Funeral.
Scenes from the suburbs. Dirección: Spike Jonzea partir del disco The suburbs, de Arcade Fire. Estados Unidos, 2011. Guión: Spike Jonze, Will Butler, Win Butler. Elenco: Sam Dillon, Zoe Graham, Zeke Jarmon,
Paul Pluymen, Ashlin Williamson. Por Joaquín
Correa: Estudiante de Letras (Universidad Nacional de Mar del Plata).
Mundos posibles
Dentro
de todos los mundos posibles que se podían imaginar a partir de The suburbs, el último disco de Arcade
Fire, Spike Jonze ha filmado el suyo. De modo similar a lo hecho por Alan
Parker con The Wall, Spike Jonze
desea cerrar y condensar el álbum en un relato: dándole forma a los límites del
sonido y las palabras, imaginando una figura allí donde sólo había una sucesión
de líneas y puntos, tal como aquellos estudios desarrollados por la Gestalt nos
enseñaron que actúa la percepción humana. Las imágenes pasan y, pensamos ahora,
era posible deducir todas esas historias a partir de los pequeños retazos que
nos van quedando de las canciones: como si hubiera encontrado un punto de fuga
en el universo que se va levantando a medida que transcurre el tiempo de las
letras, sonidos y sensaciones, como si hubiera formado un campo semántico a
partir de “civil war”, “the suburbs”, “trust”, la juventud, la amistad en un
apretón de manos y un abrazo, el recuerdo, el amor, el encuentro del amor, su
pérdida, los chicos de la ciudad, lo que se aprende en esos suburbios: a
sobrevivir, a construir seguridades, a creer, a sentir, y desde ahí, desde todo
esto, Jonze arma un relato que atraviesa y da una nueva coherencia al disco.
La
historia es sencilla. De pronto y por causas poco claras, se produce un
enfrentamiento entre dos pueblos vecinos (Oakridge y Crossvine) que va
aumentando progresivamente su violencia: desde el cierre de las fronteras hasta
el despliegue de los ejércitos por las calles y los asesinatos a plena luz del
día. Las transformaciones que va sufriendo la vida diaria nos llegan mediante
la historia de cinco amigos y cómo lentamente se va perdiendo lo humano a causa
del odio, la negación y todo aquello que tiene la suficiente fuerza como para
poder romper una amistad en los suburbios.
Comunidad
Dentro
de toda comunidad existe la posibilidad de su disolución, de su transformación:
la delación, la traición, el olvido, la muerte. Eso es lo que narra Scenes from the suburbs. Porque toda
comunidad es autosuficiente, cerrada y hostil hacia el elemento extraño,
exterior. Porque todo integrante de una comunidad (y el integrante es la comunidad) se construye a sí y al
resto (el otro, el extranjero, el exiliado) desde la paranoia y sus relatos
justificativos: toda comunidad necesariamente se asienta para su continuidad en
un relato defensivo, toda comunidad debe definir de modo claro y estricto sus
fronteras tanto interiores (complicidad, amistad) como exteriores (figura del
extraño, la amenaza).
Los
chicos forman una comunidad: tienen sus propios códigos, su manera de
saludarse, conocen sus horarios, son capaces de entender sus gestos, sus
silencios, no necesitan de nadie para lograr eso de todo los días (los momentos
de felicidad entre amigos, epifanías de nuestra identidad futura), comparten
sus cosas y todo va bien así. Hasta que llega el hermano de Winter del ejército
y un nuevo elemento va deteriorando poquito a poco ese universo totalmente
coherente, destruyendo con su intromisión el microclima de la amistad. La
comunidad ya no será ni cerrada, ni homogénea, ni autosuficiente y perderá
hasta el más esencial de sus elementos: la forma de comunicarse, su lenguaje,
su idioma propio.
Territorios
El
territorio de la comunidad, de la amistad y del conflicto son los suburbios. El
barrio, la banlieu, la periferia, el rancherío, las casitas inundadas, la
favela, los pabellones, las villas, los monoblocks: zonas límite del imaginario
donde se deposita y acumula la paranoia social y las ansias latentes de
represión, donde los sujetos tienen el cuerpo marcado y la geografía explicita
la política y la división de clases. Estas escenas desde los suburbios podrían
trasladarse a cualquier punto del globo, variando sólo el modo y el grado de
combinación de sus elementos, pero no la existencia misma de ellos. Las
fronteras ya no sólo, y creo que nunca más que ahora, definen un “territorio
nacional”; es más: estas palabras parecen perder su sentido en el nacimiento y
desarrollo de nuevas identidades y territorios que superponen las cartografías
reales e imaginarias al interior de un mismo territorio, cuestionando así
directamente cualquier identidad impuesta más allá del grupo de pares.
Nuestros años felices
El
recuerdo de la pérdida de un amigo en medio de un conflicto armado, la
percepción de la progresiva pérdida de cualquier rasgo de humanidad antes
presente en ese amigo: el tiempo del relato es el del recuerdo: el protagonista
recuerda ese verano en que, en medio de una guerra civil, Winter se cortó el
pelo. Los diálogos, las salidas, la furia de una paliza, la crueldad, el
ensañamiento, todo, todo se resume metonímicamente en un corte de pelo impuesto
por el hermano, el ejército y el cumplimiento de un deber del ciudadano
totalmente carente de sentido, como esa guerra, “como todas las guerras” ya le
habían explicado los pequeños hombres a Micromegas en el relato volteriano.
Hay
un punto de quiebre en el film: cuando atrapan a Winter y el protagonista en
una redada y con las manos en el alambrado le preguntan al primero su nombre
que, mordiéndose las muelas, se niega a decir, hasta que al fin su amigo lo
grita en voz alta: “Winter Miller”. Es ahí, en esa mirada de odio, donde
entendemos lo que es el fin de la amistad, donde el miedo y la angustia de la
espera presentes en los suburbios desde el comienzo del conflicto se cristaliza
para hacerse visible, entendible. Y romperse.
Entre
la locura y el frágil éxtasis. Mi vida con Antonin Artaud. En compagnie d’Antonin Artaud. Dirección: Gérard Mordillat. Basada
en el diario homónimo de Jacques Prevel. Francia, 1994. Guión: Gérard Mordillat
y Jérôme Prieur. Elenco: Sami Frey, Marc Barbé, Julie Jézéquel, Valérie
Jeannet, Clotilde de Bayser, Charlotte Valandrey. Por Laura Valeria Cozzo: Licenciada y
profesora en Letras (UBA) y estudiante del Traductorado en francés (IES en
Lenguas Vivas J.R. Fernández).
La
historia literaria atesora algunas historias de dúos creadores, dos almas cuyos
destinos unió la escritura, como la intensa relación entre el consagrado poeta
Paul Verlaine y el joven discípulo Arthur Rimbaud, escandaloso vínculo que se
repetiría en el siglo siguiente con Jean Cocteau y Raymond Radiguet.
