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Publicación bimestral. ISSN Nº1851-4855. Año 5 Número 22. Mayo de 2011.

Tiempos de aventuras y de tonos. Dos películas basadas en la novela The Borrowers de Mary Norton.
The Borrowers. Dirección: Peter Hewitt. Estados Unidos, 1997. Guión: Gavin Scott & John Kamps. Elenco: John Goodman, Jim Broadbent, Mark Williams, Hugh Laurie, Celia Imrie, Bradley Pierce, Tom Felton.
Kari-gurashi-no Arrietty. Dirección: Hiromasa Yonebayashi. Japón, 2010. Guión: Hayao Miyazaki. Elenco: animación.
Por Rosalía Baltar: Dra. en Letras (UNMdP)



A las llaves, guantes, anteojos, libros
y bufandas que mi padre alguna vez “perdió”

Living on borrowed time
Without a thought for tomorrow
JWL

Gracias al ciclo de cine para niños La linterna mágica, he podido ver la película de Peter Hewitt, de 1997, The Borrowers. Podría suponerse que una película americana cuya base fuera un libro inglés podría capturar los tonos de éste con más acierto que, pongamos por caso, una película de animación… japonesa, ¿no? Pero son éstos sólo prejuicios. El film americano encastra las características de los personajes del libro en el estereotipado modelo preconcebido y el resultado es, al decir de Gordon Campbell, “algo que debería evitarse”. Sin embargo, como ocurre tantas otras veces, una mala película nos regala un universo que, como en este caso, es de libros, recuerdos y otras películas.
The Borrowers, Mary Norton

Centros de tedio, centros de soledad,
centros de ensueños que se agrupan para
construir la casa onírica, más duradera
que los recuerdos dispersos…

Gastón Bachelard

Las dos películas están basadas en la serie de The Borrowers, cuyo primer tomo fue publicado en 1952 por la escritora inglesa Mary Norton (1903-1992). El último ejemplar de la serie es los años 80. A lo largo de los cinco tomos, una familia de seres diminutos habita el subsuelo de una casa y vive “de prestado”, tomando objetos y comida de los “serumanos” (human beans). Ellos son la causa de que las cosas, en una casa, se pierdan irremediablemente:

Las cosas desparecen. Los imperdibles, por ejemplo. Las fábricas siguen haciendo imperdibles, y todos los días hay gente que sigue comprándolos, y sin embargo, por hache o por be, nunca hay un imperdible cuando se lo necesita. ¿Dónde están? ¿Dónde, en este preciso momento? ¿Adónde van a parar? (p.9)

Los pequeños apropiadores no son dueños de nada, ni siquiera de sus nombres propios, que provienen de sus lugares o de sus oficios. Esta familia, por ejemplo, es Clock, puesto que ha vivido, desde siempre, detrás del antiguo reloj de péndulo de la antigua casa de campo de la viejísima tía abuela Sophy, quien, como todo allí, está quieta, postrada. El libro nos revela ese mundo del campo inglés, muy jerárquico y esquemático, y sus personajes enraizados en la tradición de los duendes, los gnomos, lo que habita en el cielo, debajo de la tierra o en los sueños. Las escenas que transcurren en los espacios de los borrowers, en sus salitas, sus pasadizos, recuperan el relato de Alicia en el país de las maravillas; en aquellas en las que estos pequeños seres comparten el mundo con los gigantes humanos resuena, de un modo inevitable, Gulliver y su aventura en el país de los enanos. Aunque han pasado ya los tiempos de Victoria, los borrowers mantienen sus cuartos empapelados con sellos postales que repiten el rostro de la reina; y la casa grande toda es estilo eduardiano. Han pasado, incluso, los tiempos del colonialismo, pero el niño que los descubre tiene a sus padres en la India, es bilingüe –curioso: el bilingüismo, dice, le impide aprender a leer y a escribir correctamente en inglés. Los borrowers y la casa que habitan son anacrónicos e intemporales.
Una anciana cuenta esta historia a una niña, Kate. Un relato de infancia de su hermano. Un relato cuya protagonista es, otra vez, una niña, Arrietty. Una niña que sigue un diario, con una grafía semejante, indistinta, a la de aquel hermano de nueve años que transmitió la historia de su tedio infantil. Identidad, escritura y narración se vuelven ambiguas, misteriosas, y por ello, la historia aquilata un suspenso ideal para ser leída en voz alta.


Aventuras
También en la película de Peter Hewitt domina el anacronismo. Una ambientación de fines de los cuarenta, con tonos sepia y ocres, la industrialización propia de la post guerra europea –una gran fábrica envasadora de leche es uno de los escenarios de la aventura, en una ciudad dickensiana, de chimeneas y ladrillos y grandes tuberías y canaletas, donde a lo lejos se divisa una ciudad a lo Metrópolis, irreal y firme-, se ve interrumpida por ciertos datos de los 90: Ocius Potter (John Goodman, el malvado) impecablemente vestido, vanidoso, violento y corrupto, habla a través de un plateado celular, de aquellos que tenían la antenita negra, como un rabito de perro; Peter, el niño descubridor de los borrowers, mira una tele blanco y negro y pasa, indolente, los canales con un control remoto; los borrowers, vestidos al estilo highlanders, pelirrojos todos, pequeños vikings, llevan en sus ropas, cosidas, rodilleras de skaters, tienen ciertos detalles “futuristas”, y el tema final, a la hora de los créditos, con las voces de algún Bryan Adams o Rod Steward (no pude averiguar quién exactamente), hace de coda final a una banda sonora muy dedicada a marcar el paso de la acción. Esas modernidades son síntomas de invasión. El mundo no sólo se divide entre grandes seres y diminutos individuos sino entre humanos que son capaces de todo por la propiedad, y aquellos cuya figuración pareciera la de una Escocia profunda, la de hombrecillos suspendidos en los arcaicos tiempos de la tradición. El malo responde a los avances tecnológicos y la primera escena en la que participa, con esos gestos gansteriles y fatuos, se muestra en un proyecto que podría visualizar perfectamente nuestra situación en Mar del Plata y su actual fiebre inmobiliaria: anhela quedarse con la casa de los Lender para así construir un edificio de unos cuantos departamentos, “a todo lujo”. Además de a Goodman, podemos admirar los primeros tiempos del ahora famoso Dr. House como un burócrata policía y a un Tom Felton, pequeñito, en un papel inexistente en el libro, hermanito menor de Arrietty. El dominio del film está en la acción, en los nudos de la aventura que se construye, sin pensar demasiado; básicamente, en el hacer.


