Publicación bimestral. ISSN Nº 1851-4855. Año 10 Número 55. Noviembre de 2016. Dedicado a la 31ª ed. Festival Internacional de Cine de Mar del Plata
El
adiós es posible. Ensayo de despedida (Farewell Essay).
Dirección: Macarena
Albalustri. Argentina, 2015. Guión: Macarena Albalustri, Tomás Dotta. Por Candela
A. Arraigada: Estudiante de Letras (UNMdP).
En el día, la llamada nocturna del olvido.
Su rostro ha permanecido con él.
Lo vemos, pero retrocede. Su palabra sigue sin él.
Unos le prestan sus labios, otros su lengua,
Otro la amistad de su sonrisa. Otros, su silencio.
(Puesto que él es este silencio, Jacques Ancet)
En los últimos años,
se ha manifestado socialmente la necesidad de implorar por una filosofía que
nos sea práctica, rápida y efectiva a la hora de dejar atrás algo que nos pesa
o nos perturba y que se llegó a condensar y resumir en un verbo en infinitivo
que muchos han dicho/oído alguna vez: “Soltar”. Más allá de los estados de
Facebook, o de repetir esa palabra a un amigo cuando nos cuenta sus problemas…
¿Despedirse es soltar? ¿Qué implica una despedida? ¿Qué gesto intrínseco a la
acción la constituye como tal? ¿Cuáles son sus pasos? ¿Son universales? ¿Despedirse
es olvidar o recordar?
La película de Macarena Albalustri en formato de documental-ensayo, despierta todas estas preguntas latentes y permite conmovernos desde la primera escena, a la vez que nos invita a ser testigos de una búsqueda que, aunque se presenta de manera personalísima, nos hace comprometernos con su historia y adoptarla como si fuera nuestra. Todo aquel que haya vivido la muerte y sus ritos, su burocracia, su resabio y las reflexiones que dispara, podrá producir a partir de la visualización de Ensayo de despedida, un sentido desde el intertexto de la propia vida. Todo aquel que haya vivido un tipo de muerte, vivió un tipo de fin, sea de la vida, sea de una relación, sea de un vínculo, sea de un sueño o una ambición, y es allí donde el interrogante “¿Cómo despedirse?” se emprende como un enigma a resolver de manera personal.
Casi como si fuera un corto, Ensayo de despedida comienza con la historia de Liza (Laiza), la gata de toda la vida de Macarena. Ésta presenta una enfermedad que vaticina su defunción cercana generando en su dueña/amiga/familiar el emprendimiento de la tentativa por salvarla, yendo de veterinaria en veterinaria, observando minuciosamente cada comportamiento. Todo esto esconde, casi como un reflejo genuino, la conducta instintiva de evasión y retraso de la inminente despedida. En este contexto, surge la necesidad de tener imágenes con movimiento y sonido que retraten los últimos días de la gatita dando inicio al proyecto de almacenar lo más posible aquellas cosas que suceden tan rápido y tan intensamente que se nos escapan. A contrarreloj, la certeza de la muerte vecina y el miedo a no poder recordar, a no poder salvaguardar nada en la memoria que llene el silencio del después, exhuma en la autora una situación de su pasado. De esta manera, la muerte de Liza funciona como disparador para una búsqueda retrospectiva cuyo fin es dilucidar la especificidad de la despedida, de la acción que la lleva a cabo y que tiene unas coordenadas determinadas en la vida de la autora: la muerte de su madre a manos de una enfermedad terminal años atrás. Durante toda la película estamos construyendo junto a Albalustri el gesto de despedida de ella hacia su madre.
La película de Macarena Albalustri en formato de documental-ensayo, despierta todas estas preguntas latentes y permite conmovernos desde la primera escena, a la vez que nos invita a ser testigos de una búsqueda que, aunque se presenta de manera personalísima, nos hace comprometernos con su historia y adoptarla como si fuera nuestra. Todo aquel que haya vivido la muerte y sus ritos, su burocracia, su resabio y las reflexiones que dispara, podrá producir a partir de la visualización de Ensayo de despedida, un sentido desde el intertexto de la propia vida. Todo aquel que haya vivido un tipo de muerte, vivió un tipo de fin, sea de la vida, sea de una relación, sea de un vínculo, sea de un sueño o una ambición, y es allí donde el interrogante “¿Cómo despedirse?” se emprende como un enigma a resolver de manera personal.
Casi como si fuera un corto, Ensayo de despedida comienza con la historia de Liza (Laiza), la gata de toda la vida de Macarena. Ésta presenta una enfermedad que vaticina su defunción cercana generando en su dueña/amiga/familiar el emprendimiento de la tentativa por salvarla, yendo de veterinaria en veterinaria, observando minuciosamente cada comportamiento. Todo esto esconde, casi como un reflejo genuino, la conducta instintiva de evasión y retraso de la inminente despedida. En este contexto, surge la necesidad de tener imágenes con movimiento y sonido que retraten los últimos días de la gatita dando inicio al proyecto de almacenar lo más posible aquellas cosas que suceden tan rápido y tan intensamente que se nos escapan. A contrarreloj, la certeza de la muerte vecina y el miedo a no poder recordar, a no poder salvaguardar nada en la memoria que llene el silencio del después, exhuma en la autora una situación de su pasado. De esta manera, la muerte de Liza funciona como disparador para una búsqueda retrospectiva cuyo fin es dilucidar la especificidad de la despedida, de la acción que la lleva a cabo y que tiene unas coordenadas determinadas en la vida de la autora: la muerte de su madre a manos de una enfermedad terminal años atrás. Durante toda la película estamos construyendo junto a Albalustri el gesto de despedida de ella hacia su madre.
Los métodos abarcan
desde lo verbal a lo no verbal y unidos construyen Ensayo de despedida. En lo que respecta a lo primero, encontramos
charlas con su padre, con amigas de la madre, con amigos de ella, hasta una
charla con la que fue la psicóloga de su progenitora. Todos estos intercambios
dan cuenta de una intención de reconstruir al ausente desde los discursos de
los otros, desde su percepción, desde sus vínculos, desde su memoria
verbalizada que permiten llenar el silencio de la ausencia. A su vez, las escenas de las amigas tomando el té dan
cuenta de cómo la muerte de un ser
querido o alguien cercano, pueden funcionar como disparador filosófico para
indagarnos por nuestra creencia o no en un más allá. En el ámbito de lo no
verbal nos encontramos, por ejemplo, con el hecho de desarmar una casa familiar
que está llena de recuerdos -buenos y malos- y que funcionaba como la
posibilidad de encuentro con quien ya no está más. En la limpieza-despedida que
abarca todo aquello, surgen las preguntas: ¿Hay que aferrarse a los objetos o
desprenderse totalmente de ellos? ¿Cuál es la historia detrás de cada foto del
álbum familiar? ¿Debemos conservarlas por un valor historiográfico a pesar de
que no evoquen en nosotros ningún reconocimiento? ¿Por qué se busca que detrás
de una foto siempre haya un recuerdo feliz? ¿Qué pasa cuando uno se identifica
más con el álbum familiar de otra familia que quizás responde a un ideal
inaccesible? ¿Cuál es el movimiento y el sonido que evocan de manera estática
esas imágenes? ¿Cuál podría ser el microsegundo siguiente que dé lugar a otra
foto y así a un video, a una película? Pensemos en esas veces que fuimos a la
casa de alguien y éste o un familiar insistió en mostrarnos más de sus vidas,
de sus historias a partir de un compendio de fotos. Nos quisieron compartir eso
que estuvo antes de que estuviéramos nosotros en su vida y eso es lo que sucede
en esta película cuando la autora nos brinda su patrimonio fotográfico que
podría haber sido, sin ningún inconveniente, el de cualquiera de nosotros.
En conclusión, Ensayo de despedida, es un gran documental,
con un ritmo que es acorde a las emociones que remueve, que compagina con
aquello que deja ver de su personalidad la protagonista-directora-guionista de
esta obra y permite demostrar, a pesar de ser una historia de vida en
particular, la posibilidad de identificación. A su vez, el proceso posterior a
ver la película nos puede llevar a responder algunas preguntas que surgen en
ella. Podríamos llegar a pensar que un gesto de despedida puede o no ser
universal. Puede ser un abrazo, un beso, un estrechar de manos, una caricia,
una frase, un hecho pasado por alto, la falta de gestación de una pregunta o
una respuesta, el perdón, el anonimato, el silencio, un grito, una canción. Lo
que no deberíamos negociar, es el requisito de que la intención que funde esos
gestos sea efectivamente la de despedirse y la película de Macarena Albalustri
pone fin a esa búsqueda convirtiéndose en ese gesto de despedida tan anhelado.
En la última escena presenciamos la certeza de que el adiós es posible y que
también puede sumarse a la lista la forma de ensayo-documental.
Una fobia mayor. Era el cielo (O
Silêncio do Céu). Brasil, 2016. Dirección: Marco Dutra. Basada en la novela
homónima de Sergio Bizzio. Guión: Sergio Bizzio, Caetano Gotardo, Lucía Puenzo.
Elenco: Leonardo Sbaraglia, Carolina Dieckmann, Chino Darín, Alvaro Armand
Ugon, Mirella Pascual, Roberto Suárez, Paula Cohen, Dylan Cortes, Priscila
Bellora, Gabriela Freire, María Mendive, Walter Rey, Susana Groisman, Marco
Dutra. Por Keila Del Fiore (Estudiante de Letras, UNMdP).
A partir de un título algo misterioso, la película comienza con una
situación violenta. Se trata de la violación de Diana (Carolina Dieckmann), en
su propia casa, víctima de dos hombres y a su vez en presencia de un tercero:
su marido Mario (Leonardo Sbaraglia). La observación de Mario, lejos de ser
placentera, es –como era esperable– traumática y dolorosa. Sin buscarlo, se
transforma en espectador de una escena aberrante. Mientras Diana está siendo
agredida y vulnerada, Mario se transforma en víctima de sí mismo. Inmerso en su
interminable lista de fobias irracionales y paralizado por el miedo, se
descubre incapaz de intervenir. Miedo a las alturas, miedo a la velocidad,
miedo a los aviones. Estos últimos portadores de una particularidad: reúnen
varios miedos juntos. Y la lista sigue. Miedo a la soledad, a la distancia, a
quedar en evidencia.
La acción transcurre en Montevideo. Mario y Diana conforman una familia de
clase media. Su matrimonio ha sido reanudado después de dos años de separación
y son padres de dos niños. Él es guionista. Ella se dedica a diseñar ropa. La
nueva oportunidad que han decidido darle a la pareja rápidamente es
interrumpida por el terrible suceso. Así empieza la historia. A partir de aquí,
la película irá mostrando el camino que recorre Mario tratando de comprender
por qué Diana no querría contarle aquel duro episodio que tuvo que padecer y,
al mismo tiempo, preguntándose quiénes serían esos dos hombres que vio en su
casa. Repentinamente, Néstor (Chino Darín) entra en escena en la piel de un
personaje altamente sombrío: empleado en la florería de su madre (Mirella
Pascual), amante de las plantas y hermano de Andrés (Álvaro Armand Ugón), el
otro violador.
Andrés trabaja en una empresa de publicidad y, para los hijos de Diana y
Mario, no es alguien desconocido: es a quien llaman el tío Andrés, pareja de
Diana durante el tiempo de separación con Mario. A causa de estos
descubrimientos, Mario se hunde en la desesperación y en la curiosidad. Los
miedos y las fobias emergen como inevitables protagonistas. Miedo a enfrentar a
su mujer, a los violadores, a sí mismo incluso. Aquellos personajes que han
debido crearse para mantener el matrimonio en pie comienzan a desvanecerse.
Afligido y sin ánimos de resolución, el personaje retorna y vence: Mario
realiza una acción impensada, aunque los resultados no son los esperados.
En definitiva, la película de Marco Dutra –con actuaciones destacables–
logra poner en escena un episodio de violencia que desde el comienzo se lo
piensa como central. Así, si hubiera que establecer cuál es la temática de la
película o el hecho fundamental, tranquilamente se podría decir: la violación
de una mujer bajo los ojos de su marido. Aun así –y quizás esto sea lo más
interesante de la película– a medida que avanza la historia el foco
magistralmente empieza a moverse. Era el
cielo cuenta la historia de un hombre con innumerables fobias, incapaz de
resolver siquiera alguna. Entonces, en el aparente intento de acabar con una de
las más importantes (los aviones), Mario descubre una fobia mayor, más
insuperable que las demás.
La muerte
como espectáculo. La muerte de Luis XIV
(La Mort de Louis XIV). Dirección: Albert
Serra. Francia-España-Portugal, 2016. Guión: Thierry Lounas, Albert Serra.
Elenco: Jean-Pierre Léaud, Patrick d'Assumçao, Marc Susini, Bernard Belin,
Irène Silvagni, Vicenç Altaió. Por Franco Denápole: Estudiante de Letras (UNMdP).