Otra
dupla menos conocida supieron constituirla dos poetas malditos, no reconocidos
por sus contemporáneos: la tensa relación que unió a Antonin Artaud durante sus
dos últimos años de residencia en la Tierra con un joven e ignoto poeta llamado
Jacques Prevel, quien lo seguiría a la tumba tres años después.
Testimonio
de esta vinculación la da el diario íntimo de Prevel, el cual, bajo el título
de En compagnie d’Antonin Artaud fue
publicado póstumamente en 1971. El libro despertó el interés de Gérard
Mordillat, quien le ofreció a Jérôme Prieur llevar a cabo juntos la versión
fílmica (con quien luego realizaría varias series para Arte sobre los orígenes
del Cristianismo y editaría algunos libros sobre la figura de Jesús). Una
película que terminaron siendo dos: el relato ficcional, donde podemos observar
a Artaud a través de los ojos de “Monsieur Prevel” (tal como el poeta mayor lo
llamaba) y un documental, La véritable
histoire d’Artaud le Mômo, donde desfilan los amigos para los que el autor
de El teatro y su doble sigue
respirando junto a ellos.
A diferencia del documental que en colores presenta el
punto de vista de los (aún) vivos, la película ficcional nos trae en blanco y
negro el testimonio de los que ya no están. Testimonio de esa época, todas las
imágenes que se conservan del creador de la voz que vocifera Para acabar con el
juicio de Dios son en blanco y negro y así también se presenta el París sombrío
de la post-guerra, su “ciel gris tamisé de larmes” de un poema de Prevel.
A
la salida del asilo-cárcel de Rodez, Artaud es un fantasma que transita a
través de los muertos. Enfermo y sin dientes, está saliendo de una larguísima
temporada en un infierno de drogas y electroshocks. Sin embargo, irradia una
energía que de tan intensa sorprende y cautiva a los jóvenes que se acercan a
él. Sami Frey se reviste de esa misma aura resplandeciente en su magistral
apropiación del personaje que asombraría incluso a quienes supieran conocer en
vida al autor de El pesanervios. Destaco una escena: perfecta
encarnación de lo que debe ser el Teatro de la Crueldad, Artaud le grita con
una intensidad que estremece a una asustada Colette para que recite sus versos
desde lo más profundo de sus entrañas. Para interpretar el rol del discípulo,
se eligió acertadamente al también poeta Marc Barbé, familiarizado con el doloroso
trabajo de la escritura poética.
Premiada
en el festival de Cannes y devenida un film de culto para los adoradores
lectores de Artaud, En compagnie
d’Antonin Artaud narra la historia de dos que transitan una ciudad en
sombras, de bares llenos de humo y ambiente tenso, en busca de la obra que
redima la existencia de su autor, una obra siempre incompleta, que nunca
termina de satisfacer lo que se espera de ella y que nunca detiene su génesis,
que causa y, por un instante tan solo, alivia la angustia en la que se sumerge
el escribiente, esa obra que sustenta y a la vez vampiriza la vida, condenada
así a deambular entre la locura y el frágil éxtasis al que conduce la creación
artística. Prevel ve caminar velozmente a Artaud, lo observa escribir
incansablemente y se pregunta si el explosivo poeta aún vive. Por lo contrario,
el fascinado seguidor no puede escribir pero jamás se había sentido tan vivo,
iluminado por la presencia del energético mago. Igual que él, Mordillat se
propone ser el autor de una obra salvajemente violenta que, incapaz de dar
tranquilidad, hiere a sus lectores para que, al igual que Prevel, sientan fluir
más intensamente en lo más profundo de su ser eso que llamamos vida.
La alteración del signo. Dos
películas basadas en la novela Los hombres que no amaban a las mujeres (Män som hatar kvinnor, 2005) de
Stieg Larsson.
Los hombres que no
amaban a las mujeres (Män som hatar kvinnor). Dirección: Niels Arden Oplev. Suecia, 2009. Guión: Nicolaj
Arcell y Rasmus Heisterberg. Elenco: Michael Nyqvist, Noomi Rapace, Lena Endre,
Sven-Bertil Taube, Peter Haber, Peter Andersson, Marika Lagercrantz, Ingvar
Hirdwall, Björn Granath, Ewa Fröling.
La
chica del dragón tatuado (The Girl with the Dragon Tattoo). Dirección:
David Fincher. EEUU, 2011. Guión: Steven
Zaillian. Elenco: Daniel Craig, Rooney Mara, Christopher Plummer, Stellan Skarsgård, Robin Wright Penn, Steven Berkoff, Yorick van Wageningen, Goran Visnjic, Geraldine James, Joely Richardson, Embeth Davidtz, Alan Dale, Inga Landgré, Mats Andersson, Eva Fritjofson, Donald Sumter, Elodie Yung, Ulf Friberg, Julian Sands, Arly Jover. Por Virginia P. Forace,
Prof. en Letras (UNMdP).
Parafilia, corrupción y una antisocial antiheroína
moderna
Los hombres que no amaban a las mujeres del director Niels A. Oplev, descubre al espectador
una Suecia oscura, corrupta y perversa. La decadencia de una sociedad -en
apariencia ordenada y civilizada- eclosiona política, social y sexualmente para
dar nacimiento a una entidad enferma.
Un
periodista desacreditado, Mikael
Blomkvist, emprende una investigación privada sobre una de las castas
más prestigiosas del país por pedido de la propia cabeza de familia, el anciano
Henrik Vanger. Obsesionado con la
desaparición de su nieta, Harriet Vanger, ocurrida 40 años atrás, contrata a
Blomkvist para reabrir una vieja herida familiar: seguro de que ella está
muerta y que uno de los Vanger es el responsable, intenta encontrar algunas
respuestas antes de morir. La investigación descubre una familia sumergida en
oscuros secretos, donde la misoginia de unos se mezcla con un encubierto pasado
nazi de otros, y con algunos perturbadores asesinatos con connotaciones
pseudo-religiosas.
La película sigue fielmente la atmósfera densa y
sombría propuesta por Stieg Larsson
en el primero de sus libros –la trilogía de Millennium se completa con La chica que soñaba con una
cerilla y un bidón de gasolina y La reina en el
palacio de las corrientes de aire— logrando dar vida a una de sus grandes creaciones: el
personaje de Lisbeth Salander: una asocial hacker de 24 años con increíbles
habilidades en informática y memoria fotográfica. Inhabilitada legalmente por
hechos ocurridos en su infancia –sólo sugeridos en flash back oníricos-, la
joven es una persona aislada del cuerpo social tanto por su apariencia –punk,
sombra recargada, piercing y tatuajes enfundados en un vestuario oscuro que
desconoce el algodón- como por su actitud: retraída, silenciosa, insolente y
arisca.
En principio la narración se encuentra dividida entre
los dos protagonistas: Blomkvist investiga la desaparición de Harriet en la sofocante isla donde
reside el clan Vanger, mientras Lisbeth afronta sus propios problemas con su
nuevo tutor legal,
Nils
Bjurman, sádico perturbado que intentará controlarla de todas las formas
imaginables.