Los borrowers japoneses
Son, como todos los borrowers –y, hasta ahora, inexplicablemente para mí, como todos los protagonistas de animé-, occidentales. La peli toma, como argumento, el primer libro de Mary Norton y es tan bella su naturaleza en el campo, y el lenguaje visual de ese mundo, que impresiona estéticamente por sí mismo, sin necesidad de las referencias. He leído varias reseñas en las que se empeñan en remarcar el carácter especialmente indómito de Arrietty como heroína que contradice la sociedad tradicional japonesa y leyendo el libro podría entenderse esa apreciación como un límite occidental. Arrietty, en él, es un sistema de signos contrapuesto a lo que representan sus padres y, especialmente, su madre. Ella lee el mundo con la curiosidad por lo desconocido y participa de un optimismo singular por el exterior. Sus padres, en cambio, piensan con prejuicios de clase y, como dice Pod, con contundencia hobbsiana: “[los seres humanos] Son malos y son buenos; son sinceros y falsos: todo depende del momento. Los animales, si hablasen, te dirían lo mismo. Hay que mantenerse apartado de ellos, eso es lo que siempre me han enseñado. No importa lo que prometan. Nada bueno ha obtenido jamás nadie de un serumano” (118).
Contrariamente a lo que ocurre en la película americana, tanto en la peli japonesa como en el libro el punto de vista se mantiene mucho más cerca de los borrowers que de los humanos, de modo que el mundo extraño es el nuestro, y no al revés. La música de la arpista francesa Cecile Corbel traduce los tonos de la campiña inglesa, la textura de un libro inolvidable y que, en la tradición inglesa, es uno de sus clásicos de infancia.

Aparte
Al término del placentero recorrido que me ha propuesto la película, cuando leía el final de uno de los libros de Mary Norton, volví sobre el relato y su tiempo. Mrs. Driver, la cocinera y primera gran enemiga, ha estado todo el día rastreando, buscando, husmeando. De pronto, al caérsele un saco de té, adivina un hilillo de luz en una leve hendija del suelo. Se agacha y “en un súbito impulso de ira, levantó la tabla del piso. Y entonces profirió un largo alarido. Vio movimientos: ¡carreras, confusión, alboroto! Escuchó chillidos, voces extrañas, y un jadeo. Parecía gente diminuta, con manos y pies… y bocas que se abrían…” (p. 139). Entonces, recordé que la abuela narradora, al enmarcar este relato, piensa en los beneficios de la vida subterránea, una vida sin guerras, dice, una vida carente de los peligros del África o de la India. Además de éstos, la guerra trajo otro mundo subterráneo, el de “Hetarchter huis”, de Ana Frank. El relato de esos dos años y pico escondidos en la casa de atrás (con unos dadores de provisiones, como se ve en el libro de Norton) fue publicado por primera vez en 1947 –cuando Mary Norton escribía esta historia- y llevado al inglés en 1952, cuando fue publicada. El diario de ese mundo “tras la biblioteca” fue publicado, a su vez, gracias a una reseña crítica muy famosa, del periodista e historiador marxista Jan Romein, cuyo título, “Kinderstem” o “La voz de una niña”, da una idea muy clara de las sombras que habitaban el mundo de la posguerra, cuando una escritora inglesa escribía esta hermosa historia en la que también hay lugar para el miedo, y el horror.

Del deseo y sus articulaciones. La rodilla de Clara (Le genou de Claire). Dirección: Eric Rohmer. Francia, 1970. Guión: Eric Rohmer. Elenco: Jean-Claude Brialy, Aurora Cornu, Béatrice Romand, Laurence de Monaghan, MichéleMontel, Gérard Falconetti, FabriceLuchini, Sandro Franchina, Isabelle Pons. La película fue proyectada en la 7ª edición del Marfici. Por Candelaria Barbeira: Profesora en Letras por la UNMdP.