El
discurso histórico tiene la capacidad de producir relatos mitológicos alrededor
de los personajes que lo habitan. Hay una cualidad ficcional que,
inevitablemente, determina cualquier tipo de ordenamiento de los hechos a
través de la palabra. Los grandes relatos históricos cristalizan ciertas
imágenes, construyen símbolos, hacen prevalecer algunas descripciones por sobre
otras, designan nombres. Este proceso de transformación, de inmortalización de
los sucesos, da como resultado, entre otras cosas, la formación de
hombres-mitos. Estos sujetos existen en dos planos: una mitológico y otro “de
carne y hueso”. El primero sobrevive al segundo, de la misma forma que el
cuerpo perece antes que el papel. La vida física de un personaje histórico
puede ser solo reconstruida a través de un procedimiento ficcional, pero nunca
puede recuperarse en su totalidad. Esta tarea constituye una función histórica
distinta, que consiste en recuperar aquello que los grandes relatos deben,
obligadamente, ignorar. De esta labor se ha ocupado principalmente el arte, que
no se encuentra restringido por las obligaciones que definen al discurso
histórico. Esta es una de las ideas centrales que circula alrededor del cine
del director español Albert Serra. Tres de sus largometrajes más reconocidos
toman el mismo concepto inicial: Honor de
cavalleria, El cant dels ocells, Història de la meva mort presentan una
mirada distinta de Don Quijote, de los Tres Reyes Magos y de Drácula,
respectivamente. Su último filme, La
muerte de Luis XIV aplica la misma perspectiva a los últimos días de vida
del monarca francés.
La escena
inicial es la única que contrasta con el resto de la película: el rey regresa
al palacio luego de una excursión en sus jardines. El resto del largometraje
puede ser fácilmente resumido, sin peligro de spoilers (sabemos el final,
enunciado en el título): un conjunto de planos largos y estáticos, centrados de
forma insistente en el espacio íntimo de la habitación del rey. La composición
de Serra y de su jefe de fotografía, Jonathan Ricquebourg, es sobria y
consecuente: en ningún momento se observan desviaciones del objetivo estético
propuesto. La composición del director emula la oscuridad y los contrastes de
los cuadros barrocos de Caravaggio, y se mantiene fiel a la construcción, ya no
de una historia, sino más bien de una atmósfera. De la misma forma, el guion se
articula alrededor de un período de tiempo específico, y sigue un orden
cronológico estable. Los objetos o temas de los que la película se ocupa son
escasos: la figura del rey postrado, los sirvientes contrariados y los médicos
fascinados. La fotografía se puede describir, por lo tanto, como una
complementación de distintas pinturas, todas conformadas por un número limitado
de componentes fijados en el fotograma, pero que, en la siguiente escena, han
cambiado levemente.
En el
reinado de Luis XIV, uno de los géneros artísticos más popularizados fue el
teatro. En resonancia con la dramaturgia del Siglo de Oro Español, las obras
principales de Moliere como El Tartufo
o El Burgués Gentilhombre representan
una visión de la escena social según la cual cada uno tiene asignado un papel,
un rol o una máscara, con la cual mantiene una relación problemática, de
subordinación pero también de rebeldía. El conflicto histórico que se esconde
por detrás es el del fin del Antiguo Régimen y la inauguración de una
estructura social, económica y política nueva. El “Rey Sol” es, tal vez, la
última gran máscara de este Estado; su muerte implica el inicio de un proceso
que se cristaliza con la Revolución Francesa. El peso simbólico que carga el
cuerpo del monarca es, por lo tanto, monumental. El personaje de Jean-Pierre
Léaud no abandona en ningún momento su papel y la ficción que debe representar
para sus súbditos. En este sentido, la película de Serra adquiere un tono
irónico que se deja ver a través de pequeños guiños humorísticos. La ironía
yace en el hecho de que el director compone sus imágenes creando una relación
específica entre el cuerpo del rey (el objeto observado) y los médicos (los sujetos
que observan): el cuerpo es en sí mismo una puesta en escena; el último acto de
una obra teatral de un solo protagonista. El padecimiento final hace del Rey
una parodia de sí mismo. En el momento en el que, gracias a la enfermedad,
aflora el “hombre de carne y hueso” por sobre el mítico “Rey Sol”, comienza a
desarrollarse un juego grotesco: la cámara capta con obsesividad naturalista el
desarrollo de su enfermedad; los médicos convierten su cuerpo en un objeto de
discusión (aflora aquí una parodia del discurso cientificista que se está
gestando en ésta época); y la película cierra con un plano de sus vísceras. En
última instancia, el cuerpo, antes engalanado por las vestiduras y los rituales
propios de la corte, muestra su realidad más íntima. Los personajes que
prevalecen en la película son los médicos, representantes de una nueva
disciplina, capaces de utilizar ese cuerpo para un propósito inédito, distinto
al anterior: se han trocando los ornamentos del simbolismo barroco por la
pretendida rigurosidad que asegura el surgimiento del discurso racional. La muerte de Luis XIV es un paso firme
en el programa estético que es la filmografía de Albert Serra; su concepción
personal de la obra cinematográfica hace de sus películas productos que
esquivan las normas dominantes y que son, por lo tanto, difíciles de consumir,
pero también, innovadores y refrescantes.
Cuando lo normal
asedia. El vecino alemán. Dirección:
Rosario Cervio, Martín Liji. Argentina, 2016. Guión: Rosario Cervio, Martín
Liji. Elenco: Antonella Saldicco, Adolf Eichmann, Paola Scarcini de Delbosco,
Ber Londynski, Moisés Borowicz. Por Estefanía Di
Meglio. Graduada de las carreras de Profesorado y Licenciatura en Letras
(Universidad Nacional de Mar del Plata).
Evidentemente,
resulta difícil creerlo.
Seis
psiquiatras habían certificado que
Eichmann
era un hombre “normal”.
“Más
normal que yo, tras pasar por el trance de examinarle”,
se dijo
que había exclamado uno de ellos.
Y otro
consideró que los rasgos psicológicos de Eichmann,
su actitud
hacia su esposa, hijos, padre y madre,
hermanos,
hermanas y amigos,
era “no
sólo normal, sino ejemplar”
Hannah
Arendt, Eichmann en Jerusalén.
Un estudio sobre la banalidad del mal, p. 46
¿Puede
uno de los mayores criminales parecer un “hombre normal”? La historia a nivel
mundial nos muestra que sí; las pequeñas historias, los testimonios de la
historia cotidiana, lo confirman. En su libro Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal,
Hannah Arendt postula una y otra vez cómo la normalidad de un hombre puede
subsumir los actos más atroces y descarnados, horrorosos y criminales hacia el
género humano:
Lo
más grave, en el caso de Eichmann, era precisamente que hubo muchos hombres
como él, y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron,
y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales. Desde el punto de vista
de nuestras instituciones jurídicas y de nuestros criterios morales, esta
normalidad resultaba mucho más terrorífica que todas las atrocidades juntas,
por cuanto implicaba que este nuevo tipo de delincuente –tal como los acusados
y sus defensores dijeron hasta la saciedad, en Nuremberg–, que en realidad merece
la calificación de hostis generis humani,
comete sus delitos en circunstancias que casi le impiden saber o intuir que
realiza actos de maldad” (2000: 416-417).
El
carácter de presunta normalidad es justamente lo inquietante. En el momento en
el que la demonización de los genocidas del nazismo se convertía en una
respuesta tranquilizadora para la sociedad, Arendt oponía una certeza
totalmente intranquilizadora: los victimarios no eran monstruos ni sádicos,
eran “personas normales”.
La
película El vecino alemán así lo
muestra. Mezcla de historia y ficción, pone en escena la cotidianeidad de la
vida de un genocida que pareciera no serlo. Con el pretexto de la traducción
que una joven, Renata Liebeskind, hace del juicio a Adolf Eichmann en Jerusalén
por los crímenes perpetrados durante el sistema totalitario nazi, se
reconstruye parte de la historia de este personaje, enmarcada y relacionada, de
múltiples maneras, con la historia mayor. La trama del filme traza un camino,
asimismo, de reconstrucción de la identidad de la propia joven. Los tiempos del
relato fílmico se superponen con los diferentes momentos de la historia y se
alternan para mostrar los vericuetos de un devenir mayor.
Encargado
de la logística de las deportaciones hacia los campos de concentración, Adolf
Eichmann se convirtió en uno de los principales responsables de la catástrofe,
quien osó presentarse a sí mismo –y convencido de ello– como un simple engranaje
en la maquinaria de tal masacre administrada; según él, “sólo cumplía órdenes”.
Tras huir de su país de origen, encontró refugio en Argentina, donde vivió
entre 1950 y 1960, año en el que fue capturado en la denominada “Operación
Garibaldi”. Adoptó aquí el nombre de Ricardo Klement. Renata comienza a
adentrarse en estos temas por medio de la investigación de su estadía en Buenos
Aires y en un pequeño pueblo de la provincia de Tucumán. Filósofos,
investigadores y especialistas en el tema son otras de las figuras a las que
recurre la joven, quienes analizan parte de la historia. Uno de los grandes
méritos de su trabajo (y del de los directores) es la reconstrucción de la
historia por medio de los vecinos de Eichmann en Argentina: se trata de buscar
la palabra viva que permita componer, de primera mano y desde la cotidianeidad,
la esencia de Eichmann, o de Ricardo Klement; en fin, de “el vecino alemán”.
Una
frase no deja de repetirse en los testimonios que recoge la película. Y aquí,
como lo planteaba Arendt, emerge lo aterrador. “Era una buena persona”, dicen
los vecinos del genocida, manifestando no poder creer que ese hombre era un
criminal. Diferente; de genocida a vecino de Buenos Aires y Tucumán, de Adolf
Eichmann a Ricardo Klement; pero al fin y al cabo, esencialmente el mismo. No
es otra cosa que esta “doble conciencia”, como lo señalan los directores,
aquello que reconstruye el filme.
Ese
otro “juicio a Eichmann”, el que lo cataloga como una persona normal y, más
aún, “ejemplar” –retomando el epígrafe del presente texto– no deja de repetirse
como un estribillo en los testimonios de la película. Capaz de romper con la
normalidad de la vida humana, en el límite macabro entre ambos espacios, en el
más acá y el más allá de la vida, Eichmann se comportaba, vivía, se mostraba,
como un hombre normal. A partir de aquí surgen las preguntas: cómo la historia
global llega o no, se adentra o no, se vive o no, en los niveles locales; qué
se recuerda, cómo, en relación con qué sentidos o con qué vacío de ellos; de
qué modos, mediante qué mecanismos y subterfugios se construye la memoria
individual y colectiva, lo cual lleva a indagar, simultáneamente, acerca de los
mecanismos de construcción de la identidad, motivo central del texto fílmico.
La
película muestra de manera contundente las formas en las que la excepcionalidad
coexiste con la cotidianeidad más prosaica: si el genocidio nazi y sus campos
de concentración fundaron una para-experiencia, en tanto que excedieron los
límites de cualquier experiencia humana a la vez que trasvasaron las fronteras
de los marcos disponibles para entenderlos, dimensionarlos y explicarlos, el
contraste con la “normalidad” de Eichmann no hace sino profundizar el carácter
traumático de los acontecimientos. Si se ponen uno al lado del otro, es posible
ver la oposición contrastiva de aquellos hechos con la vida de Eichmann en
Argentina: su rutina, junto con su “normalidad”, enfatiza el horror de la
maquinaria de muerte de los campos de concentración, en los cuales –como Arendt
lo mostró y como lo exhibe la película– se presentaba como un hombre normal que
actuaba en el marco de una racionalidad siniestra.
Si
el hablar y el callar, la lengua y el silencio son centrales en el caso de las
historias atravesadas por el trauma, otro aspecto considerable del filme es el
lenguaje. Así, en un nivel primario y literal, adquiere importancia en tanto
que el alemán aparece como el idioma desde el cual la joven debe traducir.
Pero, antes incluso, durante el juicio mismo, la lengua empleada es el hebreo
–lenguaje de las víctimas–, a partir de la cual se opera la traducción al
alemán. Más aún, la sola presencia de lenguaje conduce a una doble reflexión en
otro nivel. En una primera instancia, debemos pensar en la imposibilidad de
simbolizar el horror, el vacío en el significante ante el trauma que genera un
hueco también en el significado. En segundo lugar y relacionado con lo
anterior, la dificultad del habla se da porque, como lo postula George Steiner,
ese lenguaje ha sido manchado por la sangre de los crímenes: se trata a su vez
del lenguaje del opresor, del victimario, del genocida (2000).
