El problema
no son los ojos. Sentencia previa (Minority Report). Dirección: Steven Spielberg. Basado
en el relato homónimo de Philip K. Dick. EEUU, 2002. Guión: Scott Frank, Jon
Cohen. Elenco: Tom Cruise, Colin Farrell, Samantha Morton, Max Von Sydow, Tim
Blake Nelson, Kathryn Morris, Peter Stormare, Steve Harris, Neal McDonough,
Patrick Kilpatrick, Jessica Capshaw, Meredith Monroe. Por Emiliano Aguilar: Graduado
de la carrera de Licenciatura en Artes con orientación Artes Combinadas
(Universidad de Buenos Aires).
El universo
de Philip K. Dick se caracteriza por presentar personajes solitarios, con
conflictos internos que los colocan siempre al borde del abismo. Como sucede a
menudo en la literatura, muchas de las preocupaciones de los personajes derivan
de las propias inquietudes del autor en relación al mundo en el que habitó. Minority Report no es la excepción: aquí
se perciben varios de los grandes temas que estructuran la obra del escritor
estadounidense, en especial la paranoia: al visualizarse un futuro crimen en el
que John Anderton -integrante de la organización Precrimen- es su perpetrador,
éste elucubra una teoría conspirativa en la que él sería una víctima del
sistema a quien usar como chivo expiatorio, conspiración de la que forman parte
grandes instituciones como el senado y el ejército. En Anderton se observa
cierta inseguridad respecto de su posición. Parte de esa inseguridad se refleja
en su postura ante Witwer, quien pasa de ser un colega dispuesto a competir con
él a un ayudante en su propósito por descubrir la verdad.
Se puede
leer este relato en función de varias aristas, como la dicotomía entre el
pensamiento mayoritario y el acallamiento a las minorías –aún en estado latente
para 1956, año en que fue publicado-, o bien pensando en el miedo a la invasión
externa, que llevó a Estados Unidos a una fuerte persecución sobre aquellos que
tenían diferentes ideales.
La película
insiste sobre la saturación visual que produce una sociedad hipertecnificada;
el punto de vista de cada sujeto está ampliamente influenciado por un bombardeo
de imágenes que dificulta cada vez más su procesamiento y la capacidad de
configurar la realidad. La tonalidad de la imagen sirve para anclar el relato
en una época que futura (es el año 2054), pero también alude a la mentalidad de
Dick, cuya configuración de la realidad está impregnada de lo desconocido, lo
conspirativo, de esa realidad “otra” que estaría funcionando a expensas de la
realidad primera, más superficial.
El ojo, como
símbolo, va construyendo tanto explícita como implícitamente el sentido del
relato. Desde el plano inicial de la película cuando vemos el ojo de Agatha en
un primerísimo plano, se establece la idea de un ojo-espía, aquello que nos
permite acceder a una realidad primera, la de la configuración de lo sensible.
A grandes rasgos, en Minority report
se percibe el mensaje acerca del peligro de un uso desmedido de la tecnología.
En la secuencia del primer posible crimen por Howard Marks, su mujer –ayudando
a su hijo con un trabajo escolar- recorta el ojo de un papel con la cara de
Abraham Lincoln; Lincoln quedándose ciego, una justicia que no está “mirando”
lo que en realidad sucede por la aplicación de esos mecanismos del Precrimen.
De manera
más sutil habla la película de religión (ausente en el relato de Dick, quien se
ocupará de lo sagrado más tarde en su obra, en novelas como Valis): el lugar donde descansan y
tienen sus visiones los precogs –casualmente son tres al igual que en Dick,
pero a diferencia del relato una de ellos, la más importante, es mujer- es
llamado ‘templo’; esas criaturas, acostadas sobre estructuras flotantes en
líquido miran siempre hacia el techo, donde se reflejan las imágenes de sus
visiones como si fuera un proyector. Agatha repite a Anderton una y otra vez
“¿puedes verlo?”, mirando al techo, y sólo el descubrimiento final nos da una
posible respuesta de esa búsqueda por encontrar una justicia divina, distinta
de la terrenal la cual esconde falencias. Por último, el guardián de la prisión
aparece siempre tocando un órgano de iglesia. ¿A quién acompaña esa música? ¿A
las víctimas o a los victimarios?
El problema
del ojo se relaciona con la búsqueda: en Dick, de una verdad oculta, de
quitarle las máscaras a aquellos que nos rodean. En la película, el ojo
simboliza a la tecnología como herramienta de dominación y control sobre las
minorías; efectivamente, es un instrumento de poder (basta pensar en 1984, de Orwell), si no es aplicada a
conciencia. Michel Foucault lo advierte en Vigilar
y Castigar haciendo hincapié en esa omnipresencia del que vigila para
modelar individuos dóciles, aptos para integrarse a la sociedad. Así se
comportan los hologramas publicitarios que identifican a las personas por sus
ojos, y les aconsejan qué productos les conviene usar. O las arañas vigilantes
que invaden los edificios obligando a cada habitante a dejarse escanear el ojo.
Entonces, para engañar al sistema,
Anderton se hace un trasplante de ojos: así evita ser reconocido. Pequeños
detalles que determinan la falibilidad del sistema. El lema de Precrimen es que
gracias a ellos nadie volverá a disparar un arma; paradojal o no, este sistema
puede evitar dicha manifestación de violencia (objetiva, de acuerdo con Zizek)
pero hay otro tipo de violencia que se mantiene más oculta, y sin embargo continúa.
Entre los precogs, casi siempre hay una coincidencia y una disidencia: un
informe de la mayoría, y otro de la minoría. Este último es descartado,
escondido, ocultado a la sociedad, y con ello la verdad. Nuevamente, el ojo,
problematizado en la mirada: qué vemos, porqué vemos de ese modo, hasta dónde
nos dejan ver. A esos precogs, lejos de tener privilegios, se les ha llamado
‘broma cósmica’, al provenir de un experimento fallido: casi aberraciones. En
el relato de Dick se los tilda de “idiotas que farfullaban palabras
inteligibles”, retratándolos como deficientes mentales, confinados y utilizados
por el gobierno. Para él, la disputa no termina, Anderton y su mujer son
exiliados a otro planeta, pero esa es una oportunidad de empezar de nuevo,
lejos de una sociedad que controla todos sus pasos. Spielberg, propenso a
finales felices, los trata de manera más terrenal pero más humana: libros en
mano, asimilándose al ser humano corriente pero a la distancia, en una cabaña
alejada de esa sociedad hipertecnificada. Como si hubiera oportunidad para
ellos sólo en un mundo otro, no contaminado, en el cual puedan, realmente, ver.
Soñar Despierto, despertar y hacer los sueños realidad. La Vida Secreta de Walter Mitty (The
Secret Life of Walter Mitty). Dirección: Ben Stiller. Adaptación del libro de
James Thurber. Estados Unidos, 2013. Guión: Steve Conrad, James Thurber. Elenco: Ben Stiller, Kristen
Wiig, Adam Scott, Patton Oswalt, Shirley MacLaine, Kathryn Hahn, Sean Penn,
Finise Avery, Joey Slotnick, Toshiko Onizawa, Adrián Martínez. Por Rosa Herlinda Beltrán Pedrín, Docente de la
Facultad de Artes de la Universidad Autónoma de Baja California (México).
Cuantas veces nos hemos encontrado en la oficina
imaginándonos en otro lugar, observando un objeto, el horizonte, o leyendo un libro, viendo una película y
quedar tan emocionados con la trama y los bellos escenarios que nos presentan,
que sin darnos cuentas nos adentramos en la historia y nos sentimos parte de
ella, llegando incluso a visualizarnos como algunos de esos personajes. The secret life of Walter Mitty (La vida
secreta de Walter Mitty) de James
Thurber se publicó en 1939 en el Diario New Yorker. Walter Mitty es una
individuo que despierto visualiza intervenciones propias en una especie de
realidad alterna como respuesta a las situaciones de presión en que se
encuentra o simplemente como un escape de la realidad que vive a escenarios y
circunstancias que desea.