La película parece alcanzar su punto más oscuro con
la violación a la protagonistas y su posterior ajusticiamiento –mostrados sin
miramientos y con una crudeza digna del mejor cine europeo-, pero queda mucho
más por descubrir cuando finalmente las dos historias se enlacen, y Lisbeth y
Mikael unan sus esfuerzos –y otros aspectos más físicos– para hallar a un
asesino en serie de mujeres, que aúna en una misma y turbadora historia
costados antisemitas, incestos de varios tipos y cierta xenofobia latente.
El film cuenta con excelentes actuaciones,
especialmente de Noomi Rapace (Lisbeth Salander), y un buen
trabajo del director que sabe crear la atmósfera propicia para disfrutar de una
extensa investigación al mejor estilo del género policial negro.
Por su parte, la historia, al igual que el libro,
intenta ir más allá de algunas escenas de violencia explícita; la reflexión se
produce sobre una sociedad que ha preferido olvidar su pasado fascista y que
oculta una violencia de género perturbadora. El personaje de Salander plantea
no sólo el abuso sobre un individuo de un sistema jurídico, sino también la
persecución social a lo diferente: la escena del ataque en el subte efectuado
por cuatro hombres sólo porque ella se ve como una “freak” y la consiguiente
indiferencia del resto de los transeúntes, dice mucho más de la sociedad sueca
que de la problemática vida de la protagonista.
Lisbeth, signo de la diferencia y marginación, altera
la primera imagen que tenemos de ella (hostil e inteligente), agregándole
nuevos matices a su compleja personalidad: víctima de un sistema que la reduce
en sus derechos y la oprime con sus agentes, logrará sobreponerse y resolver
las afrentas contra ella por sus propios medios. Una versión desviada de la
justicia, que parece perfectamente aceptable en este universo corrompido, se
manifiesta en los actos de esta antiheroína que responde a la violencia con
violencia, y al fraude con robo. El film no busca que el espectador ejerza un
juicio moral sobre sus actos, pero hay cierta satisfacción oculta en este ojo por ojo… esperable luego la sucesión de
los acontecimientos. Lisbeth libera los oscuros deseos que más de un espectador
engendra; nos muestra un sujeto diferente, que subvierte el acostumbrado
desenlace simplón y justiciero, y que logra prevalecer a pesar de estar “fuera
de la ley”.
El cambio de signo
A
sólo dos años del lanzamiento del film de Oplev, Hollywood codicia una parte de
ese éxito internacional alcanzado, y estrena una remake impecablemente lograda, pero sin demasiadas novedades que
superen a la primera versión. ¿Qué necesidad sienten, entonces, los
norteamericanos de tomar exitosos guiones y volverlos a filmar con el estilo
que les es propio? Parece inexplicable, pero hay una tendencia sistemática. La
exitosa comedia inglesa de la BBC Coupling
es un buen ejemplo de esto: comprada, reescrita y deformada se estrenó en EEUU
con un elenco nacional y un fracaso asegurado.
Hay
que admitir que no ocurre lo mismo con el film de David Fincher, ya que este
director logra mantener muy bien el tiempo
narrativo de este triller policial, acompañado de excelentes actuaciones y una
fiel mostración de las escenas más cruentas, atípico del gusto hollywoodense,
más acostumbrado a ciertos eufemismos o insinuaciones.
El guión parece desarrollarse punto por punto a la par
que el de la versión sueca; sólo dos elementos –en apariencia, insignificantes—
deben ser relevados en esta nueva adaptación: en primer lugar, la mostración detallada del plan que
lleva a cabo Lisbeth para robar al corrupto Hans-Erik Wennerström –responsable de la condena a Blomkvist por
medio de una trampa— y ganar cierta ansiada libertad; en segundo lugar, se
explora la sensibilidad de Lisbeth al mostrarla enamorada de su compañero de
investigaciones.
Estas
escenas, si bien son más fieles al libro de Stieg Larsson –que ahonda
la complejidad psicológica del personaje también en sus relaciones
sentimentales—, resignifican al personaje de Salander respecto de la versión
sueca. En esta, el director
prefería sugerir y condensar: los preparativos del crimen, el
disfraz de mujer adinerada, incluso el resultado mismo, todo era sugerido en
apenas un cuadro: la foto de una Lisbeth rubia saliendo del Banco, sólo
reconocida por Blomkvist, quién reía de satisfacción al unir las piezas. El
espectador tenía una función más activa y debía relacionar las diversas pistas
de la escena —el anuncio de la noticia en el noticiero, la imagen de la joven,
la risa de Mikael— para obtener un sentido conclusivo del film. Por el
contrario, en la versión de Fincher, varias escenas muestran paso a paso el
robo, desde la idea misma, hasta resultado final. Lo que fue condensado por
Opley en una escena, aquí se explica durante varios minutos, como si el público
necesitara las cosas previamente dirigidas.
En
segundo lugar, con el desarrollo explícito de la relación entre Lisbeth y
Mikael, y el posterior desengaño, se introduce un elemento casi obligatorio en
todos los film norteamericanos: el sentimentalismo amoroso. No importa si el
protagonista es un asesino en serie o un despiadado hombre de Wall Street,
siempre tendrá en su historial ciertos afectos que lo conmueven, algunas
relaciones que, si bien fracasadas, lo acercan a lo humano. Algo similar ocurre
con la Salander de Fincher: el misterio se vuelve humano, aprehensible.
Para
comprenderlo debemos leer al personaje como un objeto significativo: ¿qué
representa Lisbeth para un público masivo? ¿Qué reacciones y asociaciones
despierta? La primera reacción del espectador promedio es de rechazo: ella
escandaliza al gusto “normal” con su ropa, con su actitud, con su inteligencia.
Su talento es justamente lo que más perturba: la punk bisexual y asocial
Lisbeth no es simplemente retraída, es brillantemente diferente. La diferencia en todos sus aspectos respecto de lo normal – imaginaria normalidad
naturalizada por el propio movimiento de la representación— se cristaliza en su
fuerza intelectual: es victima, pero también puede ser victimario gracias a su
conocimiento; está oprimida por un sistema, pero puede darlo vuelta y liberarse
con unos movimientos de su mano. Ella está rodeada por un aura de misterio casi
mágico: no comprendemos del todo a Salander porque para el sujeto normal el hacker posee conocimientos secretos y
peligrosos, posibilidades superiores al hombre común que le permiten transitar espacios prohibidos, abrir todas las
puertas y cerraduras, subvertir el sistema. Lisbeth no es un riesgo porque
desconozca la escala cromática, sino porque puede ir más allá y mágicamente transformar el mundo.
La
versión de Fincher, con sus escenas agregadas al final, anula justamente esta
connotación maravillosa: mostrar a una Salander que debe pedir dinero prestado,
comprar una peluca, maquillaje y ropa elegante para disfrazarse y concretar su
crimen, cancela el misterio, y no sólo eso, la trivializa: no es la
incomprensible genio que mágicamente
logra sus objetivos, sino la prosaica ladrona con un plan realizable y una
ejecución posible. El misterio ha caído: Lisbeth es una de nosotros.
