souls es una obra original y bien construida que consolida y lleva a su punto de culminación ciertos preceptos estéticos y narrativos. Es un film obligado que evidencia las dotes cinematográficas incuestionables del director ruso y que no carece en absoluto de méritos reivindicables. Lo que resta respecto de la obra y el director es un interrogante que se cristaliza bajo la forma de una analogía arriesgada, de un paralelismo insospechado. Podemos atrevernos a preguntar, proveyéndonos de un margen de indefinición, sin esperar respuesta satisfactoria alguna, si finalmente la reflexión subjetiva de Aist sobre la necesidad de preservar los últimos vestigios de la cultura merja no es otra cosa que una metáfora personal sobre el futuro de una clase de cine del que Fedorchenko es el último exponente.
Cómo respirar literatura sin dejar de hacer cine. Historias de la locura ordinaria (Storie di ordinaria follia / Tales of ordinary madness). Dirección: Marco Ferreri. Basada en Erections, ejaculations, exhibitions and general tales of ordinary madness de Charles Bokowski. Italia-Francia, 1981. Guión: Sergio Amidei. Elenco: Ben Gazzara, Ornella Muti, Susan Tyrrell, Tanya Lopert, Roy Brocksmith, Katya Berger, Hope Cameron, Judith Drake, Patrick Hughes. Por Guillermo Colantonio. Profesor en Letras. Docente e investigador en Historia y Estética Cinematográfica.
Esta extraordinaria película de Marco Ferreri, lejos de obedecer a los mandatos sagrados de ciertas políticas de adaptación literaria basadas en una supuesta fidelidad, toma textos de Bukowski para eludir cualquier pretensión de biopic convencional y para transmitir, en todo caso, una atmósfera que materializa la obra del genial autor sin descuidar los medios de la expresión cinematográfica. En efecto, no hacen falta los nombres propios ni la abundancia de palabras para respirar escritura, para captar el sentido poético a través del desencanto productivo de este creador ambulante llamado Charles Serking (excelente Ben Gazzara) en medio de un mundo que se cae a pedazos pero que, paradójicamente, despierta vitalidad. Además, Ferreri logra ser fiel, en todo caso, a una poética sobre la literatura, tan cara a Bukowski como a su idea sobre el cine mismo. Y lo hace con imágenes antes que palabras. Dos escenas servirán como ejemplo de lo anterior.
Un comienzo antológico. Un festival de poesía y de canto. Serking recita frente a un auditorio burlón e incrédulo una sensacional exposición sobre el estilo en un escritor mientras toma de su botella de vino. Cuando termina, retrocede y se sienta en el escenario con otros “colegas artistas” hasta que comienza a escucharse la sufrida voz de un “hippie” anacrónico con su guitarra cantándole al “amor que hace libre al amor”. Serking se levanta y se va. Es suficiente. La secuencia (sin palabras) dice bastante sobre la idea de literatura que se tiene y que aparece reforzada por la propia noción de estilo pregonada unos minutos antes: es el estilo el que determina la validez de una obra y no su academicismo impostado. Por otra parte, la libertad no pasa por cantarle al amor, sino por sacar de las entrañas mismas de la realidad cotidiana la fuerza motriz de la experiencia poética. Es por ello que veremos a Serking deambular por una ciudad, Los Ángeles, que ya no es la fábrica de sueños de antaño, sino el resabio de una época dorada donde los artificios del estrellato han sido reemplazados por chulos, putas e indigentes que también son parte legítima de fantasías entretenidas. En este sentido, Cass, la prostituta interpretada por Ornella Muti, “ese ángel convertida en puta”, es la protagonista de otra idea de historia de amor que no puede concluir más que en la muerte. Aquí, la visión de Los Ángeles se filtra en la mirada que el propio director efectúa sobre el estado del cine americano en la incipiente década del ochenta a partir de esos cuartos sucios, paredones descascarados y calles desoladas, es decir, el lado oscuro de Hollywood o su cara luminosa.
La otra escena juega en el mismo sentido. Serking es solicitado desde Nueva York para trabajar profesionalmente en una especie de corporación capitalista cuyo fundamento es el confort para escribir. El primer día allí será el último: totalmente borracho camina por los pasillos de una sala compuesta por varios compartimentos donde diversos individuos teclean mecánicamente. Pese al colorido verde del ambiente y al aire puro, uno se da cuenta de que no hay vida allí. La reacción de Serking es lógica: se sienta, saca sus papeles abollados, toma un sorbo de cerveza y arroja la lata contra sus colegas.
La fuerza que transmite la secuencia echa por tierra la idea de la profesionalización del escritor, a la manera de un autómata o un oficinista. El protagonista elegirá huir de ese mundo para internarse una vez más en la autenticidad de los locos urbanos, del sexo con mujeres gordas, carnales (una ofrenda de Ferreri al ideal renacentista del cuerpo), lejos de la hipocresía del mercado. En otro momento, Cass le preguntará si está trabajando mientras escribe, a lo que Serking responderá: “¿Trabajar? Yo nunca trabajo.”