En 1947 se realizó una propuesta cinematográfica con
la producción de Samuel Goldwyn y la dirección de Norman Z. McLeod, la cual
protagonizó Danny Kaye. En esta adaptación Walter Mitty es un joven que vive en
una pesada atmósfera familiar y al dar rienda suelta a su imaginación, escapa
de esta monotonía, en estos periodos de trance él es un héroe que realiza
grandes hazañas. Un día estas aspiraciones se vuelven realidad, donde está
implicada una mujer Rosalind Van Hood (Virginia Mayo) que corre peligro, ya que la que acosa una
banda de ladrones de joyas. Esta película se le ha traducido al español con el
título Delirio de Grandezas. Una película que posee sketch muy de la época de
los cincuentas, cómica, ligera y divertida. Esta versión de Walter Miitty no
refleja el espíritu del relato de Thurber, con chistes y bromas es un film donde
no se encuentra esta reflexión sobre la
añoranza humana de imaginar con ser y hacer algo más que la mera rutina en la
que estamos inmersos.
En esta adaptación cinematográfica en sus ilusiones
Walter Mitty se cree piloto de guerra, cowboy, cirujano, fuera de ellas, en el
plano real de la película trabaja en una compañía de novelas y revistas
sensacionalistas, cuyas paredes están decoradas con sus portadas. Esta imagen
es referencia en la película de Ben Stiller, que muestra a Walter Mitty
corriendo por el pasillo de la Revista
Life con sus portadas como fondo.
Ben Stiller director de La Vida Secreta de Walter Mitty (2013), adapta el relato y lo
contextualiza en la complejidad de esta era donde las redes sociales y la
interconexión global juegan un rol importante, aborda varios temas de interés
contemporáneo, las relaciones interpersonales y el impacto tecnológico en la
evolución de las fuentes de ingreso y mercado laboral. Este film considera los
dos lados de la misma moneda, la crisis económica y cambios de procesos a los
que se enfrenta el ´personaje, ¿Qué puede deparar el destino después de una
vida consagrada al trabajo de la imagen fotográfica que es capturada en
emulsiones en la nueva era digital? y ¿Cómo en esta incertidumbre económica
poder encontrarse a sí mismo?. Por otra
parte en ese mundo imaginario de nuestra psique ¿hasta dónde nos llevaría
tratar de hacer realidad nuestros sueños?, ¿Cómo se puede tener valor para
poder emprender ideales?.
Desde el inicio esta propuesta fílmica nos muestra un
Walter Mitty (Ben Stiller) preocupado por su economía, el primer plano que
aparece en pantalla es una libreta con números, sumas de gastos, luego de eso
nos muestra un personaje temeroso por dar un guiño en un programa de citas al
perfil de la chica que le gusta, compañera de trabajo Cheryl. Posteriormente se
presenta sentado esperando el autobús y hablando con Tood (Patton Oswalt) su
administrador de perfil en esta cuenta de citas eHarmony. En este momento se
presenta el primer sueño de Mitty, el salvando a Cheryl (Kristen Wiig) y
ofreciendo una prótesis que el invento para su perro de tres patas, una
explosión ocurre a sus espaldas y despierta de este trance, Mitty a perdido el
tren.
La infografía es asombrosa, como se mezcla con las
imágenes del contexto de Mitty, los letreros, colores, diseños se unen como
parte de un todo excelentemente orquestado. Nos muestra el título de la
película en fusión con escaleras y gente transitando, los negativos que son
pistas, en los letreros del aeropuerto, como señales de tránsito, en la pista
de aterrizaje, palabras que aparecen para reforzar el sentir del
personaje.
Walter Mitty trabaja en el Departamento de archivos
fotográficos de la Revista Life y se
ve forzado a aventurarse y tomar decisiones de riesgo a causa del extravió del
negativo número 25, la imagen que este posee es la portada del último número
impreso de esta compañía, la cual se encuentra en momentos de cambio, llevando
a trabajadores de la misma al despido. Esta fotografía es de la autoría de uno
de los fotógrafos con más prestigio para la revista Sean O´connell (Sean Penn),
así siguiendo corazonadas Mitty por intuición toma las otras imágenes del rollo
como pistas para poder encontrar a Sean.
La pérdida del negativo número 25 libera un viaje
interior y exterior del protagonista. Llevándolo a encarnar el lema de la Revista Life “Ver el mundo, afrontar peligros, traspasar muros, acercarse a los
demás, encontrarse a sí mismos y sentir.”
Es así como Mitty llega a
lugares que solo podía imaginar: Groenlandia, Islandia, Afganistán, Los
Himalaya.
La banda sonora de esta película abona a la narrativa,
el trabajo de José González con Step Up,
Stay a life y Dream que da impulso al personaje, o el ejemplo de Major Tom,
astronauta que inspira por “El
valor de ir a lo desconocido”, en la canción de Space Oddity de David Bowie
así como en la portada de Life donde Mitty es el astronauta que vemos cuando corre por el pasillo, se rompen
el espacio y las barreras, Mitty toma valor y se escapa en la realidad.
La fotografía es maravillosa, llena de colores
brillantes, saturación y reflejos, un trabajo impecable de Stuard Dryburgh.
Cielos y paisajes increíbles, y esta nostalgia para los fotógrafos que el film
aborda: decir adiós a las emulsiones, al laboratorio, al revelado, el olor del
revelador y el fijador, la despedida al
cuarto oscuro.
La crítica para esta película estuvo dividida, el
público esperaba algo más divertido, con más chistes como en su antecesora de
1947, la verdad es que me parece más acertada esta adaptación de 2013 a la idea
original de Thurber, al final todos tenemos algo de Walter Mitty imaginándonos
en universos paralelos donde somos los héroes, donde podemos hacer de todo,
tratándolo de hacer realidad.
“Cuando pienso en sus ojos…”. Rashomon.
Dirección: Akira Kurosawa. Basada en los cuentos “Rashomon” y “En el bosque” de
Ryonosuke Akutagawa. Japón, 1950. Guión: Akira Kurosawa, Shinobu Hashimoto.
Elenco: Toshirô Mifune, Machiko Kyô, Masayuki Mori, Takashi Shimura, Minoru
Chiaki, Kichijirô Ueda, Noriko Honma, Daisuke Katô. Por Por Franco Denápole:
Estudiante de la carrera de Letras, UNMDP.
Kurosawa dirigió en 1950 una
adaptación de dos cuentos de Ryonosuke Akutagawa: “Rashomon”, un relato breve
ambientado en la Kioto del siglo XII durante la decadencia del llamado período
Heian y “En el bosque”, cuento de corte policial que utiliza la herramienta de
la perspectiva múltiple, para relatar los acontecimientos que rodean el
asesinato de un hombre desde el punto de vista del asesino, la víctima, su
esposa, y un testigo. El director japonés se valió de la técnica del relato
enmarcado, en este caso a través de una compleja yuxtaposición de flash-backs
que recrean las versiones de cada uno de los involucrados. Esto resulta en una
ambigüedad que nunca se resuelve. De esta forma, el filme explora no solo la
difícil relación entre discurso y realidad, sino principalmente, la relatividad
de la noción de verdad y el alcance ético del concepto de honestidad.
Dirigida luego de la derrota del
imperio japonés en la segunda guerra mundial, la película carga con un evidente
tono pesimista. Por lo tanto, no es extraño que se valga de un relato que
exhibe el estado de la condición humana en un período de decadencia y pérdida
de los valores morales: “Rashomon” es el nombre con el que se denominó a una de
las puertas más importantes de la ciudad de Kioto, otrora símbolo del progreso
que Japón había experimentado a lo largo de los últimos doscientos años, y que
gradualmente se convirtió en una ruina donde buscaban refugio los rufianes y
donde eran arrojados cuerpos anónimos. El filme comienza cuando una fuerte
tempestad azota este edificio, y dos hombres –un monje y un leñador- se
encuentran sentados y absortos en una especie de horror que los domina. Un
bandido se les une y se abre un diálogo entre los tres: los primeros narran una
singular historia que han presenciado, y el tercero escucha y sirve de
interlocutor.