Lo
mismo ocurre con su explícito sentimentalismo: en la versión sueca, Lisbeth usa
a Mikael como un objeto con el que termina encariñándose, pero del cual tiene
prohibido enamorarse. Ella elige otra opción porque su pasado así se lo ha
hecho entender. En la versión norteamericana, por el contrario, Lisbeth se
enamora: sus barreras caen frente a ese hombre idealista y humano que se atreve
a indagar en su pasado. Lo diferente de este personaje, lo que producía
rechazo, se normaliza bajo esta operación: debajo esa tonelada de sombra de
ojos y ese manojo de pelo erecto, sólo se esconde una chica que quiere amar a un hombre.
El
desengaño amoroso que se muestra en la escena final, cuando Lisbeth arroja el
regalo navideño de Mikael –largamente meditado y cuidadosamente elegido— a la
basura, luego de verlo alejarse abrazado a su antigua amante, no hace más que
ratificar la normalización efectuada: nada logra ese efecto tranquilizador en
el espectador como una desilusión amorosa: ella es como todos nosotros. De esta forma, Lisbeth no elige irse de la ciudad sin despedirse
(como lo presentó Opley), debe irse
porque su primer opción se aleja con otra. La elección, finalmente, no es de
Lisbeth, es de Mikael.
La última película de
Bresson. El dinero (L’Argent). Dirección: Robert Bresson. Inspirada en
la novela El cupón falsificado de Lev Tolstoi. Francia-Suiza, 1983. Guión: Robert
Bresson. Elenco: Christian Patey, Sylvie van den
Elsen, Beatrice Tabourin, Vincent Risterucci, Michel Briguet, Caroline Lang. Por Adam Gai: Licenciado en Letras por la Universidad
de Buenos Aires y Doctor en Letras por la Universidad Hebrea de Jerusalén. Su
tesis de doctorado: Ironía y lirismo en la obra narrativa de Juan Rulfo
recibió el premio Rosario Castellanos 1980-1981.
L’Argent (1983) fue la última película que dirigió Robert Bresson y es una de las mejores. Está inspirada en una novela corta de Lev Tolstoi, El cupón falsificado, que se publicó póstumamente en 1911. La versión cinematográfica suprime en gran medida la segunda parte de la novela y descarta la ideología de pecado y redención que tiñe la obra del escritor ruso. Interesado por los temas religiosos en la mayoría de sus películas, Bresson expone aquí un mal, no de procedencia metafísica, sino provocado por la conducta corrompida de los seres humanos. Un dinero falso que pasa de mano en mano provoca la destrucción de un hombre, en un principio honesto, pero no dispuesto a ser flexible frente al daño que se le infiere, en tanto que un dinero genuino acalla la conciencia de los verdaderos culpables y hasta sirve para salvarlos. La obsesión de recobrar un dinero que le corresponde con justicia, (le han pagado con billetes falsos) lleva a Ivon, el protagonista, a complicarse en el robo de un banco y finalmente a cometer un asesinato en serie de personas inocentes. En la novela de Tolstoi son dos los personajes que encarnan la trayectoria de Ivon: un vendedor de leña, Iván Mironov, convertido en ladrón de caballos, después de haber sido engañado con un cupón falsificado y el alguacil Stepan quien siendo víctima de uno de los robos mata al ladrón. La serie de crímenes que Yvon comete en la película, son realizados en la novela por el alguacil. Bresson hace de los dos personajes mencionados uno (Ivon), suprime personajes importantes de la novela y reduce las historias de aquellos que eligió incluir. En su libro de consejos a cineastas, Notes sur le cinématographe, Bresson sostiene que “Cuando un violín es suficiente, no hay que emplear dos”. Efectivamente la condensación y la contención son procedimientos fundamentales de la película.
Si
Tolstoi muestra la relación brutal de campesinos y amos en la época
zarista, Bresson traslada los personajes a París de la Francia contemporánea.
Ivón es empleado de una compañía proveedora de combustible y no un leñador.
Reminiscencias del escenario campestre, sólo aparecen hacia el final de la
película cuando la acción se traslada al suburbio donde vive la mujer que
brindará asilo a Ivon, y a la que éste matará sin razón explícita. Tolstoi es
mesurado en la descripción de los personajes, pero se extiende en la narración
de sus acciones y pensamientos. Bresson, por su lado, nos hace prestar atención
a la vestimenta, a la manera de caminar, neutralizando los tonos de voz de los
actores y dejando al espectador la tarea de reconstrucción, en este caso
múltiple, de los móviles y de la vida interior de sus criaturas A veces
son los objetos los que se convierten en factores dominantes, ocupando la escena
y resaltando por medio de su mudez o, más a menudo, por medio de su sonido, la
atmósfera inquietante de la historia: el pasillo vacío del subte como a la
espera, el hacha sobre el heno anticipando la comisión de los últimos crímenes,
el crujido de los billetes de banco subrayando el carácter perturbador de las
transacciones, el sonido chirriante de las puertas de la cárcel
abriéndose y cerrándose con un golpe. Los ruidos de los vehículos, de los pasos
de la gente o el murmullo del río, compiten con los diálogos escasos y
recortados y con los silencios de los personajes. La persistencia de los ruidos
los convierte en testigos y tal vez en un coro que comenta los sucesos.
Si en la novela de Tolstoi, la mujer que va ser asesinada amonesta al
criminal -”Oh qué gran pecado, cómo puedes… Ten piedad de ti. Destruir el
alma de alguien… y aun peor la tuya propia” -, en la escena similar de la
película, la mujer sólo lo observa en silencio y por un instante, sin
manifestar sorpresa o zozobra. No hay música de fondo en la película (la única
que se escucha es una música diegética que toca al piano uno de los
personajes). Bresson advierte en su libro: “nada de música de acompañamiento,
de sostén o de refuerzo”.
El
uso de la sinécdoque (la parte por el todo), recurso habitual de este director,
no sólo pone énfasis en el campo visual propio del cine, sino que incrementa la
tensión y transgrede las jerarquías habituales de personajes y objetos dentro
del enfoque cinematográfico. Bresson señala que el procedimiento de fragmentación
es indispensable: “Ver los seres y las cosas en sus partes separables. Aislar
estas partes. Volverlas independientes a fin de darles una nueva
dependencia”. Conocemos a Ivon primero por sus guantes de trabajo y su
uniforme, sólo después lo veremos de cuerpo entero. Otro recurso frecuente es
el de la metonimia (el efecto por la causa). No vemos el hachazo a la mujer,
sino el arma golpeando la lámpara y las gotas de sangre salpicando la pared.
“Que la causa siga al efecto y no lo acompañe o lo preceda”, dice Bresson; de
este modo la impresión sobre el espectador puede ser más intensa que si se le
hubiese mostrado directamente el delito.