Lo interesante es que, más allá de la conexión con la literatura de Bukowski, Ferreri introduce sus propias ideas sobre un modelo de espectador, a saber, activo y crítico, capaz también de arrojar algo por la cabeza a quien sea parte cómplice de un mundo que ha generado con sus corporaciones la alienación urbana, la soledad y la insatisfacción. Nada mejor, entonces, que recuperar de la literatura y festejar con el cine una moral perturbadora del “buen gusto” a través de la celebración de la carne y del exceso como una potencia crítica del salvaje capitalismo. En este punto, la figura de Serking (Bukowski) se puede relacionar con la de Burroughs cuya moral es la de un adicto lúcido. Ambos autores ven derrumbarse a individuos controlados por el mercado y a ello le contraponen una vida intensa, de escritura explosiva. Lo mismo puede decirse de la filmografía del propio Ferreri con sus comilonas, rituales excéntricos y personajes al límite.
Una historia simple. Asesinato esencial (Essential killing). Dirección: Jerzy Skolimowski. Polonia-Noruega-Irlanda-Hungría. Guión: Ewa Piaskuwka, Jerzy Skolimowski. Elenco: Vincent Gallo, Emmanuelle Seigner, Nicolai Cleve Broch, Stig Frode Henriksen, David L. Price, Phillip Goss, Lars Markus Verpeide Bakke, Klaudia Kaca, Robert Mazurkiewicz, Dariusz Juzyszyn. Por Darío Lavia: Webmaster de http://www.cinefania.com, Lic. en comercio internacional.
La historia no podría ser más simple. Un soldado talibán (Vincent Gallo) vuela a tres americanos con un misil y es capturado por las tropas americanas, interrogado, torturado y extraditado con esos típicos overoles anaranjados que caraterizan a los reclusos de, por ejemplo, Guantánamo. El camión que lo transporta por alguna comarca polaca cae en la nieve - al mejor estilo The fugitive (El Fugitivo, 1993) - y nuestro protagonista inicia su desesperada huida. El relato nos refiere las peripecias - a veces desventuradas - del talibán que mata a sangre fría, huye en camiones o a pie por el bosque, es perseguido por soldados y perros y hasta ingiere, llevado por el hambre, unas moras que le hacen alucinar. En un momento culminante avanza pistola en mano y, en pos de alimentarse, se le prende del pecho a una madre que amamanta a su bebé. Una sordomuda (Emmanuelle Seigner) es la única que le presta ayuda.
La trama en sí parece importar menos que los hechos narrados en aparente tono de denuncia. Inteligentemente el realizador balancea las violaciones a los derechos humanos de los militares americanos en el Golfo Pérsico con las salvajes agresiones no a los derechos sino directamente a la vida por parte de quienes pretenden estar llevando a cabo la voluntad de Alá en la Tierra. De esta manera el film no adopta ni la postura políticamente correcta de justificar los motivos del perseguido ni la reaccionaria de demonizarlo.
La solvencia visual y musical está algo desbalanceada con respecto al potencial narrativo, el cual se resiente con la ausencia de un perseguidor que pudiera ser justo equivalente del fugitivo o bien algunos sucesos no muy convincentes; bueno, en la vida real tampoco está todo sustentado por una lógica firme que no sea la de la vida y la muerte. En varios momentos la pantalla nos muestra escenas oníricas con una figura femenina que, suponemos, parecería una esposa del talibán pero que, la trama nunca lo aclara, podría llegar a ser una "huriyah", es decir, esas vírgenes de cejas negras que aguardan la muerte del guerrero fiel para colmarlos de placeres milenarios. La diferencia no sería menor (la esposa retrotraería al pasado, la hurí a la inminencia del Paraíso) y la ambigüedad de este y otros detalles será interpretada positivamente por aquellos espectadores que primen formas sobre contenidos.
La pocas líneas de diálogo permiten que Vincent Gallo ensaye un elocuente arsenal expresivo entre el pánico, el dolor y la inanición que le permite ser admitido en el panteón de grandes actores agonizantes del cine - nos viene a la mente James Mason en Odd man out (Larga es la Noche, 1947) -, con lo cual ratifica unas dotes actorales a la altura de cualquier desafío y, quien sabe, más allá también.
Paz, Prosperidad y Trabajo. Las tierras blancas (White Lands). Dirección: Hugo del Carril. Basada en la novela El río oscuro de Alfredo Varela. Argentina, 1959. Guión: Eduardo Borrás. Elenco: Hugo del Carril, Ricardo Trigo, Armanda Silva, Nora Palmer, Carlos Oliveri. Por Darío Lavia.
Hugo del Carril, cantor del pueblo, peronista y uno de los grandes actores y directores de cine argentino, emprende un interesante desafío: rodar un film de testimonio social ateniéndose a las agobiantes limitaciones políticas del momento. La trama está ambientada en el riñón de la provincia de Santiago del Estero denominada "Tierras Blancas" por la imposibilidad de sembrar nada cosechable. La pobreza del suelo es paliada con algo de pesca, eventuales changas, el contrabando y la breve bonanza que implica el proselitismo de un tal "Partido de la Tradición Nacional" que ofrece "Paz, Prosperidad y Trabajo".
El protagonista es un paisano (Ricardo Trigo) que, con su esposa e hijo (Amanda Silva y Carlitos Olivieri), ocupa un ranchito abandonado y, para mantener a los suyos, debe prestarse a hacer "changas" para Soriano, un contrabandista de cuidado. Tras comprobar que nada podrá sacar de la tierra, la dependencia de Soriano lo deprime y cae en el trago. Un buen día llega el Natalio (Hugo), propietario del ranchito, que ha purgado dos años en prisión luego de ser inculpado por Artaza, un puntero político.