La composición narrativa del filme
recuerda a una propiedad que Mijail Bajtín otorga a la escritura de Feodor
Dostoievski. Desde el punto de vista del teórico ruso, el escritor era capaz de
“concentrar en un instante la mayor heterogeneidad cualitativa posible”
(Bajtín, Mijaíl: Problemas de la poética de Dostoievski. Buenos Aires: Fondo de
Cultura Económica. 1993. P. 48.). En efecto, la coexistencia de una
multiplicidad de flash-backs que cuentan los hechos ocurridos en el mismo lugar
y momento desde distintas perspectivas, producen la sensación del choque
dialógico: se enfrentan, en cada versión, la posición social que detenta cada
individuo, sus propiedades en tanto personajes ficcionales, y, sobre todo, sus
principios éticos. Es necesario, sin embargo, aclarar que Bajtín, al imaginar
el concepto de polifonía–una de las nociones fundantes de su pensamiento- lo
opone al de “universo monolítico”: aquel donde el contraste de las opiniones de
los personajes funcionan a modo de tesis-antítesis, para concluir con una
síntesis que carga el “pathos” del autor. El mundo en el que ocurre lo narrado
en Rashomon parece pertenecer al último
tipo.
El diálogo que se establece entre los
tres hombres que se refugian bajo la deteriorada estructura del Rashomon no
podría definirse como un “diálogo polifónico” –una verdadera colisión de
diversas ideologías, independientes de la visión autoral- , sino más bien, como
un diálogo dramático. La construcción de los personajes sigue la tradición de
la reflexión filosófica a modo de diálogo, donde cada parte expone su posición
respecto del problema: por un lado se encuentra el bandido que descree de la conservación
del orden social y moral, y se mofa de aquellos que pretenden sostener un
código ético en una sociedad donde ha triunfado el mal; es de distinto parecer
el monje, que intenta recuperar su fe en la bondad del hombre luego de lo que
ha oído; por último, el leñador es el hombre humilde cuya consciencia lo
tortura pues se ve obligado a caer en la hipocresía para sobrevivir. Estas son
las tres partes que, a lo largo de todo el filme, y mientras se narran
alternadamente distintas versiones del asesinato, discurren sobre las
implicancias éticas de las acciones, y las posibilidades de la naturaleza
humana en este ambiente hostil. El filme no excluye ninguna de las dos
posiciones, pero da preponderancia a una de ellas, resolviendo la reflexión y
concluyendo en un acto de bondad simbólico por parte del leñador. Al agotar la
coexistencia de discursos contrarios, el autor cierra monológicamente el dilema
y por lo tanto, convierte la situación del diálogo en una herramienta para
argumentar su propia visión.
Por otro lado, el cine de Kurosawa se
caracteriza por el predominio de la significación visual. El movimiento de la
cámara, del montaje, de los elementos dentro del plano y del cuerpo de los
actores son herramientas de las que el director se vale para hacer hablar al
fotograma. No obstante, en Rashomon
hay una obsesión inusual por la mirada. Efectivamente, abundan los primeros
planos de los personajes, los acercamientos, las miradas a la cámara, y un tipo
de plano que se utiliza en situaciones de tensión entre los personajes: la
cámara se posiciona detrás de un personaje y enfoca a otro que se encuentra
lejos, al cual el primero observa. El efecto que se logra es que la cámara
adopte la posición del sujeto, y por lo tanto, centre la atención del
espectador en la forma en que éste concibe a los demás. El motivo se repite,
pues cada versión de la historia es influenciada por los prejuicios del sujeto
que narra. En otras palabras, cada relato constituye una re-construcción del
otro.
Tal vez, el personaje más fascinante
del filme sea Takehiro Kanazawa, la esposa de la víctima. La tensión dramática
alcanza con ella el punto más trágico. Este personaje sufre una violencia
doble: física, ya que es violada por el bandido interpretado por Toshiro
Mifune, y también psicológica, pues, por la misma razón, recae sobre ella el
juicio moral –al haber estado con dos hombres ha perdido su honradez, y por lo
tanto, su valor como mujer. Su esposo la recibe con una mirada fría y
despectiva, que la acosa aún desde el otro mundo, luego de que Tajomaru
fallece. Rashomon es, desde este
punto de vista, una reflexión acerca del tema de la mirada sobre el otro, de la
distancia irrecuperable que lo separa de uno y de la conformación de las
fronteras del yo a través de la delimitación de lo que está por fuera.
Lo esencial es idear y vivir en nuevos
mundos. El Principito (Le petit Prince). Dirección: Mark
Osborne. Basada en la novela homónima de Antoine de Saint-Exupery. Francia,
2015. Guión: Irena Brignull. Animación. Por John Harold Giraldo Herrera: Docente
Universidad Tecnológica de Pereira – Periodista y documentalista independiente.
Una coincidencia, entre muchas, en la
literatura fantástica, es la de contar historias con otros mundos, que se abren
o forjan en medio de los que vivimos. Y ahora que el cine las convierte en
masivas, como la actual del Principito, queremos obtener un terreno para
también co-existir en el planeta Asteroide B, uno un poco menos o quizás un
poco más, del tamaño de ese ser diminuto y grande como lo es El Principito ¿por
qué su sitio de vivencia es de su mismo tamaño?, ¿qué nos quiere comunicar?,
pero también quisiéramos, como lo hizo Alicia la del país de las maravillas,
atravesar el otro lado del espejo e irnos a ese mundo con conejos y demás. Si
por nosotros fuera, hace rato, tendríamos colonizado un espacio en Narnia, y
así de repente, esa magia del mundo externo, se ampliaría. Necesitamos más de
una realidad, y una de ellas puede ser la de la magia de la ficción. El
Principito es un alter-ego de su creador, de igual modo una metáfora viviente
de desplazarnos con la imaginación.
Nuestro yo se extiende y proyecta, al
convivir con la fantasía y con esa capacidad innata y esencial, que nos han
otorgado, de fabular. Cuando nos duplicamos, al participar de una historia,
encontramos, eso que es grandioso: otros mundos, más realidades, una especie de
viaje, de exploración, de aventura. Y ver El Principito, significa, como lo
sabemos, para su propio autor, Saint- Exupery, la posibilidad de recuperar su
niño, ese mismo que a veces abandonamos, y que siempre debería habitarnos.
Entonces, ocurre una epifanía: emprendemos esa interiorización, esas esencias,
que no están en el mundo de lo concreto y nos movilizamos con un arsenal de
metáforas. El mundo somos cada uno de nosotros.
Lo visible, ese mundo de lo tangible,
es apenas una cáscara, una superficie, que además pretende determinar todo,
como si fuera posible medir la vida, e ir acumulando, como parte de una carga,
una serie de acciones y propósitos, el cumplir unas disposiciones. Tenemos que
darle rienda a la materialidad, y es allí donde la película, resignifica el
relato y nos introduce en un escenario contemporáneo, en el que una niña, por
su mamá, debe ingresar a una prestigiosa academia, sin importar nada más que
eso, para poder ser (como si ya no fuera), para alcanzar unos logros que se nos
impone. De manera, que a esa niña, que actúa de modo mecánico, y responde a
esas obligaciones, le ponen nada más que a vivir al lado del escritor y
narrador de esa historia del Principito. La versión en imágenes en movimiento,
es hecha por el francés Mark Osborne (ya había hecho Kung Fu Panda y Bob
Esponja), 70 años después de que la escribiera otro francés, en medio del
exilio en los Estados Unidos. Y constituye una bofetada contra las presunciones
de volver todo algo tangible, con esa deidad suprema de time is gold, cuando el
oro no vale nada y lo que quizás cuenta es el hecho de explorar y viajarnos
como seres.
Nada mejor que recordar que la vida
puede ser como la de ese aviador que cae en el desierto: reparar nuestras alas
y salir surcando los aires, es decir, volar, con el lenguaje, con nuestras
ideas hacia otras latitudes. Cuando imaginamos, creamos, y al crear resistimos.