En su
tratamiento de la fe, la película y la novela difieren casi totalmente, por
ejemplo, Ivon le pregunta a la mujer que lo alberga, si espera un milagro, ella
le contesta: “no espero nada”. En la novela, ella y la mayoría de los
personajes están fascinados por la posibilidad de una salvación que creen
recompensará su devoción y sus buenos actos. Stepan, en la prisión, modifica su
conducta por influencia de un predicador y de la lectura de los Evangelios. En
Bresson, las escasas alusiones a la divinidad están en boca de la mujer “Si yo
fuera Dios perdonaría a todo el mundo” y - heréticamente-, en boca de uno de
los presos: “Oh, dinero, Dios invisible, que no haríamos por ti”. Si en Tolstoi
los delincuentes pueden ser perdonados, en L´argent, el destino es tan
intransigente como el protagonista.
Formas
del Decamerón en el cine. Dos
películas. Tres historias de amor (Decameron nights). Dirección: Hugo
Fregonese. Basada en El Decamerón de
Giovanni Boccaccio. Estados Unidos-Reino Unido, 1953. Guión: George Oppenheimer,
Geza Herczeg. Elenco: Joan Fontaine, Louis Jourdan,
Godfrey Tearle, Joan Collins, Binnie Barnes, Meinhart Maur, Gordon Whiting, Gordon
Bell, Van Boolen, Melissa Stribling, Stella Riley, Mara Lane, Gérard Tichy, Carlos
Villarías.
Boccaccio
70.
Dirección: Mario Monicelli, Federico Fellini, Luchino Visconti, Vittorio De
Sica. Basada en El Decamerón de Giovanni Boccaccio. Italia, 1962. Guión: Giovanni
Arpino, Suso Cecchi d’Amico, Italo Calvino, Ennio Flaiano, Tullio Pinelli,
Federico Fellini, Brunello Rondi, Luchino Visconti, Goffredo Parise, Cesare
Zavattini. Elenco: Germano Gilioli, Marisa Solinas, Peppino de Filippo, Anita
Ekberg, Antonio Acqua, Eleonora Nagy, Dante Maggio, Donatella Della Nora,
Giacomo Furia, Alfredo Rizzo, Alberto Sorrentino, Monique Berger, Romy
Schneider, Tomás Millán, Romolo Valli, Sophia Loren. Por Luis Ángel Gonzo: estudiante de Letras (Universidad
de Buenos Aires).
En
una de las tantas ediciones en español del Decamerón,
en este caso una antología de la editorial Austral, del 2001, Anna Girardi,
autora de la introducción del volumen, enumera algunas de las variadas y
dispares evocaciones a las que el nombre de Boccaccio y su obra más conocida
dan lugar: vinos típicos toscanos, boliches, composiciones musicales, calles y
pasajes, páginas web; sus orígenes, diversos, abarcan desde Italia hasta
Bélgica y Canadá. Entre estas pervivencias y reelaboraciones del Decamerón está la película homónima de
Pasolini, y podrían estar las dos películas que ocupan esta reseña: Decameron nights (Fregonese, 1958) y Boccaccio 70 (Monicelli, Fellini,
Visconti, De Sica, 1962).
Aunque
próximas en su cronología, las distancias entre ambas películas abarcan tanto
la geografía y contexto de producción como la dimensión estética puesta en
juego por sus narraciones. Decameron
nights fue realizada en Estados Unidos, que es Hollywood, por el director
argentino Hugo Fregonese. Su adaptación selecciona tres relatos del libro de
Boccaccio: de la segunda jornada, el noveno (la historia de Bernabó de Génova,
que engañado por Ambruogiuolo pierde sus bienes y ordena matar a su esposa
inocente; ésta se salva y vestida de hombre entra al servicio del sultán;
encuentra al engañador y se lleva a Bernabó a Alejandría donde, tras castigar
al engañador, vestida de nuevo de mujer, ambos regresan ricos a Génova) y el
décimo (la historia de Paganino de Mónaco, que le roba la esposa a Ricciardo de
Chínzica, el cual, sin saber dónde está ella, va y se hace amigo de Paganín; y
al pedirle que se la devuelva, aquel se la otorga sólo si la mujer accede; ella
no quiere regresar, de modo que cuando muere Ricciardo se convierte en la
esposa de Paganín); de la tercera jornada, el noveno (la historia de Giletta de
Narbona, que le pide al rey de Francia a Beltrán de Rosellón como marido, quien
al casarse con ella contra su voluntad, se marcha ofendido a Florencia; allí él
corteja a una joven y Giletta se acuesta con él en lugar de la otra, con lo
cual tienen dos hijos y él la acepta como esposa). Su puesta en escena, que
conserva la estructura de historias enmarcadas que constituye al Decamerón, puede señalarse
“biografista”: las tres narraciones adaptadas son introducidas no por los
jóvenes que escapan de la peste en el libro, sino por el mismo Bocccaccio
(interpretado por un Jourdan cuyo esbelto físico o vuelve absurdas las
menciones documentales de la gordura y las dificultades corporales de Boccaccio
o es inverosímil, calculadamente inverosímil él mismo en su personificación; o
ambas cosas a la vez). El autor, del libro a la película de Fregonese, pasa del
proemio, las introducciones y la conclusión a la diégesis de la que ahora forma
parte: aparece allí en busca de Fiametta (la mujer napolitana y supuesto amor
que envuelve la figura del autor a pesar de carecer de cualquier sostén
documental salvo algunas menciones en textos suyos, de ficción), llega a donde
están ella y sus amigos refugiados de la invasión y la peste. Allí cuenta sus
historias. Por supuesto, lo que prevalece en ellas no es el sentido satírico de
la moral y las convenciones (sociales, artísticas, etcétera) sino más bien la
agotadora e inagotable tentativa de representación del tensionado binomio
mujer-hombre, hombre-mujer: lealtades, traiciones, deseos y disputas en el
marco de peripecias y aventuras. Boccaccio habla con Fiametta y sus amigos;
relata las historias del Decamerón
con el propósito de seducirla –o de estar con ella o seducirla como quien no
quiere la cosa, porque lo cierto es que ella rechaza su estadía allí a menos
que él se comprometa a no incomodarla con sus pretensiones, como lo hace a fin
de cuentas, o sea que Boccaccio aparece primero como un pesado y al fin como un
vivo, porque se sale con la suya, o sea termina besando a Fiametta. Lo que no
queda claro entonces es qué consistencia se le da a la figura femenina, que
parece ser una vaga voluntad, cierta ausencia de deseo propio, un bien
conseguido a fuerza de insistencia; cualidades todas dispuestas por una
brutalidad insospechable y hasta refutada en los relatos del Boccaccio
histórico. De modo que en la película las historias relatadas por el autor
funcionan como “ilustrativas” y como acercamientos. La uniformidad del tópico
desarrollado en el film, el juego de proyecciones entre las diferentes
historias, la que enmarca y la enmarcada, se ve particularmente en que son los
mismos actores los que interpretan cada nuevo personaje de cada nuevo relato
introducido en el film. De lo que puede tomarse de esas obras llamadas
clásicas, como el Decamerón, en la
película de Fregonese prevalece eso que suele designarse tan elocuentemente con
la palabra “fondo”: “el fondo” de la historia, esto es cierta idea del
“contenido” o el “argumento” del discurso, concebido de forma equívoca como
desligado de la forma; pero también el “fondo” como lo monetario, económico,
una cuestión de fondos, lo que vende: la historia de amor (el trailer lo
anuncia con enormes letras amarillas: “las mejores historias de amor”); incluso
si uno está con poca paciencia podría referirse la palabra “fondo” a una
direccionalidad peyorativa, “tocar fondo”.