De
Adolf Eichmann habla este filme. Pero de él y de mucho más: de la historia del
genocidio nazi a nivel global, del juicio, del después de tal historia en el
plano individual, de los hechos de una vida cotidiana luego de que tuvieran
lugar los acontecimientos de la macrohistoria, de la reconstrucción de las
historias –así, en plural–, de los testimonios, de las percepciones, del
lenguaje, del recuerdo, de la memoria, de la(s) identidad(es). Impresiona ver a
Eichmann en las imágenes que recupera la película: observarlo declarando,
escucharlo hablar en el juicio como un hombre común y corriente, tomando la
palabra para defenderse de lo indefendible. El filme conduce a pensar en los
modos del horror, en el recuerdo, la memoria, la identidad, el lenguaje, la
conciencia humana y la subjetividad del victimario. A través de él sus
directores nos dejan ver una vez más que la narración y la ficción son, como lo
creía y lo quería Arendt (1992: 227),
una de las formas privilegiadas de estudiar, indagar y cuestionar la historia.
Bibliografía:
Arendt, Hannah (2000) [1961]: Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la
banalidad del mal. Barcelona: Lumen. Traducción del Carlos Ribalta.
Arendt, Hannah (1992) [1963]: Sobre la revolución. Buenos Aires:
Alianza Editorial. Traducción de Pedro Bravo.
Steiner, George (2000)
[1976]: Lenguaje y silencio. Ensayos
sobre la literatura, el lenguaje y lo inhumano. Barcelona: Gedisa. Traducción
de Miguel Ultorio.
Una historia
sencilla. Paraíso (Рай – Paradise).
Dirección: Andrei Konchalovski. Rusia, 2016. Guión: Andrei Konchalovsky, Elena
Kiseleva. Elenco: Yuliya Vysotskaya, Christian Clauss, Philippe Duquesne, Peter
Kurth, Jakob Diehl, Viktor Sukhorukov, Vera Voronkova, Jean Denis Römer,
Caroline Piette. Por Mauricio Espil: Escritor.
Cuando decidí
escribir sobre Paradise fue por su
guión que luego obtendría el Astor de Plata. La película, desde las formas y
procedimientos, es sencilla. Se trata de tres personajes (un francés, un alemán
y una rusa) que interactúan en el Paris ocupado de la Segunda Guerra Mundial.
Los personajes, la historia que se cuenta, son tratados en cumplimiento de
todos los acuerdos de todos los géneros de películas de guerra y de época.
Interesó que Konchalovski al elegir tres personajes no haya optado por contar
sus biografías y, en cambio, narrarlos como trayectorias individuales en el
convencimiento de que no hay historias individuales que estén más allá de lo
posible, en términos sociales. Así, cada uno de ellos porta sus determinaciones
históricas, sociales, culturales. El francés, la historia de la burguesía
emancipada y revolucionaria que intenta perpetuarse; el alemán, el nazismo y
sus perversidades; la rusa, avanza como el ángel de Klee empujada por 1861,
1905 y 1917. Además cada problemática histórica queda asociada a una
nacionalidad, es decir, estamos en presencia de estados-nación en conflicto bélico.
El primer personaje
es un comisario de la policía francesa que vive en una casa burguesa de las
afueras de París. Su rol, como jefe de policía, es velar por la seguridad e
integridad de la burguesía que hizo una revolución y aceptó colaborar con el
nazismo durante la ocupación de Francia. En lugar de preguntarnos por qué lo
hicieron habría que decir por qué no lo iban a hacer, ¿cuál era la alternativa?
La anécdota es breve: el comisario debe interrogar a una aristócrata rusa que,
en el exilio de París, participa de la resistencia y, especialmente, ayuda a
los niños judíos a escapar de los nazis. Debe obtener una confesión, alguna
forma de la delación que le permita asegurar el orden requerido por la
racionalidad política del invasor. Se trata de mantenerse al margen de la
guerra sorda entre alemanes y rusos en territorio francés: la resistencia
siguió órdenes del soviet en cumplimiento de la política del enemigo único.
Entonces la historia se vuelve mínima, despojada: ella ofrece su cuerpo que él
pretende. Quedan en almorzar al día siguiente. Ella, en tanto prisionera,
tendrá un alivio en comida y confort -al menos por una horas-, él quizá obtenga
información o, al menos, la posesión del objeto del deseo. A la mañana
siguiente, luego del desayuno, el comisario practica sexo de modo compulsivo
con su esposa, de parado entre los cortinados en un rincón de su casa burguesa.
Luego se dirige al parque con su único hijo -varón- a observar un hormiguero. Militantes
de la resistencia lo sorprenden, lo reducen y lo matan frente a su hijo. Y,
entonces, en la huida de los asesinos se evidencia la razón de la colaboración:
el miedo. Un miedo antropológico a que se agoten los mecanismos de reproducción
social. La clase quedará a salvo, el niño nunca olvidará lo que hizo la
resistencia comunista al matar a su padre a sangre fría y la reproducción
biológica se garantiza en el probable embarazo de su madre.
El segundo personaje,
que no interactúa con el francés, es un joven oficial nazi. Un heredero
empobrecido de la Alemania Imperial del Dios con Nosotros y la Monarquía
constitucional nacida del intento fallido de 1848 cuando la burguesía alemana
pretendió asumir responsabilidades de gobierno. Ese Imperio retuvo la dimensión
de las decisiones políticas en perjuicio del campesinado y de los obreros de
las ciudades que no supieron articular su movimiento político hasta entrado el
siglo XX. Es sabido del éxito en términos de crecimiento económico que llevó a
Alemania al modelo del estado de bienestar. La anécdota es sencilla, un joven
oficial del ejército -heredero de los magnánimos del estado de bienestar- luego
de malvender sus posesiones materiales y enajenar el capital simbólico de su
clase mantiene una reunión con Himmler (organizador de la solución final a la
cuestión judía eufemismo nazi para denominar al Holocausto). En esa reunión se
le habla de la confianza del Führer en encontrar sucesores en personas de su
condición. Acepta un anillo de regalo y una misión: terminar con los casos de
corrupción de los oficiales que están al frente de los campos de concentración.
En una de las recorridas reconoce a la aristócrata rusa entre las prisioneras y
recuerda un fugaz romance que mantuvieron un verano. Entonces, a modo de
socorro, la emplea en tareas domésticas. Por último, le otorga un
pasaporte-salvoconducto para que escape antes del avance final de los rusos. Él
queda en el lugar a la espera de la muerte que llega pronto con un bombardeo.
Múltiples son las causales sociológicas, económicas y políticas que han
explicado al nazismo. Desde una perspectiva cultural la pregunta siempre rondó
el hecho de cómo fue posible que una cultura que había alcanzado un grado
superlativo de desarrollo fuese capaz de engendrar tamaña formación ideológica.
La banalidad del mal fue la respuesta de Hannah Arendt y en algún punto
Konchalovski adhiere a esa mirada desde la sofisticación de los gustos, el
refinamiento del proceder del nazi como un perverso y, por último, el modo de
actuar dentro de la lógica burocrática. En definitiva, se trataría de la
gestión eficiente de recursos desde el mismo corpus administrativo que llevó
adelante la grandeza de Alemania durante el Welfare.
El tercer trayecto es
el de la aristocracia rusa. No hay mucho que agregar a lo dicho en las
interacciones con el francés y el alemán salvo las participaciones en el
espacio común del confesionario. Porque en el film los tres personajes nos
hablan de sus motivaciones, expectativas y aspiracionales en un espacio confesional
-quizá se trate de un espacio vinculado al título, Paradise. En un momento la aristócrata rompe en llanto y sólo puede
decir, basta, basta, basta. Pensemos que en 1861 el Zar entrampa al campesinado
con el decreto de emancipación. Se les cedió las tierras a los trabajadores
rurales a cambio de una hipoteca gravosa a cuarenta años. Los apropiados (la
aristocracia terrateniente) recibieron, como indemnización, sumas de dinero por
las tierras sobrevaluadas. De este modo se pretendía incentivar el comercio y
la industria que estaría a cargo de la aristocracia y de una incipiente
burguesía y, a la vez, otorgaba la presunción de la emancipación a los
campesinos con la transferencia de la titularidad de las tierras. Al parecer se
trataba de un intento por acceder a la modernidad -que había empezado con la
revolución industrial. Ese movimiento tuvo su punto más alto en 1905 con una
crisis. Se trataba de una dificultad histórica y social genuina. La salida
política para el zar fue plantear una monarquía constitucional que al año
siguiente el mismo zar canceló. Es decir, una incipiente burguesía que había
llevado adelante los cambios culturales y las transformaciones simbólicas más
destacadas (Mussorgski por caso) se encontraba con la clausura del espacio de
participación social. La aristocracia se replegaba sobre sí. Octubre del 17 era
una cuestión de tiempo y el punto de inflexión que llegaría al punto cero en
los ´30 con el modelo industrialista de la economía soviética que vino de la
mano de la brutalidad stalinista. El exilio fue la salida para gran parte de
esa aristocracia que sabía de la francofonía.
De la constatación de
que en la película no se verifique la presencia ni de norteamericanos ni
ingleses se puede inferir que el conflicto queda resumido a la Europa
continental (que incluye la Rusia occidental). Esto explicaría que la película
pareciera sostenerse en tres preguntas: ¿cómo fue que la cultura más refinada
de Europa, como la alemana, haya dado lugar al nazismo? ¿dónde se justificó la
colaboración francesa a la ocupación? y ¿qué fue de la aristocracia rusa tras
la revolución pero, sobre todo, durante el stalinismo?
Las respuestas en el ámbito del confesionario abarcarían tres órdenes
diferenciados: el antropológico (en la preservación y continuidad de la especie
familia burguesa, en el caso del francés), estético (en el refinamiento de las
maneras y prácticas culturales, en el caso del alemán) y ético (en la moralidad
de la aristocracia rusa que trascurre en paralelo al socialismo soviético, en
el caso de la rusa). La pregunta más anacrónica a la guerra pareciera la del
trayecto ruso, probablemente, el que más preocupe a Konchalovski en tanto que
el episodio histórico de la guerra pareciera el modo de expiar a su clase: la
aristócrata rusa se inmola para salvarle la vida a dos niños judíos que no
habían sabido escapar en Paris cuando la detienen.
Digo esto en virtud
de que todo lo que en la película -que vi una vez- resulta interesante termina
en correlación con la historia política de Rusia. Konchalovski se apellida
Mijalkov, es hermano de Nikita, bisnieto del Archiduque de Yaroslv, tataranieto
de la princesa de Galitzia y optó por llevar el apellido materno de su abuelo
Piotr (notable artista de la vanguardia). Entre toda su obra como director y
guionista se destacan los trabajos junto a Tarkovski (también hizo Tango y Cash con Stallone) y hay una que
llama mucho la atención, Siberiana de
1979. Se trata de la historia de dos familias enfrentadas en la Siberia que
recorre la historia rusa desde 1909 hasta ese año. Es decir, se reproduce en lo
familiar la Historia. Los humildes leñadores frente a ricos comerciantes. La
historia empieza inmediatamente después del fracaso del proyecto de la
monarquía parlamentaria, pasa por la revolución del ´17, la muerte de Lenin, el
stalinismo, el proceso de
industrialización, la segunda guerra mundial bajo una consigna: las buenas
noticias para la nación son malas noticias para la familia.
Hay una escena, mejor
dicho una toma, del interrogatorio que resuena como una insistencia. El
comisario francés interroga a la aristócrata rusa sobre su participación en la
resistencia, su ayuda a los judíos. Lo hace con modos amables. Se observa el
intento de la persuasión, de la seducción de la delación. Y los planos y
contraplanos son los correctos para ese tipo de escena en el lenguaje visual de
la época. Se trata de mostrar que la cámara da testimonio de la verdad, al
menos, de la tecnología de la verdad de la modernidad. Pero de pronto la
cámara, lo hace dos o tres veces, se ubica en un rincón superior del cuarto y
cobra la forma de una cámara de seguridad de las nuestras. Es lo mejor de la
película: el cuestionamiento de las tecnologías de la verdad, del modo en qué
se construyen, desde la técnica.
La sensibilidad en su máximo esplendor.
Tu nombre (Kimi no na wa - Your Name).
Dirección: Makoto Shinkai. Japón, 2016. Guión: Makoto Shinkai. Animación.
Por Linda Carolina Evans: Estudiante
de Letras (UNMdP).
Kimi no na
wa, Your Name, Tu nombre. Tres títulos diferentes que encierran la misma película
de Makoto Shinkai. La historia sitúa a dos adolescentes llamados Mitsuha Shinkai y Taki Tachibana que
intercambian sus cuerpos. El deseo de Mitsuha de ser un popular chico japonés
será cumplido y llevará a ambos
protagonistas hacia sus inesperadas aventuras. Si bien la temática sobre el
cambio de cuerpo ha sido llevada a cabo en innumerables films, este en particular
logra ir más allá. El tema que desarrolla es la transición entre la
adolescencia y la vida adulta: pero es mucho más que eso. El paso del tiempo,
la belleza de la vida, la extrañeza ante lo sublime son solo algunos temas. La
animación logra, por medio de las hermosas imágenes y las sonoras melodías, un
efecto único en el espectador. Si bien a veces la trama se enreda, regresa en
el tiempo y se adelanta en los hechos, una palabra –por lo menos a mí- me
mantuvo expectante: Musubi. Lo interesante de este término, en boca de la
abuela –voz de la sabiduría y la experiencia- no es solo su significado
“tejer”, “entrelazar” sino puesta a funcionar siendo la vida Musubi como
también las relaciones entre las personas. Lo interesante en sí es la relación
entre Mitsuha y Taki, porque va más allá del espacio y del tiempo.