Impedimos que el dejo nos agobie y que la suerte de encajar nos resuelva la
existencia. El Principito, se ha dicho, es para niños, sin embargo, esta
curiosa fabula, encarna los elementos mayores para mantener vivos a los
adultos, desde el sentido, de apropiar mundos, esos que se arrinconan, con la
marcha de los días. La película funciona muy bien, pudieron haber esperado algo
espectacular desde los efectos, pero la sola historia, hecha a cuadros,
animada, nos devuelve a nuestra infancia, a los sueños, cuando aún todo era
posible. El propio narrador del libro nos promulga una sentencia: “Viví mucho
con personas mayores y las he conocido muy de cerca; pero esto no ha mejorado
demasiado mi opinión sobre ellas”. Quizás uno deba seguir siendo un infante.
Es fácil, aunque la realidad suponga
estar condicionados, crear nuevos mundos. El que tenemos es abarrotado, impide
que seamos del todo felices, hace que vivamos en competencias ramplonas y
desesperantes, nos angustia y provoca malestares. De ahí, lo significativo de
alzar vuelo, abrir el interior y ver hacia dentro y hacia otras dimensiones.
Nos ataja sólo nuestro yo y las decisiones que tomemos. Es un manantial asistir
a ver El Principito, su adaptación nos
refresca, hace que por esos momentos de función, queramos tener otro mundo,
despegar en un destartalado avión e ir piloteando fantasías y experiencias. Ya
sabemos que con la imaginación emprender rutas es además de factible,
indispensable, en el que nuestros pasos vayan hacia la dirección que deseen.
Es paradójico porque vivir en nuevos
mundos, supone, regresar a nuestros orígenes, donde teníamos menos cargas y el
equipaje era menos sofisticado y contábamos con una conexión con lo propio. El
Principito ya nos ha puesto unos ojos para ver el mundo, lo esencial no se
mira, se siente, provoca desgarraduras, genera un placer incalculable, y no es
de calcular ni premeditar: “Caminando en línea recta no puede uno llegar muy
lejos”. El legado de esta obra, que se ha traducido a más de 247 lenguas, es
para recuperar alientos y enfrentar que a veces nos perdemos de nosotros
mismos, es muy posible crear otros mundos, cuando este ya no nos satisface.
Libertad de adaptación que suma y
cuestiona. El hombre en el castillo (The Man in the High Castle). Dirección:
David Semel, Daniel Percival, Ken Olin, Michael Rymer, Bryan Spicer, Nelson
McCormick, Brad Anderson, Karyn Kusama, Michael Slovis. Basada en la novela
homónima de Philip K. Dick. EEUU, 2015. Guion: Frank Spotnitz, Thomas Schnauz,
Evan Wright, Jace Richdale, Rob Williams, Emma Frost, Walon Green. Elenco Luke
Kleintank, Arnold Chun, Alexa Davalos, Bernhard Forcher, Joel de la Fuente,
Rupert Evans, Lee Shorten, Mayumi Yoshida, Steve Byers, Daisuke Tsuji, Aaron Blakely,
Rufus Sewell, DJ Qualls, Michael Gaston, Yuki Matsuzaki, Chelah Horsdal. Por
Guillermo Gumucio, profesor de Comunicación Social de Universidade de Mogi das
Cruzes, Brasil.
Una producción
distribuida por Amazon, The man in the
high castle (2015) transforma una de las obras más célebres del grande
exponente de la literatura de ficción científica en la segunda mitad del siglo
pasado Philip K. Dick en serie televisiva, formato que ha dado contribuciones
bastante interesantes al contenido audiovisual de masa. En El hombre en el castillo, de 1962, Dick no solamente se niega a
describir un futuro, procedimiento estándar de la mayoría de los textos del
género, sino que mira hacia atrás para trabajar con un escenario hipotético en
el que el Eje derrotara a los Aliados y, como consecuencia directa, Estados
Unidos queda dividido en esencialmente tres territorios: el mayor, una
extensión de la costa este controlada por la Alemania nazi; una franja central
neutra y la costa oeste bajo el control del Imperio japonés con base en San
Francisco.
Adaptando un
texto con aproximadamente 250 páginas apenas, la serie adopta la premisa
inicial de Dick y crea muchos nuevos personajes y hasta los mismos arcos dramáticos
enteros. Para dar medida de la proporción, la escena de los instantes finales
del décimo y último episodio de la primera temporada describe un pasaje que
está en el penúltimo capítulo del libro, de forma que se puede suponer que la
segunda temporada con diez episodios ya confirmada por Amazon traerá una
cantidad aún mayor de libertades creativas en la adaptación. Este pasaje en
particular es un excelente ejemplo de lo que hace la serie en favor de la
historia de Dick en materia del impacto y objetividad de su representación. En
las manos de un autor con más aprecio por la riqueza de detalles visuales, el
pasaje quizá tuviera una descripción más vívida y atrayente del proceso a
través del cual el personaje, Ministro del Comercio japonés Nobusuke Tagomi
(interpretado por Cary-Hiroyuki Tagawa), pasa, pero Dick parece más preocupado
en demonstrar en que culminan las inúmeras referencias al I Ching citadas a lo largo de su libro. Los responsables de The man in the high castle no solamente
ratificaron el buen uso del soporte audiovisual para darle vida a las ideas de
Dick, también aprovecharon el grado de subjetividad inherente al pasaje para
incorporar un cliffhanger valioso
para prender la curiosidad del público-espectador hasta el lanzamiento de los
próximos episodios de la segunda temporada, una estrategia que alía buena
narrativa a los intereses comerciales.
Por trabajar con
un conjunto de imágenes extremamente poderoso, de reconocimiento inmediato por
cualquier público, el aspecto fundamental de The man in the high castle es una invitación a la reflexión: ¿los Estados
Unidos de hoy son tan diferentes a los
representados en la serie? Vienen inmediatamente a la cabeza todas las guerras
que Estados Unidos inició después de la Segunda Guerra Mundial, principalmente
las de las dos últimas décadas, la figura de Colin Powell presentando “pruebas
irrefutables o innegables” sobre la presencia de armas de destruición en masa en
Iraq de Saddam Hussein y su ejecución, por ejemplo. La serie televisiva, de
hecho, parece hacernos acordar numerosas veces que la pena de muerte está
institucionalizada en Estados Unidos, un sistema que condenó demandados con
fuertísimas evidencias de recuperación, como el caso ampliamente noticiado de
Stanley Tookie Williams III, cuya sentencia fue avalada por el gobernador de
California Arnold Schwarzenegger en aquel momento, a pesar del movimiento
popular en favor de la anulación de la pena, en 2005. No es el caso acá de
hacer una evaluación reduccionista y superficial del gobierno estadunidense,
pero se puede vislumbrar si no hay más trazos comunes entre regímenes y
gobiernos democráticos de los que nos gustaría admitir. Porque, aunque en la
mano de hierro de los nazis, la vida de gran parte de la población americana en
The man in the high castle transcurre
normalmente, excepto por los judíos, relegados a la clandestinidad o
sumariamente ejecutados.
Esa
interpretación encuentra corroboración en el hecho de que el Imperio japonés,
en contraste con la presencia nazi, es retratado de forma más liviana por Dick,
mientras toda y cualquier benevolencia en los gobiernos está restricta apenas a
la pareja formada por el ya citado ministro Tagomi y el capitán Rudolph Wegener
(interpretado por Carsten Norgaard), aunque con tonos bastante diferentes
designados a ellos: el japonés es un anciano, gentil en todas las situaciones,
hasta con los subalternos; el alemán Wegener es un galán de media edad que, por
mejores que sean sus intenciones en común con Tagomi, no resiste a las
tentaciones de la carne y no dispensa el whisky de cualquier anfitrión.
Entretanto, el
denominador común entre ambos regímenes es la truculencia. Al fin y al cabo, no
hay diferencia entre el control absoluto ejercido por ellos en sus territorios,
lo que ocurre a través de todos los medios disponibles para tal y está
personificado en los personajes del inspector-jefe Kido (Joel de la Fuente) y
del Obergruppenführer John Smith
(Rufus Sewell). La tridimensionalidad de Smith, ciudadano de origen
estadunidense que se afilia al régimen alemán, es por demás una prueba cabal
del discurso pretendido por la producción de Amazon y, aún más importante y
escandaloso, la ambientación y dirección de las escenas que muestran su núcleo
familiar, la típica familia blanca de clase media-alta de posguerra, con su
casa de suburbio con amplio jardín y decoración cuidadosa de la época, excepto
por el padre e hijo ensimismados en la obediencia al Reich. La alta patente
alemana no sigue el proyecto del gran enemigo nazi de praxis que remite
fácilmente al papel principal de La caída
(Oliver Hirschbiegel, 2004) y es tan maniqueo como cualquier otra némesis
clásica de Hollywood. Al revés, para complicar un poco las cosas, uno de los subplots que se originan en los últimos
episodios de la primera temporada ya transmitida involucra un dilema obvio con
el hijo de Obergruppenführer,
conflicto este inexistente en la obra original, tal cual el propio personaje de
Smith.