Boccaccio 70, por su parte, fue realizada en Italia y está
compuesta por cuatro episodios, mediometrajes, dirigidos cada uno por
directores de renombre hoy y entonces. En este film, la cuestión “de fondo”
también aparece, sobre todo en dos sentidos: en lo referente a lo estético, al
hecho de la adaptación que el título evoca, se podría decir que lo que se
adapta de Boccaccio es en cierta forma un tono, entre pícaro y satírico, cierto
uso crítico de las narrativas psicológicas y de costumbres; y, por otra parte,
en referencia a lo económico: un film compuesto por cuatro historias dirigidas
por directores reconocidos, lo cual garantizaba, se supone, el éxito
–económico, o sea las ventas– en las salas. En su desarrollo, además, pueden
verse algunas postales del cambio de época en Italia: desde el cambio de los
paisajes urbanos y los espacios comunitarios (panorámicas de terrazas
iluminadas por carteles publicitarios, fábricas anónimas, transportes públicos
llenos, lugares públicos de entretenimiento) hasta los impactos que estos
cambios y sus condiciones de realización tienen en la vida de los ciudadanos
protagonistas. La primera de las historias, dirigida por Monicelli e inspirada
en relatos de Calvino y Manzoni, es “Renzo y Luciana”: una joven pareja de
trabajadores que se ven obligados a ocultar su casamiento para no ser
expulsados del trabajo. Luciana, a la vez, es seducida por su jefe –torpe, por
momentos insoportablemente, como suelen ser las tentativas de un hombre de
poder sobre su personal subordinado–, al que rechaza. En este episodio, la
incompatibilidad amor-trabajo, regida directamente por la voluntad de progreso
económico y aumento de consumo, no encontrará cuartel sino en la inversión
horaria, con Renzo trabajando de noche y acostándose a la mañana, cuando
Luciana se levanta a trabajar; o sea cierta forma de unión y desunión, de
alguna manera un final no muy optimista. El segundo episodio, dirigido por
Fellini, es “La tentación del doctor Antonio” y narra las escandalizadas
reacciones conscientes e inconscientes de un puritano ante un cartel
publicitario; su tono, su registro satírico y crítico es el más cercano, en
cuanto a efectos, creo, al Decamerón.
El tercer episodio, “El trabajo”, dirigido por Visconti, cuenta la historia de
una mujer que descubre que su marido se la pasa con “mujeres de compañía”, y a
partir de entonces comienza a cobrarle, ella también, por representar su papel
en el matrimonio. El último episodio, “La rifa”, dirigido por De Sica, una
joven vinculada a un negocio en declive pone su cuerpo como premio en una rifa
para remontarlo.
Podría
decirse que a pesar de las diferencias estéticas, ambas películas comparten
cierta especulación como producto de la industria cultural, la de Fregonese con
un estilo de drama empático masivo despojado de los alcances críticos y
satíricos de la narración de Boccaccio, y la de Monicelli, Fellini, De Sica y Visconti
con un efecto ciertamente contrario.
Balas, plumas y cámaras...las armas de la
revolución. Operación masacre. Dirección:
Jorge Cedrón. Basada en el texto homónimo de Rodolfo Walsh. Argentina, 1972.
Guión: Jorge Cedrón,Rodolfo Walsh. Elenco: Norma Aleandro, Ana María Picchio, Víctor Laplace,
Raúl Parini, Carlos Carella, Carlos Antón, Luis Barrón, Sara Bonet, Martín
Coria, José María Gutiérrez, Walter Vidarte, Julio Troxler. Por Magda Hernández M:
Comunicadora Social, Universidad del Valle (Cali, Colombia). Estudiante de la
Maestría en estudios de cine y teatro latinoamericano y argentino (UBA).
El texto periodístico Operación masacre, escrito en 1957, se convirtió quince años después en un filme con una importante utilización política. Su paso de las letras al cine, realizado por el mismo autor, no hace de éste un proceso transparente en el que la película recree el texto literario o sirva para pintar en imágenes las palabras. Este proceso es una verdadera reelaboración que toma como punto de partida los hechos narrados en el texto para construir un nuevo universo de sentido, un verdadero llamado a la lucha.
Argentina,
1955. El general Juan Domingo Perón se erigía como presidente de un país
envuelto en opiniones polarizadas. El 16 de septiembre de ese año, estalla en
Córdoba un levantamiento militar –la “Revolución libertadora”- que buscaba
derrotar a Perón y a su régimen, caracterizado por sus opositores como
dictatorial y totalitario. La Revolución Libertadora vence y el peronismo es
proscripto. El 9 de junio de 1956 se lleva a cabo un levantamiento contra la
dictadura que es rápidamente sofocado. En un basurero de la zona de José León
Suárez varios civiles son fusilados, unos cuantos logran salvar sus vidas y
escapar.
La
historia de esta masacre llega a oídos de Rodolfo Walsh: un escritor,
periodista y traductor. Según las propias palabras de Walsh, fue la
investigación de la masacre la que le permitió establecer una profunda relación
con la esfera social y política de su época, que lo llevó a dejar en segundo
lugar la pluma, en busca de armas más eficaces para la revolución.
Del
27 de mayo al 29 de julio de 1957 apareció publicada en la revista “Mayoría”, Operación masacre, dividida en un total
de 9 notas. Ese mismo año es publicada en su totalidad en formato libro.
Operación masacre, el texto periodístico, está construido con total
minuciosidad. La narración en tiempo presente da a la historia la fuerza de lo
que ocurre “aquí y ahora”. La reconstrucción de los hechos alude a un vasto
compendio de fuentes, pero esta característica no enmascara un proceso de
producción en el que subyacen dudas, vacíos en la investigación, preguntas sin
resolver. La historia no está completa y esto se explicita en el relato,
brindando al lector un entramado construido desde múltiples voces. Si hay un
calificativo que se pueda utilizar para referirse a Operación masacre, sería “honestidad”.
La
narración crea un panorama general, sin enfatizar en ningún personaje,
mostrando simpatía por las víctimas en virtud de su humanidad y no de sus
creencias o ideales, haciendo visible la fractura de una sociedad que tras una
fachada de calma esconde las peores atrocidades. Esta “coralidad” -en la
multiplicidad de las fuentes, de las voces, de los puntos de vista- es
precisamente la que se abandona al realizar la transposición en la película.