Antes del desenlace - durante una kermesse patrocinada por el Partido - el film nos ofrece el retrato de la pobreza más extrema. Hay una crecida del río y la posterior evacuación supervisada por una unidad del Ejército; la mujer del Natalio, Angelina (Nora Palmer), ha tenido que prostituirse para mantener a su bebé; el niño (Olivieri), que ayuda al pescador, establece un lazo de admiración y afecto con el Natalio; el mundo de los niños como reflejo positivo del de los adultos; la manipulación de los peones, a quienes se les promete mucho pero los políticos pasan y los pobres siguen igual de pobres (o más); el trabajo golondrina; el hambre; la denuncia social.
El film ha sido restaurado y se ve en su original y glorioso blanco y negro, lo que nos permite apreciar el impresionante trabajo de cámara de Américo Hoss y operación de Aníbal Di Salvo, la digna adaptación y diálogos del dramaturgo Eduardo Borrás sobre la novela de Juan José Manauta (que interpreta el personaje del maestro de escuela y tiene ocasión de brindar un idealista discurso en una escena de pulpería) así como la integración perfecta del drama humano con el hostil, agresivo, infernal escenario natural.
Una mirada hacia los márgenes. Todos vosotros sois capitanes (Todos vós sodes capitáns / You all are captains). Dirección: Oliver Laxe. España, 2010. Guión: Oliver Laxe. Elenco: Shakib Ben Omar, Nabil Dourgal, Mohamed Bablouh, Said Targhzaoui, Asharaf Dourgal. Por Rodrigo Montenegro: Profesor en Letras por la Universidad Nacional de Mar del Plata.
La literatura ha conseguido hace tiempo la configuración de géneros híbridos, limítrofes entre la realidad y la ficción. La nomenclatura que la crítica adopto (no demasiado original, pero sí efectiva) es la no – ficción. Hace al menos unos cuarenta años, la narrativa ha arrojado cuerpos extraños que se posicionan en ese “entre”, contagiados de la búsqueda periodística por la veracidad. Ahora bien, en el cine la no – ficción es un hallazgo un tanto más complejo. En primer lugar, porque la cinematografía construye sus artefactos semióticos a partir de una materialidad altamente más representativa que la letra. Por ende, lograr la dualidad que genera un texto de no – ficción resulta al menos problemática. Una respuesta a este interrogante la dieron los llamados falsos documentales; sin embargo la opera prima de Oliver Laxe propone un viaje completamente diferente y original.
En Todos vós sodes capitáns la imagen en blanco y negro recorre la “realidad” marginal de un grupo de niños marroquíes involucrados en un taller de cine. El acercamiento hacia lo documental radica en una experiencia que se presenta como disparador referencial. En este contexto, el mismo Laxe se hace presente en el film como coordinador de dicho taller. Desde este inicio, la “realidad” se introduce en la pantalla; pero muy rápidamente, los márgenes de la ficción y lo real empiezan a desdibujarse.
Escenas duplicadas, perspectivismo cinematográfico, repetición y diferencia de sentidos, puntos de vista, todas estrategias que rompen la linealidad del relato y van dejando de lado los modos tradicionales de narración.
El film se propone contar una historia mostrando como la historia se hace a sí misma. La cámara pasa del director a los actores, en este caso, los niños que participan del taller, quienes desestructuran la convención maestro-aprendiz, mirando con ojos algo extrañados los porqués que arrojan a un europeo en una indagación de corte social. Sin embargo, la densidad del film no se encuentra en la problematización sociológica con la que el realizador se acerca a “lo real”, sino en la mirada que construye para capturarlo. Finalmente, Laxe decide desaparecer del film para dejar que las imágenes hablen por sí solas desde su lirismo.
Evidentemente, la película transita un camino sinuoso, ni totalmente ficción ni totalmente documental. Entonces, en ese trayecto indefinible de transformación creativa la naturaleza misma del film se hace problemática, híbrida, un objeto extraño.
La necesidad de crear nuevas formas de expresión no siempre aparece como un imperativo; sin embargo, este no es el caso de Todos vós sodes capitáns. Cabría pensar que el film desarticula los pilares básicos de toda narración cinematográfica; no hay un adentro y un afuera completamente definibles, y por ello, el director puede entrar y salir de la imagen sin mayores inconvenientes. Estos procedimientos generan, en algunos casos (es decir, en algunos espectadores), una incertidumbre intolerable. Pero una vez que se deja de leer a través del ojo binario, abandonados los pre – juicios a cerca de lo que debe ser institucionalmente una película, los signos adquieren un sentido diferente. La clave está en leer como la no – ficción, es al mismo tiempo un vehículo poético y político. La lentitud morosa de una cámara que recorre las calles de Tánger puede justificarse como un hecho poético intransitivo, al tiempo que denuncia la indiferencia de la sociedad europea (representada por un turismo superficial) hacia sus vecinos del sur. Por ello, una vez que el desdoblamiento queda establecido y la materialidad del film es puesta en evidencia, los niños de Marruecos toman el protagonismo de su propia historia. Marginales o no, poco importa, ya que el film deja en claro que la perspectiva constituye el primer posicionamiento en la construcción de una idea, ya sea artística, social o política.