“A un escritor puede estarle permitido inventar la fábula pero no la moraleja” dice Borges que dijo Kipling. Si hay una jurisdicción que choca, exaspera, con respecto al arte en cualquiera de sus manifestaciones es lo moral, o mejor (peor): lo moralizante. La rodilla de Clara (1970) es el quinto de “Seis cuentos morales”, una de las series que Eric Rohmer despliega en su filmografía. De cada uno de los tres términos se desprende una declaración de principios: la voluntad de modular un conjunto conceptual, la insinuación del tono literario y la reflexión sobre los dilemas y elecciones de los sujetos ante determinadas encrucijadas. El contraste entre el título del film y el de la serie en la cual se inserta desentona: la mostración a secas del primero, encuadre de un objeto puesto a disposición del espectador, resulta asimétrica respecto del amago interpretativo del segundo, su promesa de moraleja.
No es difícil resumir el argumento: unas semanas antes de su boda, Jérome (Jean-Claude Brialy) viaja a Talloires, pueblo de su infancia, para vender la casa de veraneo. En el lugar se encuentra con Aurora (Aurora Cornu), una vieja amiga que pasa unas semanas de descanso mientras busca inspiración para escribir. La acción se proyecta a partir del desafío que la novelista le plantea a Jérome: seducir a Laura (Béatrice Romand), una joven de 16 años, hija de su anfitriona (Michéle Montel). Sin embargo, el plan se diluye y con la llegada de la hermanastra de Laura, Claire (Laurence de Monaghan), se vuelve a dibujar la posibilidad de una aventura amorosa a partir de la obsesión del protagonista por el cuerpo de la joven, en realidad: por su rodilla. Según palabras del propio director, los “Seis cuentos morales” comparten un mismo engranaje argumental: “Mientras el narrador busca a una mujer, encuentra a otra que acapara su atención hasta el momento en que reencuentra a la primera.”


Si bien la publicación del libro que compila estos relatos es posterior a los estrenos cinematográficos (la primera edición es de 1974), al principio fueron los textos. El escritor, guionista, director supo decir: “La idea de estos cuentos se me ocurrió a una edad en la que yo no sabía aún si sería cineasta. Si los convertí en films, es porque no conseguí escribirlos”. Además, una curiosidad: existe una versión primigenia del guión, distante en el tiempo y en las dimensiones que adopta el conflicto, “La Roseraie”, publicada por Rohmer en colaboración con Paul Gegauff en Cahiers du cinema en septiembre de 1951.
Remitiéndonos a la película en sí, la literatura se constituye como atmósfera, condición de posibilidad de los acontecimientos. En primer lugar, por su estructura: desde el 29 de junio hasta el 29 de julio, sucesivas entradas a modo de diario van ordenando el devenir de los hechos. A su vez, la presencia de Aurora, en tanto personaje-escritor, da lugar a la problematización literaria: los sucesos nacen primero como capricho de su imaginación, carne de cañón de su escritura. La autora no sabe cómo terminar un cuento sobre un hombre maduro que se obsesiona con una adolescente, por ese motivo hace de Jérome su “cobayo”: una persona que juega a ser un personaje literario, haciendo de su accionar y sus dilemas morales materia prima de la literatura ajena.
Es imposible no traer a colación la reminiscencia de dos novelas tan famosas como sus correspondientes adaptaciones cinematográficas. A partir del tema del “affaire señor maduro-niña adolescente”, nos remite a Lolita de Vladimir Nabokov (1955, la versión cinematográfica homónima de Kubrick es de 1962).Pero todavía más nítido es el eco de Las relaciones peligrosas de Laclos (1782, llevada a la pantalla grande por Roger Vadimen 1959): Aurora, desde el desafío de seducción propuesto, desempeña una variación del papel de Marquesa de Merteuil, en un juego de interlocución y complicidad con esa versión lavada y diletante de Valmont que resulta Jérome (como si, dos siglos después, a Francia sólo le quedaran libertinos decentes).
En La noche se mueve el personaje de Gene Hackman afirmaba que el cine de Rohmer era como ver secarse la pintura. Acá no hay crimen, no hay sexo, no hay escándalo: son los entretelones del “no pasa nada”. Pero si el accionar de los protagonistas se desenvuelve en una cadencia plácida, rayana en lo moroso, los parlamentos hacen del espectador un ferviente agradecido. De puño y letra del director: “Mi intención no era filmar unos acontecimientos en bruto, sino el relato que alguien hacía de ellos. Una de las razones por las cuales estos Cuentos se denominan “morales” es que están casi desprovistos de acciones físicas: todo se desarrolla en la cabeza del narrador”.
En todo caso, sobre moral y deseo versa La rodilla de Clara. Si fuera lícita la comparación y el lugar común, diríamos que se trata de un erotismo menottista: lírico, regodeándose en el procedimiento más que pendiente del resultado. No es tanto el momento de tocar la rodilla, la obtención del objeto de deseo (materializado en la rodilla) que al ser alcanzado, por supuesto, perderá su carácter sublime. Es la tensión sexual y el despliegue especulativo en los que nos hace participar Jérome. Y si fuera lícito citar una frase de Karl Kraus, podríamos decir: "El erotismo es la superación de los obstáculos. El obstáculo más seductor y profundo es la moral". Hete aquí el mérito de Rohmer, mostrarnos los dilemas morales de su personaje como un conejillo de Indias, pero dejar en blanco el espacio de la moraleja, vacío patente en la última escena de la película.
Por último, y en congruencia con el clima estético de la nouvelle vague, vale destacar la libertad en el manejo de la cámara, la belleza de las locaciones (que se conjuga bien con la iluminación natural) y de las protagonistas (que se conjuga bien con el argumento).Y dentro del esquema de casting “galán-hit de la nueva ola francesa - partenaires hermosas”, hay que reconocer el hallazgo de una joven Beatrice Romand, quien interpreta su papel con naturalidad arrobadora.