Quince
años separan el texto periodístico de la obra fílmica. Esta distancia temporal,
sumada a los cambios tanto en el pensamiento de Walsh como en la función que se
le asigna al cine en ese momento (el cine se había convertido en un arma –a la
manera de un fusil o una granada- a la que muchos otorgaron la tarea de mostrar
realidades, comunicar ideologías, encender ánimos y propiciar cambios), dan
como resultado un verdadero trabajo de producción de un nuevo discurso.
No
es el mismo Walsh de 1957 el que, junto a Jorge Cedrón, escriba el guión de la
película en 1970. En quince años, Walsh adhirió al peronismo y se vinculó luego
a la lucha armada a través de “Montoneros”. Si al escribir el libro estaba
convencido de la atrocidad de los crímenes cometidos, al escribir el guión
pensaba en la lucha como en una respuesta ineludible ante la tragedia.
Operación masacre, la película,
inicia con el plano general del basurero de José León Suárez. A lo lejos vemos
una figura difícil de distinguir, un hombre que se levanta y se aleja. Luego, a
través de su propia voz, recorremos la memoria de quien será testigo,
protagonista, sobreviviente y narrador de esta fatídica historia, Jorge
Troxler. Pero una imagen nos muestra que habrá un segundo narrador,
omnisciente, una mano invisible que dará cuenta de aquellas cosas que Troxler
no sabe, como por ejemplo, que él no era el único sobreviviente.
Así, la película recurre a estos dos relatos
que se intercalarán durante todo su desarrollo: por un lado la historia de los
fusilamientos, por otro, la posibilidad de reflexionar sobre el porqué de estas
atrocidades y sobre la necesidad de una respuesta. Estos dos relatos recurrirán
a su vez a los dos narradores: la voz de Troxler reconstruye los hechos
preliminares, la detención y la ejecución. Es Troxler también el encargado de
introducir reflexiones con respecto al peronismo -definiéndolo y explicando el
papel que empezó a desempeñar tras la proscripción-, todas estas inexistentes
en el texto periodístico. Pero la mirada de Troxler-incompleta debido a su
posición de testigo y protagonista- es entrelazada con la visión y la
focalización de ese narrador omnisciente que nos da acceso a las historias de
vida de los personajes, a imágenes de archivo, permitiéndonos construir
sentidos inexistentes en el texto literario.
La
cámara enfatiza enormemente el uso de los primeros planos de los rostros de los
personajes, de esta forma el espectador se convierte casi en un personaje más, en
testigo de las miradas de complicidad entre los protagonistas, empezando a ser
partícipe de ese universo, lo que se convertirá –con el transcurrir de la
película- en cercanía emocional e identificación.
En
el texto fílmico, la ambigüedad y las dudas del texto literario desaparecen, no
se da cuenta de la búsqueda de información ni de las fuentes a las que se
recurre, la coralidad del discurso periodístico se deja de lado para dar paso a
un discurso mucho más unívoco. El objetivo es evidente: por un lado, ejercer
una función didáctica, que da cuenta de todo el contexto socio-político de la
época y, por el otro, sembrar las banderas de una necesaria lucha
revolucionaria. resulta evidente casi desde el inicio, cuando vemos imágenes de
las personas que fueron fusiladas superpuestas a la voz en off de Troxler
explicando: “Nuestro objetivo era reunir a los compañeros para ir a Plaza de
mayo y pedir la vuelta de Perón, igual que en Octubre de 1945 y
excepcionalmente, alguna tarea de sabotaje. La mayoría de nosotros estábamos
desarmados, alguno que otro tenía un revólver. Esperábamos, esperábamos la hora
en que nos iban a devolver una nación socialmente justa, económicamente libre y
políticamente soberana”. Si regresamos al libro, recordaremos que muchos de los
personajes que vemos en esta secuencia no eran necesariamente militantes
peronistas, o al menos partiendo de los
datos arrojados por la investigación, no es posible estar seguros. Pero la
película sugiere que sí eran peronistas, que sí sabían del levantamiento y que
participaron de una u otra forma en este.
La
mostración de la muerte es otro elemento que cumple un papel fundamental en la
creación de una atmósfera trágica que deviene revolucionaria: tras el inicio,
de inevitables tintes trágicos, presenciaremos la repetición de los
fusilamientos en diversos momentos del relato, transformando su sentido en cada
uno de estos. Estas imágenes sirven primero para narrar las muertes en el
basurero de José León Suárez, pero luego serán comparadas con otras muertes de
militantes (al ser yuxtapuestas con imágenes de desaparecidos) y –después- el
mismo sonido de las armas de los verdugos se oirá sobre imágenes de lucha, de
revolución, de levantamientos sociales. De esta forma, el sentido avanza desde
la muerte, fatal e inexorable, hasta el planteamiento de la revolución como una
verdadera posibilidad de reacción. Esta se convierte en una respuesta casi
inevitable, un llamado que el espectador no debe rechazar.
Un
relato paranoico. Paranoid Park. Dirección:
Gus van Sant. Basada en la novela homónima de Blake Nelson. Estados Unidos, 2007. Guión: Gus van Sant. Elenco: Gabe
Nevins, Taylor Momsen, Jake Miller, Dan Liu, Lauren McKinney, Scott Green. Por Alejo Janin: Licenciado en Artes Combinadas
(UBA).
Paranoid
Park es una invitación; nosotros, como espectadores, tenemos el derecho de
aceptarla o no. Una invitación a una travesía sin mayores hazañas y con pocos
elementos épicos, con un antihéroe como principal protagonista, donde el eje
del conflicto dramático es desplazado continuamente y, por ende, pierde la
pregnancia que tiene en el relato clásico. Al igual que en tantos de sus otros
films (Drugstore Cowboy, Mi mundo privado, Elephant y Last Days), el
prolífico director estadounidense Gus van Sant aborda la temática de “jóvenes
errantes”, que divagan en un mundo sin rumbos fijos, a la deriva. En Paranoid Park, Alex, un joven abúlico,
pasa sus días montado a su skate, paseando por la ciudad. El film de van Sant
está basado en la novela homónima del escritor norteamericano Blake Nelson. La
obra literaria, al igual que la película, está narrada en primera persona, con
un tono confesional, pero con el reparo que en la novela el protagonista
permanece sin nombre, quizás un modo astuto para reforzar la crisis de
identidad del personaje.
En la primera secuencia del
film se pueden observar varios de los recursos formales que se desarrollaran a
lo largo de todo la película. El primer plano, luego de los créditos, muestra
la mano de Alex escribiendo “Paranoid Park” en un cuaderno. Desde este primer
plano del film se establece la importancia de la narración delegada en el
personaje protagónico: lo escrito se encuentra en el límite entre lo diegético
y lo extradiegético, ya que, al ser el plano que abre el relato, puede ser
interpretado como un rótulo propio de los créditos del film, haciendo coincidir
en este hipotético caso la estructura del film con la estructura del relato
escrito por Alex. ¿Acaso estos escritos del protagonista devendrán en la novela
de Blake Nelson? Esta pregunta permanece sin una respuesta concluyente a lo
largo del film, ya que el espectador no tiene acceso directo a aquello que Alex
escribe en su cuaderno, sino que la escritura está mediada por la voz over del
protagonista y por las imágenes que reconstruyen determinados pasajes de la historia
que rememora.