Y después de todo, está el juego. Los niños actores se arrojan a una experiencia que los convierte en participes de un hecho extraño: actuar es jugar. Por lo cual, la mirada del espectador debe torcerse una vez más; nada es lo que parece (no hay actores en esta película, al menos en el sentido estricto y tradicional del término). Cuando el ojo que captura la imagen se preocupa por plasmar en una fotografía lírica los aconteceres de un mundo dejado de lado, se hace necesario cambiar el modo de percibir. Transitar las fronteras del mundo y del arte no siempre consigue una amplia aceptación, aunque sin duda generan nuevas formas de mirar e intentar capturar “lo real”.
Road movie conservadora. Somewhere, en un rincón del corazón (Somewhere). Dirección: Sofia Coppola. EE UU, 2010. Guión: Sofia Coppola Intérpretes: Stephen Dorff, Elle Fanning, Benicio del Toro, Michelle Monaghan, Laura Ramsey, Robert Schwartzman, Caitlin Keats, Chris Pontius. Por Julio Neveleff: Bibliotecario. Escritor. Gestor cultural. Actualmente asesor cultural de OSDE Filial Mar del Plata.
Somewhere comienza con una secuencia (que parece durar una eternidad) de una Ferrari negra dando rodeos en medio de un paisaje desértico. Excelente metáfora de la totalidad de la película. Es más, en el cóctel de apertura del 25º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, que se abrió con este film, algún trasnochado sugirió que no valió la pena proyectarlo todo. Con esos minutos hubiera sido suficiente.
Johnny Marco es una estrella de cine, divorciado, que vive en el hotel Chateau Marmont de Los Ángeles. Su vida, absolutamente vacía, pasa de las sesiones con prostitutas a fugaces encuentros con mujeres que se le entregan a la primera mirada, de las drogas a poner el cuerpo en ridículas entregas de premios en el extranjero. Cuando inesperadamente deba compartir unas semanas con su hija de once años, su mundo temblará, aunque no lo suficiente como para cambiar el rumbo. Hacia el final de la película Johnny llorará amargamente por su vida sin sentido, pero la catarsis no provocará cambio alguno, y regresará a su Ferrari y al desierto.
Sofía Coppola aborda la trastienda del espectáculo sin apartarse de la tradición hollywoodense: la mirada debe ser crítica y ácida, destacando la soledad de las estrellas y su vacío existencial. Digamos que, desde Billy Wilder a esta parte, no se ha dicho mucho novedoso sobre el tema. Cambian los estilos y los permisos de cada época, pero el show bussines parece ser resistente al cambio y un sagaz aprovechador de la autocrítica. La directora muestra un mundo que conoce desde pequeña con solidez narrativa, dándole al film el tono adecuado para reflejar el hastío, acentuando el aspecto personal y evitando los juicios acerca del negocio del entretenimiento. Sólo se permite una mirada paródica al mostrarnos la entrega de premios en Italia, en un segmento de indudable influencia fellinesca, aunque fuera de tono con relación al conjunto. Pero su mirada general es concentrada, abúlica como el protagonista. Coherentemente, el clima cambia un poco con las apariciones de Cleo, la hija de Johnny, interpretada por Elle Fanning, hermana menor de Dakota ídem. (Nota: habría que felicitar a los Fanning por haber incentivado el talento actoral de sus niñas. En manos de buenos directores son insuperables.)
Hay algunos lejanos ecos de Jack Kerouac en la trama: desenfreno en la velocidad, sexo, drogas, rock and roll en vez de jazz, pero siempre ese espíritu de ir detrás de algo que se nos escabulle. Pero si en su novela más conocida, En el camino, la búsqueda tenía un sentido liberador y efectivamente catártico, marcando un cambio de época y de paradigmas, en Somewhere la carrera es un ir a ninguna parte que tendría más sentido (como pintura de una época o de una situación) si se hubiera evitado el llanto del protagonista. Cuando Johnny Marco llora su desesperanza, muestra que lleva algo adentro, invalidando la nada y el vacío de su vida. Se muestra repentinamente humano y, no sólo eso, vemos en él a un padre arrepentido, en un giro digno del Hollywood de hace 60 años. La matriz italiana, melodramática, se hace presente en el film. No es casual que, entre los proyectos en desarrollo producidos por Francis Ford Coppola se encuentre una adaptación de En el camino dirigida por Walter Salles. Tal vez Sofía haya pescado, entre los ravioles de algún almuerzo dominguero, algunas claves del proyecto y se haya decidido a hacer su ejercicio fílmico, su variación del tema. La tentación del psicologismo barato está al alcance de la mano y preferimos evitarla, pero hay tantos indicios autobiográficos en la relación padre-hija que muestra el film que bien merecería una mirada en este sentido.
En general, Somewhere es un film correcto, prolijo y absolutamente predecible. Un ejercicio de escuela de cine bien producido (según los créditos, papá Coppola anduvo por ahí) que, de llevar otra firma o haber sido filmado en la Argentina, sólo se hubiera exhibido en los Espacios INCAA.