La película logra unir el campo y
la ciudad, lo nuevo y lo antiguo con gran armonía. Pone en escena las
tradiciones japonesas –por medio de la familia de Mitsuha - y también cómo
funciona la vida moderna en Tokio – a través de Taki y su padre-. En este
contexto se produce un deseo llevado por la protagonista femenina de ser-otro y
al ser cumplido, se “transforma” en un adolescente, Taki. A su vez este
adquiere el cuerpo de Mitsuha con escenas que apelan al humor, al descubrir su
nuevo organismo femenino. El canal por el que intercambian sus cuerpos es onírico
donde al despertar no recordarán el nombre del otro.
La presencia de la naturaleza es
fundamental en toda la obra, ya que funciona a modo de advertencia. Cuando los
meteoritos atraviesan el pueblo rural estamos en presencia de una de las
escenas más hermosas –por la armonía visual y sonora- pero llevada a cabo será
la más terrible para la población. El héroe, Taki, al saber las consecuencias
que provocarán los meteoritos en el pueblo advertirá a Mitsuha y sus amigos
para evacuar el lugar y así evitar desastres. El desenlace está muy bien
logrado ya que rompe con lo esperado por el espectador por medio de la
sensibilidad en su máximo esplendor.
Mi padre es un extranjero. Hermia & Helena. Dirección: Matías
Piñeiro. Argentina, 2016. Matías Piñeiro. Elenco: Agustina Muñoz, María Villar,
Mati Diop, Julian Larquier, Keith Poulson, Dan Sallitt, Laura Paredes, Dustin
Defa, Gabi Saidón, Romina Paula, Pablo Sigal, Kyle Molzan, Ryan Miyake, Oscar
Williams. Por Flavia Garione: Estudiante de Letras (UNMdP).
Al decidir renunciar al estado
amoroso, el sujeto se ve con tristeza exiliado de su imaginario.
Roland Barthes, Fragmentos
de un discurso amoroso
¿Qué hace una chica de veinticinco
años sola en una Nueva York cubierta de nieve? La película Hermia & Helena de Matías Piñeiro (2016) narra una aventura que
comienza cuando Camila (Agustina Muñoz) recibe una beca para hacer una
experiencia profesional relacionada al teatro en Estados Unidos. El trabajo que
allí debe realizar es traducir, y a partir de varios borradores, Sueño de una noche de verano de William
Shakespeare. En una terraza cubierta de plantas de un barrio de Buenos Aires,
una amiga –que obtuvo la misma beca- realiza el relevo advirtiéndole que el
norteamericano que supervisa el desarrollo del trabajo se la va a “querer
levantar”. La conversación un tanto fría y distante dispara algunas dudas de la
becaria, que cae en la cuenta de que va a tener que dejar por un tiempo ¿quién
sabe? a su novio porteño. Algo evidente es el recorte social, chicas bilingües,
sin ataduras, que viven en cómodas y estéticas casas con terrazas floridas.
Los diálogos entre los personajes
reciben el eco rejtmaniano, cierto tono de impersonalidad, que ha venido
caracterizando a muchas películas argentinas de los últimos veinte años. Es
decir, en este registro, nadie se compromete demasiado con sus palabras, lo que
pareciera debilitar los vínculos entre las personas hasta el absurdo: hermanos,
novios, affaires, amigos, que en realidad dan lo mismo como si no hubiera
sentimientos de por medio y todos ellos fueran piezas intercambiables. Es
interesante porque en este contexto, más que nada a partir de su residencia en
Nueva York, Camila advierte que el amor es sólo una retórica que puede ser
aplicada a cualquier sujeto que conozca. Queda atrás, entonces, el novio de
Buenos Aires (con el cual sigue hablando por video llamada) ya que el amor se
convierte en un juego divertido al cual simplemente se juega, sin dramatismo,
con desfachatez.
De esta manera, y también con
cierto tono de comedia norteamericana a lo Woody Allen, Camila se divierte como
Puck, el espíritu juguetón de Sueño de
una noche de verano: contesta cartas haciéndose pasar por su amiga, seduce
con inteligencia a varones un poco tontos en los parques neoyorkinos. Allí
aparece algo interesante en lo que respecta a la edición. Se hace evidente el
intertexto literario (Shakespeare nada más ni nada menos) y se produce el collage
y la superposición de imagen y texto en varios momentos de la película. Más que
nada, en ciertas escenas de carácter risueño porque nadie está realmente
comprometido y todos juegan a enamorarse con alegría.
Sin embargo, en medio de esta danza
de seducciones, se produce un acontecimiento central en la película, un
quiebre. Nos enteramos, de repente y sin dramatismo, que Camila tiene un padre
norteamericano al que no conoce. Su madre, antes de morir le reveló el secreto.
Decide tomarse un tren a los suburbios de Nueva York (antes de eso, en una
confitería, anota en un cuadernito las posibles preguntas que le haría al
padre: ¿tiene armas? ¿es republicano?).
Llega finalmente a esos barrios extrañamente perfectos, hechos de
cartón, como si estuvieran fabricados por Disney. La comedia se detiene y
aparece el estado de indefensión, la extranjería; porque el padre no aparece inmediatamente,
está demasiado ocupado para conocer a su hija y llega más tarde, se retrasa. En
esta espera que parece interminable, se ponen en evidencia la idealización, el
recorrido por esa casa ajena y por los objetos del otro país –las fotos del
padre con su otra familia, por ejemplo- que parecieran funcionar como maqueta
de ese padre real que no termina de aparecer nunca. Cuando llega el momento
esperado, todo lo construido se derrumba, otra vez aparece la conversación
impersonal pero con rastros de una falsa cordialidad, una suerte de
cuestionario vacío. El padre agradece las molestias pero no se inmuta. Una
escena particular, después de tantos juegos, Camila llora en silencio en una
habitación que le presta por esa noche el padre-por-email ¿Por qué llora?
¿Advierte el límite del juego? Al otro día se va por el mismo camino cubierto
de nieve y el padre nuevo la saluda de lejos como si fuera vecino
distante.
¿Qué te pasa que
tenés esa cara? Las lindas (The Pretty Ones). Dirección: Melisa
Liebenthal. Argentina, 2016. Guión: Melisa Liebenthal. Elenco: Melisa
Liebenthal, Victoria D'Amuri, Camila Magliano, Sofia Mele, Josefina Roveta,
Michelle Sterzovsky. Por Florencia Guarco: Co-organizadora del Festival de
Poesía de Acá y estudiante de Publicidad.
En la
película-documental Las lindas Melisa
Liebenthal hace un recorrido a través de fotos y videos de su infancia y
adolescencia como un modo de conocerse a sí misma y entender quién se es. La
construcción del yo no es individual, se hace a la par, con sus amigas de
siempre, las protagonistas de esas fotos y videos, quienes se van
redescubriendo y definiendo a medida que avanza el recorrido propuesto por
Liebhental.
Pero en esta película
no solo se construyen identidades sino que se analizan modelos de ser y de
mostrarse en sociedad que siempre fueron conflictivos para la directora. Ser
linda en base a sonreír en las fotos- o ser fea por poner cara de orto- parece
ser el primer esbozo de una teoría más amplia que implica modos de
comportamiento heredados y nunca cuestionados. Ser mujer y tener que actuar o
vestirse de tal modo no fue algo tan sencillo para Liebhental y en esa
disconformidad innata se desenvuelve en esta película que, con gracia y sin
estructura, va escribiendo un manifiesto de la belleza por fuera de los
cánones.
El género documental
permite darle voz a las demás protagonistas y la posibilidad de exteriorizar su
reencuentro con el pasado y las deducciones de lo latente en esas formas de
mostrarse al mundo. Todo se presenta como un juego, incluso en la actualidad,
cuando esas chicas se juntan a tomar vino, bailar temas de Adele y reírse de
sus caras y looks en la adolescencia.
Pero mientras las
amigas reconocen tales poses o modos de mostrarse como un pertenecer a lo
establecido Liebhental va deconstruyendo su propia imagen para revelar el
difícil camino de la pubertad. ¿Por qué depilarnos? ¿Por qué sonreír? ¿Por qué
sacar culo? Son algunos de los cuestionamientos que la van guiando en torno a
esta confirmación de que en ella y sus amigas rige otro modelo de ser lindas y
que no necesariamente esto debe pasar por la imagen que mostramos.
Las
lindas trae
al panorama de nuevo cine autorreferencial argentino un tópico inesperado y sin
pensarlo se construye como la historia de muchas chicas de la generación que
transitamos. Es una respuesta simple a la típica pregunta “¿Qué te pasa que no sonreís?” y se configura sólidamente como crítica
y reacción al sistema.
La crudeza del desborde y el
abandono. Jesús. Dirección: Fernando
Guzzoni. Chile, 2016. Guión: Fernando Guzzoni. Elenco: Sebastián Ayala, Nicolás
Durán, Alejandro Goic, Esteban González, Constanza Moreno, Gastón Salgado. Por Florencia
Inés López: Estudiante de Letras (UNMdP).
Jesús, el film de ficción del director chileno Fernando Guzzoni, toma como eje
el asesinato de Daniel Zamudio cometido por cuatro jóvenes en 2012 para
mostrarnos, desde el punto de vista de los victimarios, una realidad compleja y
contradictoria. Para eso, se interna en las entrañas de la vida adolescente de
estos jóvenes y refleja, con una cercanía y una crudeza asombrosas, una
realidad que se caracteriza por la búsqueda de identidad, los excesos, la
violencia y todo el entramado social que lo fomenta y lo hace posible.
A partir del
asesinato la trama se vuelve más íntima y cercana al personaje de Jesús. Si
hasta ese momento lo fundamental había sido mostrar la consciencia grupal de
los jóvenes, destacando sus semejanzas, sus orígenes en común y sus intereses,
la toma de conciencia no hará más que separarlos, poniendo de relieve sus
diferencias en base al modo de encarar la tragedia. Es curioso, sin embargo,
como el quiebre no está dado por el hecho mismo (la violencia, los golpes, el
abandono) sino por la noticia periodística: la acción y todo el peso de sus
consecuencias no son visibles para ellos desde su propia experiencia sino, por
el contrarios, desde el relato externo, ajeno (e incluso erróneo) de los medios
de comunicación.
La versión
oficial de los medios, reduccionista e incorrecta, que justifica el asesinato
como un crimen de odio en manos de un grupo neonazi dialoga, en un fantástico
contrapunto, con la realidad de los agresores. La esencia del film se pone de
relieve: mostrar, con imágenes explícitas y con crudeza pero sin caer en
juicios morales, las complejidades de un asesinato cometido entre pares, con
una víctima que no se diferencia de los victimarios ni en los intereses, ni en
el estrato social, ni en los excesos de su vida. No hay criminales, no hay
intentos de venganza, no hay diferenciación social ni cultural. Las causas son
mucho más profundas y dejan entrever otras historias de abandono, como la que
vive Jesús con su padre.
La relación
padre/hijo es fundamental para Guzzoni, y la desarrolla en el drama desde
diferentes perspectivas. El padre, ausente y distante, se presenta como una
figura conflictiva en la vida de Jesús. La distancia generacional, las
diferentes concepciones e ideas acerca de la vida y cómo debe ser vivida, la
dependencia económica y la mutua incomprensión son sólo algunos de los factores
de una relación fracturada. Sin embargo, el vínculo es ineludible y el
protagonista, dominado por la culpa y el miedo, decide recurrir a él en busca
de consuelo y refugio. La relación padre/hijo está rota, pero también lo está
la relación con sus pares. Si la evasión de su vida adolescente era externa y
corporal, la huida se vuelve interna: Jesús se aísla en sí mismo, se encierra,
se recluye. Incapaz de hacerse cargo de sí mismo se entrega por completo a su
padre.
Sin embargo, el
mandato paterno se impone junto con una visión más rígida de los deberes y
obligaciones, del bien y del mal. El nombre del protagonista, Jesús, que
reverbera en el espectador con los ecos de su origen bíblico, termina de
adquirir significado con otra relación padre e hijo, la de Abraham e Isaac, en
la que es difícil distinguir el límite entre el sacrificio, la entrega y el
abandono y muchas veces, como en este film, acaban confundiéndose.
Por
ahora, sólo dos pétalos. La flor (The Flower). Dirección: Mariano Llinás.
Argentina, 2016. Guión: Mariano Llinás. Elenco: Pilar Gamboa, Elisa Carricajo,
Laura Paredes, Valeria Correa, Germán De Silva. Por Rodrigo Montenegro: Dr. en Letras (UNMdP).