De cierta manera,
la adaptación de una obra literaria para el medio audiovisual está presente en
la propia narrativa de la serie. La
langosta se ha posado, el libro subversivo (o considerado como tal por las
potencias de la trama) de autoría del personaje Hawthorne Abendsen, el “hombre
en el castillo” que bautiza la obra original, es pulverizado en una gran
diversidad de rollos de películas. Y aquí es importante también notar que el
guión no simplemente convirtió La
langosta se ha posado en una película, sino en una serie de películas,
factor bastante sintomático e ilustrativo de la relevancia y porte de las
decisiones tomadas en la tarea de adaptar El
hombre en el castillo para una producción televisiva que, no obstante,
ofrece una agradable ambigüedad al título que desaparece el momento en que el
lector llega a las últimas páginas del libro de Philip K. Dick.
Las imágenes del
cuerpo y de la ruina más allá de la política y la representación. Bola negra. El musical sobre Ciudad Juárez.
Dirección: Mario Bellatin, Marcela Rodríguez. México, 2012. Guión: Mario
Bellatin. Documental. Por Azucena Hernández Ramírez: Universidad de California, Berkeley.
Dice Jean Franco, en Cruel Modernity (2013), que los crímenes
notorios son rápidamente ficcionalizados o adaptados al cine. Que la aceptación
y justificación de la crueldad y su relacionalidad con los actos de crueldad,
se ha convertido en un aspecto más de la modernidad (1-2). Rossana Reguillo ha
dicho que “[e]n México, el horror se ha vuelto una categoría de análisis” (34).
Pero, cualquiera con una vaga noción de historia y apego a la realidad puede
llegar a la conclusión de que siempre ha sido de ese modo. Bola negra. El musical de Ciudad Juárez (2013), es un filme
experimental dirigido por Mario Bellatín y Marcela Rodríguez.
En este filme no hay
historia. O es una historia contemporánea sobre la ciudad, sobre las fronteras.
Su narrativa es fragmentaria, mira hacia las vanguardias. Dentro de la
interdisciplinariedad del filme lo recorren fragmentos de un cuento de Bellatín
llamado Bola negra. “Bola negra” es
un cuento que no tiene nada qué ver con la realidad de Ciudad Juárez, ni
siquiera con la realidad del país. En él hay un entomólogo, Endo Hiroshi,
obsesionado con hábitos alimenticios. En una expedición a África, los científicos
exploran los talentos comestibles y nutritivos de diversos insectos. La
anécdota principal del cuento consiste en que Hiroshi encuentra el extraño
especimen de un insecto en las estepas africanas y decide llevarlo pues su
hallazgo le daría fama, nombre. Después, descubre que su insecto ha
desaparecido de la caja de muestra donde lo había puesto, y sólo encuentra en
su lugar un punto negro, una bola negra.
Hiroshi comprende
eventualmente que la bola negra es el estómago del insecto. Que es el bicho deglutido
a sí mismo, como una especie de sacrificio ritual, nihilista, como la del
profeta japonés al que le rinde oración. Esta violencia autofágica es la que
Bellatín y Rodríguez metaforizan en su película, y ponen en montaje con
imágenes seleccionadas de la ciudad. Tales imágenes de Ciudad Juárez muestran,
en su mayor parte, la imaginería ya tradicional con la que se ha representado
al norte de México. Estepas desérticas con las marginalidades del progreso que
muestran el paisaje inhóspito para la vida. Además, al modo del viejo oeste, la
imagen del desierto es ese espacio sin ley. A esta representación se añaden las
imágenes del ícono neoliberal y de “progreso” que es la fábrica o la maquila. Y
enseguida las imágenes de la ruina y el despojo, y la del cuerpo como desecho.
Para Theodor W.
Adorno “el propio gesto del arte tiene algo cruel”. En las formas estéticas,
“la crueldad se convierte en imaginación: extraer algo vivo, del cuerpo del
lenguaje, de los sonidos, de la experiencia visible” (97). En la película está
la presencia de jóvenes fronterizos que vocalizan en un coro, el Ensamble Coral
Bel Canto. Su voz es a veces canto (pero canto macabro). Más que discurso
hablado y continuo, se cantan líneas del cuento “Bola negra” de Bellatin. La
opera y lo vocal nos lleva al cuerpo como el sempiterno lugar de la catástrofe,
porque cuando no hay discurso nos queda la materialidad del cuerpo y de la voz.
Bellatín descontextualiza el cuento de un insecto que se come así mismo para
hablar de una ciudad entera, que como ese insecto, supuestamente se consume a
sí.
Cabe recordar que el
arte no está hecho de buenas intenciones, y cualquier intención política no
escapa de sus propias contradicciones. El filme reafirma a una generación de
jóvenes, y en especial niñas y jóvenes mujeres, como sujetos vulnerables, y en
la representación los deshumaniza, replicando ciertamente los dispositivos
instrumentalizadores de las violencias que al mismo tiempo evidencia.
La voz, el canto, la
ópera, nos habla de hombres y mujeres jóvenes en vías de disolución, como el
entomólogo Endo Hiroshi y su insecto. Si la voz es lo que nos otorga humanidad,
unicidad en el mundo, diferencia, presencia, y también reconocimiento y
comunidad con el otro, en este caso la voz de la ópera de Ciudad Juárez se
convierte en un canto descarnado. Un canto que en la primera parte de la ópera
tiene frases y oraciones legibles que enuncian, junto con la imagen y la
música, la violencia y el horror. En ciertos momentos, cuando los jóvenes no
vocalizan repiten líneas del cuento de Bellatín, que descontextualizadas,
resultan macabras, como: “carne de rata envuelta en delicados sushis”.
El horror que se
desprende de la repetición de esta línea tiene qué ver con la deshumanización
de los sujetos, los jóvenes que participan en esa ópera. En este caso, no basta
abatir a la “víctima”, sino que es necesario mostrar los cuerpos cuya voz está
siendo despojada de su condición humana. Y precisamente cabría preguntarse si
esta forma de realismo −a pesar de que se recurra al género musical de la
ópera, y al montaje de imagen, voz, palabra y sonido−, no estaría replicando
–para usar una expresión de Reguillo− la misma caligrafía del adversario, en
este caso consistiría en re-inscribir –en la representación− las huellas de un
poder sobre los cuerpos de sujetos ya de
por sí vulnerados.
La voz de los jóvenes
emite la voz de la vulnerabilidad. Y si hablamos de voz es porque hablamos del
cuerpo. Parafraseando a Adriana Caverero, la unicidad de la voz
tiene que remitir a la presencia de un cuerpo, también único, particular,
finito y contingente que emite esa voz (For
more than one voice). Sin embargo, en El
musical de Ciudad Juárez no se trata de la voz que otorgaría humanidad o singularidad
a cada sujeto. Las voces de esta ópera replican más bien las huellas que el
terror y la violencia ejercen sobre una juventud de la que sólo podemos
escuchar estertores, a pesar de que la primera palabra del canto sea “alegría”.
Se trata de la voz derrumbándose, y que en coreografía con la música y la imagen,
apuntan a una estética de lo disonante. La disonancia sería parte del sello de
la violencia y del horror en este caso. Para Adorno, la disonancia es el
término de recepción para lo feo (92). Por supuesto, no me refiero a los
problemas técnicos que presenta la ópera-cine de Bola negra: como el exceso de mala improvisación, de errores y
accidentes que pudieron haber sido eliminados o depurados en el montaje final
de la obra. La disonancia también surge de la idea misma de un insecto que se
ha devorado a sí mismo y cuya imagen es reafirmada por imágenes de garrapatas y
de ruinas de la ciudad. Para Adorno, lo disonante es como la expresión, y la
expresión en el arte siempre va a ser expresión del sufrimiento humano,
rebelándose contra el concepto de ilusión para apuntar a la realidad humana e
histórica. Probablemente porque, como Adorno señala, la alegría carece de
expresión (191).