Aballay o amargo de caña. Aballay, el hombre sin miedo (Aballay, the man without fear). Dirección: Fernando Spiner. Basado en el cuento “Aballay” de Antonio Di Benedetto. Argentina, 2010. Guión: Fernando Spiner, Javier Diment, Santiago Hadida. Elenco: Pablo Cedrón, Nazareno Casero, Claudio Rissi, Moro Anghileri, Horacio Fontova, Luis Ziembrowski, Gabriel Goyti. Por Martín I. Pérez Calarco CONICET/UNMdP.
Antonio Di Benedetto escribió el cuento “Aballay” en algún momento de su cautiverio entre marzo de 1976 y septiembre de 1977; Absurdos, el libro que lo contiene, se editó en 1978, en España, con el autor ya exiliado. La historia que cuenta Di Benedetto es la del propio Aballay, un gaucho que tras el sermón de un cura sobre los estilitas decide imponerse una penitencia para expiar la culpa por una muerte que debía. Los estilitas -escucha decir al cura- se instalaban indefinidamente en el extremo de una columna; él, que no sabe de columnas en mitad de la llanura, decide que su pedestal serán sus caballos. Pasan los años y se forja el mito de un gaucho que no desmonta jamás, así adquiere estatuto popular de santo bajo el mote de “el pobre”. El móvil de su arrepentimiento es el haber visto, en los ojos del hijo del hombre que había asesinado, lo atroz de su crimen. Por detrás, invisible y tácito, se va tejiendo el motivo de la venganza.
Fernando Spiner transpone fielmente el cuento de Di Benedetto, pero no se queda ahí. Pone en pie de igualdad la jerarquía narrativa de las dos historias, la conversión de Aballay en “el pobre” y la búsqueda del asesino de su padre que aquel niño emprende, “hecho hombre”, diez años después. Este acierto es lo que le permite a Spiner filmar el “western gaucho” a la par del drama introspectivo. Ese doblez de la trama le imprime al film un contrapunto entre dos estéticas; por los intersticios del corte naturalista que signa la historia de la “búsqueda” irrumpe el aura mítica que rodea a Aballay, el acercamiento de las dos historias hasta su convergencia se traduce como el pasaje de Aballay de una estética a la otra.
Spiner vuelve, en parte, al motor narrativo de cierta literatura latinoamericana de principios del siglo XX, en la que un hombre de la ciudad llega a un inculto universo de barbarie con una misión civilizatoria; esa es una mitad de la película. La otra es la que empareja al “porteñito” con el gaucho en su deuda de muerte y en su mandato de venganza.
La construcción narrativa de aquello que Di Benedetto deja fuera del cuento da lugar, en la película de Spiner, a la creación de una serie de personajes fundamentales (cuyas singularidades verbales evocan la voluntad poética de Di Benedetto de crear una lengua escrita capaz de un efecto contundente de oralidad). “El muerto”, encarnado por Claudio Rissi, nos plantea una crisis en los planos narrativos, como si él fuese el protagonista de la película mientras que Julián (Nazareno Casero) y Aballay (Pablo Cedrón) son los protagonistas de la historia. Otro caso es el de Juana/el Negro (Moro Anghileri) cuyo rol, a más de posibilitar una dosis de historia de amor en medio de los tiros y puñaladas, retoma una (in)versión del viejo motivo literario de “la cautiva” que Borges inaugurara con el cuento “La intrusa”; ya no son indios sino gauchos los captores.
Sobre la historia silenciada por Di Benedetto la película propicia otro hallazgo, el funcionamiento de la banda de gauchos salteadores de caminos que lidera Aballay. Cuando, por fin, uno de los bandidos a su mando, “el muerto”, le hace frente ante la vista de todos, ninguno salta para defender al jefe. No los une la lealtad sino la opresión. Con el tiempo, “el muerto” llega a juez de paz, es el gaucho más poderoso de la región; alcanza con asistir a la escena en que Julián decide enfrentarlo para justificar la película.
Territorialmente, Aballay se define por filiación de género. Antes que el “vértigo horizontal” de la pampa bárbara de la tradición gauchesca, lo que domina es un paisaje montañoso filmado casi como los riscos propios de los westerns. A pesar de la atmósfera decimonónica, la historia se supone posterior a la conquista del desierto, el indio ya ha sido abolido. De las peripecias de Aballay que Di Benedetto nos ofrecía, hay una que en el film extrañamos particularmente por cómica, simbólica y sustancial, el pasaje en que un grupo de indios le ofrece pescado y lo incita a bajar: “Uno lo observa de reojo, prolijamente en todos los instantes. Deduce que no es que el blanco no quiera, sino que no puede despegarse de los lomos del animal, y traslada a su clan esta preocupada conclusión: "hombre – caballo"”. Como contrapropuesta, el rodaje en Amaicha del Valle propició no sólo la incorporación de miembros de la comunidad aborigen local para personajes menores sino la convivencia y el intercambio necesario que ésta implica. Un poco más allá de la belleza y el despliegue de colores, este detalle cobra otro fulgor como actualización de un conflicto fundacional, la propiedad de la tierra (fuera de la ficción y con la fuerza de una paradoja, la comunidad Amaicha apela, como título de propiedad, a una “Cédula Real” de 1716 que les adjudica la tierra en que viven).