A propósito de Ahab. Capitán Ahab (Capitaine Achab). Dirección: Philippe Ramos. (Suecia-Francia, 2007). Inspirada en la novela Moby Dick de Herman Melville. Guión: Philippe Ramos. Elenco: Denis Lavant, Dominique Blanc, Philippe Katerine, Jacques Bonnaffe, Virgil Leclaire. La película fue proyectada en la 7ª edición del Marfici. Por Darío Lavia: Webmaster de http://www.cinefania.com, Lic. en comercio internacional). La reseña fue publicada previamente en: http://www.cinefania.com/



Capítulo I - El Padre: El cuerpo blanco de una mujer es cubierto por la mano de su esposo, el Sr. Ahab (Jean-François Stévenin). Su hijo (Virgil Leclaire) se queda solo cuando el padre sale de cacería y se pone a leer el pasaje en que se narra la muerte del Rey Ahab. La historia se repite y, al enterarse que su joven amante Louise (Hande Kodja) ha seducido a un pintor forastero (Bernard Blancan), Ahab pelea, es apuñalado y muere. Narra el padre, suponemos, que desde el Otro Mundo.
Capítulo II - Rose: El niño marcha a vivir con su tía Rose (Mona Heftre), hermana de su difunto padre. Bajo una fachada pulcra y devota, se trata de una mujer que realmente necesita la presencia de un hombre. Y su chance se corporiza en el caballero de mediana edad Henry (Philippe Katerine), al que desposa velozmente. "No me canso de sentir mis rodillas doblarse sobre la almohada y mis antebrazos descansar sobre la madera" dice en off la tía; más tarde el padrastro azota al niño como castigo y Ahab degüella un perro a sangre fría y se inicia en el mundo de los sentidos y la maldad fabricando su propio secuestro.
Capítulo III - Mulligan: Ahab, vagabundo, se mece en un bote y encuentra que el agua es sinónimo de libertad. Despojado de lo poco que tenía por el bandido Jim Larsson y su secuaz (Pierre Pellet y Jean-Christophe Bouvet), es encontrado y cuidado por un cura llamado Mulligan (Carlo Brandt) que nos narra este capítulo. El chico recita pasajes de Jonás en la iglesia, se encuentra por vez primera con el océano y recorre el interior del esqueleto de una ballena.


Capítulo IV - Anna: Ahora el chico ha madurado y ya se ha convertido en el Capitán Ahab (Denis Lavant), de regreso con una pierna menos de un infausto encontronazo con un cachalote blanco a bordo de su navío ballenero. Entra en escena el carpintero (Gérard Essomba), que le fabrica una prótesis con un hueso de ballena. Ahora narra su esposa Anna (Dominique Blanc) y su sino será ser abandonada por la partida del hombre que nació para morir en el agua.
Capítulo V - Starbuck: El fiel contramaestre del "Pequod" (Jacques Bonnaffé) aduce que perseguir una ballena en particular (Moby Dick) los alejaría de la ruta de los cachalotes y que esa no es la misión del buque. Pero claro, Ahab ya no es el Mal encarnado y oculto que ofrecía la película de John Huston que se revela enfermo de odio en virtud del esfuerzo actoral de Gregory Peck. Aquí llevamos hora y media de precedentes para justificar la conducta suicida de Ahab. Ya no es un tirano grandilocuente que arrastra al desastre a toda su tripulación sino un tipo medianamente amargado de Nantucket. La caracterización del actor Denis Lavant (intérprete cuyo excepcional aspecto físico realmente ayuda) sumada a la soberbia ambientación del film hacen presuponer una oda a la aventura melvilliana. Pero no tenemos aventura propiamente dicha (al estilo Huston) ni adaptación fiel del libro sino relato de costumbres, intimista, estático y eminentemente visual, con elipsis oportunas que, más que nada, semejan recursos para evitar secuencias de acción suprema. Y no será por presupuesto, creemos, ya que el film nos muestra vestuarios, exteriores y hasta algunos paquebotes que habrán comido gran parte de la inversión. La tesis del relato (cinco capítulos, cinco narradores) hace que todo gire sobre Ahab, pero los diferentes puntos de vista no amalgaman con la solidez que cabría esperar. Aún así, se trata de un espectáculo audiovisual con dos o tres secuencias memorables.

Simpatía por los Stones. Sympathy for the Devil. Dirección: Jean-Luc Godard. Reino Unido, 1968. Guión: Jean-Luc Godard. Elenco: Mick Jagger, Keith Richards, Brian Jones, Bill Wyman, Charlie Watts, Marianne Faithfull, Anita Pallenberg. La película fue proyectada en la 7ª edición del Marfici. Por Darío Lavia. La reseña fue publicada previamente en: http://www.cinefania.com/



¿Qué tienen que ver la Revolución Boliviana, el Black Power, los Rolling Stones y la Psicodelia? Tal vez Jean-Luc Godard en 1968, año de la Primavera de Praga, del Mayo francés, de las matanzas de My Lai y Tlatelolco, de los magnicidios de Martin Luther King y Bobby Kennedy, aspirase, a través de un mensaje revulsivo, a que el espectador ate cabos y tenga algunos momentos de conexiones neuronales que le permitan fluir conceptos e ideas revolucionarias. El rechazo de la guerra de Vietnam, el interés por la integración de la población de color en los Estados Unidos, la fresca baja del Che Guevara para la causa... Godard no quiere dejar de pivotear en ninguno de esos temas y utiliza a los Rolling Stones como engrudo para unir un collage que, a ojos de un espectador actual (más de 40 años después) resulta un plato cuya digestión requiere un esfuerzo tal vez injustificado. A todo esto, fiel a su gama de recursos, Godard intercala narración en off, como por ejemplo, la lectura de una novela pornográfica en la que el Papa Paulo manifiesta estar enamorado de una tal Pepita o textos de propaganda nazi o del Poder Negro. Un grupo extremista negro reparte armas y ensaya sus discursos en un desarmadero de autos mientras que una simpática y bonita militante pasea por la ciudad y pinta consignas del estilo "So-vietcong" o "Cine-marxism". ¿Presta un buen servicio al partido el camarada Godard? Parecería que presta mejor servicio al "godardismo" que al comunismo. Aún así, de la secuencia en una tienda de comics, con la cámara planeando sobre las portadas de las revistas y los personajes saludándose a la manera nazi, se destaca el primer plano de esos dos lastimosos hippies que miran a cámara como sintiéndose avergonzados por su imposibilidad de cambiar el mundo.