La idea del consumo,
o el consumirse a sí mismo, está asociada íntimamente a la idea de historia
como progreso, aunque en la narrativa del filme hay atemporalidad porque no
elabora una historia con principio o fin, sino que se deplaza del coro al
paisaje de la ruina urbana. Como Walter Benjamin explica en su “Tesis sobre la
filosofía de la historia”, en relación a la imagen del Angelus Novus de Klee: La película Bola negra… apunta a eso que el ángel mira fijamente como si
estuviera a punto de moverse o hacerse a un lado. Su cara, dice Benjamin, mira hacia el pasado. Es este pasado donde
se vería una cadena de eventos susecivos, él solamente ve una acumulación de
ruinas sobre ruinas. Esta es pues la catástrofe de la historia como progreso,
la destrucción y la violencia, que en cierto modo es representada como la ruina
material y el deshecho humano, la desomposición de la voz. Y en cierto modo,
con sus limitaciones y defectos de realización, Bola negra da cuenta del sentido desastroso de la historia, al
estar recuperando estas imágenes que la misma marcha de la historia amenaza con
apilar una sobre otra.
Referencias:
Adorno, Theodor W. Teoría estética. Madrid: Akal, 2004.
Benjamin, Walter. “Thesis on the Philosophy of History.” Illuminations. New York: Schocken Books, 1968.
Bellatín, Mario y
Marcela Rodríguez. Bola negra, el musical
de Ciudad Juárez, México, 2012.
Cavarero, Adriana. For more than one
voice.Towar a Philosophy of Vocal Expression. Standford, Cal: Standford
University Press, 2005.
Franco, Jean. Cruel Modernity. Durham: Duke University Press, 2013.
Reguillo, Rossana. “De las violencias: caligrafías y gramáticas del
horror.” Desacatos 40 (2012): 34-46
pp.
Un viaje no solo a través tiempo. Outlander. Dirección: John Dahl. Basada
en las novelas Outlander y Dragonfly in Amber de Diana Gabaldón. EEUU, 2014.
Guión: Diana Gabaldón, Ronald D. Moore. Elenco: Caitriona Balfe, Laura
Donnelly, Sam Heughan, Tobias Menzies, Miranda Carroll, James Fleet, Bryan
Larkin, Grant O'Rourke, Saskia Grace Robinson, Lotte Verbeek. Por Camila Khaski
Graglia: Licenciada en Filología Inglesa (Universidad Complutense de Madrid).
La reciente adaptación a la pantalla conocida
como Outlander, que tiene su origen
en una larga serie de novelas escritas por la escritora norteamericana Diana
Gabaldón, rompió con muchos esquemas e incluso sorprendió con orgullo a escoceses
autóctonos por la vivida y fiel representación del mundo de invernalia y su
lucha entre clanes.
Pese a que tan solo contamos con la primer
temporada y una muy inminente segunda temporada, la adaptación televisiva se
nutre de la ficción de los dos primeros libros que son Outlander (de ahí el nombre de la serie) y Dragonfly in Amber.
A rasgos generales, el marco general que
delinea la trama de la serie se rige por una duplicidad de mundos que coexisten
en cierto paralelismo con un carácter un tanto anacrónico. Es decir,
desde el primer capítulo vemos como la época en la que creemos se
centrara la historia de esta pareja de recién casados que se reúne al acabar la
Segunda Guerra mundial, no es más que un punto de partida en la espiral
temporal en la que la protagonista cae a
medida que se van sucediendo los capítulos.
Nuestra protagonista Claire, una joven
enfermera inglesa, está casada con Frank, un historiador empedernido, que tras
reunirse con su esposa una vez acabada la Segunda Guerra Mundial deciden irse
de luna de miel, ya que habían tenido que aplazarla al estallar el conflicto
mundial. El destino del viaje: Escocia.
No es sorprendente, que el destino elegido
por los recién casados este plagado de enclaves de interés histórico, y durante
el primer episodio somos testigos de las explicaciones que el flamante Frank
hace a Claire mientras recorren la geografía escocesa que está plagada de
recuerdos y vestigios de otras épocas que dejaron huella en el espacio y muy curiosamente también en el
tiempo, como veremos más tarde.
Durante la primera temporada, uno de los
sucesos más significativos y que más tarde conectaremos con otro que ocurre de forma temporalmente paralela,
es la descripción de una habitación en la planta baja de los restos de una construcción
de piedra que databa del siglo XVIII.
Durante la escena, Frank le cuenta a su mujer que la habitación era
probablemente una enfermería o un sitio donde esconder o almacenar todo aquello
que los miembros del clan reunían o recolectaban del pueblo. Más tarde, vemos
como Claire reconoce esta misma habitación durante su estadía en el pasado y
siente la conexión especial con esta brecha temporal, mismo lugar pero distinta
era. Este tipo de duplicidad temporal será
recurrente a lo largo de toda la serie, y vemos como muchas veces la
protagonista ve enfrentadas las percepciones propias por el cambio de contexto histórico.
Pese al alto valor histórico, debe
reconocerse un factor fantástico dentro de la diégesis textual y televisiva. El
portal del tiempo, que está representado a través de un mito de las Highlands,
es un artificio que permite a la autora recrear y revivir los momentos históricos
clave de la historia escocesa con una cierta ventaja: Claire conoce el futuro.
Esto no será siempre una ventaja, y como cabe esperar de la época será una
amenaza cuando la fe católica se vea enfrentada a esta faceta de nuestra heroína. Aun así, sabemos cómo regla general que se
siempre que se trastocan los acontecimientos del pasado con algún conocimiento
del futuro esto acarrea lo que denominamos el efecto mariposa. En otras
palabras, muchos acontecimientos que ya estaban escritos se reescriben
generando nuevas consecuencias y por ende cambios en el futuro. Esto será
palpable cuando la historia nos lleve nuevamente a la época actual (1945).
Otro aspecto interesante además del recorrido
histórico que se nos va narrando, es el cambio interno que sufre Claire, o como
los escoceses la llaman Sassenach (denominación
peyorativa para los ingleses por parte del pueblo escoces). El viaje en el
tiempo la lleva a conocer todo un nuevo mundo, nuevas costumbres y de un modo
paulatino un nuevo amor. Este factor a su vez, añade peso al carácter dicotómico de la trama y de este modo
comprobamos que para que la historia se desarrolle en un futuro que pueda
considerarse feliz será necesaria una ruptura que se traducirá en la elección
por parte del destino del camino que seguirá Claire, o la posibilidad de que
sea ella quien tome la decisión sobre cuál de sus dos vidas es la que quiere
vivir hasta el final.
Argumento romántico con reminiscencias
góticas. El secreto de la última luna
(The Secret of Moonacre). Dirección:
Gabor Csupo. Basada en la novela El
pequeño caballo blanco de Elizabeth Coudge. Reino Unido, 2008. Guión:
Graham Alborough, Lucy Shuttleworth. Elenco: Dakota Blue Richards, Ioan
Gruffudd, Tim Curry, Natascha McElhone, Juliet Stevenson, Augustus Prew,
Michael Webber, Andy Linden, Zoltán Barabás Kis, George Mendel. Por Rebeca
Cristina López González: Universidad de Vigo / Departamento de Traducción y
Lingüística.
Cuando parecía que la parrilla
televisiva no iba a ofrecer nada de interés una tarde de domingo más, el
sugerente título El secreto de la última
luna atrajo toda mi atención. Todo apuntaba a que la narración no había
surgido, sin más, de la mente de un guionista, sin por ello querer
desprestigiar a estos incansables narradores. Pero, la elección de escenarios y
caracterización de los personajes transporta al espectador a la literatura
infantil y juvenil y muy especialmente a la magia que desprenden los cuentos de
hadas.