Si
César Aira decidiera llevar al cine alguna de sus novelas –pienso en Ema, la cautiva o El congreso de literatura-, probablemente el Mariano Llinás de La Flor se ajustaría relativamente bien
a esas exploraciones. Esto, por supuesto, es una especulación aunque parte de
una coincidencia; ambos encuentran en la ficción narrativa la potencia indómita
(gozosa) de los relatos, incluso despreciando el valor y la necesidad de la
ancestral unidad de acción, que era observada como la garantía del éxito en la
representación de toda fábula por el primer crítico de espectáculos del que se
tenga noticias.
Ahora
bien, la proyección de La flor durante
el XXXI Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, de casi cuatro horas de duración exhibió sólo una parte de un
todo mayor; es decir, sólo conseguimos ver los dos primeros Episodios que
componen la corola de esta película conceptual. Acá el primer exceso, el primer
barroquismo: la obra terminada tendrá una extensión cercana a las diez horas,
incluso, esta versión incompleta sobrepasa ampliamente los estándares de una
entrega fasciculada.
En
el prólogo, filmado a la vera de una ruta argentina, en esos parajes que
acumulan bancos y mesas de cemento debajo de un bosque de eucaliptos, el propio
Llinás dibuja en un cuaderno de tapas rojas los movimientos de su obra. Cuatro
historias que se inician y abandonan su final, un cuento con principio y fin, y
una historia in media res que conduce
hacia la salida (ésta, anunciada como un relato sobre cautivas). Todas ellas
están trabajadas por una forma estético/cinematográfica que las inscribe en una
tradición reconocible, es decir, son películas de género. De este modo, el
primer episodio reelabora en clave criolla la serie de películas clase B, para
involucrarse con la maldición de una momia incaica que acecha a un grupo de
científicas. El segundo despliega el conflicto amoroso-profesional de un dúo
estilo Pimpinela en una suerte de tratado, o recopilación meticulosa, de lo
kitsch. La parodia con su clave risueña es, en este caso, evidente; incluso a
pesar de la admiración confesa de Llinás durante la charla posterior a la proyección
hacia el dúo predilecto del exgobernador bonaerense, admiración que el director
se encargó de aclarar no era la misma que siente por Leonard Cohen. Este
melodrama con trasfondo musical, se deriva (se fuga) a su vez hacia un historia
secundaria en la que intervienen mafias egipcias, la experimentación con
toxinas exóticas y todo el candor de las sociedades secretas dedicadas al
hedonismo, el secuestro, la conspiración y los encuentros orgiásticos. Toda esa
proliferación de historias y registros que componen la variación de los géneros
acercan la película (valga una vez más la comparación literaria) al modelo
narrativo de Puig -más precisamente a esa faceta desplegada en El beso…-, o C.E Feiling –según advirtió el cinéfilo
erudito Diego Pampín al abandonar la sala del cine-, donde todas las formas son
posibles a la hora de narrar, y de hecho, la ficción se impone sobre cualquier soporte
para hacerse un camino.
Por
otro lado, el género –consciente o inconscientemente- aparece en su modulación
femenina a partir del despliegue de las cuatro actrices –Elisa Carricajo,
Valeria Correa, Pilar Gamboa y Laura Paredes- quienes se metamorfosean en cada
historia para trazar la única línea de continuidad de La flor. En cierto sentido, y tal como el propio Llinás dejó en
claro, sobre lo esquemático de las forma prefijadas se impone la dramaturgia y
el desempeño actoral. Incluso cabría pensar que esa intervención sobre el cine
de género se orienta hacia la ejecución de un efecto crítico, en el cual se
desajusta lo esperable (lo dado) para enfocarse hacia el texto, la construcción
de las actrices y el aletargamiento de la velocidad (de filmación, primero; de
montaje y proyección después). La morosidad, la extensión, la demora y las
fugas hacia tramas y gestos innecesarios son la clave de La Flor, y deberían entenderse como las partes menos visibles de un
proyecto amplio, que goza en aplazar el estreno para permanecer en un eterno (o
casi) rodaje.
Consideración
técnica. En La flor Llinás usa
(quizás, abusa, según el ojo que observe) de primeros planos e imágenes
desenfocadas. Durante la charla el director explicó que esto se debía a la
introducción de un nuevo instrumento de trabajo: un cambio de cámara.
Usualmente utilizaba la tecnología mini dv y ahora ha migrado a la Canon
digital; el consiguiente aprendizaje sobre las posibilidades del nuevo medio
técnico se realizó durante el rodaje, y por este motivo se habrían intentado
resultados estéticos a partir de una profundidad de campo reducida pero con
mayor nitidez. En líneas más simples, podría considerarse que lo implicado por
Llinás era su desconocimiento técnico para utilizar la nueva cámara. A pesar de
este acto de sinceridad, soy proclive a la sospecha; resulta más verosímil
interpretar a esa voluntad por el desenfoque como un gesto más de sus
resistencias, la principal de ellas la resistencia a la mercantilización del
producto cinematográfico, en este caso volcado hacia la experimentación
técnica, eludiendo ingresar a la composición de cuadros inteligibles, pictóricos,
racionales. Dato menor. Para un espectador afín a las calles y paisajes de la
ciudad de Mar del Plata puede resultar interesante observar la territorialidad
alucinada que generan los plano-secuencia de Llinás; en los cuales el tránsito
por espacios reconocibles resulta atravesado por un leve halo distorsivo que se
cubre por la ominosidad de lo familiar des-enfocado.
En
estas historias encadenadas de las que se cancela el principio de unidad de
acción, se suspende sus finales o se las inicia donde el narrador lo prefiera,
son afines las derivaciones y las líneas
argumentales extravagantes. Llinás parece insistir –incluso contra la comodidad
de sus espectadores- en una idea básica: todo puede formar parte e ingresar al
territorio de la ficción emergiendo desde el más nimio de los detalles, sin
embargo, una vez dentro no hay líneas rectas ni velocidades a priori.
Finalmente, podría pensarse que ésta es una película que hace cine con la
historia del cine, llevando un paso más allá los tradicionales modos de composición,
edición y difusión de los productos de la industria. También podría pensarse en
una película intelectual, resistente, paródica por momentos, estilizada en
otros que, aunque amenazada por el peligro de la pose o la incomodidad, es una
apuesta por la ficción como estado, proceso, régimen de sentido y
producción.
Una antibiografía. Neruda. Dirección: Pablo Larraín. Chile,
2016. Guión: Guillermo Calderón. Elenco: Luis Gnecco, Gael García Bernal,
Mercedes Morán, Alfredo Castro, Pablo Derqui, Marcelo Alonso, Alejandro Goic,
Antonia Zegers, Jaime Vadell, Diego Muñoz, Francisco Reyes, Michael Silva,
Víctor Montero. Por Micaela Moya: Estudiante de Letras (UNMdP).
Neruda
recrea
un período puntual y significativo de la vida del poeta chileno, aquel que
abarca los años comprendidos entre 1947 y 1949. La película muestra el apoyo
inicial del partido Comunista a González Videla y cómo se rompe esta adhesión a
partir de la promulgación de la Ley de Defensa Permanente a la Democracia que
prohíbe la existencia del Partido Comunista y ordena perseguir a sus
militantes. Finalmente, y de esto da cuenta la mayor parte del largometraje, el
film de Larraín muestra la persecución a Pablo Neruda, iniciada por el
presidente González Videla, y cierra el exilio del poeta y el mítico viaje a la Argentina,
cruzando la montaña a caballo a través del paso de Lilpela.
A partir de lo que
señalamos, queda claro que la política será uno de los elementos constitutivos
de Neruda ya que no sólo genera los
principales conflictos del film sino que también es un aspecto esencial en el
recorte que hace Larraín para dibujar la figura de Neruda, ya que privilegia su rol como senador y como
militante del Partido Comunista, sin desmerecer, por supuesto, su labor como
poeta. El punto más alto de la mostración de Neruda como senador lo constituye
la escena en la que Luis Gnecco (Pablo Neruda) reproduce algunos fragmentos del
discurso pronunciado por el poeta chileno ante la promulgación de la Ley de
Defensa Permanente a la Democracia. El interés por esta escena reside no sólo
en el encendido discurso, sino también en que muestra el apoyo de los
legisladores comunistas y el rechazo de los sectores favorables a González
Videla. Dispuesta en los primeros minutos del film, esta escena anticipa el
tenor del conflicto político que va a cruzar Neruda. En consonancia, la película del director chileno propone
una reflexión constante sobre la política y cuestiona especialmente la
organización al interior del partido Comunista. En varios momentos de la
película se cuestiona que dentro de un Partido que propone la lucha por la
igualdad, haya miembros que cuenten con privilegios o que estén por sobre
otros. En este sentido, la figura de Neruda y el despliegue que realiza el
Partido para evitar que sea capturado es cuestionada por algunos sectores del
Partido Comunista chileno. Otro aspecto que entra en crisis en la película es el estilo de vida aristocrático de muchos miembros
del partido, que se aleja de las ideas que sostiene el comunismo. Otra vez la
figura de Pablo Neruda es puesta en jaque. Este cuestionamiento es interesante
ya que corre a la película de Larraín de una visión maniquea de la
historia y propone una revisión crítica
del accionar del Partido Comunista durante este período.
Pero si la política
es uno de los pilares de la película de Larraín, la literatura es, sin dudas,
el otro eje a partir del cual se construye Neruda.
La imagen de Neruda poeta que delinea el
film está muy bien lograda porque da cuenta, por un lado, del poeta amoroso de
la primera etapa y muestra cómo esta veta quedó grabada a fuego en algunos
sectores de la sociedad chilena (vemos, en el film de Larraín, cómo Neruda
recita en numerosas oportunidades el Poema XX de Veinte poemas de amor y una canción desesperada, a pedido de
distintos interlocutores ) pero también muestra de una manera excelente la
vertiente social de la poesía del chileno y vemos, durante la película, escenas
en donde Neruda recita sus poemas a los obreros pero sobre todo, asistimos a la
escritura de Canto general y somos
testigos de los intentos del poeta por hacer circular estos poemas, aún desde
la clandestinidad. Pero la literatura no aparece sólo a través la figura del
poeta sino, y tal vez esto sea lo más llamativo del film de Larraín, ingresa a
partir del personaje de Óscar Peluchonneau , hijo no reconocido de un mítico
jefe de policía y designado por González Videla para dirigir la captura de
Neruda, que busca un lugar protagónico en la historia de Chile y de alguna manera, su redención. Neruda burla al
policía dejándole novelas policiales de la Colección del Séptimo Círculo en
todos los sitios en donde Peluchonneau va a buscarlo y así el personaje
interpretado por Gael García Bernal intenta encontrarse en esos textos,
erigirse como el policía modelo que, en verdad, no es. Así, la literatura
policial que Neruda le deja a Peluchonneau parece funcionar como un modo en el
que el policía construye un personaje de sí mismo.
El propio Larraín
señala que Neruda es una
“antibiografía” y tal vez lo sea ya que la película no busca darnos una visión
completa de la vida del poeta sino mostrarnos distintas versiones de Neruda: el
amante ,el ególatra, el político y el poeta.
El caballo de hierro (The
Iron Horse) Dirección: John Ford. EEUU, 1924. Guión: Charles Kenyon
y John Russell. Elenco: George O'Brien, Madge Bellamy, Charles Edward Bull,
William Walling, Fred Kohler, Cyril Chadwick, Delbert Mann. Por Julio Neveleff: Bibliotecario. Escritor. Gestor cultural.
Actualmente asesor cultural de OSDE Filial Mar del Plata.
Tanto el público como
los críticos e historiadores coinciden en que el western es el género
cinematográfico norteamericano por excelencia. Más allá de las modas pasajeras
(el spaghetti western) o de aquellos innumerables films con espíritu de
western (donde podriamos citar desde el soviético Los trece de Mijaíl Romm hasta el argentino Aballay de Fernando Spiner), los
auténticos artesanos y maestros del género son norteamericanos: de David W.
Griffith hasta Quentin Tarantino los ejemplos se multiplican. En este universo,
uno de los nombres más destacados es el John Ford. Hijo de inmigrantes
irlandeses, Sean Aloysius O´Fearna (1894 – 1973) nació en Cape Elizabeth
(Maine). Luego de algunos intentos como caricaturista y en el campo de la publicidad,
en 1911 se radicó con un hermano en California, incorporándose a la industria
cinematográfica en trabajos menores hasta que accedió a dirigir sus primeros
trabajos, ya bajo el seudónimo que lo identificaría a lo largo de toda su
carrera.
Ford formó parte de
la prehistoria del género, con una cincuentena de films de escaso presupuesto y
modestas ambiciones, hasta que, a mediados de los años 20, la industria dio el
gran salto hacia las supeproducciones con La caravana de Oregón (The covered wagon, James Cruze, 1923) y, precisamente, El caballo de hierro. El caso del
film de Ford es particular, pues no se concibió
como una producción de alto presupuesto, pero este fue aumentando a lo
largo del rodaje, para pesadilla de la productora. Con un costo final de u$s
280.000.-, la recaudación luego de su estreno alcanzó los u$s 3.000.000.-,
justificando con la asistencia del público el gran despliegue de recursos
puesto en pantalla: hasta forman parte de algunas escenas dos de las
locomotoras originales de la epopeya ferroviaria que se retrata. La publicidad
previa del estudio hablaba de 2.000 obreros constructores de vías, 1.000
obreros chinos, un regimiento de caballería, 800 indios, 1.300 bisontes, 2.000
caballos y 10.000 cabezas de ganado... Vale aclarar que, viendo la película y
sin desmerecer en modo alguno sus méritos, creemos que a estos números les
sobra un 0... Exageraciones hollywoodenses, en fin...