Estamos en 1968, como decíamos, y aún no ha muerto Brian Jones, aún no se produjo la muerte de ese chico negro de 18 años, Meredith Hunter, durante un recital de los Stones y, claro está, aún "The Rolling Stones" no es la marca que hoy rinde unos cuantos millones de pingües beneficios en torno de un sistema capitalista (y subrayemos esta palabra). Por lo tanto, opinar sobre la película a los ojos de hoy sería una injusticia para con todos los implicados. Aún así, es innegable que los únicos fascinados serán todos aquellos espectadores aficionados al grupo protagonista que podrán ser testigos del trabajo creativo sobre la canción y su metódico proceso de grabación. Dejando de lado este elemento "documental" y, siguiendo el planteamiento de Godard, se podría decir que el continuo ensayo de la canción equivale al ensayo de la revolución. Una revolución joven en pos de la igualdad social y abajo la burguesía (y agregue ud. algunas consignas más). El desenlace del film, con el modelo terminado de la canción sonando en el soundtrack arruina tal razonamiento y tal vez esa fuera la razón que Godard lanzase un montaje diferente (la que sería una precoz "director's cut") sin la canción final: la Revolución aún no ha llegado y el film debe operar como un llamamiento a poner manos a la obra. Godard tituló su montaje "One + One". Ahora bien, mientras los Stones ensayan y prueban pasajes de la canción, desde el fondo del estudio observan atentamente (un militante de izquierda agregaría "y con rapiña") los productores o, tal vez, los representantes de la discográfica. Y la analogía no fortifica la tesis Godard: así como la discográfica se forra en dinero con la grabación, también hay quienes se forran en dinero con las revoluciones y, en definitiva, con cada derramamiento masivo de sangre.

De regreso al río. Sudeste. Dirección: Sergio Bellotti. Basada la novela homónima de Haroldo Conti. Argentina, 2002. Guión: Daniel Guebel y Sergio Bellotti. Elenco: Javier Locatelli, Luis Ziembrowsky, Mario Paolucci, Claudio Escobar. La película fue proyectada en la 7ª edición del Marfici. Por Rodrigo Montenegro: Profesor en Letras por la Universidad Nacional de Mar del Plata.




Sudeste es una novela del espacio, del tiempo y de la libertad. Una construcción que se apoya en las imágenes que el mismo Conti adquirió en su experiencia vital en el Delta, y que puso en práctica ejerciendo su oficio de artista literario, para construir, en definitiva, su visión de un mundo algo olvidado y definitivamente marginal. El lenguaje que articula su narración da cuenta de una hibridez fundamental, que lo lleva desde el detalle técnico hasta la metáfora. Todo este material ha servido para el rodaje de Sudeste de Sergio Bellotti, quien siguiendo las líneas generales de una trama relativamente sencilla, se mantiene fiel a la lógica despojada de la palabra de Conti. Tal vez, aquí, se presente una pequeña diferencia: el lenguaje de Conti busca un efecto de desnudez, que la imagen no pude sino intentar reproducir, a veces sin demasiado éxito.
Antes que nada… el espacio.
A través de una cámara casi documental el film atraviesa el Delta para retratar el río, sus pequeños brazos y las islas. La vida de los pescadores se difumina en la inmensidad del horizonte. Agua, bosques, y más allá, como una presencia velada la silueta de la ciudad. Pero sobre todo, el signo fundamental de este espacio es configurarse como una alternativa al bullicio de la vida moderna. En el río, la existencia nada tiene que ver con la cotidianeidad urbana de luces, multitudes y sonidos que saturan la percepción. Arrojado a una navegación nómade, el Boga recorre sin prisa las aguas; no hay destino ni lugar al cual llegar, sino una constate navegación, al menos hasta encontrar el Aleluya, y una vez allí, dedicarse a la pesca lenta y rutinaria. Surcando el río, el único sonido que se eleva es el del motor de un bote viejo, que se traslada como un fantasma a través de las islas. En este espacio, contemporáneo pero lejano, la vida se articula con una lógica propia, ligada a los ciclos de la naturaleza.