El filme en cuestión es una adaptación
de la obra de Elizabeth Goudge, The
Little White Horse (1946), la cual fue galardonada con la medalla Carnegie.
Tres estrofas llenas de versos dedicadas al místico equino son un adelanto de
la fantasía en la que el lector va a adentrarse. Su protagonista es María
Merryweather, una huérfana casi adolescente que abandona las comodidades de la
ciudad para reunirse con su primo en una mansión maldita por el orgullo, la
falta de comprensión y empatía. Los largos pasajes descriptivos nos evaden con
sus entornos naturales y nos recuerdan los placeres del buen comer y beber en
una época posbélica si pensamos en la fecha de publicación de este relato
extenso (220 páginas).
El lento descubrir de las cosas se
convierte en la lección de la protagonista quien desvela a los jóvenes y no tan
jóvenes lectores los secretos del valle y la relación tortuosa entre Sir Wrolf
Merryweather y Coeur de Noir en una lucha perpetua por las tierras del valle
entre las generaciones de ambas familias.
El romance también tiene cabida en
esta novela como argucia para garantizar la prosperidad del señor Wrolf
Merryweather, aunque el poder del amor le hace caer en su propia trampa. Otros
personajes colaboran en el desarrollo de la narración, Loveday, la dulce dama
orgullosa, bella e independiente, Robin el compañero de juegos de la infancia de
María, Sir Benjamin, el primo que acoge a la pequeña y a la gobernanta de ésta,
la señorita Heliotropo, el párroco del pueblo, Old Parson o el pintoresco
Marmaduke, chef de entre los chef y experto en toda clase de sabrosos y
tradicionales dulces.
El elenco de personajes al completo
muestra el abanico de clases sociales de una época remota y en la que muy
probablemente la relación entre las mismas se tornaba inexistente. Sin embargo,
para la autora de El pequeño caballo
blanco toda magia es posible y la relación entre personajes parece
favorecerse como sus lectores comprobarán. En el argumento pesa también el
componente ideológico representado mediante el sentimiento religioso. De algún
modo, se resume así la moraleja de Goudge: al todopoderoso no se le puede
arrebatar aquello que le pertenece porque la desdicha de tal atrevimiento causa
el dolor y la pérdida. Y esta lección María la aplica a su proceder en la
mansión de los Merryweather.
La estructura de esta novela propia
del cuento y descrita por Vladimir Propp en su Morfología del cuento (1928) puede apreciarse en esta historia en
la que, a diferencia de la mayoría de las obras de su tiempo, una protagonista
femenina es la que se enfrenta a una aventura en la que, como elegida, cuenta
con la colaboración de una serie de ayudantes en la forma de animales de todo
tipo: una liebre, un poni y dos perros.
La adaptación cinematográfica en su
versión original de 2008 se recrea en algunos de los símbolos empleados por
esta autora, centrándose en el plano visual para crear guiños que seguramente
se le escapan al espectador infantil y juvenil entretenido con la belleza
disneyana de la composición de las escenas. Son ejemplo de ello, las alusiones
a la patria inglesa como el unicornio y el león o la diminuta puerta por la que
María accede a sus aposentos, recuerdo inevitable de la Alicia de Carroll.
Como cabe esperar, en esta
transferencia intersemiótica son muchos los elementos que se quedan en el
tintero, de entre ellos destaca la pretendida omisión del componente religioso,
seguramente considerado inapropiado para atraer al mayor volumen de
espectadores posible. Otras son las licencias que se permiten el director y
guionistas (Gabor Csupo, Lucy Shuttleworth y Graham Alborough, respectivamente)
para aderezar el argumento fílmico. Desde el primo que se convierte en tío en
la película, haciendo referencia a Sir Benjamin, hasta la herencia de María, un
libro que a pesar de parecer mágico resulta inútil como herramienta para la
protagonista, aunque sí cumple con su función informativa al recopilar la
historia de los Merryweathers y los De noirs.
El libro como recurso visual del
cuento que se narra no tiene cabida en la obra literaria, lo cual corrobora la
imitación del modelo Disney en la composición de la secuencia inicial y final
del relato fílmico. Asimismo, las perlas de la primera Princesa de la Luna son
la caza del tesoro en la película, cuando en la palabra impresa ocupan un lugar
anecdótico. Y es que en torno a las perlas se desencadena el final de la
película, un final peligroso para el público infantil y juvenil a la par que
fantasioso, evocando la avaricia que provocaban las perlas de Steinbeck un año
después de la publicación de The Little
White Horse.
En definitiva, una tarde de domingo
entretenida gracias a un relato que ha encandilado a la mismísima J. K. Rowling
por su argumento romántico con reminiscencias góticas.
De amor y sumisiones. La venus de las pieles (La Vénus à la fourrure). Dirección: Roman Polanski. Basada
en la novela Venus im Pelz de Sacher-Masoch (1870) y en la obra de teatro Venus in Fur de David
Ives (2010). Francia, 2013. Guión: Roman Polanski, David Ives. Elenco:
Mathieu Amalric, Emmanuelle Seigner. Por Rocío Belén Rivera: Profesora y
estudiante de Artes (UBA).
“De repente se me ocurre que también
existe
la belleza sin espinas y un goce sin sufrimiento”
Severin von Kusiemski
En 1870 el
escritor austríaco Leopold von Sacher-Masoch publica el libro más
celebre de su inconclusa saga El legado de Caín, La Venus de las Pieles. Dicha saga contaría en seis libros, seis
historias diferentes con temáticas tales el amor, la propiedad, el estado, la
guerra, el trabajo y la muerte. La Venus
de las Pieles corresponde a la quinta entrega, tomando la tematica del
amor, ya que el autor nos presenta la historia de Severin von Kusiemski y Wanda
von Dunajew, amantes pasajeros que experimentan los límites y las trasgresiones
de las relaciones humanas, centrandose la historia en un amor tan desmedido y
desbordante que roza la humillación misma de la condición humana. Severin,
presa de un impulso animal innato, manifiesta una adoración extrema por las
pieles y las degradaciones, asociando el amor con la sumisión y la entrega
absoluta a otro, que más que compañero de vida, pasa a ser amo y señor de la
existencia de su amante. Wanda, tentada por las proposiciones hechas por
Severin y en principio ciega por la atracción hacia el mismo, acepta
convertirse en la tirana más cruel, con tal de que su amado experimente el
placer más extremo que haya conocido. Así comienza una historia que cuestiona
estereotipos y convenciones sociales de una época que sabía subsumir a la mujer
a mero objeto de compañía de los hombres y donde el matrimonio era más una
empresa comercial que una cuestión amorosa.
El libro se presenta narrado en primera persona, con
expresiones profundas del alma de una enamorado trastornado por un amor
sobrenatural, que lo doblega y lo ciega, denotando la influencia tardía del
romanticismo alemán, donde lo sentimental toma un papel central en el
desarrollo de la historia. Los temas y personajes de la novela están basados en
la vida y las experiencias del propio Von Sacher-Masoch. El nombre de Wanda von
Dunajew permite encubrir una ficcionalización de la escritora Fanny Pistor, con
quien Von Sacher Masoch habría entablado una relación amorosa. En 1869 Leopold
y Fanny firmaron un contrato que convertía al primero en esclavo de la segunda
durante un período de seis meses, con la condición de que Pistor se vistiera
con pieles en tantas ocasiones como pudiera, y especialmente si se sentía
tendiente a ser cruel. Sacher-Masoch, tomando el alias de Gregor (nombre estereotípico de los sirvientes masculinos) se hizo
pasar por el sirviente de su amante y juntos viajaron hasta Venecia (Florencia
en el libro) viajando él en tercera clase y ella en primera. En Venecia, donde
no eran conocidos podían hacer lo que quisieran sin ser observado y juzgados
por sus conocidos.
El libro se convirtió en un clásico de la literatura y
sirvió de influencia para acuñar el término que le daría el nombre a la
práctica del “sadomasoquismo”: por un lado, el sadismo es la obtención de
placer al realizar actos de crueldad o dominio y por el otro, el masoquismo (de
Masoch) es la obtención de placer al ser víctima de actos de crueldad o
dominio.