Calificada por
algunos historiadores del cine como “la primera obra maestra de Ford”, El caballo de hierro narra la
historia de amor entre Miriam y Davy, desde su infancia hasta el consabido
final feliz, no exento de avatares folletinescos a lo largo de la trama. Pero
si bien esta intriga sostiene el film, el trasfondo histórico, social y
político que sigue la construcción de las líneas de los ferrocarriles Union
Pacific y Central Pacific de una costa a la otra de los EE UU, se erige en una
épica patriótica que no decae en ningún momento. Y aquí es donde hay que
destacar el abarcativo guión y la mano certera de John Ford, que han sabido
mezclar elementos disímiles con un equilibrio envidiable. Historia, folletín,
humor y documental se ensamblan de manera natural y fluida, en un continuo que
no decae. Visto a la distancia y confrontado con otras películas de la época,
resulta asombroso el dinamismo del film, así como ciertas tomas (el ataque de
los cheyennes al ferrocarril, donde se ven solo sus sombras; el abandono de un
pueblo para fundar otro; un flashback de las últimas palabras del padre de
Davy; los amplios horizontes en exteriores; las persecuciones a caballo; entre
otras) inusuales en el estilo del género hasta ese momento. El paso fugaz de
personajes históricos a lo largo de la trama (Lincoln, Buffalo Bill o Wild Bill
Hickok) sirve de ancla en la realidad que refuerza la verosimilitud del relato.
Filmada a sus 30 años, John Ford cimentó en esta película un estilo que no
habría de abandonarlo, con situaciones y personajes secundarios que, con
variantes y otros nombres, habrían de reiterarse en futuros westerns como sello
de autoría.
En el marco del 31°
Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, El caballo de hierro fue exhibida en el Teatro Municipal Colón
en una impecable copia de 35 mm, restaurada por Photoplay Productions, con una
duración de 150’ (tomada de una versión hecha para Francia, más larga que la de
133' en circulación en las redes). Según testimonio de los restauradores, se
trabajó con filtros de color habituales en la época del cine mudo, que
indicaban, a través de su tonalidad, el momento del día o la ubicación espacial
de cada escena. La experiencia de ver este magnífico film en pantalla grande y
copia nueva se enriqueció significativamente con el acompañamiento musical de
la partitura compuesta especialmente por John Lanchbery, interpretada por la
Orquesta Sinfónica de Mar del Plata bajo la dirección del maestro Diego Lurbe.
El exacto desempeño de los integrantes de
la orquesta dio a la proyección un plus enriquecedor que hizo vivir a
los espectadores un viaje en el tiempo (hecho al que contribuyó la arquitectura
clásica del Teatro Colón), trasladándolos a los tiempos heroicos del cine mudo.
Un gran logro del Festival.
El sencillismo como
artificio cinematográfico. Octubre (Octobre). Dirección: Pierre León.
Francia, 2006. Guión: Pierre León. Elenco: Pierre León, Vladimir León,
Sebastien Buchmann, Circé Lethem, Renaud Legrand. Por Candelaria Pérez Berazadi:
Estudiante de Letras (UNMdP).
Un tren funciona como
(no)lugar de tres “extraños” hacia un mismo destino: Moscú. El paseo encerrado encuentra un punto de
anclaje para tres hombres (un músico, un ingeniero hidráulico y un guía
turístico encubierto): la novela El
idiota de Fiódor Dostoievski. Pierre León elige, sutil y prácticamente, el
motivo del viaje en tren como hecho compartido entre la obra literaria ya
mencionada y su producción cinematográfica. De esta manera, el viaje se expande
como red en todos los sentidos: se viaja por trabajo, se viaja por placer, se
viaja en la lectura, se viaja en el tiempo, hacia atrás y hacia adelante.
Finalmente, se viaja en las palabras. Precisamente, y sin dudas, el
protagonista de Octobre es el diálogo
constante: los discursos adormecidos de los lectores viajeros que juegan en un
plano de intercambio íntimo codificado en el gusto común.
En ese cronotopo del
vagón, el director halla la excusa para combinar reflexión “real” y reflexión
“ficcional” a través de la voz (y los silencios) de sus personajes. En estos
dos planos no hay límite, sino frontera. Es decir, los enunciados no crean una línea
divisoria –real o imaginaria- entre realidad y ficción, sino un espacio más
amplio en que se funden ambas naturalezas; un área compartida en la palabra
misma, en el acto de habla crítico y minucioso sobre la novela y sobre la vida
de ellos –los tres hombres-, tan reparado en sí mismo que admite la confusión
de categorías como persona y personaje, diálogo armado y conversación
improvisada, espacios montados y espacios desnudos -al “natural”. Este efecto
de ruptura de realidad-ficción es posible sólo a partir de la manera elegida
para llevar a cabo la dirección del film: planos acotados, cámaras fijas,
colores apagados, diálogos silenciosos, movimientos tenues. En Octobre no hay montaje aparente sino más
bien una suerte de “efecto de naturalidad” que involucra al espectador en una
dinámica de la palabra envolvente pero monótona, en una cadencia sin altibajos:
la voz que, cada tanto, calla para que hable el silencio. El ruido de fondo no
cesa en ningún momento: se funde con las voces de los tres hombres –en un
primer plano intervenido por el barullo del entorno- y con el ruido de la
marcha del tren que avanza hacia un punto en el que confluyen y se disparan los
destinos de los extraños.
De vez en cuando, el
tren se detiene para que la cámara funcione como ojo y se vislumbre el paisaje
como espacio-marco del espacio cerrado principal (el vagón): se observa una
llanura árida y despoblada que avanza anafóricamente. La rapidez del tren en marcha
difumina, cada tanto, el horizonte que divide el cielo gris o arrebolado y la
tierra poblada de pasto seco y pequeñas edificaciones dispersas. Así, las
ventanillas son los puntos de contacto –o de abertura visual- entre el espacio
interior y el exterior; son el umbral entre la quietud del adentro y el
“movimiento” del afuera.
La despedida final es
prometedora y provoca la sensación de reencuentro similar al producido al
comienzo de la película -inesperado pero insípido-, en un mundo en donde
prevalecen las coincidencias y las
confluencias, un mundo posible no sólo en la literatura sino también en el cine (y, por qué no –por
extensión-, en la vida real). Sin
embargo, confirmamos que no posee la conmoción de una despedida, tal vez,
porque el punto fuerte de Octobre no radica en el despertar de las emociones
desenfrenadas sino, más bien, en el encuentro con la palabra, la argumentación
y la crítica de la realidad misma de los personajes (y de la novela de
Dostoievski), en un meneo oscilante –pero tranquilo- que va del plano ficcional al plano real (allí donde
se ponen en tensión las categorías teóricas sobre la creación literaria y la
creación cinematográfica: narrador, personajes, tiempo, espacio, autor). Así,
interesantemente, el encuentro se produce a causa de la literatura: El idiota es la gran excusa generadora
del diálogo, productora de sentido de todo el film.
En conclusión,
pensamos en un efecto de somnolencia que se traslada más allá de la pantalla.
Creemos en una estética de la no estética o bien, en el sencillismo como
artificio cinematográfico. Se trata de un film sin efectos especiales: la
impresión de que las cámaras –y el camarógrafo, por supuesto- se trasladan
junto con los personajes en un movimiento compañero que pareciera compartir el
tiempo real del éxodo de Bruselas a
Moscú (ciudad apagada y plana donde “no pasa nada”). Dicho efecto se produce,
sobre todo, por la sensación de alargamiento que imprime, en la experiencia
visual, el largo viaje en tren de una capital a la otra. El viaje es entonces
-y paradójicamente- movimiento estático, y la estaticidad es lo que perdura
como punctum barthesiano, como trama
unificadora de la forma y el fondo en Octobre.
Impregnado por la literatura. La
reconquista (The Reconquest).
Dirección: Jonás Trueba. España, 2016. Guión: Jonás Trueba. Elenco: Itsaso
Arana, Francesco Carril, Aura Garrido, Candela Recio, Pablo Hoyos. Por Esteban
Prado: Escritor, Magister en Letras Hispánicas por la UNMdP.
Para Mauro Carusso, Agustín Barovero, Néstor Pafundi, Antonieta Rossi,
Lucio Ferrante, Norman Pereyra Wagner, Carpincho López, Miguel Alberti y Poppy
Bras Harriott, a mí mismo, carísimos ilusos.
Debe estar la arcadia en flor,
tras de las puertas de bronce del tiempo, amor mío,
debe estar la arcadia en flor,
pero dónde…
Rafael Berrio
Siempre que escribo para esta revista pienso y repienso el vínculo
entre la letra y la imagen, entre la escritura y el cine -que serían como la
versión en movimiento del primer par- y me pregunto si no nos pondremos
reduccionistas, medio desorientados, al pensar los pasajes y las relaciones que
hay entre uno y otro de los elementos que hacen a estos pares. Y sobre todo
pienso que ante la actitud taxonómica, de discernimiento, hay que ir por el
camino de empastarlo todo: la retroalimentación literatura-cine /
cine-literatura nos pone en el lugar de ya no preocuparnos por cómo se
trasvasa, traduce, traslada o adapta uno al otro, sino más bien encontrar los
momentos en los que uno resplandece en el otro.
La reconquista de Jonás Trueba se pregunta cómo en una noche de reencuentro y en un
dormir de recuerdos, es decir, cómo, en el cruce de dos tiempos, se puede
recuperar una voz. Son dos personas que se encuentran a los treinta años luego
de no verse por mucho tiempo, desde que tenían quince y eran noviecitos. Trueba
se pregunta cómo medir la distancia que hay entre estas dos personas, no entre
ellas sino entre ellas y las que fueron. Con la naturalidad y la interpelación
emocional de la serie de films de Richard Linklater, Before…, se construye una larga secuencia que se extiende a lo
largo de una noche. Con una cena de reencuentro algo tensa, a medida que pasan
las horas, los tragos y las cuadras caminadas, se va desacartonando la noche y
se recupera algo de la antigua frescura. La charla tiene sus tópicos -que qué
has hecho, en qué te has convertido- y luego va deambulando por los rincones de
una puesta al día de dos que casi no se conocen pero disfrutan intuitiva y
espontáneamente de la presencia del otro.
En esta primera parte, que ocupa casi toda la película, se van
hilvanando secuencias, interiores y exteriores, recorridos por la ciudad y
espacios cerrados: una restaurante, un bar en el que el padre de ella da un
recital, otro bar y de allí a un salón de baile a puertas cerradas al que él
por la boca se niega y por las pies va.
Trueba tiene un modo de armar su mirada que pasa por dejar transcurrir
los momentos, no precipitarse, construir escenas que se sostienen en el tiempo
y que en la medida en que lo hacen muestran un ribete más, una vuelta de tuerca
casi siempre formal y sentimental. Trueba da cuenta de lo que sólo se puede dar
cuenta en la duración y recién antes de volverse redundante se permite pasar a
lo que sigue.
En el camino de una cosa a la otra, él compra castañas horneadas en la
calle. Luego van al recital del padre de ella, un músico que parece haber
decido ser un outsider. Como ya había
hecho en Los ilusos, Trueba captura
el “hecho” musical, por decirlo de algún modo, se detiene en la escena, se
detiene en quien canta, en su voz, en su cuello, en sus manos, en su cara, se
detiene por unas tres canciones y hace un retrato de la audiencia, que está
compuesta por unos pocos jóvenes habitués de un bar de mala muerte que piden
canciones que el músico no está dispuesto a tocar, y se detiene por supuesto en
ellos dos, que se sientan en una mesa de manera en la que quedan uno al lado
del otro, mirando al cantante, con un espejo encima de ellos que nos permite
verlos y ver lo que ellos miran. Luego de la pequeña entrada en confianza de la
cena, este nuevo espacio y el hecho de estar en silencio, los vuelve a
distanciar. Recién cuando reaparecen las castañas, que él saca de su bolsillo
en una bolsa de papel arrugada recreando el rito de quien pasa dulces en el
cine, las cosas se relajan y vuelven a estar cómodos.
En otro de los recorridos, ella saca una carta que él la había enviado
cuando estaban juntos. Él la lee en voz alta y no puede evitar cierta ironía,
cierta impostación y hasta sorna, cumpliendo con un doble prejuicio: primero
del de quince años, que pensaba que cuando tuviesen treinta ya no podrían
entender quiénes fueron; luego del de treinta, que al leerse y tratar de
reponer la voz de quien fue sólo puede hacerlo de modo infantilón. Ahí estamos,
con dos personas intentando mirar a la pareja amorosa que fueron y no pudiendo
verse y, al mismo tiempo, acordándose de que a los quince años ya habían
anticipado esa imposibilidad.