Luego… el tiempo.
La morosidad y la quietud no representan un detalle más; son el ritmo que el espacio del Delta impone a sus habitantes. No hay forma de escapar a la pulsación lenta de la luz y del agua, configurando un ciclo elemental que se plasma en la película (así como Conti lo hizo en su lenguaje). No hay grandes diferencias entre un día el siguiente, el fluir del calendario se hace obsoleto y difícil de distinguir. Solo las intervenciones de la vida humana pueden imprimir una variación. La llegada del Pampa provoca el único giro argumental real (antes, el inicio del viaje después de la muerte del Viejo), reconduciendo las aguas del relato hacia una nueva dirección. Aquí, es donde la película abandona el texto para describir a este prófugo. El Pampa da cuenta de una variación particular de la expresión marginal. Todos los personajes de la historia lo son, pero él, se presenta explícitamente en conflicto para con las reglas y leyes del mundo a partir del crimen y la violencia. Su escape, entonces, es arrojarse al río, es decir, hacia un nuevo espacio.
Por último… la libertad.
En la versión de Bellotti, el Boga se presenta como un personaje fundamentalmente parco, austero, una especie de aventurero y vagabundo sin demasiadas expresiones. No adquiere la dualidad que Conti configura para él, en parte, porque la acción (si es posible hablar en estos términos) se presenta como un devenir personal e interior. En la novela, el viaje real se halla en el descubrimiento de una libertad particular que se configura como un desprendimiento del sujeto hacia el espacio. Allí radica la figuración de la libertad. El mundo que recorre el Boga adquiere, entonces, una doble significación. En principio, se aleja del escenario urbano situándose en la inmensidad del río, y como consecuencia de este posicionamiento vital, se produce un quiebre aparentemente inocente: la vida, en sí misma, se transforma en un viaje, ya no metafórico. En el universo de Conti No hay posibilidad para el sedentarismo; por ello, Bellotti intenta dar cuenta de este impulso nómade a partir de largos planos secuencias que recorren junto al protagonista la geografía del río. Con los ojos hacia ese horizonte siempre pospuesto, observamos desde el humilde bote de un pescador, como se cifra la metáfora que mejor construye el film: el fluir de una vida.
La película de Bellotti se aleja del circuito estrictamente comercial, de hecho, su proyección en el Marfici da prueba de ello, y en ese sentido, creo que hay un gesto político fundamental. Además, es interesante recordar que inicialmente la novela de Conti fue pensada como un guión cinematográfico. Independientemente del resultado y del ojo del espectador, hay una suerte de regreso hacia el origen en el film. Tal vez, las imágenes no son las mismas que hubiese elegido Conti, pero sí lo son la historia y el espacio que se impone a ella, para moldearla con la lentitud de los días en el Delta.

La lucidez del perdedor. La plaza del diamante (La plaça del diamant). Dirección: Francesc Betriu. Basada en la novela homónima de Mercè Rodoreda. España, 1982. Guión: Francesc Betriu, Gustau Hernàndez Mor y Benet Rosell. Elenco: Silvia Munt, Lluis Homar, Joaquim Cardona, Elisenda Ribas, Marta Molins. Por María Teresa Navarrete Navarrete (Universidad de Cádiz).



Como ha señalado la crítica, hay novelas profundamente localistas que gracias a su análisis a pie de tierra alcanzan a descubrir lo simbólico de la cumbre. Fue París para Marcel Proust, fue Londres para Virgina Woolf, fue Berlín para James Joyce, por remitir sólo a algunos de los ejemplos a los que también remite la crítica. No hay duda que en La Plaça del diamant, es Barcelona, es el Barrio de Gràcia, para Rodoreda.
Podría pensarse que en las novelas citadas tiene lugar un trasvase en el que lo local circula en su origen por el lado estrecho de un embudo que se ensancha hasta perderse en la inmensidad que, más pronto que tarde, el ser humano comprende como la verdadera patria. Si esto fuera así, la dificultad del trasvase vendría dada al preguntarse por el lugar en el que colocar el lado estrecho del embudo. En otras palabras, para llegar al mineral, primero, hay que encontrar la grieta.
La Plaça del diamant fue escrita por Mercé Rodoreda en catalán durante el año 1959. Desde su publicación esta novela ha sido traducida a veintiséis idiomas logrando difundir en países como China, Jamón, Vietnam o Finlandia una historia de mujer en la posguerra española. La fascinación que provocan las páginas de la novela incitó a que diversos directores de cine sintieran la necesidad de trasladar a lenguaje cinematográfico este texto literario. Entre ellos, se encuentran, por ejemplo, Juan Antonio Bardem, Jaime Camino, Pilar Miró o Basilio Martin Patiño. Sin embargo, fue finalmente el director Francesc Betriu el que logró llevar a cabo este proyecto en 1982. Un año más tarde, el film se emitió como serie de televisión de cuatro capítulos. Al igual que pasó con la novela, la serie de televisión fue adquirida por más de treinta países. Tras esta revisión, la pregunta es evidente, ¿de dónde procede el atractivo que La plaça del diamant despierta en lectores y espectadores próximos o remotos?