Apoteosis final “Entonces sé mi esclavo y experimenta
en carne propia lo que significa haber sido entregado a manos de una mujer ” Wanda
von Dunajew.
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Si bien el libro a tenido varias adaptaciones
cinematográficas, La Venus de las Pieles llevada a cabo por Roman
Polanski en el año 2013, merece una mencion especial. El film toma al libro
como inspiración para el guion y nos presenta la historia entre una Vanda
(Emmanuelle Seigner, esposa del director) y Thomas (Mathieu Amalric) durante
una audición para el papel de Wanda en la obra de Sacher Masoch adaptada para
el teatro. Es interesante principalmente dos elementos de la pelicula: el juego
entre lo teatral y lo literario, ya que hay citas textuales del texto, al mismo
tiempo que hay rol plain en la
encarnación de los personajes dentro del film en otros personajes, los de la
obra. Además se evidencia la ruptura continua entre la realidad de la diegesis
de la historia (la situación de audición) con la encarnación de los personajes
(Wanda y Severin), en esta instancia ambos actores hacen un interesante juego
de actuación donde personaje y meta-personajes van construyendo la compleja
relación entre Vanda y Thomas, analogándola a la de Wanda y Severin, ya que
como buen juego de apariencias, nada parece ser lo que en realidad es.
Si bien la historia transcurre en la sala de un teatro desierto, la misma es bien
sostenida por el trabajo actoral de ambos figurantes, destacando el simpático y
espontáneo papel que lleva adelante Seigner. La escencia de la novela permanece
intacta en la entrega que presenta Polanski: lo complejo de las relaciones
humanas y lo complicado que puede ser el amor, la entrega y la comunión con el
otro, complementando dicha temática con la incomunicación de la era moderna
(tras el uso de celulares que no comunican, sino que desinforman) al mismo
tiempo que le suma el enriquecedor cuestionamiento sexista que lleva adelante
Vanda y que denota aún más lo polémico que fue el libro en el momento en que
fue publicado por primera vez.
Un film clásico moderno y de la
política de autores godardiana. Buenos
días, tristeza (Bonjour Tristesse).
Dirección: Otto Preminger. Basada en Bonjour
Tristesse (1954) de Françoise Sagan. EEUU, 1958.
Guión: Arthur Laurents. Elenco: Jean Seberg, David Niven, Deborah Kerr,
Geoffrey Horne, Mylène Demongeot, Juliette Greco, Martita Hunt, Walter Chiari. Por
Rodrigo
Sebastián: Estudiante de Licenciatura en Investigación y Planificación.
Departamento de Artes Audiovisuales, Facultad de Bellas Artes, Universidad
Nacional de La Plata (UNLP).
Bonjour Tristesse de Otto Preminger de 1958,
adaptación de la novela homónima de Françoise Sagan es uno de los films de la
política de los autores que más marco a Godard: su influencia abarca el período
que va desde que este era Jean-Luc hasta después de volverse JLG. Acerca de su
primer largometraje À bout de souffle
(Godard, 1960) dijo a Cahiers du Cinéma
“(…) el personaje de Jean Seberg es la continuación del de Buenos días tristeza (…) Debería haber cogido el último plano de
esta película y encadenar con un cartel: tres años después…” (Godard en
Chabrol, 2004: 99-100). Godard tomó de esa parte final de la historia del film
una cierta errancia en la manera en que la actriz se mueve –y es filmada- por las calles de París. Aunque
Cécile, el personaje del film de Preminger dista de ser la joven Patricia en
términos socio-económicos (pertenecen respectivamente a la alta y baja
burguesía), sí comparten un tono moral y es eso a lo que se refería el autor
franco suizo cuando decía que allí había una conexión. La anomia en la que vive
Cécile luego de la muerte a la que contribuyo por su conducta irresponsable es
la de Patricia, que la supera, puesto que hacia el final del film godardiano
permanece impasible ante la muerte de Michel (Jean-Paul Belmondo). Esta muerte
es intencional y la joven quizás culpable de una muerte en el primer film
traiciona a su amante en el segundo. Ambos films terminan con un primer plano
de la joven que representa esa diferencia. No es solo el personaje lo que
extrae Godard del film premingeriano, también una geografía y una manera de
filmarla aparecerán en sus films del periodo Nouvelle Vague, especialmente en
las playas y los exteriores abiertos de Pierrot
le fou (1965).
Sin embargo,
el componente moderno, lo más sorprendente del film de Preminger y su
influencia cuarenta años después en JLG es su inusual uso del color y del
blanco y negro. ¿Color y blanco y negro en una misma película? Sí, y si
Preminger no reinventó esta forma rara de ver en el cine sonoro estuvo cerca de
hacerlo. Algunos otros films (véase la filiación moderna) que usan la misma
combinación de procedimientos aunque de maneras diversas son: Shock Corridor (Samuel Fuller, 1963), En Passion (Ingmar Bergman, 1969) Raging Bull (Martin Scorcese, 1980) y Eloge
de l'amour (Godard, 2001). En este film Godard ya experto en la imagen de
video dejo atrás el estilo premingeriano de puesta en escena en la filmación de
las playas pero adopto la combinación del uso del color y del blanco y negro
del film de 1958. El presente en blanco y negro, el pasado en color y entre
ellos una muerte. La masa azul del agua del mar inunda la imagen e invade
progresivamente la habitación, al igual que en el comienzo del film de
Preminger.
La
filmografía de Hitchcock era la obra que mejor representaba la política de los
autores porque según Eric Rohmer “(…) no era el guionista de sus filmes y había
otros que hacían películas menos buenas con las mismas historias (…)” (Rohmer
en Chabrol y Rohmer, 2010: 21). Creo que respetando las respectivas creaciones
singulares de la novela y el film puede decirse que Preminger hace un gran film
con una novela menor. El libro narra la acción en pasado, Cécile recuerda el
verano de vacaciones en el que “(…) tenía diecisiete años y era completamente
feliz.” Ese marco de tiempo en el que se encuentra la narradora/personaje no es
descripto sino brevemente hacia el final del relato y de la historia luego de
la muerte de Anne. Sin embargo Cécile vive en un estado mental que caracteriza
su presente en relación con ese pasado junto a su padre y la ligereza de su
felicidad común:
“A ese sentimiento
desconocido cuyo tedio, cuya dulzura me obsesionan, dudo en darle el nombre, el
hermoso y grave nombre de tristeza. Es un sentimiento tan total, tan egoísta,
que casi me produce vergüenza, cuando la tristeza siempre me ha parecido
honrosa. No la conocía, tan sólo el tedio, el pesar, más raramente el
remordimiento. Hoy, algo me envuelve como una seda, inquietante y dulce,
separándome de los demás.” (Sagan, 1995: 13)
Esa
caracterización del personaje en la novela encuentra diferentes formas fílmicas
en un sublime comienzo: una secuencia en blanco y negro que funciona de marco
temporal –el presente de una frivolidad ya no más satisfactoria y marcadamente
triste- que ancla la voz over de la
joven y permite narrar el tiempo pasado y la situación que lleva a la muerte de
la mujer, a la madurez y al fin de la felicidad de Cécile. La mirada a cámara
de Jean Seberg por encima del hombro de los hombres con los que baila y la
aparición en imagen de los fragmentos de Technicolor que materializan sus
recuerdos. La genial canción de Georges Auric interpretada por Juliette Greco
(cuyo equivalente en la novela podría ser el poema de Paul Eluard al inicio de
la misma) y la aparición demorada de la cantante (¿una referencia de David
Lynch?). Todo esto es una muestra del arte de la puesta en escena, la dirección
de la mirada. Jean Seberg, Cécile alterna entre el tiempo y el espacio
presentes y su vida interior “rodeada por un muro de recuerdos”, un giro en su
baile y la mirada se ausenta en dirección a la sala. Todo el comienzo es de una
formidable potencia, lo que incluye a los títulos de Saul Bass.
Otto
Preminger usa la novela, usa la estructura productiva del estudio y se vuelve
moderno en un film que vale ser visto una vez más.
BONUS TRACK. Escenas
míticas que fueron improvisadas:
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