Sin embargo, el periplo sigue y del bar van a una pista de baile. La
captura de la fiesta tiene la espectacularidad de lo indie. En un espacio más
bien neutro y gris, ganan protagonismo el movimiento y los colores de
bailarines y bailarinas aficionados que hacen una ronda para que diferentes parejas
vayan intercambiando los lugares de protagonistas y testigos. Después de una
tímida entrada en calor y de que quede vacío el centro, él irrumpe y baila como
cuando tenía quince en su nuevo cuerpo de treinta: haciendo el ridículo. Luego
se despiden, tranquilos, y él se va, como Moretti en Caro Diario, en su Vespa a través de la ciudad.
En una segunda fase, la película pone en juego una vuelta en el tiempo
que nos lleva a los días en que la carta fue escrita y tenemos un acercamiento
a los que ellos fueron a los quince, una reconstrucción de aquel amor joven.
Esta especie de vuelta, que termina compitiendo con la primera parte, pone en
cuestión los tiempos, nos obliga a preguntarnos cuál de las secuencias es
subsidiaria de cuál y el hecho de preguntárnoslo nos pone en la situación de no
poder discernirlo. En esta segunda parte vamos desde los primeros encuentros,
signados por el deambular por la ciudad y mirar el techo de las habitaciones, y
nos lleva hasta la despedida que los separará por quince años.
Respecto del tema de esta publicación, nos queda decir que el cine de
Jonás Trueba está impregnado por la literatura. Sus personajes son lectores, la
educación sentimental de ellos está fundada en la lectura, los músicos son
letristas y, sobre todo, lo que está en el fundamento de las preguntas que
llevan adelante esta película parece tener una impronta literaria: se trata del
registro escrito de un vínculo, la carta de amor a los quince y de lo que este
registro pone en evidencia. Nos hace pensar las relaciones entre presente y
pasado, recuperadas por la carta, y al mismo tiempo nos obliga a señalar la
distancia que hay entre los que fueron y los que son. Esa carta del pasado que
todavía se niega a perderse da cuenta de la imposibilidad de recuperar una voz
que la lea.
Hay algo de la nostalgia de lo irresoluble, de lo paradójico: leer la
carta mal, sin encarnar a los que fueron, sin burla, sinceramente, implicaría
que los de quince hayan estado equivocados al anticipar que ya no habría
conexión entre ellos, al adelantar que los de treinta nada iban a saber de las
claves que los movían tanto tiempo atrás.
La elocuencia del
silencio. El silencio (The Silence). Dirección: Arturo Castro
Godoy. Argentina, 2016. Guión: Arturo Castro Godoy. Elenco: Alberto Ajaka,
Tomás del Porto, Malena Sánchez, Violeta Vignatti, Vera Fogwill. Por Fernando
N. Valcheff García: Estudiante de Letras (UNMdP).
Tomás y Valentina
tienen 17 años, son novios y esconden un secreto que, sin explicitarse
verbalmente, marca con su presencia el rumbo de toda la película. Aunque no lo
demuestre, Tomás está preocupado y asustado por lo que le depara el futuro.
Procura escudarse en su música, con los infaltables auriculares que lo
acompañan a donde vaya, las juntadas en la plaza del barrio y las frecuentes
escapadas del colegio, vivencias que se contraponen a esos encuentros en los
que comparte con Valentina un problema que los involucra e interpela a una edad
demasiado temprana. En la primera escena, podremos verlos en la sala de espera
de un hospital; luego, manteniendo una conversación acerca de cómo enfrentarán
la situación y, más tarde, visitando una casa en la que se realizan prácticas
médicas ilegales. Lo significativo parece ser que, si bien todos los indicios
apuntan claramente hacia ella, la palabra “embarazo” nunca se materializa.
La decisión
preliminar de que Valentina aborte -otra palabra tan ausente como sugerida- es
finalmente desechada, por lo que los jóvenes deciden tener el bebé. Tomás se
muestra contento con su novia, pero las dudas lo asaltan y las situaciones de
su vida cotidiana parecen ir asfixiándolo poco a poco: es reprendido por su
madre por las ausencias al colegio, le falta el respeto a su padrastro, deja de
atenderle el celular a Valentina, e incluso se enoja con ella cuando se entera
de que le ha contado a su madre acerca del bebé.
Abrumado -aunque de
manera discreta y sutil, casi imperceptible-, Tomás decide emprender una
búsqueda. Rescata del armario una foto vieja de su madre en cuyo reverso
aparecen dos datos: una fecha y un nombre. Arma un bolso con sus pertenencias,
se guarda sus ahorros y abandona su hogar. Lo que en principio se presenta como
un trayecto desconocido para el espectador, se hace más claro con la llegada de
Tomás a “Los espejos”, el pueblo nombrado en la foto. No obstante,
así como se silencia el embarazo, el motivo de la visita de Tomás también
parece estar vedado a las palabras. Cuando su madre lo llama para averiguar
dónde está, Tomás le responde que fue a “Los espejos”, y frente a la pregunta
que podemos suponer formula su madre del otro lado del teléfono, Tomás ofrece
como respuesta otro interrogante: “¿a qué pensás que vine?”. Como sucedió con
el embarazo, las razones que movilizan a Tomás a realizar su viaje son
silenciadas. Este es, justamente, uno de los rasgos constitutivos de un film en
el que la elisión opera como mecanismo narrativo totalizante que moviliza la
acción siempre en el plano de lo sugerido. Y si bien conoceremos pronto las
intenciones de Tomás, él nunca las revelará por completo, así como tampoco se
harán explícitas en boca de otros personajes. El silencio, como expresa su título, es una película en la que
prima lo no dicho, en la que abundan los sentimientos pero se ausentan las
palabras ante la imposibilidad de enfrentar los miedos y las incertidumbres. Es
por eso que los personajes se definen por sus acciones más que por su discurso,
siendo Tomás –interpretado de manera impecable por el joven actor Tomás Del
Porto– el principal artífice de este estado de suspensión del habla.
Una vez instalado en la pensión del pueblo, la búsqueda del protagonista de esta historia se
encauza hacia un individuo. Su nombre es el único dato develado: Camilo. Tras
ser orientado por un pescador del pueblo, Tomás encuentra la casa del hombre y
lo va a visitar. Le pide trabajo alegando la necesidad de juntar algo de plata
para poder volver a su casa. El hombre dice no poder ayudarlo y le recomienda
que visite a su vecino. Tomás se retira, una vez más, sin decir una palabra.
Este encuentro tan significativo, como veremos, desdobla la línea argumental de
la película dando lugar al despliegue de dos historias en espejo que, de allí
en adelante, pasan a reflejarse mutuamente.
El segundo contacto
entre Camilo y Tomás aclara el panorama al espectador de manera definitiva.
Decidido a abandonar el pueblo frente al evidente fracaso de las intenciones
que perseguía con su visita, Tomás pasa por delante de la casa de Camilo.
Cegado por la desilusión del rechazo, agarra una piedra de la calle y mientras
se dirige intempestivamente hacia el interior de la propiedad, se cruza en su
camino con un pequeño jugando. Una sola interpretación posible sobrevuela
inmediatamente la escena cuando Camilo aparece detrás, al tiempo que Tomás no
cesa de fijar su mirada en el niño. Se hace palpable una tensión que funciona
como indicio de una profunda revelación. Tomás no es un chico cualquiera y la
esposa de Camilo parece notarlo, por lo que convence a su marido de que ayude
al joven pagándole por limpiar una habitación de la casa que funciona como
depósito y taller de carpintería naval de Camilo. Así, nace entre ambos una
tibia relación que adquiere matices más intensos con el transcurso de las
jornadas, aunque Tomás siga sin decir demasiado –limitándose a responder las preguntas
de Camilo con lo justo y necesario, o simplemente a trabajar siguiendo sus
instrucciones– y aunque Camilo no parezca querer aceptar que algo está
sucediendo allí.
Los días pasan y la situación se vuelve
insostenible para la esposa de Camilo. “Hablá lo que tenés que hablar de una
vez”, le dice a su marido antes de irse con su hijo para dejarlos solos. Llega,
entonces, el momento inevitable, la confrontación de una postergada verdad que
une a ambos individuos y que se materializa, luego de numerosos rodeos y
múltiples eufemismos, en las palabras antes acalladas que ahora salen a la luz
con una contundencia brutal: “Cuando tu mamá quedó embarazada de vos…”. A partir de
allí, las palabras no hacen más que intentar justificar y excusar conductas.
Transmiten una sensación de zozobra que nuevamente es ahogada por el silencio
de Tomás. Un silencio acompañado de lágrimas que, sobre el final de la
película, da rienda suelta a un raid de emociones contenidas que brotan en un
instante fugaz.
La ausencia de banda
sonora, así como el silencio ambiente del pequeño pueblo en el que se
desarrolla gran parte de la acción, contribuyen a profundizar aún más el sigilo
marcado por la discreción del lenguaje, por aquello que, aunque no se dice, es
puesto de manifiesto a partir de este juego de espejos que replica la historia
del padre y la del hijo. Sin pretensiones grandilocuentes y prescindiendo de
golpes bajos, El silencio explora la
dificultad del vínculo paterno-filial con delicada sutileza, apelando a la
sinceridad de un lenguaje despojado que traspone las carencias emocionales al
terreno del discurso ausente.
De modernidades y
conflictos. Los modernos (The Moderns). Dirección: Mauro Sarser,
Marcela Matta. Uuguay, 2016. Guión: Mauro Sarser, Marcela Matta. Elenco: Noelia
Campo, Mauro Sarser, Federico Guerra, StefaníaTortorella, Marie Helene Wyaux,
María Paz Rodríguez. Por Fernando N. Valcheff García.
Los
modernos es,
en principio, una película de contrastes productivos. Filmada en blanco y negro
pero ambientada en la actualidad, contemporánea en cuanto a sus conflictos pero
con una banda sonora compuesta en su totalidad por tangos de Gardel, la
película cuenta la historia de Fausto y Clara, dos uruguayos que mantienen una
relación profesional y personal de larga data. Juntos llevan adelante proyectos
cinematográficos mientras intentan afianzarse como pareja. En la línea de los
contrastes estético-argumentales, también ellos dos son muy diferentes. Él, un
joven culto, presumido y desapegado que descree de los puntos de vista de los
demás y confía únicamente en sus propios criterios eruditos para juzgar el arte
y la vida; ella, una mujer de modesto y centrado perfil intelectual,
sentimentalmente madura, separada y con dos hijos, que busca rearmar su vida
con un hombre más joven, con intereses dispersos y enfocado prioritariamente en
sus necesidades y sus deseos de realización personal. Las discusiones
frecuentes –y, en particular, una incómoda conversación en la que Clara plantea
la posibilidad hipotética de que Fausto se convierta en padre de un futuro hijo
de ambos, idea que él rechaza terminantemente– los llevan a tomar la decisión
de separarse. La situación no es fácil para ninguno de los dos. Se conocen desde hace años y les cuesta imaginarse el
uno sin el otro. Clara intenta conectar con otras personas, pero el fantasma de
Fausto se materializa en cada conversación con sus potenciales candidatos. Él,
en cambio, adopta la postura del hombre superado. Se reencuentra con una chica
a la que había conocido tiempo atrás en una fiesta y comienza a salir con ella.
Fernanda, la joven en cuestión, se convierte en su distracción, en su nuevo
divertimento, una chica bella e inteligente que, a pesar de su modo
diametralmente opuesto de ver el mundo, Fausto considera a su altura. Mientras
tanto, la relación con Clara, sin llegar ser tensa, se torna algo incómoda.
Ambos deben seguir trabajando en su proyecto en común y la llegada de Fernanda
promete complicar el panorama. Siendo plenamente consciente de que Fausto está
conociendo a otra mujer, Clara trata de obligarse a que no le importe. Pero un
día los ve besándose en la calle y la imagen la desarma por completo. Decide
salir a bailar para distraerse y conoce a Ana, con quien, tras una sugestiva
conversación que desemboca en un beso, tiene “su primera experiencia lésbica”,
como le cuenta más tarde a su ex. Este es el punto de inicio para los
conflictos cruzados, las numerosas idas y vueltas y el absurdo enredo
tragicómico que, sobre la segunda parte de la película, tendrá a Clara, Ana y
Fausto como protagonistas.
A pesar de su extensa
duración, la historia se desenvuelve de manera ágil gracias a una dirección
impecable, el magnífico trabajo llevado a cabo por los actores (principales y
secundarios, todos se destacan a su tiempo) y un guión preciso ejecutado con
suma naturalidad. La estética de la película, que contrasta en todo momento con
la contemporaneidad del argumento, no desentona en ningún momento y, de hecho,
suma a la historia un componente pintoresco en sintonía con una banda sonora
compuesta solo por tangos.