Para Rodoreda la solución del enigma es fácil: «El personaje es muy simpático. Asombrada delante de la vida, delante del mundo, delante de todo». Natalia, La Colometa (La Palomita) según el apodo que su marido Quimet le impone desde que se conocen, es el hilo conductor de la novela y la película. A través de ella, el barrio de Gràcia, la Barcelona republicana, la Barcelona en guerra y la Barcelona franquista columpian a Natalia en un vaivén de circunstancias que, de origen siempre ajeno, le confieren a ésta unos modos de actuación concretos. Dicho de otro modo, la sociedad determina e impone fórmulas de estar en el mundo en los que el individuo tiene poco que decidir. La confrontación entre la conciencia de Natalia en perpetuo asombro, como diría Rodoreda, ante las responsabilidades que la sociedad le atribuye creemos que es la clave de la universalidad de esta obra. En el texto literario esta oposición se resuelve otorgando a Natalia la primera persona del narrador y desposeyéndola de voz en el diálogo. Las palabras, las actuaciones que los otros personajes dirigen hacia Natalia persiguen limitarla en un mundo según sus propios intereses, pero sin que ella pueda irrumpir en la vida de los contrarios. Éste fue quizá el reto que mejor supo resolver Betriu en su adaptación. La voz de Natalia recluida en la del narrador, se convierte en la versión cinematográfica en una voz en off que guía al espectador durante todo el film. Frente a ella, Natalia, interpretada por la actriz Silvia Munt, se presenta como un personaje con presencia mínima en los diálogos, pero comunicante gracias a su escucha, a su expresión del silencio y a sus miradas.
Así, Natalia será determinada, en primer lugar, por los roles femeninos obediencia, embarazo, cuidado de los hijos que su marido Quimet le impone plasmando en su actuación las palabras de Simone de Beauvoir a la perfección, «No se nace mujer, se llega a serlo», y que el personaje femenino aborrece. Junto a ello, la ideología republicana de Quimet y su participación en política, espacio del que Natalia queda excluida, provocan, sin embargo, consecuencias durante la posguerra que sólo serán asumidas por ella, ya que Quimet muere en el frente. Así la exclusión social a la que fueron sometidas las familias del bando republicano en la contienda a partir de la victoria nacional, lleva a Natalia y a sus hijos a la pobreza extrema de la que ésta se siente responsable y a la que únicamente se le ocurre poner fin mediante el suicidio. Sin embargo, la caridad de Antoni, tendero, le proporciona a Natalia un empleo que salva su situación, pero que a posteriori la colocan en una delicada decisión. Antoni le pide matrimonio a Natalia y ésta acepta para salvaguardar las necesidades de sus hijos.
Este rosario de acontecimientos que sitúan a Natalia en precipicios con una única puerta de salida, permiten a Betriu recrear el sentir de una ciudad en decadencia paralela a la de su personaje protagonista. El cansancio de consagrar los esfuerzos de una vida a remediar continuas pérdidas de la inocencia, de la independencia, de Quimet, del trabajo, de la pasión concluye en una escena de alto contenido dramático que Betriu traza con gran armonía. Natalia, para liberarse, necesita romper con las imposiciones pasadas y recorre en sentido inverso los escenarios que han sido relevantes en su vida. El final no puede ser otro que La plaça del diamant, lugar donde conoció a Quimet, y en el que su voz sacrificada al silencio durante tantos años estalla en un grito a través del cual consigue afianzar su forma de estar en el mundo frente a los otros.

Historia de un irlandés. Las cenizas de Ángela. Director: Alan Parker. EEUU, 1999, basada en el libro Angela´s ashes de Frank McCourt, publicado en 1996. Guión: Laura Jones & Alan Parker. Reparto: Emily Watson, Robert Carlyle, Joe Breen, Clara Owens, Michael Ledge, Ronnie Masterson, Pauline McLynn, Liam Carney, Kerry Condon. Por Myriam Rivas: Filóloga inglesa y Diplomada en Turismo. Actualmente, “Lab Teacher” en la Universidad Europea de Madrid.



Frank McCourt, autor y principal protagonista de Las cenizas de Ángela decidió recoger y relatar sus memorias desde su nacimiento en Brooklyn, New York cruzando toda una serie de odiseas que junto con sus padres Malachy y Ángela McCourt, vivieron en tiempos donde la pobreza, el hambre y la lucha por la subsistencia son coprotagonistas.
El pequeño Frank tiene cuatro hermanos más, Malachy, los gemelos Eugene y Oliver y la pequeña Margaret. Cuatro hermanos más que colman de felicidad a Frank y a sus padres pero a su vez, cuatro bocas más que alimentar en tiempos difíciles. Cuando la pequeña de los hermanos muere, la familia McCourt se verá embarcada en retorno a su Irlanda original. Allí se trasladaran a Limerick. Las páginas del libro recrean toda la crudeza y suciedad de la callejuela en la que se encontraba la casa de los McCourt. Desde la falta de comida y de ropa, la tenue luz de una bombilla y la convivencia con chinches y pulgas. Mientras tanto, Malachy McCourt entre borrachera y borrachera intenta encontrar trabajo y su esposa Ángela, se arrastra buscando algo de caridad por los centros religiosos y los pequeños hermanos intentan encontrar algo de carbón perdido en las calles.
Nadie siente compasión o simpatía por los pequeños hermanos McCourt y así nos lo hace saber el autor. Y a pesar del realismo y de esa imagen tan oscura de Limerick, de los pasillos por donde ruegan el subsidio y del hedor que describe el autor de cada lugar, el lector podrá sentir cada movimiento del pequeño Frank McCourt pasando desde su primera comunión, su primer trabajo, su primer amor y su lucha por salir de Irlanda, con cierto toque optimista y alentador.
La novela fue premiada con el premio Pulitzer en 1996, se ha de decir, que la novela es tan entretenida como tierna, a la par de cruda. Sin embargo, el autor es capaz de sacarle unos puntos de humor a cualquier situación, con lo que la lectura del libro es totalmente adictiva. Los personajes tienen un carisma particular, como el de Malachy McCourt, el padre de Frank, que a pesar de ser un vago y un borracho, es capaz de despertar la simpatía del lector y traspasar esas páginas de la novela, con sus canticos sobre Irlanda y sus peripecias en las tabernas.
Tras el éxito del libro, en 1999 fue adaptado a la gran pantalla, dando como resultado un largometraje dirigido por Alan Parker, donde la extensa autobiografía de McCourt, intenta no dejarse en el tintero todo lo que en el libro se relata. La película se centra en los tiempos de emigración a América (años 30-40), pero la familia McCourt debe hacer lo contrario, huyen a Limerick con sus cuatros hijos. La vida en la húmeda Irlanda va a ser muy dura. Y toda esta dura historia es contada y vista a través de los ojos del pequeño Frank McCourt.
Lo más destacable de esta película será la increíble fotografía de Irlanda, esos planos de la callejuela, la lúgubre casa, todo ese ambiente que en el libro es descrito, la película lo plasma con absoluta perfección. El reparto está espléndido y es bastante fiel a la caracterización de la novela, pero si hay un personaje que destaca por encima del resto es del Robert Carlyle, en la piel del padre de Frank, ese Malachy McCourt, con aire raro de irlandés del norte, tal y como describen en la novela. Ese hombre vago que adora a sus hijos pero que no es capaz de gastarse el poco dinero que gana en ellos, que se ve arrastrado de forma irremediable a las tabernas y vender su alma por una pinta de cerveza. Robert Carlyle dota a Malachy McCourt con todas sus facultades y defectos, tal y como es el personaje del libro.