Si aseveramos que el relato
tiene un tono un tanto aséptico y monocorde (no por ello poco entretenido) no
debemos dejar de lado un hecho que trastoca y hace tambalear a la narración: es
la escena en la que Alex, en un acto de fuga, provoca accidentalmente la muerte
de un guardia de seguridad. Este suceso atormenta la conciencia del
protagonista de un modo obsesivo, y, al mismo tiempo, logra desencajar la
estructura del relato, generando un desorden paranoico, que en manos del
narrador se traduce en alteraciones temporales a lo largo de todo el film. Dice
el propio protagonista: “Estoy mezclando el orden al escribir. Lo siento, pero
no soy bueno en redacción. Algún día, lograré tenerlo todo por escrito.”. Es
entonces entre estos vacíos del relato donde Alex debe luchar por erigirse en
la voz narradora, así como debe buscar su identidad en la errancia constante en
la que está sumergido diariamente.
Vínculos de sangre. Alucarda, la hija de las tinieblas Dirección: Juan López Moctezuma. Basada en la novela Carmilla de Sheridan Le Fanu. México, 1978. Guion: Alexis Arroyo, Tita Arroyo y Juan López Moctezuma. Elenco: Tina Romero, Susana Kamini, Claudio Brook, David Silva, Tina French, Birgitta Segerskog, Lily Garza, Juan López Moctezuma, Adriana Roel. Por Carlos Zermeño: asistente de investigación, profesor y estudiante de maestría del Tecnológico de Monterrey, en México.
Encontrarse con Alucarda, la hija de las tinieblas (1978) fuera de su contexto original supone un ejercicio de imaginación: ¿por qué una película mexicana setentera de terror sería filmada en inglés, teniendo tan cerca la maquinaria hollywoodense que por esos años y con tanta pericia reinventaba el género? Sin pretender que se trate de una respuesta correcta, remitirnos al viejo adagio nos dará una explicación plausible: “si no puedes con el enemigo, únetele”. El filósofo norteamericano Noël Carroll (y muy a su modo lo hace también el escritor Stephen King) nos dice que en 1971 entramos en un “ciclo del horror”: El exorcista, de William Peter Blatty (podría argumentarse, sin embargo, que el ciclo inicia realmente con la adaptación de 1973, dirigida por William Friedkin, con guión del propio Blatty), le abría las puertas a lo inexplicable (de nuevo). ¿Es posible que Juan López Moctezuma haya encontrado la oportunidad de desligarse del cine psicodélico de Alejandro Jodorowsky (de quien produjo sus primeras cintas) para intentar aplicarle su estilo personal a los mecanismos del miedo?
López Moctezuma desarrolló parte de su carrera en el radio, pero se le recuerda por algunos de sus extravagantes filmes: La mansión de la locura (1973); Mary, Mary, bloody Mary (1975). Alucarda (al igual que sus otras película, con excepción de El alimento del miedo (1994)) fue producida en México, pero en inglés. El proyecto (con leves reminiscencias del intento que la Universal hizo al realizar versiones paralelas de su clásico Dracula (1931), con director y elenco españoles) acabó en desastre: Emilio García Riera, historiador del cine mexicano, refiere que jamás se estrenó en Estados Unidos y que en México sólo pudo llegar a las salas tres años después de realizada, previa regrabación de todos los diálogos.
Entender este contexto nos lleva a entender que López Moctezuma haya renunciado a una historia propia (como lo había hecho el más importante director mexicano de cine de terror: Carlos Enrique Taboada) o a las leyendas mexicanas, y se haya decidido por un arquetipo más universal: el vampiro. Desde el título nos queda claro que Alucarda es hija de Drácula (algo que nos queda confirmado cuando nos enteramos que su madre se llamaba Lucy Westerna), pero la referencia termina allí. El verdadero trabajo de adaptación se ejerció sobre una novela precursora: Carmilla (1872), de Sheridan Le Fanu.
Aunque la trama es distinta, se recuperan ciertos motivos, específicamente en lo referente a la relación entre las protagonistas. El filme nos muestra a Justine (al menos de nombre, otro referente literario) llegando al orfanato donde vive Alucarda. De inmediato notamos gran afinidad entre ellas; el encuentro con gitanos (y la revelación sobre el lugar y circunstancias de nacimiento de Alucarda) empujará a las jóvenes a un ritual diabólico (a modo de provocación, las protagonistas aparecen desnudas y llueve sangre). Uno de los gitanos corresponde exactamente a la descripción dada por Le Fanu y se repiten algunos diálogos (sobre la sangre y la vida eterna, aunque la película pierde la ambigüedad de la novela). El vínculo principal con Carmilla, sin embargo, es la noción de un lesbianismo vampírico escondido (de nuevo, Alucarda es mucho menos sutil).
Un ritual de exorcismo (inspirado en los método de la Inquisición) mata a Justine y Alucarda, rescatada por el médico del pueblo, jura vengarse. Desde este momento, la focalización impide que el filme sea propiamente dicho de terror, pero se mantiene una estética profundamente gótica y oscura. El orfanato parece estar en una cueva, lo que amplifica el impacto que producen las flagelaciones de las monjas, envueltas en vendas manchadas de sangre. La secuencia final nos muestra a Alucarda sellando las puertas (tiene poderes psíquicos) para incendiar el lugar con monjas y sacerdotes dentro. Esta violenta conclusión se asemeja al trágico desenlace de Carrie (1974), primera novela de Stephen King (aunque la versión cinematográfica de Brian de Palma (1976) se estrenó antes que Alucarda, se produjeron casi al mismo tiempo).
En los momentos finales, el médico (con claros ecos del Dr. Hesselius y Abraham Van Helsing) es convertido a la fe católica, agregando una botella de agua bendita a su maletín. Con esta transición, y la muerte de Alucarda (quien perece envuelta en llamas ante la imagen de una cruz), el filme parece querer decirnos es que la victoria del catolicismo es, en realidad, una derrota. Esta provocadora inversión violenta el plan narrativo típico de este tipo del filmes, donde la destrucción del monstruo restaura la normalidad y el orden: ¿qué clase de orden vamos a sufrir bajo la tutela de una institución tirana y opresora?
A pesar de sus defectos (actuaciones exageradas y algunas situaciones plenamente absurdas), Alucarda representa un cambio de rumbo para el cine mexicano de terror. La pretensión de Juan López Moctezuma, insertarse en el panorama de la cinematografía internacional (tomando Estados Unidos como puerta de entrada), no se concreta, pero sí revela una ruptura con lo que hasta ese momento se había hecho en México. Por desgracia, no le bastó con darse cuenta del ciclo que se inauguraba, ni apelar a referentes clásicos y contemporáneos (incluyendo el nunsploitation, de moda en Europa en ese momento). Al cine mexicano le faltarían muchos años y algunos filmes de calidad considerable antes de que apareciera una verdadera estrella internacional: Guillermo del Toro.
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Gracias
Patricia