Con Aballay, Spiner se inscribe (junto a Demare, Fregonese, Torre Nillson, Favio, Solanas, entre otros) en la extensa tradición cinematográfica gauchesca. A contramano del neo-revisionismo incipiente de estos días, el director de Adiós querida Luna asume un ímpetu narrativo de doble linaje en el que a la vez que revisita elementos populares próximos a los que desarrollara Favio (lo mítico-religioso) plantea como héroe un gaucho excepcional cuya ética secreta lo encamina a la muerte; hay incluso un instante en el que Aballay y Julián parecen Fierro y Cruz, y uno más, poco después, en el que uno se convierte en el otro.
Resta decir que el premio del público del XXV Festival de Cine de Mar del Plata fue para Aballay o -lo que es lo mismo- que, en una sucesión indefinida de variaciones, el primer género no colonial de la patria irrumpe cada tanto en el presente como una vigencia decimonónica.
Cómo no filmar una película iraní: entrevista a Fernando Spiner.
En el marco del 25º Festival de Cine Internacional de Mar del Plata, Víctor Conenna y Martín Pérez Calarco entrevistaron a Fernando Spiner en el día de la premier mundial de Aballay, el hombre sin miedo, para Letraceluloide.
MPC. Pensando en La sonámbula y Adiós querida Luna ¿Hay alguna razón particular por la cual vos partís de una obra literaria o te da lo mismo trabajar con un guión original?
FS. Mirá, después de haber hecho varias películas adaptadas de obras literarias y varias pelis con guiones originales, me parece que siempre es mejor tener una obra literaria. Hay algo de esa obra, de ese cuento, de esa novela que te impactó, que es el corazón de ese cuento y que te instala. Es decir, es un lugar concreto a partir del cual trabajar, ya hay un mundo construido o por lo menos una chispa de ese mundo que podés tomar. Es interesante pensar ¿por qué a una persona un cuento le sugiere hacer una película? Porque viste que la gente muchas veces a mi me dice “Ah, leí tal cosa que es muy cinematográfica”. Y a veces es cierto y me pregunto qué será eso (risas), que será lo que hace que cada uno vea cine en la literatura. Yo creo que igual todas las novelas o cuentos, cuando son buenos, son una película que vemos.
VC. ¿Cuál es la principal dificultad que tenés al trasladar material literario al lenguaje fílmico?
FS.Y, despegarse es lo más difícil. Despegarse realmente y asumir que estás construyendo una cosa distinta, que no tiene nada que ver, que la novela o el cuento es eso y que eso ya está, y hay que ver cómo te impactó, cómo te rebota y asumir que es un rebote y ponerse a laburar y probar por acá y probar por allá hasta encontrar.
MPC. En el caso de Aballay, dijiste hoy, en la conferencia posterior al estreno, que hace veinte años que querés hacer esa película; o sea, la descubriste una historia muy cinematográfica.
FS. Es que, sinceramente, podría elucubrar, no tengo certeza pero me impactó. Me impactó y es cierto que la gente que se dedica al cine, sin duda, debe leer algo y decir “Mirá esto, es interesante, con esto se puede hacer algo” y a mí me pasa. Justo me acordaba de este escritor uruguayo de ciencia ficción, Mario Lebrero, hay una nouvelle de él que se llama El lugar, que yo la leí en la revista Mutantia y dije “Esto es muy interesante para llevar al cine” y finalmente no se dio. Pero eso pasó también con otros textos, sin embargo “Aballay” resistió el tiempo.
MPC. ¿Generaba una suerte de obstinación?
FS. Muy parecida a la del protagonista (risas).
MPC. Respecto del cuento de di Benedetto, puntualmente, vos titulás la película Aballay, y sin embargo vemos que hay una zona muy amplia que responde a una creación afuera del cuento que es la historia, digamos, del vengador o sea del “porteñito hediondo” según “el muerto”. ¿Eso surge de una necesidad narrativa, de la necesidad de marcar otra cosa? ¿El cuento no te alcanzaba simplemente?