Quién haya visionado la película sentirá que ésta no capta del todo el dramatismo e intensidad de la historia de los McCourt tal y como está narrado con esa naturalidad, cierto humor negro y optimismo ante las adversidades que el propio Frank McCourt nos transmite en sus palabras tan duras como líricas. La cinta de Alan Parker es muy destacable en aspectos visuales pero puede decirse que es un claro ejemplo de que no todas las películas están a la altura del libro del que son adaptación. La historia de este irlandés en palabras es demasiado extensa y conmovedora. No obstante, la película es una digna puesta en escena con un gran portento visual, donde nos trasladará a la frondosa Irlanda sin problemas. Pero para el que quiera disfrutar de una novela autobiográfica y que deja huella de todos sus protagonistas en ella. Esa es la historia de los McCourt y las cenizas de su madre, bendita madre. Las cenizas de Ángela no deja indiferente a nadie.

La inmensidad del silencio. Le Silence de la mer. Director: Pierre Boutron. Basada en las novelas de Vercors Le silence de la mer y Ce jour-là. Francia, 2004. Guión: Anne Giafferi. Elenco: Julie Delarme, Thomas Jouannet, Michel Galabru, Marie Bunel, Jean Baptiste Puech. Por Milagros Rojo Guiñazú: Profesora y Licenciada en Letras. Especialista en Docencia Universitaria. Profesora UNNE - UCES - UTN. Miembro asociado de la Asociación Argentina de Literaturas Comparadas y de la Asociación Argentina de Literatura Francesa y Francófona.



El realizador portugués Pierre Boutron (Teatro: L´Avantaged´être Constant, Le Malade imaginaire, entre otras; Cine: Le Portrait de Dorian Gray, Les Années Sandwiches, Fiesta, entre otras) en 2004 conmueve y estremece con la versión adaptada de dos novelas de Vercors (seudónimo del escritor francés Jean Bruller) Le Silence de la mer y Ce jour-là.
El film premiado en el Festival de la Fiction TV de Saint-Tropez (mejor telefilm unitario, mejor interpretación femenina y mejor música) conmociona hasta las lágrimas al espectador, quien no puede desprenderse de ese atroz contexto de una Francia ocupada y de una protagonista (Julie Delarme) que no nos defrauda con su gloriosa interpretación.
Los decorados de Denis Seiglan nos trasladan a la Francia de 1941 y nos hospedan allí por el transcurso de la historia. Sin lugar a dudas, referimos a un espacio que se transforma en aliado incondicional del sonido, de una música que –cargada de simbolismo- acompaña cada secuencia, cada instante con una majestuosidad pocas veces lograda.


La trama de la película nos permite reconocer a un pueblo –uno como cualquier otro- ocupado por los alemanes; en donde, la miseria, la resistencia y la humanidad impregnan con diferentes matices a sus habitantes. La presencia del oficial alemán (Walter von Ebrenac), impecablemente representado por el actor suizo Thomas Jouannet, configura al intruso en una casa habitada por los dos últimos miembros de una familia francesa.


El silencio desempeña dos roles en la versión tanto literaria como fílmica, por un lado está asociado con una realidad: André y Jeanne Larosière no manejan el idioma alemán; y, por otro, refiere a una metáfora del contexto situacional: no hablar, fingir que no están invadidos es una manera de resistir.
A partir de esta significación la proyección se llena de simbologías y metáforas: el soldado pensará que es un reto, una parte más de su lucha, vencer ese silencio, el silencio de Francia –al que luego advertirá como un imposible-; y para los demás será, tal como lo pretendió su autor, la posibilidad de dar testimonios acerca de una alternativa de resistencia y lucha sin odio ni violencia.
Así, el silencio se convierte en la constante. No obstante, ese silencio se comprende y experimenta desgarradoramente a través de las miradas –invadidas de sentido y de significado-, las que van mutando segundo tras segundo y que hacen vibrar al corazón con la extraordinaria musicalización que engalana a toda la historia. Bach y Chopin permiten que el espectador pueda vislumbrar verdaderamente el contenido de un pequeño relato que se sobredimensiona en la gran pantalla.
Es una dolorosa opresión la que uno experimenta mientras disfruta la película… una opresión necesaria, que debemos sentir, para llegar a comprender a los protagonistas y poder sentir el latido de sus corazones.
La inmensidad del silencio que delimita a esta obra –basada en dos escritos de excepcional valor para la llamada literatura de la resistencia- la transforma en una pieza sin desperdicio, en una cita obligada, en un relato que nos permite entender un momento de la historia desde otro lugar y que, seguramente, nos conmoverá y transformará como seres humanos.

Comentarios

cinefania ha dicho que…
Espléndido balance e interesantes visiones de un abanico bastante heterogéneo de películas. Felicitaciones y esperamos el próximo número con fruición!!

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