Como en casi toda
relación amorosa, Fausto y Clara no están del todo seguros de lo que quieren
para sí mismos ni de lo que esperan del otro. Esas dudas los llevan a explorar
nuevas posibilidades, a relacionarse con otras personas, aunque el tiempo les
termine demostrando que están indefectiblemente condenados a volver sobre sus
pasos una y otra vez. Los daños colaterales los recibirán, por supuesto, las
terceras en discordia: Fernanda, quien debe adaptarse a los caprichos y
constantes cambios de opinión de Fausto, y Ana, que, tras un disparatado giro
del destino, debe hacerse cargo de una situación que los involucra a ella, a
Fausto y a Clara por accidente. Con este episodio como desencadenante de
numerosos cuestionamientos a nivel humano y social, la película desemboca en
una exploración que los llevará a replantearse seriamente el rumbo de sus
vidas.
La ópera prima de
Marcela Matta y Mauro Sarcer –quien, además de dirigir el film, interpreta el
personaje de Fausto– pone el foco en las convenciones, las expectativas
sociales y los valores humanos (de los) “modernos”, reflexionando acerca de
temas como la paternidad/maternidad, el potencial de las relaciones afectivas y
el lugar que ocupan en la vida de todo individuo las aspiraciones individuales.
La dinámica que se establece entre las parejas –que no sólo involucra a Clara,
Fausto, Ana y Fernanda, sino también a Martín, amigo de Fausto, y su novia,
quien insiste con la idea de tener un hijo– evoca sensibilidades con las que el
espectador empatiza, poniendo en escena muchas de las encrucijadas vitales a
las que, tarde o temprano, todos debemos enfrentarnos en nuestras vidas. Con
una matriz narrativa de claras reminiscencias woodyallenescas, la película
bucea en un mar de incertidumbres, de búsquedas y decisiones cambiantes que,
lejos de bordear la desesperación o el malestar existencial, simplemente se
presentan como condiciones propias del ser humano en devenir.
BONUS TRACK
En la reciente edición del Festival de Mar del Plata tuvimos el placer de
asistir a la proyección de varias perlas presentadas por el Zar del Noir, Eddie
Muller, presidente de la Film Noir Foundation y una autoridad en el tema.
Películas que no son las que usualmente se proyectan o se emiten cuando se
habla del subgénero pero que son tan valiosas, actuales e inteligentes que
merecen atención. Y el público así lo interpretó, porque las cuatro funciones
fueron a sala casi llena. Curiosamente, hay que decirlo, el responsable de
confeccionar el catálogo del festival tomó los títulos de estreno en Uruguay en
vez de los títulos que estas películas tuvieron en nuestro país: esto es una
lotería, porque a veces a ambas márgenes del Río de la Plata los títulos coincidían
pero en el caso de estos cuatro filmes, solo Cry Danger se conoció como Peligro
en ambos países. Sin embargo parece que los dataentry y buscadores de
información van progresando: al menos no recurrieron a los títulos de estreno
en España, que es lo más habitual. Para tratar de subsanar el tema, utilizamos
en cada reseña el título de estreno en Argentina.
Demasiado tarde para lágrimas (Too Late For Tears). Dirección:
Byron Haskin. EEUU, 1949. Guión: Roy Huggins. Elenco: Lizabeth Scott, Don
DeFore, Dan Duryea, Arthur Kennedy, Kristine Miller, Barry Kelley.
Una noche, el matrimonio Palmer, Alan y Jane (Arthur Kennedy y Lizabeth
Scott), marchan a una fiesta hasta que, a mitad del camino, Jane le pide a su
marido que pegue la vuelta que ya no tiene el menor ánimo de afrontar todas
esas parejas ricas y snobs. De regreso a casa cruzan con un coche del cual les
lanza una maleta que les cae en el asiento trasero. Ante esta combinación de
aleatoriedad y simbolismo (el rechazo a la diversión mundanal va seguida de la
–literal– caída de dinero del cielo, ya que eso es lo que contiene la maleta),
la esposa deduce que ha de ser dinero de alguna extorsión e insiste en
quedárselo. Pero Alan, más centrado, prefiere guardarla en un gabinete de la
estación ferroviaria. Al otro día, Jane, sola en casa, recibe la visita del
hampón Danny Fuller (Dan Duryea, de obligatorio moño que preanuncia sus
nefastas intenciones), que exige la devolución de la susodicha maleta, a lo que
ella informa que su marido fue a entregarla a la policía. El tira y afloje
entre ambos conduce a una especie de sociedad de interés (tanto monetario como
sexual) que llevará a los personajes por incontables vericuetos, primero con el
hampón amenazante y agresivo y luego, poco a poco, con la manipuladora mujer
imponiendo su impronta fría y letal que se extenderá a su rival pero también al
esposo y varios personajes más. Porque no claudicará ante nada con tal de
apoderarse de ese dinero. ¿Logrará sus propósitos esta mujer fatal disfrazada
de ama de casa y amante esposa? Una mezcla inusual, el productor Hunt Stromberg
(que antaño había fogoneado unas cuantas superproducciones para la M-G-M), el
realizador Byron Haskin en su tercer largometraje y la encantadora femme fatale Lizabeth Scott, le sacan
todo el jugo a un relato serializado de Roy Huggins. Hay diálogos punzantes,
situaciones tensionantes, la presencia de una cuñada que sospecha alguna
maquinación (Kristine Miller), un supuesto veterano de guerra que parecería
detective y resulta otra cosa (el gordito Don DeFore) y una espiral de intrigas
que la protagonista sembrará, un poco llevada por su mala entraña y otro poco
improvisando, con más de un cadáver. Y, como corresponde a toda gran obra que
se precie de tal, un desenlace simétrico. ¿Qué más se puede pedir?
Amor que vuelve (Woman on the Run). Dirección: Norman Foster. EEUU, 1950. Guión: Norman
Foster y Alan Campbell sobre una historia de Sylvia Tate. Elenco: Ann Sheridan,
Dennis O'Keefe, Robert Keith, Ross Elliott, Frank Jenks, John Qualen.
En la noche de San Francisco hay una discusión en un automóvil estacionado
y un individuo cae al recibir no uno sino dos balazos. Un hombre inocente
paseando su perro observa desde una escalinata cercana y cuando el asesino se
da cuenta, también le dispara antes de huir. Cuando llegan las autoridades, el transeúnte
(Ross Elliott) explica lo visto pero temiendo por su vida si se difunde la
noticia que ha testificado, se escapa durante un descuido de los policías. A
partir de ese momento, el inspector a cargo del caso (Robert Keith) dirige sus
esfuerzos a tratar de ubicar al testigo desde el apartamento de la esposa del
prófugo, Eleanor (la otrora bomba sexual Ann Sheridan, aquí en rol muy
diferente, tanto actoral como detrás de cámara, en la faz de productora no
acreditada), quien no se muestra muy deseosa de que aparezca ya que no venía
llevándose muy bien con él. Aparece en escena un galante periodista (Dennis
O'Keefe), que trata de obtener el testimonio como primicia para su periódico a
cambio de una suma de dinero. Hay un par de situaciones puntuales que
condicionan la trama (el deteriorado estado de salud del marido ausente que, a
causa del stress y un cuadro de hipertensión, está al borde de un ataque
cardíaco) y un interesante trasfondo marital que va descubriéndose a medida que
avanza la historia. Pero por sobre todo, la inicial sospecha y posterior
revelación que el asesino es el periodista y de esta manera, la mujer estaría
llevando a su esposo rumbo a la muerte. Como todo buen noir, el filme goza de líneas
de diálogos atrayentes, si bien no memorables pero sí dinámicas e inteligentes,
confluyendo en un desenlace notable con un doble clímax en una montaña rusa y
un recodo de un parque de diversiones que hay que ver para creer.
El grito de la furia (The Sound of Fury). Dirección: Cy
Endfield. EEUU, 1951. Guión: Jo Pagano, Cy Endfield sobre la novela de Jo
Pagano. Elenco: Frank Lovejoy, Kathleen Ryan, Richard Carlson, Lloyd Bridges,
Katherine Locke, Adele Jergens, Art Smith, Renzo Cesana, Irene Vernon, Cliff
Clark, Harry Shannon, Donald Smelick, Joe Conley.
Afrontando el límite de la pobreza, Howard Tyler (Frank Lovejoy) decide
mudarse con su esposa embarazada (Kathleen Ryan) y el hijito de ambos de la
populosa Massachusetts a la semi rural Santa Sierra, en California, donde
espera encontrar un mejor pasar laboral. Pero una vez allá sigue en la mala, al
punto que no puede costear un médico que controle el estado de salud de su
esposa. Desahuciado, termina asociándose a un ladrón de poca monta, Jerry
Slocum (Lloyd Bridges), a quien asiste en algunos "trabajos" como
chofer. En tanto, el editor de un periódico (Art Smith) asigna a su columnista
estrella, Gil Stanton (Richard Carlson) a que elabore una nota sobre la
escalada del delito en Santa Sierra. Gil sacude a la opinión pública con sus
artículos y su amigo, el filósofo italiano Vido Simone (Renzo Cesana),
refugiado europeo después de la Guerra, critica el sentido de estas notas
porque pueden conducir a que la gente se vea alentada a tomar la justicia en
sus propias manos. A la postre Howard es tentado por Jerry para intentar un
"gran golpe", consistente en el secuestro extorsivo de un muchachito
integrante de la familia más opulenta de la ciudad. El secuestro saldrá mal y,
como se puede apreciar, están dados todos los ingredientes esenciales para un
típico filme norteamericano de fines de los '40 y principios de los '50, con
planteamiento testimonial, elementos de crítica social, situaciones complejas,
personajes y ámbitos realistas, y conflictos polémicos. "Independent Film
Journal" comentaba a fines de 1950 (cuando se habían realizado algunas
preestrenos de la película) que la película contenía "el realismo e
intensidad que poseían las obras de Stanley Kramer, a quien el productor Robert
Stillman había estado anteriormente conectado como productor asociado".
Como otros de su época, estuvo basado en hechos reales, en este caso, un
linchamiento ocurrido a fines de 1933 en San José, California. Entre aquel
episodio y esta película, se recuerda Fury
(Furia-1936) de Fritz Lang como
incursión del cine de Hollywood en el tema aunque la sucesión de vueltas de
tuerca la alejaba del realismo de esta modesta producción independiente. Como
era de esperarse, la bajada de línea sobre el poder de los medios de prensa
masivo para manipular a la opinión pública (y provocar desastres) no cayó muy
bien a la crítica que tenía que publicar sus comentarios y la película no tuvo
mucha carrera. El realizador sudafricano Cy Endfield continuaría su carrera en
Gran Bretaña donde tendría que aguardar mejores tiempos para recuperarse. Pera
ya en esta época se revela como estupendo creador de climas agobiantes e
intensos: basta recordar dos momentos crueles, como el aciago asesinato del
chico por parte del secuestrador –que Endfield muestra a través del primerísimo
primer plano de un desesperado Frank Lovejoy– y el clímax con las masas
enfebrecidas de odio ingresando en la comisaría para atrapar a los
secuestradores y ejecutarlos.
Peligro (Cry Danger). Dirección: Robert Parrish. EEUU, 1951. Guión: Robert
Parrish, William Bowers. Elenco: Dick Powell, Rhonda Fleming, Richard Erdman,
William Conrad, Jean Porter, Regis Toomey, Jay Adler.
Un convicto (Dick Powell en sensacional plan hard boiled) abandona la penitenciaria con la única idea de atrapar
a quienes lo enviaron injustamente tras las rejas. Ni bien salir, es seguido
por dos individuos en simultáneo: uno, el policía infatigable (Regis Toomey)
que está dispuesto a descubrir donde está oculto el dinero del botín que no
apareció; otro, un veterano de guerra con una pierna de palo (Richard Erdman),
que dio el tardío testimonio que permitió la liberación del reo: su propósito
postrero es que comparta aquel presunto botín. Mientras todos ansían ese
dinero, el protagonista se dedica a hacerle una visita al mafioso que lo
traicionó (un delicioso William Conrad), a la esposa del testigo que lo
perjudicó (Joan Banks) y, desde luego, a Nancy (Rhonda Fleming), novia de su
amigo que aún sigue tras los barrotes. Aunque distribuida por RKO, se trata de
una producción independiente y su realizador es el debutante Robert Parrish,
que sabrá agregar méritos a su futura foja de servicios. En esta ocasión, saca
el mejor partido de los ambientes urbanos en que discurre la trama, la
violencia de los choques y las amenazas, así como de los cambiantes estados de
ánimo –debido a los golpes de suerte o caídas– del protagonista. Hay atentados
mortales, diálogos picantes como estiletes, intriga y creciente interés narrativo
que desemboca en una curiosa subversión de las reglas del suspenso: esta vez el
agresor no es el villano y la víctima no es el héroe... pero aun así funciona y
es un hallazgo que constituirá todo un precedente del clímax de, por ejemplo, The Deer Hunter (El francotirador-1978).
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Doy clases de licenciatura en la universidad UNILA.