FS. Pienso que eso surge de la decisión de qué película decido hacer, porque el cuento podría ser otro tipo de película, no un western. Podría ser una película más intimista y lograr ir más al corazón de la subjetividad del protagonista, así es el cuento: porque en el cuento están esos sueños que el tiene, con esos mártires de la antigüedad con los que él compite de alguna manera. Yo estuve tentado de hacer eso, antes; si lo hubiera hecho antes hubiera hecho eso, un poco fascinado por ese tipo de cine en el cual hay grandes obras y en el cual también hay muchas películas que no logran esa profundidad y terminan siendo simplemente aburridas. Además es muy difícil de lograr, detenerse con un personaje que decide no bajarse nunca de un caballo a ver cómo es esa vida. Como es en el cuento. Al no accionar más el tipo, en la película se acabaron los hechos. Bueno, entonces, ese punto fue un punto sobre el cual reflexioné durante un período largo, una reflexión larga entender todo eso. Y cuando decidimos hacer un western, justamente, lo que decidimos fue: vamos a hacer una película épica, una película de aventuras, una película que tenga acción y, además, eso tiene que ver con nuestra historia, con este mundo en el que transcurre esa historia, y eso lo hace más interesante. Y, entonces, ¿dónde empezamos a buscar? En el mismo cuento. Y ahí está el vengador, y el vengador es un tópico del western. Y era muy interesante llegar con la idea del vengador que está buscando al peor asesino que vio en su vida, el que marcó su vida para siempre y descubrir que él también marcó la vida de ese para siempre y que ese que él recuerda como un asesino ahora por el malentendido popular es un santo y a eso le agrega un elemento muy interesante y estás haciendo un western encima, porque eso lo hace más original y está bueno. Entonces estaba en el cuento de Di Benedetto, es ese mismo chico. Entonces, digamos, el cuento de Di Benedetto es el primer acto, todo el segundo acto ese recorrido del pibe, y el tercer acto es de nuevo el cuento de Di Benedetto, el remate, el duelo final. Sólo que además la posibilidad de llegar con el pibe permitía que se encontraran antes del duelo y que entablaran un vínculo que queda en la misma línea del que establecieron como víctima y victimario pero también padre e hijo, porque su padre se muere, y también es un vínculo revelatorio para Aballay y va a serlo para él porque va a encontrarse con un tipo que él vio matar a su padre y después vio cómo es un sacrificio y un arrepentimiento, de manera evidente, entonces todo eso le daba otro ingrediente, y esa idea de que tuvieran un vínculo ellos le daba mucha más potencia rumbo al final. Fueron decisiones que pensamos que eran a favor de la película, que la hacían también más popular, distinta de la película que no hice, la otra, la que podríamos llamar una película iraní, para llamarla de algún modo.
FS. Esa otra película es una película alejada de lo popular porque, y además era una oportunidad de hacer una película de género y hacer un western que desde chiquito siempre escucho que acá lo que hay que hacer es un western, un western de gaucho.
MPC. Ahora que dijiste las tres palabras, western, épica y gaucho, te lo pregunto: hoy decías que uno de los marcos de la película es el western y que el otro sería una gauchesca ¿podrías referir mínimamente en qué estás pensando cuando decís una gauchesca?
FS. Bueno, me refiero a toda la dramaturgia que hay de gauchesca en la Argentina y a la literatura, la gauchesca, el Martín Fierro, para empezar.
MPC. Hoy, en la conferencia de prensa, respecto del cine gauchesco nombrabas a Demare, Favio y Fregonese, no nombraste a Torre Nilsson, no sé si fue un olvido casual o….
FS. No, no lo nombré porque él no hizo tanto este género, el hizo un género de estilo más intimista, no recuerdo, El santo de la espada, pero es una película más bien histórica….
MPC. Martín Fierro.
FS. El Martín Fierro, el Martín Fierro está buena, me arrepiento de no haberlo nombrado (risas). No lo nombré por no cometer el error, porque no estaba viendo la película de Torre Nilsson como western gauchesco y también me comí a muchos porque no soy un conocedor a fondo del género.
MPC. De hecho, creo que en Aballay hay una mayor cercanía al universo de Favio que al de Torre Nilsson, tu película tiene esa apelación a lo religioso que es de orden mítico y marcadamente popular.
FS. Absolutamente, eso es Favio.
MPC. Hay un fuerte vínculo entre el género gauchesco y el acontecer histórico-político argentino; vos le das algún valor particular al hecho de haber filmado una película de este género en este contexto, en este momento histórico particular o es simplemente un programa personal.
FS. Creo que es un contexto favorable, eso es azaroso, yo la película la hice cuando pude, yo gané un premio y me puse a hacerla en ese momento, pero el contexto es favorable porque hay... es un momento de revalorización de lo nuestro, digamos, para resumirlo de alguna manera, y de apertura a diversidad de cosas, entonces algo diferente es posiblemente mejor recibido, pero en el cine hay mucho de azar…
MPC. Acerca del grupo de actores que tenés a tu disposición en la película, comentábamos con Víctor que uno de los grandes aportes es esta dupla de personajes añadidos al cuento que son “el muerto” (Claudio Rissi) y “El negro/Juana” (Moro Anghileri).
FS. Sí totalmente
MPC. Te cambiaron en algo el planteo original de la película, en cuanto actores, o simplemente se sometieron a tus leyes de dirección.
FS. Mirá, yo tengo un modo de trabajo muy reflexivo, participativo y cuando convoco, convoco a alguien con todo su mundo, con todo lo que tiene. Yo soy quien toma las decisiones finales, por lo tanto, por qué abortar cualquier propuesta, para eso tenemos el tiempo previo para hacerlo, para eso hay que trabajar, trabajar es eso, hacer un análisis del texto, y cada uno aportar y yo escuchar, y después, en el tiempo, ir tomando mis decisiones, por lo tanto mi relación con los actores en general es muy buena y siempre están dispuestos y siempre están aportando, están proponiendo y están aceptando, así que en ese sentido está bueno. Respecto de los personajes, concuerdo con lo que decís, que son dos personajes muy buenos en la película, creo que tiene que ver con dos cosas, primero que el personaje del “muerto” en el planteo western viene a ocupar el lugar del mal sin el cual no se puede construir un western. Porque Aballay no lo ocupa, Aballay ocupa el lugar mítico y Julián es como un Aballay invertido, entonces acá está el mal encarnado y el triángulo que arman con Juana lo potencia como ser detestable, y además es el nacimiento de los caudillos.
MPC. Cambiando un poco el eje de la conversación. ¿Hay alguna diferencia en cuanto al presupuesto con el que contaste para hacer Aballay en comparación con el presupuesto del que disponías para La sonámbula y Adiós querida Luna?
FS. Adiós querida Luna es una película que hice sin nada de dinero. La iba a hacer bien pero como pudiera, me empeciné en hacerla cuando el país se caía a pedazos, en el 2001; y bueno, a la gente le dije: “miren, si se copan, el que se copa se queda y el que no se copa está todo bien pero sinceramente no tengo plata para pagar y la voy a hacer”; y todos se quedaron y nadie cobró un peso, me costó cincuenta mil pesos. En cambio ésta es una película que es grande. La otra era chica, la otra era “yo me animo a hacer una película, a puro coraje, en un estudio con cuatro actores que está basada en una obra de teatro y, productivamente, era algo que yo podía contener”. Ésta es una película grande que había que hacer con la mitad de los recursos necesarios, por lo tanto había que poner en práctica una logística y había que trabajar mucho antes, llegar muy claro, con las cosas muy claras, lo cual siempre es muy difícil y no lo lográs nunca. En ese sentido también, trabajamos con dos cámaras, teníamos una doble unidad, el director asistente que además fue guionista. De pronto él se iba a hacer una toma de algo que había quedado colgado, yo hacía los primeros planos principales de una escena y me iba con los actores a hacer otra cosa y él se quedaba ahí con otro equipo terminando los planos detalle o hacía él una escena al mismo tiempo que yo hacía otra. O muchas veces trabajábamos con doble cámara en la escena que dirigía yo y él venía a asistir. Había que encontrar la vuelta y, bueno, la encontramos, pero teníamos dos millones de pesos. Para hacer una película, de base, igual no es mucho dinero eso. Una película industrial argentina no se hace con menos de cinco, una película de Piñeyro o El secreto de sus ojos es una película de seis, siete millones de pesos, pero bueno, teníamos eso, que no era poco, y nos teníamos que animar a hacer una película grande. De otro modo, si tenés trescientos mil pesos no podés hacer esa película, tenés que tomar otro camino, tenés que replantearte todo, decir bueno, espero hasta encontrar lo que me falta, por eso es tan difícil hacer una película.
MPC. En el conjunto de tu obra, dada la diversidad de cada una de las películas ¿Hay algo que vos veas como hilo de continuidad, más allá de la función director, entre esos largos?
FS: (se toma su tiempo) Bueno, haberlas podido realizar (risas). Creo que tiene que ver con una característica que me reconozco que se relaciona con el personaje de Aballay, con un empecinamiento por lograr las cosas, y, tal vez, lo que podría reconocer es que todas tienen mucho trabajo, que todas tienen procesos largos de elaboración, que son todo lo cuidadas, en todos los aspecto que las construyen, que trato de llevar todos esos aspectos a su máxima expresión, que están contemplados todos, encuadre, la puesta de cámara, la puesta en escena, el vestuario, el arte, el movimiento de la cámara, el relato, los tiempos, son mezclas, me gusta el cine, me gusta eso a mí. Me encontré frente a eso y eso es lo que disfruto. Y en el proceso de posproducción también, todas las películas están dobladas íntegras, y todas tienen muchas versiones de armado y para todas fueron hechas doscientas músicas que después quedaron ocho y en todas mucho material quedó afuera, cosas que habían llevado dos días enteros de trabajo, afuera.
MPC: Casi terminando. ¿Entre qué períodos se realizó la película, cómo fue el proceso desde que empezaste a realizarla hasta el estreno?
FS: Mirá, en el año 89 leí el cuento por primera vez, ahí rápidamente se armó una co-producción con Italia que se desarmó al año, después lo puse en un cajón y lo volví a sacar en el dos mil, en el festival de Touluse en el que La Sonámbula ganó el festival y unos productores franceses me propusieron hacer una película y yo fui al cajón y saqué Aballay, estuve trabajando con ellos y, durante dos mil uno, quebraron. Entonces volvió a ponerse en un cajón, en el dos mil cinco lo volví a sacar y reescribí una nueva versión y lo presenté al concurso del Bicentenario, en el cual fuimos suplentes. Al año siguiente quise volver a renovar por décimo año la opción del cuento y la hija de Di Benedetto me dijo que no, que en un mes vencía, que en el término de ese mes se lo comprara y que si no iban a quedar liberados porque ella tenía otra propuesta. Simultáneamente, Víctor Laplace me ofreció dirigir un documental sobre Monseñor Angelelli, que presentamos acá, y ese monto es el que yo le pedí a Víctor Laplace por adelantado para pagarle a Lucy y en ese momento me condené a hacerla. Dos años después me avisaron que premiaban a los suplentes, en el 2008. Yo venía de buscar dinero en España, que no había conseguido, y me llamaron para decirme eso; ahí empecé a trabajar a full, a un cien por cien, sería abril de 2008. Empezamos a trabajar en mayo de 2008, filmamos en mayo de 2009 y en seis semanas rodamos, todo lo que siguió fue posproducción hasta hace dos días que salió la copia A. Mucho tiempo.
Mar del plata, 19 de noviembre de 2010.
Bonus track. Cortometraje El último minuto de mi vida. Dirección: Diego Enríquez.
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